Una bendición. Una maldición. Pocos temas dividen más las aguas que los transgénicos.
Un transgénico es un organismo al que el hombre le ha insertado un gen de otra especie. Parecen de ciencia ficción, pero ya son una realidad servida en nuestra mesa.
Los avances en biotecnología le permiten hoy al hombre extraer genes de un ser vivo y colocárselos a otro de una especie distinta para dotarlo de alguna ventaja de la cual carece naturalmente. Ni siquiera es necesario respetar las fronteras que dividen al reino vegetal del animal. Son las maravillas de la ingeniería genética: mañana oiremos hablar de una lechuga a la que se le insertó un gen del atún, de un halcón al que le pusieron un gen de la naranja.
Hay quienes ven esto como un gran avance, un camino que abre infinitas posibilidades al hombre, una ruta cierta para aumentar la producción de alimentos. Otros, en cambio, lo consideran un peligro, una caja de Pandora antinatural y de imprevisible futuro, con reminiscencias del Golem de Borges.
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Este informe fue publicado en la edición octubre-
noviembre 2011 de la revista Placer |
La idea partió de un fenómeno presente en la naturaleza. Existe una bacteria en el suelo –Agrobacterium tumefaciens- que ataca a diversos frutales, como la vid, los durazneros y los manzanos. Esta bacteria logra un fenómeno único: le traspasa su código genético a su víctima.
El hombre, sin embargo, es nuevo en esto de pasar genes de una especie a otra. Por ahora puede hacerlo, aunque no tiene la capacidad de determinar en qué lugar exacto del ADN del receptor quedará alojado el extraño gen que recibe. Hay una cuestión de suerte. Allí donde cae, el nuevo gen queda. Por eso los transgénicos reciben el curioso nombre de “eventos”.
En Uruguay el primer “evento transgénico” autorizado fue la soja RR, una variedad creada, patentada y vendida por la empresa Monsanto y que, gracias a la incorporación de un gen de la bacteria Agrobacterium SP, se tornó resistente al herbicida glifosato.
Esto quiere decir que si en un cultivo de soja RR se aplica este agroquímico todas las plantas allí presentes mueren, pero nada le ocurre a la soja. Eso, al menos en principio, simplifica el modo de cultivarla.
La siembra de soja RR fue autorizada por el Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca en 1996, durante la segunda presidencia de Julio María Sanguinetti, sin que mediara ningún debate público al respecto.
La situación se mantuvo incambiada hasta los años 2003 y 2004, cuando, durante la administración del presidente Jorge Batlle, se habilitaron dos nuevos cultivos transgénicos, el maíz MON810 y el maíz BT.
El MON810 y el BT son maíces que, producto de la introducción de genes de distintas bacterias, se transformaron en plantas con flit incorporado: matan a los insectos lepidópteros, más conocidos como mariposas, que son plaga de su cultivo.
A diferencia de lo ocurrido con la soja, estos dos nuevos “eventos” sí fueron analizados por una comisión de evaluación de riesgo de la cual formaron parte técnicos del Ministerio de Vivienda, Ordenamiento Territorial y Medio Ambiente. Por eso, su autorización recogió dos medidas de precaución: se estableció que cada productor de maíz transgénico debe hacer una declaración jurada y se fijó un “área de amortiguación” según la cual estos cultivos deben estar a por lo menos a 250 metros de cualquier cultivo de maíz tradicional.
En cambio, no fue contemplado el reclamo de varias ONGs y algunos técnicos para que se decretara el etiquetado obligatorio de todos los productos genéticamente modificados.
Tras ocho años sin que se autorizara el cultivo de ningún nuevo vegetal transgénico, la voluntad del actual gobierno del presidente José Mujica de estimular estos cultivos quedó en evidencia en dos de sus decisiones. En octubre de 2010 se autorizó la plantación con fines de estudio de cinco nuevas variedades transgénicas, a pesar de los informes en sentido contrario de técnicos de la Dinama y la Facultad de Ciencias de la Udelar. En junio de 2011 se autorizó el cultivo masivo de cinco nuevas variedades de maíz genéticamente modificado: dos de ellas resistentes al glifosato, una con insecticida incorporado y otras dos con ambos efectos simultáneos.
La expansión
Los transgénicos son un súper éxito en Uruguay. Tanto que el país, a pesar de su reducida superficie, ocupa hoy el noveno lugar en el ranking mundial de sembradores de productos genéticamente alterados.
Antes de 1996, en Uruguay se cultivaban entre 5.000 y 7.000 hectáreas de soja natural. Hoy ya se llegó al millón, prácticamente todas de soja transgénica. Según Daniel Bayce, gerente de la Cámara de Semillas, la impactante expansión se explica por tres motivos: la suba internacional del precio de este vegetal, los impuestos que Argentina colocó a sus productores y la simplificación en el modo de cultivar que supuso la soja RR.
“La soja resistente a los herbicidas –dijo- facilitó el control de las malezas, que no era sencillo en Uruguay porque los herbicidas tradicionales no lograban un efecto completo”.
Por su parte y de la mano de la expansión de sus variedades transgénicas, el maíz pasó de 38.900 hectáreas en 2003 a 96.000 en 2010. Tan arrollador ha sido el avance del maíz transgénico que se estima que hoy solo el 2% del maíz se produce en chacras dedicadas al cultivo convencional u orgánico.
“Uruguay era un país dependiente del maíz importado de Argentina, y hoy puede autoabastecerse”, señaló Bayce. “La llegada del maíz resistente a los insectos ha sido muy importante, porque antes controlar la lagarta era complicado. Se necesitaban dos y tres aplicaciones de insecticidas, que hoy ya no son necesarias”.
Bayce es un ferviente partidario de la soja y el maíz genéticamente modificados. “En el caso el maíz, por ejemplo, el transgénico bajó el costo y simplificó la logística del cultivo. El productor ya no tiene que manipular insecticidas. Y ya no se usan productos que matan indiscriminadamente, porque el maíz transgénico es tóxico para un grupo particular de animales que es el que afecta los cultivos y no para todos”.
¿Por qué entonces los transgénicos generan tanta oposición y rechazo?
Algunos de sus flancos más cuestionados tienen origen en sus propias soluciones: el glifosato, por ejemplo.
El glifosato, también patentado por Monsanto, no es el más tóxico de los herbicidas. Por eso, su aplicación asociada al cultivo de soja RR puede verse, en principio, como beneficiosa, ya que sustituye a otros agroquímicos más contaminantes, como la atrazina, cuya ominosa presencia ya se detectó en las aguas del río Santa Lucía.
Sin embargo, el glifosato se está transformando en un gran problema. Sabedores de que su soja transgénica sobrevivirá no importa cuántas toneladas de este herbicida le echen encima, los productores tienden a utilizar el glifosato en cantidades que superan lo aconsejable.
“Hoy se lo está aplicando en exceso, en grandísimas extensiones”, señaló Pedro Mondino, docente de fitopatología de la Facultad de Agronomía de la Universidad de la República. “Como es barato se lo aplica de más, por las dudas. Se dice que ese no es un problema del transgénico en sí, sino una cuestión de malas prácticas agrícolas. Pero de un modo u otro está ocurriendo”.
A su vez, el uso de glifosato se multiplica aún más por la aparición de malezas resistentes, otro de los puntos débiles de la tecnología transgénica.
Cuando son atacadas, todas las especies animales y vegetales buscan un mecanismo que les permita sobrevivir. Eso incluye a las malezas –los yuyos- que se ven rociados con glifosato. Más tarde o más temprano, en los campos de soja transgénica –si los cultivos no se rotan- aparecen hierbas mutantes inmunes al glifosato. Estos vegetales se reproducen y luego de un tiempo los campos se llenan de malezas resistentes.
¿Qué hace el productor cuando detecta que hay hierbas que no mueren con el glifosato? Generalmente echa más glifosato. Como no obtiene resultados, echa más aún. La maleza sigue viva y el productor insiste. El círculo del exceso de glifosato se expande. Finalmente se recurre combinar el glifosato con pesticidas más tóxicos y contaminantes.
Estas hierbas resistentes al glifosato han sido bautizadas como “súper malezas” y ya son un problema para los agricultores de Argentina, Brasil, Chile y Estados Unidos. En Uruguay su aparición es incipiente. Según Bayce, de la Cámara de Semillas, ha ocurrido que la hierba llamada carnicera no muera en los cultivos, pero según sus datos eso no se debe a que se haya transformado en resistente, sino a que esa planta, cuando ya está muy desarrollada, no absorbe el herbicida. Otras fuentes, en cambio, señalaron que las súper resistentes ya están entre nosotros.
“En Uruguay ya hay malezas resistentes. Es conocido e incluso se ha publicado en la prensa”, dijo Eduardo Gudynas, poseedor de una maestría en ecología social.
Lo mismo que pasa con las malezas ocurre con los insectos. Si uno ataca a los lepidópteros sembrando grandes extensiones de un maíz que los mata, llegará el momento en el que uno de estos insectos mutará y logrará sobrevivir al veneno. Cuando ese animal se cruce con otro resistente, se reproducirá. Entonces tendremos un escuadrón de mariposas mutantes cuyas voraces larvas serán inmunes a los insecticidas.
Para que eso no ocurra, la ley obliga a que en cada plantío de maíz transgénico, una superficie equivalente al 10% del total se cultive con maíz tradicional.
El objetivo es que algunos insectos coman de ese sector y por lo tanto no mueran. Así se reducen las posibilidades de que un mutante encuentre una pareja con su misma alteración. Porque si el mutante se cruza con un insecto normal, sus hijos serán normales: se necesitan dos mutantes para que la anomalía prospere y se extienda. De ese modo, si bien ese “refugio” de maíz tradicional no impide la aparición de súper insectos resistentes a los agroquímicos, sí reduce las posibilidades de que se crucen, se reproduzcan y difundan su mutación.
La existencia de estos “refugios” es controlada por el MGAP. En cambio, para evitar las súper malezas la mejor medida sería rotar los cultivos, pero eso no lo exige ni lo controla nadie.
Esa falta de rotación también empobrece los suelos. A diferencia de lo que ocurre con otros cultivos, la soja (en todas sus variedades) toma mucho del suelo y devuelve poco.
Quien dio la voz de alerta fue el propio decano de la Facultad de Agronomía, Fernando García, un especialista en el tema. En la Expo Prado 2010 afirmó: “la soja es un problema para la conservación del suelo, porque tiene poca biomasa y la mayoría se cosecha porque es muy eficiente, no cubre el suelo, no repone nada de lo que extrae".
Agregó que eso debería mitigarse rotándola con otros cultivos, “pero el mercado va hacia la soja, soja, soja”.
Según señaló Bayce, para enfrentar este problema, a partir de 2012 el MGAP comenzará a exigir a los productores que presenten un plan de manejo del suelo, con rotación de cultivos.
El polen volador
Otro cuestionamiento que se le hace a los transgénicos es el modo en que afectan a otras plantaciones.
Cuando en 2008, bajo la presidencia de Tabaré Vázquez, el Poder Ejecutivo sancionó el decreto que regula la plantación de estos vegetales genéticamente modificados, se definió que Uruguay seguiría una política de “coexistencia regulada” entre los cultivos convencionales, orgánicos y transgénicos.
“Se suponía que eso significaría que el gobierno le aseguraría a cada sector las mismas oportunidades. Pero creo que es ahí donde más se está fallando”, dijo un técnico de la Dirección Nacional de Medio Ambiente, que pidió que su nombre no se publicara.
El problema principal es el polen.
Cada planta de maíz produce entre 4,5 y 25 millones de partículas de polen en cada floración que son llevadas por el viento (y en menor medida por los insectos) y polinizan otros maíces.
Se han comprobado casos de plantas de maíz que fueron fecundadas por otras situadas a 800 metros. Y se sospecha de casos ocurridos a distancias aún mayores. Sin embargo, se estima que una distancia de 200 metros entre un cultivo y otro garantiza una pureza de 99%. Y una de 300 metros lleva el porcentaje a 99,5%.
Uruguay decretó que los cultivos transgénicos deben estar a una distancia mínima de 250 de los convencionales u orgánicos. Y le encomendó la tarea de control a la Dinama. Sin embargo, el técnico consultado señaló que esa oficina carece los recursos necesarios como para verificar que esa normativa se cumpla. No es un detalle menor. Por el contrario, es un problema mundial: si el polen transgénico comienza a fecundar a las plantas de maíz tradicionales y el fenómeno se expande a gran escala podría perderse la identidad genética del maíz. Las variedades originales –propias de México y Perú- podrían desaparecer como tales. También las variedades locales, de las cuales Uruguay tiene algunos valiosos maíces criollos, podrían perderse. El maíz de todo el mundo podría volverse uniformemente transgénico, lo que significaría un grave riesgo para este cultivo, ya que la supervivencia de toda especie animal o vegetal depende de que se mantenga su diversidad genética.
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Variedades del maíz en Perú. |
El técnico de la Dinama entrevistado para este informe cree que ese fenómeno ya comenzó a producirse en Uruguay, quizás de forma irreparable.
En 2009, un estudio realizado en colaboración entre el laboratorio de Trazabilidad Molecular (Sección Bioquímica) de la Facultad de Ciencias y la ONG Redes - Amigos de la Tierra relevó la situación de 11 chacras de maíz no transgénico. Cinco de ellas presentaban riesgo real de fertilización cruzada por transgénicos, teniendo en cuenta la distancia al plantío transgénico más cercano y la coincidencia en sus fechas de floración. De ellas, tres presentaron contaminación transgénica. Dos de estas chacras se encontraban a una distancia de entre 40 y 100 metros de una plantación de maíz genéticamente modificada, en clara violación a la normativa vigente. La otra estaba a más de 300 metros y se había visto afectada a pesar de estar separada del cultivo transgénico más cercano por una distancia mayor a la exigida por las autoridades.
El responsable del estudio, el bioquímico Pablo Galeano, manifestó al presentar sus conclusiones: “Esta investigación viene a demostrar que aún con los pocos eventos transgénicos que hay no existen garantías de ningún tipo para aquellos que busquen conservar materiales criollos libres de transgénicos, u orgánicos. Por lo tanto la coexistencia regulada no es coexistencia”.
Más dura fue la ONG Redes Amigos de la Tierra: “La ‘coexistencia controlada’ entre cultivos transgénicos y orgánicos o convencionales es un espejismo legal que no tiene su correlato en la realidad”.
Un técnico de la Dinama consultado para este informe fue cáustico: “Este tema es muy complejo y supera las actuales capacidades del Ministerio de Vivienda, Ordenamiento Territorial y Medio Ambiente, y de la Dinama. ¿La distancia establecida de 250 metros está bien? ¿O tendrían que ser 500? ¿Quién lo está estudiando? ¿Quién está controlando que se cumpla la norma vigente? ¿Dónde están ubicados los productores orgánicos que se debería proteger? Nos faltan estudios, recursos, información, bases de datos, indicadores. No estamos en condiciones de manejarlo bien”.
El técnico se mostró pesimista. “Es posible que ya no quede nada que cuidar. Tenemos casi un millón de hectáreas de soja transgénica. El maíz ya va a superar las 100.000. Y ahora va a haber cinco variedades más. Con esas cifras es casi imposible que los escasos cultivos convencionales u orgánicos no reciban genes transgénicos”.
Orgánico y transgénico son incompatibles. Si un cultivo orgánico recibe polen transgénico pierde su condición de tal.
Existe en Uruguay un molino –Santa Rosa- que ha trabajado con maíz orgánico. Se trata de una empresa llevada adelante por sus propios trabajadores. Su responsable, Carlos Reyes, dijo que ya hace un tiempo no logran adquirir una partida suficientemente grande de maíz orgánico para procesarla. “Como hay mucho transgénico, hay mucha contaminación. Hay maíz orgánico para consumo fresco, pero es difícil conseguir una partida que se pueda certificar como orgánica y que tenga al menos 30 toneladas para que valga la pena industrializarla. Últimamente no la hemos podido obtener”.
Polentas trans
Aunque en Uruguay están prohibidas las variedades transgénicas de maíz dulce (el que se usa para consumo directo humano, de donde se obtiene el choclo que se vende en ferias, puestos y supermercados), los uruguayos ya estamos comiendo maíz transgénico.
Una tesis de grado elaborada en la Facultad de Ciencias lo demostró de modo tajante.
El trabajo que realizó para de graduarse como licenciado en biología, Martín Fernández Campos estudió el contenido de 20 polentas en venta en Uruguay.
El resultado fue categórico. Fernández –con la tutoría del doctor Claudio Martínez Debat- logró obtener muestras analizables de ADN en 18 de los 20 casos. Y todas ellas contenían maíz transgénico.
“Se concluye que el 100% de las muestras analizadas están elaboradas al menos en parte por maíz genéticamente modificado”, dicen las conclusiones.
Además, “es de esperar que muchos alimentos elaborados a base de maíz como galletas, pan, aceites, raciones animales, entre muchos otros, también lo contengan. Durante la puesta a punto de las metodologías se analizaron nachos y cereales de marcas conocidas y ambos productos también contenían maíz GM”.
En sus conclusiones, Fernández señala que “es indispensable poner a punto metodologías que permitan detectar contaminación entre chacras” si Uruguay quiere cumplir con la proclamada coexistencia entre distintos tipos de cultivos (convencionales, orgánicos y transgénicos).
La tesis de Fernández recuerda que cada vez el público reclama un mayor conocimiento de lo que está comiendo. Pero por el momento, Uruguay no exige un etiquetado que diferencie a los productos que tienen transgénicos de los que no. Y pocos pueden suponer que al comer polenta están comiendo maíz genéticamente modificado.
El profesor de fitopatología Mondino es uno de los que quisiera poder acceder a ese tipo de datos: “Si sos un poco precavido, es lógico que prefieras no comer un alimento que esté fabricado con transgénicos. En el caso del maíz, el insecticida que se usaba fuera, lo pusieron dentro de la planta. Estamos hablando de una planta en la cual, cada una de sus células tiene una toxina. Y nadie te informa lo que estás comiendo. Yo quiero poder elegir si lo quiero comer o no. Lo que me gustaría es que los alimentos transgénicos se etiquetaran, pero eso no ocurre porque Uruguay hoy no obliga a hacerlo”.
Para Bayce eso es casi imposible. Según su razonamiento, si se etiquetan los alimentos transgénicos, se debería verificar que los que dicen estar libres de ellos no mientan. Analizar todos los alimentos le parece utópico. Cuando se le recuerda que en Japón y Europa ya rige el etiquetado obligatorio, acusa a los europeos de actuar con hipocresía: “Ellos tienen dos excepciones a su norma de etiquetado: los microorganismos son la primera y, qué casualidad, ellos usan microorganismos transgénicos en sus industrias lácteas y de vinos. La otra excepción son los derivados de animales y, oh casualidad, todo su ganado se alimenta de maíz transgénico argentino o de Estados Unidos”.
Bayce dice no entender para qué se pide el etiquetado cuando los alimentos transgénicos están tan habilitados como cualquier otro, en función de que no existe ninguna evidencia de que dañen la salud.
Pero quienes desconfían sostienen que nadie sabe cuáles podrían ser las consecuencias de consumir transgénicos a largo plazo. Todavía –aducen- no ha transcurrido tiempo suficiente para estar seguros. El profesor de bioquímica y biología molecular Martínez Debat, tutor de la tesis que comprobó la presencia de transgénicos en las polentas, señaló a La República que “a largo plazo no se sabe” qué puede ocurrir. Dijo que, por ejemplo, podría producirse una inserción de material genético en el organismo de quien come transgénicos, con resultados desconocidos. “Todos somos conejillos de Indias”, señaló.
Mondino comparte el resquemor. El fitopatólogo señaló que el conocimiento científico varía y lo que hoy se considera seguro, mañana puede no serlo. “A principios de los años 60, la que entones era la máxima autoridad de la fitopatología uruguaya aconsejaba aplicar mercurio y arsénico de plomo a los tomates. Se lo consideraba seguro. Hoy sabemos que eso es muy peligroso para la salud”.
Lamentablemente –agregó- los estudios para demostrar efectos negativos de cualquier producto no son fáciles, son costosos y muchas veces solo se justifica invertir dinero y recursos humanos en estudiarlos cuando se constata que han provocado algún problema importante”.
Sin embargo, en el gobierno no parece existir mucho clima para escuchar los reclamos o los consejos de aquellos más precavidos ante los transgénicos.
El etiquetado ha sido reclamando muchas veces y siempre fue descartado. La norma que fija una distancia de 250 metros entre un cultivo transgénico y otro convencional u orgánico parece estar en vías de ser derogada, según relataron fuentes empresariales y de la Dinama.
El divorcio entre los técnicos y los ministros que finalmente toman las decisiones quedó en evidencia cuando en octubre de 2010 se autorizó a plantar en forma experimental cinco nuevos “eventos” transgénicos: dos sojas y tres maíces. En esa oportunidad al menos uno de los maíces recibió un informe negativo de los técnicos de la Dinama y de los especialistas en entomología de la Facultad de Ciencias. Se trata de un maíz que incorpora una toxina que mata a un insecto que no es plaga del cultivo en Uruguay. Los técnicos no veían el sentido entonces de introducir esa variedad, ni de matar a insectos que no son plaga, modificando el ambiente sin un objetivo muy claro.
“No tiene sentido investigar algo que no le va a solucionar ningún problema concreto a nuestros productores”, dijo un técnico de la Dinama.
Sin embargo, la objeción no fue oída y la ministra de Medio Ambiente Graciela Muslera se alineó con el resto del Poder Ejecutivo y firmó la habilitación. “Queda claro que se trata de autorizaciones políticas y no técnicas”, afirmó Eduardo Gudynas.
Tal decisión provocó que la representante alterna del Ministerio de Medio Ambiente ante la Comisión para la Gestión del Riesgo del Gabinete Nacional de Bioseguridad, la ingeniera agrónoma Laura Bonomi, renunciara a su cargo. Consultada para este informe, Bonomi afirmó que no hizo ni hará declaraciones públicas.
Mientras tanto, las opiniones continúan tajantemente divididas. Para Bayce, que representa a todos los involucrados en la plantación y comercio de transgénicos a través de la Cámara de Semillas, todo se debe a un problema ideológico. Cree que los cultivos genéticamente modificados son atacados por ser producidos por multinacionales, como Monsanto y Syngenta, que cobran derechos de autoría por estas variedades que tienen patentadas.
“Si logran estigmatizar el producto, logran hacer un perjuicio a la multinacional que hace la materia prima. Es un tema ideológico. Yo admito que en esta tecnología hay una preeminencia de cinco o seis compañías. Pero entonces la clave está en sancionar leyes antimonopólicas. Debería trabajarse por ahí y no atacando un producto que supone muchos beneficios. Porque un millón de hectáreas de soja transgénica producen un efecto menor en el medio ambiente que un millón de hectáreas de soja convencional”, afirmó.
A Mondino lo que le da bronca es que a quienes cuestionan algún aspecto de los transgénicos sean tratados como “ambientalistas” o gente refractaria a la ciencia. “Yo soy un científico”, dijo.
En estos días el fiscal Enrique Viana libra un juicio contra los ministerios de Ganadería, Agricultura y Pesca y de Medio Ambiente, con el fin de lograr que Montevideo sea declarada un área libre de transgénicos. Pretende con ello dejar una zona del país que sirva como refugio para la producción orgánica. Pero no es muy optimista con el resultado.
Para él, con los transgénicos pasa lo mismo que con las fábricas de celulosa, las plantaciones forestales y los proyectos de minería a cielo abierto. “Todos estos elementos –dijo Viana- marcan una contradicción muy fuerte con la ley de medio ambiente, que coloca al Uruguay Natural como un principio jurídico. Pero al mismo tiempo, también son hechos consumados o van camino a serlo”. “A esta altura –se resigna el fiscal- más valdría derogar la ley”.
Artículo de Leonardo Haberkorn
Publicado en la edición octubre- noviembre 2011 de la revista Placer
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