La pérdida
de confianza en las instituciones es una tendencia mundial.
Una
reciente encuesta de Equipos, que divulgó Subrayado, mostró que 60% de los
uruguayos tiene poca o ninguna confianza en la Iglesia, un 57% se siente igual
respecto a los sindicatos y un 50% descree de los partidos políticos.
Equipos no
midió la desconfianza hacia los medios de comunicación, pero otros ya lo han
hecho otras veces. Un informe de Reuters, por ejemplo, mostró que entre 2017 y
2020 la confianza en los medios informativos experimentó notorias caídas en
Argentina y Chile.
Algunas de
las razones por las cuales los medios hipotecan la confianza del público son
bastante obvias: medios que priorizan un proyecto político-partidario por sobre
la información, medios que han desertado de territorios enormes (investigación,
debate, cultura), medios que han sacrificado la calidad en pro de una reducción
de costos sin fin.
Hay medios
que quieren, pero no pueden. La publicidad migró a los gigantes de internet. La
prensa –de cuyos contenidos se valen los nuevos ricos de la web- cada vez es más
pobre. Sin dinero, la calidad informativa cae en picada. Y sin información no
hay democracia.
Ante ese
panorama, muchos han visto en las redes sociales una esperanza.
En las
redes –dicen- todas las voces tienen un lugar, todos podemos decir lo que
queremos, no hay censura ni filtros. Muchos las han abrazado con un fervor sin
límites.
Es una
nueva religión y Elon Musk es uno de sus profetas.
Muchos que
descreen por igual de políticos, partidos, sindicatos y periodistas, tienen una
fe ciega en lo que hará un multimillonario del que apenas conocen unos
pantallazos de su vida.
Es cierto
que en Twitter uno puede oír todas las campanas. Todas, incluyendo la de millones
de cuentas creadas por quién sabe quién, operadas quién sabe dónde, que
replican discursos destinados a diseminar el odio, la información falsa o a
acabar con el prestigio de personas inconvenientes: políticos, jueces,
científicos, periodistas.
¿Cómo se ha
aprovechado este menú súper plural?
Muchos de
los que han desertado de los medios por entender que les falta apertura e imparcialidad
se han volcado a las redes donde –algoritmo mediante- se han encerrado en
burbujas mucho menos plurales.
Lejos de favorecer
la diversidad de puntos de vista, las redes sociales, a través del “me gusta” y
sus algoritmos, promueven que uno se enclaustre cada vez más en un círculo
viciado y vicioso. ¡Es tan lindo oír lo que quieren nuestros oídos!
Millones
que huyeron de los medios porque los entienden sesgados, hoy se empachan en las
redes leyendo y oyendo una y otra vez a los que piensan igual que ellos. Es la
nueva plaza pública, dice el profeta Musk. Una plaza pública donde cada día se
lapida al que piensa distinto.
Hace unas
semanas, la senadora colorada Carmen Sanguinetti fue objeto de una furibunda
campaña de denostación en las redes por haber expuesto en el Parlamento como
las mujeres se ven más perjudicadas por el cambio climático.
La furia
con que fue atacada resultó difícil de entender. La senadora apenas si habló de
ese tema en lo que se llama la “media hora previa”, un espacio que tienen los
legisladores para plantear ideas o pensamientos propios, sin ninguna
consecuencia ulterior.
Tras el
bullying recibido, Juan Moreno, un diputado colorado, presentó un proyecto para
castigar penalmente a los que insultan y atacan en las redes.
En Argentina,
algo similar había propuesto días antes un representante del gobierno.
El
secretario de Asuntos Estratégicos, Gustavo Béliz, anunció un plan para que las
redes sean usadas “para el bien común” y “dejen de intoxicar el espíritu de
nuestra democracia”.
Ambas iniciativas
fueron sepultadas en un mar de críticas. Regular las redes sociales es un
problema, porque la libertad de expresión está en juego.
En la
reciente cumbre de la Unesco, el presidente Lacalle Pou se manifestó por no
regular nada relacionado con estos temas. Admitió que ve como un problema que
la gente viva inmersa en burbujas donde todos piensan lo mismo. Reconoció que
ese fenómeno es alentado y potenciado por las empresas mediante la inteligencia
artificial. Sin embargo, propuso combatir ese mal tan solo con “educación”.
No creo que
la educación pueda tanto. Los centros de estudio en Uruguay -y en menor medida, en todo el mundo- tienen enormes
problemas para enseñar a escribir, leer y multiplicar. Es demasiado pretender
que, además, logren desbaratar los esquemas montados por los especialistas que trabajan para las empresas más
poderosas del mundo.
En la divulgación de discursos de odio a través de las redes, la creación y distribución de información falsa a través de ellas, la generación de burbujas informativas y en la agonía de la prensa, la democracia
tiene un problema de primer orden. No es admisible que los gobiernos miren para
el costado y le tiren semejante fardo a la educación. O al mercado.
Otros creen
que la solución vendrá para todo el mundo de la mano de un multimillonario
generoso y benefactor.
Prefiero
apostar por la república y la democracia.
|
Tomado de Pink Floyd The Wall |