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15.1.11

Lanata: "En Uruguay son todos primos"

Pocos días después de que su programa Lanata.uy fuera levantado por Canal 12, hablé con el periodista argentino Jorge Lanata. La entrevista se publicó en el suplemento Qué Pasa del diario El País el 28 de mayo de 2005. Lo que sigue es un fragmento de esa conversación.


Jorge Lanata, Canal 12, televisión, Uruguay—Pasados unos días desde el fin de Lanata.uy, ¿qué sensación le queda?
 
—Creo que por intereses del mundo periodístico, algunos tratan de dar vuelta lo que pasó. Es como si nosotros tuviéramos que explicar por qué nos censuraron.
 
—¿Por qué lo dice?
 
—Empezaron una discusión sobre si era un problema económico o no, y es tan obvio lo que ocurrió. Después de haber sacado el programa sobre Paco Casal casi no salimos. Fue público: no aparecían las promociones y, después de haber sacado el de Milka Barbato nos sacaron por intereses sectoriales del canal. Es obvio. Me parece que no hay discusión.
 
—¿Es muy diferente hacer periodismo televisivo en Argentina que en Uruguay?
 
—Uruguay es más chico y por decirlo de algún modo, te digo una frase de una película de Lina Wertmuller, de los años 70 sobre una mafia: "son todos primos". Eso es algo que en Uruguay se siente muy fuerte. Acá en Argentina no son todos primos, hay intereses diversos, la autocensura es mucho menor y también la censura explícita
 
—¿Y la capacidad operativa de poner gente a investigar? ¿Cuánta gente trabajaba en Día D?
 
—Teníamos más gente. La publicidad en Buenos Aires se cobra por segundo, en Uruguay se cobra por minuto. Eso condiciona todo lo demás. Yo en Montevideo tenía un equipo de seis personas, como mucho siete. Y en Buenos Aires tenía 14.
 
—La mayoría de esos seis periodistas que trabajan en la producción tenían otros trabajos. ¿Tenían tiempo para investigar?
 
—La sobreocupación también es un tema que vivimos acá, porque no nos alcanzan los sueldos.
 
—En una entrevista de Crónicas Económicas al gerente de programación de Canal 12 dijo que su programa no pretendía ser periodístico sino "un show, algo más informal, entretenido y divertido".
 
—Ah, bueno, pero eso es que no entendió nada de lo que queríamos hacer. Nosotros en la televisión argentina fuimos los primeros en mezclar el entertainment con el periodismo. Eso yo lo hago de toda la vida, Página 12 también fue así. O sea, la posibilidad de tener renovaciones en la forma sin que eso afecte el contenido. Podés comunicar de maneras infinitas, pero el contenido es siempre el mismo: es serio, son notas. En la televisión yo de golpe estaba hablando al lado de una vaca embalsamada. O llevaba actores para hacer determinada cosa. Tiene que ver con cómo enriquecer una propuesta, pero no con que íbamos a hacer un programa frívolo. Se ve que no lo entendió o lo editaron mal.
 
—¿Usted cree que el canal entendía qué significaba contratarlo?
 
—Creo que no calcularon el riesgo, no están acostumbrados a hacer laburo en serio, independiente.
 
—Usted en la revista Veintitrés cuenta cómo lo fueron a buscar a José Ignacio. Dijo: "al ganar Tabaré los tipos no saben de qué disfrazarse, necesitan un vínculo con la gente, en Canal 12 había un programa que se llamaba Agenda Confidencial, pero era tan oficialista que le llamaban Agenda Presidencial, lo levantaron y en su lugar empiezo en marzo". Parece que usted tampoco tenía mucha confianza en sus empleadores.
 
—Yo estaba ahí, tirándome a una pileta que desconocía. No eran amigos míos ni nada. Yo no los conocía y digamos que la trayectoria de Canal 12 no era progresista. Pero a mí eso no me importa si me dan libertad para trabajar. Sinceramente yo creí que me la iban dar, si no no lo hubiera hecho. ¿Para qué me voy a meter en este quilombo? Acá hay una cosa que tampoco se toma bien en cuenta: yo vivo en Argentina, me va bien en Argentina, en Uruguay ganaba la cuarta parte de lo que gano acá en la radio. Yo no iba a Uruguay a hacerle un favor a nadie, iba porque me parecía un desafío interesante y me había quedado una asignatura pendiente de la mala experiencia con TV Libre.
 
—Usted en Argentina sabe bien quién es cada periodista, cada empresario. ¿Cuando vino acá sabía a fondo quién era Federico Fasano, propietario de TV Libre?
 
—No, sinceramente no.
 
—¿Y la gente de Canal 12?
 
—Tampoco.
 
—¿Pensó que era más sencillo de lo que es en realidad ir a otro país a hacer un programa sobre gente que uno no conoce, con gente que no se conoce?
 
—Es más complejo. Hacerlo me permitió conocer las cosas buenas y las malas que tiene Uruguay, como las tiene Argentina. Pero hay cosas que vos cuando no estás laburando no las ves. Es como que estás aparte de lo que pasa. Conocer más sobre el país me permitió entenderlo y entender que, a lo mejor, yo tenía una imagen muy idílica de Uruguay y no lo es tanto.
 
—¿Tenía conocimiento de que Canal 12 tenía algún tipo de sociedad con Paco Casal?
 
—No, yo me enteré de eso una vez que fue anunciada la promoción. Yo anuncié en un bloque del programa: la semana que viene vamos a empezar un ciclo llamado Los Intocables, y vamos a empezar por Paco Casal. Se me ocurrió a mí en el momento y lo dije, no tengo que consultar con nadie, no tengo por qué. Ni los periodistas lo sabían, se enteraron ahí. Pensé que podía funcionar, que era divertida la imagen de los intocables.
 
—Y funcionó.
 
—Funcionó demasiado bien. Ese día no pasó más nada, pero enseguida empezó el quilombo porque me enteré que el hermano de uno de los Cardoso tiene negocios con Casal. Entonces empezó la presión del canal para levantar el programa. Obviamente yo me negué. Me llamó a mi casa Francescoli, me ofreció encontrarme con Casal en Buenos Aires y yo le dije que prefiero no encontrarme con los entrevistados antes de las notas, y le propuse que Casal viniera al piso y le hacíamos una nota. Me quedó de contestar y no contestó. En el canal estaba todo mal, no pasaron las promociones, era un desastre. Y el viernes de Casal estaba todo el mundo alterado. Cuando llegué al aeropuerto, uno de los maleteros me dijo: ‘hoy hace Casal, pero ojo que lo levantan’. Fue muy gracioso. ¡¿Cómo se enteró un maletero del aeropuerto?! 

16.11.10

Cuarenta años en el desierto celeste

Uruguay versus Ghana en Sudáfrica 2010. Luis SúarezMi primer recuerdo de la selección es la semifinal contra Brasil en México ’70. Cuando Uruguay abrió el tanteador en aquel partido, los vecinos irrumpieron en mi casa a los gritos. Los recuerdo riendo, eufóricos, abrazándose con mis padres. Yo tenía seis años y al parecer Uruguay iba rumbo a ser campeón del mundo. Al final, perdimos 3 a 1.
También tengo en la memoria el partido por el tercer puesto contra Alemania, las diez veces que Uruguay estuvo a punto de hacer un gol y la derrota final por 1 a 0. Esa vez los vecinos no vinieron y no hubo fiesta para celebrar que salimos cuartos. Incluso los jugadores de la selección renegaron de lo conseguido: “Éramos así, si no salíamos campeones no significaba nada”, explicó muchos años después Ildo Maneiro (1). Aquel honroso cuarto lugar fue asumido con una vergonzosa derrota.
Para Alemania 74 la mentalidad del todo o nada seguía vigente. Y yo, que tenía diez años, me ilusioné con el todo. Si la selección tan criticada de México 70 había logrado salir cuarta, no sería tan difícil ser campeón. Ahora, además, teníamos a Fernando Morena.
A esa edad yo desconocía los pormenores. El DT que había clasificado a Uruguay al Mundial, Hugo Bagnulo, había sido cambiado por otro, Roberto Porta, muy promovido por un grupo de periodistas. La selección también había sido modificada en forma radical bajo presión de los mismos cronistas deportivos.
Yo desconocía todos esos tejes y manejes, y me senté ilusionado frente al televisor blanco y negro. El baile que nos dio Holanda fue un golpe terrible. Si no hubiera sido por Mazurkiewicz aquel 2 a 0 hubiera sido una goleada catastrófica.
El segundo partido, contra Bulgaria, lo vi en lo de Igal, un compañero de la escuela, de Peñarol como yo. Alucinábamos esperando un gol de Morena. Lo hizo, pero el juez lo anuló. Empatamos 1 a 1. El tercer partido lo vi otra vez en casa. Suecia nos encajó un terrible 3 a 0 y chau mundial.
La decepción fue grande. Años después leería las siguientes declaraciones de Juan Masnik, integrante de aquella selección: “Faltando un mes para el mundial ese plantel fue destrozado. Al nuevo equipo lo hicieron los periodistas. Entró una confusión total por un lado y por otro un clima de confianza desmedida. Se realizó un operativo repatriación de jugadores sin ton ni son (…) Yo quedé injertado en una defensa fabricada de apuro (…) ¿Cómo podíamos rendir, cómo podíamos entendernos? ¡Si casi ni practicamos juntos! (…) A Morena, jugando arriba, le pasó algo parecido” (2).
El consuelo era saber que tendríamos revancha en la siguiente Copa del Mundo, que se jugaría en Argentina, donde seríamos casi locales. Fue entonces -tenía 14 años-, cuando me tocó descubrir que existía algo peor que quedar eliminado en la primera fase de un mundial. Porque ni siquiera logramos clasificar a pesar de que nos tocó disputar un cupo con Bolivia y Venezuela, que en aquellos años era mucho más débil que hoy. La clave estuvo en el partido en Caracas, que escuché desconsolado en una radio a transistores: nosotros apenas empatamos; en cambio Bolivia ganó. Ante el fracaso, el periodista más escuchado, Víctor Hugo Morales, desató una desmesurada campaña contra mi admirado Morena, responsabilizándolo de todo el fracaso, como si hubiera jugado él solo.
En aquel momento yo era solo un niño y no entendía que aquel ensañamiento de Morales, su crítica furibunda y tan tajante, era funcional a una dictadura que tenía prohibido hablar de todo, menos de eso. Hoy sí. Aquel era el circo que necesitaba el régimen. Meses después Víctor Hugo viajó a Buenos Aires a relatar el mundial ‘78 y se deshizo en elogios a los militares que organizaron esa copa manchada de sangre (3).
De la eliminatoria para España ’82 recuerdo el partido contra Perú en el Centenario. Faltando una hora para que empezara, mi madre me preguntó si quería ir.
Llegamos corriendo y con el partido a punto de comenzar. Las entradas estaban agotadas y las compramos a precio de oro a un revendedor. El estadio estaba repleto y solo conseguimos sentarnos en lo más alto de la Amsterdam. Desde allí vimos muy bien el baile que nos dio aquel equipo de Velásquez, Chumpitaz, Uribe y Oblitas. Tendrían que habernos ganado 2 a 0, pero faltando poco Victorino acomodó una pelota con la mano e hizo el gol uruguayo, que el árbitro tuvo la deferencia de validar. No se puede decir que fuera el gol de la honra. Esta vez no estaba Morena para echarle la culpa. Afuera de otro mundial.
Volvimos a la Copa del Mundo en México ’86 con la conducción de Omar Bienvenido Borrás, el primer director técnico que odié con toda el alma.
Estuve en el Centenario cuando clasificamos, en el partido decisivo contra Chile, cuando Venancio Ramos tomó un limón que alguien había tirado al campo de juego y lo estrelló contra la pelota cuando el chileno Aravena –que le pegaba con un cañón- remataba un tiro libre peligrosísimo en el final del partido. Si era gol, Chile iba a la Copa del Mundo. El limonazo movió la pelota y Aravena falló el remate. Así llegamos a México.
No teníamos mal cuadro –en la selección estaban Francescoli, el Polilla Da Silva, Alzamendi, Ruben Paz, Darío Pereira, Venancio y Zalazar- y otra vez nació la expectativa. El problema era Borrás. En la defensa, contra la opinión del Uruguay entero, se negaba a incluir a Darío Pereira, un crack con mayúsculas que triunfaba a tal punto en Brasil que allí querían nacionalizarlo. En su lugar, Borrás insistía en colocar a Eduardo Acevedo. Su otra infamia era dejar en el banco de suplentes a Ruben Paz, talentoso y goleador como pocos.
A pesar de que la selección ya llevaba más de una década de fracasos, yo seguía hinchando con pasión y no le perdonaba a Borrás su tozudez y negligencia.
El debut contra Alemania lo vi en lo de Felipe. Pusimos el televisor sin voz y a Kesman en la radio. Iban apenas cuatro minutos cuando un defensa alemán se equivocó y pasó mal la pelota. Alzamendi la tomó, pateó y la metió alta, junto al travesaño. Un golazo.
Poco después, Francescoli –que ya era una luminaria súper promocionada- enfiló solo contra el arco alemán, sin obstáculos a la vista, con el gol prácticamente hecho. Felipe y yo nos paramos a festejar. Justo entonces la imagen del televisor quedó congelada: Francescoli con la pelota dominada rumbo al gol. Por suerte estaba prendida la radio. Cuando el vozarrón de Kesman gritó goooool, nos abrazamos. Fueron unos segundos de felicidad. Pero luego volvió la imagen al televisor y el partido seguía 1 a 0, el gol no había sido. Había errado Enzo y había errado Kesman, los dos en forma inexplicable. En el resto del partido, no cruzamos casi la mitad de la cancha, defendiéndonos siempre. Ruben Paz no salió del banco de suplentes. Alemania nos empató faltando cinco minutos para el final.
En el segundo partido descubrí algo importante: había algo peor que no participar de la Copa del Mundo. Peor era estar allí y pasar vergüenza ante todo el planeta. Quedó claro cuando Dinamarca nos encajó un 6 a 1 histórico. En este partido Kesman se dio el gusto de relatar un gol verdadero de Francescoli, gracias a un penal inventado por el juez.
Para el tercer partido contra Escocia, yo no podía creer que Borrás mantuviera a Acevedo e insistiera en no poner a Ruben Paz. De camino al centro, en ómnibus, recuerdo pasar frente a la casa del técnico en Punta Gorda y mirarla con desconsuelo, como buscando en ella una pista que me permitiera entender por qué ese hombre se ensañaba tanto. Tiempo después, en el libro La crónica celeste de Luis Prats, leí que en aquellos días aciagos alguien entró en el hogar del técnico y destruyó su biblioteca. Juro que no fui yo.
El enfrentamiento con los escoceses marcó un nuevo hito celeste: José Batista fue echado a los 38 segundos por el árbitro francés Quiniou, debido a una patada que pegó en el mediocampo. Esa expulsión dio pié para que los periodistas deportivos abonaran su peregrina tesis de que en la FIFA hay un complot contra nosotros, argumento que hasta hoy perdura. Defendiéndonos los 89 minutos y 22 segundos restantes logramos empatar cero a cero y pasar a la segunda fase del mundial como uno de los “mejores terceros”. Sin duda no lo merecíamos, pero allí estábamos, en octavos de final contra la Argentina de Maradona.
Borrás, temeroso ante los rivales y ciego ante todas las evidencias, mantuvo a Acevedo en el equipo y a Ruben Paz en el banco. Yo pasaba en el ómnibus frente a su casa y tenía que contenerme para no bajar y prenderla fuego. (Repito: ¡yo no destruí la biblioteca!).
Fue, sin duda, un verdadero clásico. Recién en el minuto 41 Argentina pudo hacer el primer y único gol gracias a un notable “pase” que Acevedo le hizo al argentino Pasculli en el borde del área. No exagero, pueden verlo en Youtube. Faltando diez minutos para el final, cuando ya era mejor que no lo hiciera, Borrás claudicó: sacó a Acevedo y por primera vez en la Copa hizo entrar a Ruben Paz.
Ver esos últimos diez minutos fue lo peor de todo. Paz apilaba a los argentinos como postes, empequeñeciendo la figura de Maradona. El empate estuvo al caer y no llegó solo por falta de tiempo. Quedamos afuera de otro Mundial, con la terrible sensación de que todo pudo haber sido diferente.
Años después el célebre periodista argentino Juvenal escribió: “en los últimos diez minutos, cuando el técnico Omar Borrás se resolvió a poner a un gran jugador que mantenía hasta entonces escondido, Ruben Paz, casi se nos viene la noche” (4).
A Italia ’90 clasificamos gracias a un Ruben Sosa brillante en las eliminatorias. Teníamos un cuadrazo aún mejor que el de México ’86: Sosita, ahora sí Ruben Paz, otra vez Francescoli, Alzamendi, el Pato Aguilera, Sergio Martínez, Fonseca, todos integrantes del jet set futbolístico mundial. Pablo Bengoechea era suplente. En una gira de preparación empatamos 3 a 3 contra Alemania en Stuttgard, en un partido en el cual Ruben Pereira se mandó una doble pisada girando sobre la pelota que dejó al mundo con la boca abierta, y le ganamos 2 a 1 a Inglaterra en Wembley. Todos confiábamos mucho en nuestro nuevo DT, Oscar Tabárez. Ahora sí jugaban los mejores.
Yo ya era periodista. Trabajaba en la agencia Reuters, como corresponsal suplente en Montevideo. Se me había encomendado ver los partidos en la oficina y luego enviar al mundo un despacho con las repercusiones. Los festejos populares, por ejemplo.
Vi los cuatro juegos de Uruguay en ese Mundial, solo, en un apartamento de la calle Florida, rodeado de teletipos. En el debut actuamos en forma notable y avasallamos a los españoles, pero no pudimos hacer un gol. Tuvimos la gran oportunidad en un penal, pero Ruben Sosa lo tiró muy alto, afuera. No envié ningún cable porque no hubo festejos.
Con la esperanza intacta me senté a ver el segundo partido, contra Bélgica. Pero no jugamos ni la décima parte del encuentro anterior. Hace poco reviví en Youtube una escena de ese partido. Vamos perdiendo 2 a 0, pero los belgas juegan con diez porque ha sido expulsado Gerets. Ataca Uruguay. Medio a los tropezones la pelota llega al borde del área belga y le queda servida a Aguilera, quien en forma inexplicable patea un tirito muy débil e inofensivo. El golero belga ataja con facilidad y, con la mano, la da la pelota a un compañero, en el costado del campo de juego, cerca aún de su portería. El belga corre con el balón y elude al primer uruguayo que sale a marcarlo; luego, a la carrera, esquiva a otro y cruza la mitad de la cancha; un tercer uruguayo va a enfrentarlo, pero el belga lo deja parado como un poste; finalmente cruza la pelota al medio, donde un grandote llamado Ceulemans recibe el balón libre de todo obstáculo, corre unos metros sin oposición, patea y anota el tercero. Perdimos 3 a 1 gracias al gol de la honra que luego hizo Bengoechea. No envié ningún cable, porque no hubo festejos.
Comencé a dudar de esa selección a la que había apoyado tanto. Se publicaron en los diarios fotos que mostraban al contratista Paco Casal sentado en el banco de suplentes de Uruguay. ¿Con qué derecho? ¿Eso era una selección uruguaya o un tinglado montado para vender jugadores? ¿Tenía eso algo que ver con la poca convicción del equipo?
El tercer partido contra Corea del Sur fue terrible y solo se definió en el último segundo, con un gol de Fonseca en offside. Increíblemente, hubo festejos por 18 de Julio porque con ese triunfo Uruguay pasó a octavos de final, y yo tuve que escribir el tan postergado cable de repercusiones. Sentí que era deshonroso celebrar tan poca cosa.
Por desgracia, los octavos de final me dieron la razón: Italia nos venció por 2 a 0 sin que nosotros atacáramos una sola vez en todo el partido, sin que cruzáramos siquiera la mitad de la cancha, una de las exhibiciones más tristes y miedosas de cualquier selección en toda la historia de los mundiales.
Eso sí: cuando terminó el partido, el presidente de Juventus fue al vestuario uruguayo para charlar con Paco (5).
Tiempo después, el corresponsal titular de Reuters participó de una entrevista colectiva con Tabárez y pudo preguntarle qué había pasado con aquella selección de cracks que había empezado prometiendo un gran mundial y lo había terminado dando pena. El técnico respondió que el penal errado contra España había demolido psicológicamente a sus jugadores. Muchos periodistas deportivos, en cambio, tenían otra opinión: la selección de Tabárez había fracasado porque no pegaba patadas, se habían olvidado de la garra charrúa. Había que volver a las raíces, y si te echaban a los 38 segundos mala suerte.
¿Y la presencia de Casal en el banco de suplentes? Se lo pregunté mil veces a Bengoechea cuando escribí su biografía. Eso no tuvo ninguna importancia, me respondió siempre. Pero a partir de allí todo fue barranca abajo.
A Estados Unidos ‘94 no clasificamos, en una eliminatoria signada por el divorcio entre el técnico Cubilla y los “repatriados”, los futbolistas más renombrados, los que jugaban en el extranjero y eran representados por un Casal cada vez más poderoso.
En la Eliminatoria para Francia ’98 tuvimos tres técnicos (Héctor Núñez, Ahuntchain y Roque Máspoli). La selección terminó séptima entre nueve y otra vez quedamos afuera. Atesoro en mi archivo dos joyas de este período. La primera es una foto de Francescoli, el técnico Ahuntchain y otros dos seleccionados posando en una publicidad de un cementerio privado. La otra es la primera plana de un diario donde el Pichón Núñez, sufrido DT oriental, dice cuánto está dispuesto a dar por la Celeste: “Si me tengo que agrandar el esfínter para que la Selección gane, lo hago” (6).
Lamentablemente, no fue suficiente.
Pichón Núñez dispuesto a todo por la selección uruguaya















Disputamos la clasificación de la Copa del Mundo 2002 con una selección tercerizada. Gran parte del sueldo del técnico argentino Daniel Passarella lo pagaba la empresa Tenfield. Los jugadores discutían los premios con Paco y no con el presidente de la AUF. Los viáticos los repartía un funcionario de Tenfield que terminó en prisión. Dos de los pocos periodistas deportivos que no trabajaban a sueldo de la empresa fueron obligados a bajarse del charter de la selección. La decadencia era generalizada. Paolo Montero, el capitán, dijo en una entrevista: “En el fútbol robar no es pecado”. Eso explica que se consiguiera llegar al repechaje gracias un empate arreglado con la selección argentina, que fue despedida con aplausos en el aeropuerto (7). En cambio, cuando la selección de Australia llegó para jugar ese partido definitorio fue recibida en Carrasco por una patota que los escupió y les pegó. Yo sentí una infinita vergüenza, pero Darío Silva, integrante de esa selección, felicitó a los mafiosos. “Estuvieron bárbaro”, dijo (8). Cuando la Celeste tercerizada le ganó 1 a 0 a los australianos y por fin clasificó, alguien puso en el tablero electrónico del Centenario: “Gracias Paco”. Del mundial no puedo decir nada. Los partidos eran de madrugada y preferí seguir durmiendo.
En la eliminatoria 2006 fue todo más o menos como la del 2002, solo que esta vez los australianos ya nos conocían y nos dejaron afuera de la Copa. Asumí la noticia como un zombi del fútbol, anestesiado ante tanto espanto acumulado. No se trata de perder, porque todos los hinchas del mundo toleramos bien la derrota. Era mucho más que eso: muchos años de macanas, mentiras, promesas incumplidas, derrumbes psicológicos, operaciones de prensa, campeones de pacotilla, mucho miedo a perder y una corrupción cada día más evidente y escandalosa. Ese cóctel me había dejado insensible. Quería ser hincha como antes, pero ya no podía.
Enfermo de escepticismo agudo –y preguntándome si no sería crónico- comencé a ver a nuestra selección en Sudáfrica 2010. Cuando terminó el partido contra Francia pensé: otra vez, más de lo mismo.
Pero los tres goles contra Sudáfrica y el triunfo contra México aflojaron algo de parálisis emocional celeste. Se había triunfado en dos partidos seguidos, jugado sin miedo, con buenos goles, sin pegar patadas y sin protestarle al juez. Era evidente, además, que los dos cracks de esta selección –Forlán y Suárez- estaban jugando a la altura de sus antecedentes y más todavía. ¡Cuántos años hubo que esperar para eso!
El 2 a 1 contra los coreanos fue especial. Esta vez la victoria también fue dramática y sufrida hasta el último segundo, pero no trucha como la de 1990. El segundo gol de Suárez, además, fue un verdadero golazo. Había que pellizcarse, pero estábamos dando espectáculo. Puse la banderita en el auto.
El partido contra Ghana fue el guión que Hollywood necesitaba para hacer una película épica sobre fútbol. Sufrí cuando los ghaneses dominaban el partido, aplaudí el golazo de Forlán, sentí bronca cuando el juez inventó el último tiro libre, admiración por el esfuerzo desesperado de Suárez por evitar el segundo gol africano y desazón porque íbamos a perder de esa manera, con un penal injusto en el último segundo.
Estaba mirando el partido con mi esposa y mi hija. Mi mujer no quiso ver y se fue, llorando. Mi hija tampoco se quedó. Mientras Asamoah Gyan se preparaba para rematar, ella se encerró en su cuarto.
Quedé solo frente al televisor. La historia había desaparecido. Ya no estaban allí los fantasmas de Borrás, Francescoli, Cubilla, Recoba, Paolo Montero, por suerte no quedaba nada de ellos. Tampoco Paco, por ventura alejado de esta selección (ahora sí: gracias Paco). Solo estaban el ghanés, el golero uruguayo y el mundo entero pendiente del desenlace. Me di cuenta que, en 40 años, nunca había visto una selección uruguaya tan conmovedora, tan consciente de sus limitaciones, pero a la vez tan sacrificada, honesta y valiente. Ninguna otra en ese lapso había honrado así a ese deporte maravilloso que es el fútbol. No merecían perder. Miré fijo la pantalla y cuando la pelota se reventó contra el travesaño, salté, corrí, grité: ¡¡Lo erró!!! ¡¡¡Lo erró!!!
Estaba curado. El hincha había vuelto. Por fin. Forlán, Suárez, Egidio, el Ruso Pérez y los demás, con Tabárez, me habían sacado de encima una carga de 40 años.
Gracias. Muchas gracias.
Lo que vino después, aún con derrotas, jugando grandes partidos contra los mejores equipos del mundo y haciendo golazos, que grité y volvería a gritar, solo hizo más notable la tarea cumplida.
Es mentira lo que han repetido mil veces -y aún repiten- muchos periodistas deportivos: que solo los ganadores dejan su huella en la historia. Ignorantes, no saben de Van Gogh, ni de Wilson ni de Kennedy Toole. No conocen la historia de Artigas. Ni siquiera a la Naranja Mecánica de Cruyff.
La vida nunca es blanco o negro, todo o nada.
Y esa lección, la más importante, también la enseñaron estos muchachos.


(1) El Mundialazo del 70, reportaje de la periodista Magdalena Herrera, en El País, 28 de mayo de 2006.
(2) Juan Masnik, el Chueco de Oro. El Diario, 30 de agosto de 1978, citado en el libro Reyes, príncipes y escuderos, tomo 2, de Franklin Morales (Ediciones de la Plaza, 2006).
(3) Ver: Argentina 78 por VHM
(4) Juvenal, Fútbol en el alma (1997), citado por Franklin Morales en Reyes, príncipes y escuderos.
(5) Lo contó el propio Casal en el programa Verano caliente, en radio Carve, entrevistado por Mario Bardanca en enero de 1992. Citado en el libro Yo, Paco, del propio Bardanca (Editorial Sudamericana, 2007).
(6) La República, 20 de marzo de 1995.
(7) Yo, Paco, de Mario Bardanca (Editorial Sudamericana, 2007). Sobre este libro, ver esta nota.
(8) El Observador, 26 de noviembre de 2001.


Historias uruguayas, Leonardo Haberkorn
Reportaje de Leonardo Haberkorn incluido en el libro Historias uruguayas.
Fue publicado también en la edición de agosto de 2010 de la revista Bla.

6.10.07

Paco Casal según Mario Bardanca

Se hablará mucho del libro Yo, Paco del periodista Mario Bardanca.
No se trata de una biografía de Francisco "Paco" Casal. No se cuenta cómo fue la infancia del dueño del fútbol, ni cuál fue su primera novia. La obra se centra en cómo dirigen el fútbol Casal y su empresa Tenfield. Es un “libro de opinión”, según se dice en la contratapa. Bardanca opta por escribir desde la oposición. Lo que podrían ser los aspectos positivos de la gestión de Casal no se exploran. El periodista, por ejemplo, no visita a esas familias que salieron de la pobreza gracias a Paco. El punto es apenas laudado con una frase: “Los incondicionales que lo rodean se llenan la boca repitiendo hasta el hartazgo que es el gran benefactor del fútbol”. El propio Casal le dice a Bardanca: “la plata que yo genero se invierte acá. Yo le hice ganar millones de dólares a mis jugadores y ellos después reinvierten en propiedades”. Un punto interesante que no es investigado.
Francisco Paco Casal - Mario Bardanca - TenfieldBardanca es sincero: no oculta su antagonismo con Casal y así escribe su libro. Pero pudo ahorrarse algunas expresiones que denotan un sesgo excesivo. A Sergio Gorzy lo nombra siempre como “empresario” y jamás dice que también es periodista. A la FIFA la llama “multinacional”. A Paco lo llama “el brasileño Casal”, porque nació en San Pablo donde apenas vivió siete meses. “Paco viene poco a su país de adopción”, dice Bardanca sobre la visitas de Casal a Uruguay. Decir que alguien que desde bebé vive en Uruguay es un “uruguayo adoptivo” suena a necedad y a rencor. Recordar una y otra vez que alguien es brasileño, sin que venga al caso y como si eso tuviera algo de malo, suena a racismo y xenofobia.

Una genialidad

El libro no agrega grandes revelaciones sobre Casal. Su mayor mérito es hacer una minuciosa recopilación de denuncias que estaban desperdigadas aquí y allá, y que los grandes medios han ocultado en forma sistemática. Bardanca recurre para ello a un valioso archivo al que le suma un buen número de entrevistas propias.
En el libro van apareciendo todos los escándalos del fútbol de los últimos años. Hugo De León cuenta que cuando era técnico de Nacional las citaciones de los jugadores de la selección las enviaba Tenfield. El ex presidente de Liverpool Fidel Russo cuenta como el futbolista Néstor Correa rechazó por consejo de Casal un pase por el que hubiera cobrado 200.000 dólares de prima y que le aseguraba un sueldo de 20.000 dólares durante tres años. Casal le ofrecía una mejor oferta que nunca llegó. El ex presidente de Bella Vista Rodolfo Echinope narra cómo Alejandro Lembo rechazó otra oferta por consejo de Paco. En una reunión en la casa de Lembo, la madre del futbolista se desesperaba. Una oportunidad así se da una vez en la vida, le decía a su hijo. Pero Lembo no oía la voz de su madre, sólo la de Paco.
Bardanca denuncia en su libro que mucha personas han sido proscritas por no aceptar los designios de Casal o de Tenfield. Como Fernando Morena, al que nadie contrata como técnico: “Cuando se iniciaba 2007, la flamante directiva de Central Español pretendió contratarlo, pero antes de cerrar cualquier acuerdo decidieron llamar a Tenfield para pedir la aprobación. Atilio Garrido atendió el teléfono; le bajó el pulgar”.
El libro muestra que todo el sistema se sostiene con la complicidad de los canales de televisión, que al principio se enfrentaron a Casal pero luego se asociaron con él. Según se relata, Carlos Muñoz y Alberto Kesman se integraron al programa Pasión, el principal de Tenfield, por una “directiva de sus empleadores, los dueños de los canales”.
Buena parte de la credibilidad del periodismo deportivo habría sido así dilapidada por los propios empresarios sólo para complacer a Casal. El autor comenta: “Una genialidad de Paco: montó el espectáculo, era dueño de los principales actores y pagaba los críticos”.
Bardanca cuenta que el propio Nelson Gutiérrez, principal de Tenfield, le confesó que al contratar a Muñoz y Kesman se pretendía también controlar la opinión de todos los periodistas de sus equipos: “Pensamos que ellos –por Muñoz y Kesman- les iban a bajar línea a ustedes”, le habría dicho Gutiérrez a Bardanca. Y también: “Queremos saber de qué lado estás, porque a los que están en contra les arrancamos la cabeza”.
En Canal 10, donde Bardanca trabajaba, “las críticas al sistema no eran toleradas. los intereses empresariales del canal –de los tres privados, el más cercano a Casal- trajeron aparejada la censura estricta y permanente”.
“La sociedad con Casal dejó de lado una ‘regla de oro’ en la comunicación: la libertad de expresión”.

Culpable de todo

Creer que la libertad de expresión dejó de ser la “regla de oro” en los canales privados cuando llegó Paco Casal es, cuanto menos, una ingenuidad de Bardanca. Y no es la única.
Bardanca también sostiene que si Peñarol expulsara a Paco de su registro social, le asestaría un golpe mortal: “Nada vulneraría más su vanidad, nada afectaría más su omnipotencia como la expulsión de los cuadros sociales del principal club de sus amores”.
Con esa visión naif de las cosas, Bardanca festeja la elección de “Enrique Espert como presidente de Daecpu”, la gremial de los dueños de conjuntos de Carnaval, actividad que Tenfield también televisa. “Ahora se negocia en pie de igualdad”, celebra. Sobre Espert nos dice que es un “recio competidor de Paco en la venta de futbolistas” y nada más.
Casal aparece como el responsable de todos los males. Incluso el comienzo de la decadencia histórica del fútbol uruguayo se sitúa en la llegada de Paco. “Desde que Francisco Casal desarrolló su control hegemónico, el fútbol uruguayo cayó en picada. A partir de los años noventa, Uruguay no volvió a ganar, salvo la Copa América en la que fue anfitrión”.
En ese y otros temas, Bardanca simplifica demasiado, omite muchos elementos, adolece de contexto. Nunca se menciona, por ejemplo, que el de Casal no es el único monopolio existente en Uruguay, sino que todo el país está edificado sobre decenas de monopolios y oligopolios, privados y también públicos. Sobre la pasividad del gobierno del Frente Amplio ante el dueño del fútbol, Bardanca se pregunta: “¿Será que no se involucran porque Paco colaboró con algún sector de la coalición en la campaña electoral?”.
Pero el tema no se desarrolla y la pregunta queda sin respuesta.

Los gozos de Casal

Lo mejor del libro es la charla de ocho horas entre investigador e investigado en la que emerge un vívido retrato de Paco Casal.
En la charla, Casal justifica todo su accionar en defensa de los derechos de los futbolistas, explotados en beneficio de dirigentes y periodistas. La lucha de clases según Paco Casal.
“Héber Pinto, Kesman, Da Silveira, hace cuarenta años que veranean en Punta de Este. Tuve que aparecer yo para que el jugador de fútbol pueda hacerlo”, dice Casal (el libro no aclara que Pinto falleció en 2006). En otro pasaje dice: “Yo voy a terminar con los dirigentes de Carrasco”. Y también: “Los Damiani, los Del Campo... me piden fortunas y pagan miserias”.
Bardanca da cuenta de muchas veces que Casal irrumpió, con permiso o sin él, en lugares a los que nadie lo había invitado: la asamblea de la AUF, la concentración de la selección, la directiva de Peñarol. Paco no necesita que lo inviten. Él entra y listo. ¿Acaso no es el dueño?
En una reunión de la directiva de Peñarol, Casal se molestó porque el anciano presidente del club criticaba a sus jugadores, y entonces lo golpeó. “Yo una vez le pegué una cachetada a Damiani”, le cuenta con aparente orgullo a Bardanca. “Estaba el finado Goldie, el finado Espino, el finado Errico. Estaba Domínguez (...) Damiani se sentaba en la cabecera de la mesa del Consejo y yo al costado. Empezó a putear a los jugadores y no banqué... lo cacé y le encajé un cachetazo (...) Quedó enterrado en la silla”.
Paco puede porque es el dueño del dinero. “Yo soy el tipo más rico del Uruguay. El que me sigue más cerca, no sé, debe ser el ‘Coco’ Zeinal... y para alcanzarme le deben faltar 150 ó 200 millones”, dice en la entrevista.
También es el dueño los medios. Le dice a Bardanca que tiene que abandonar el “mesianismo” para volver a la televisión abierta (¡lo más increíble es que Bardanca le contesta!). Afirma que va comprar Canal 12. Que le bastaría una llamada para que echaran a Ricardo Gabito de sus empleos. Que cuando estuvo peleado con los canales privados, éstos enviaron a sus principales periodistas como emisarios. “Kesman, Muñoz y Da Silveira fueron (...) y me dijeron que si yo les sacaba los goles a los canales privados me iba a ir mal. Los eché. Los mandé a la c... de la madre”. Luego cuenta que negoció con los canales, los hizo sus socios y contrató a los periodistas que habían sido sus opositores. Se los metió a todos en el bolsillo. “Esos son los ‘polvos morales’ que más disfruto”, le explica a Bardanca.
Y de esos ha tenido muchos, según cuenta. En un momento Bardanca le dice que no entiende cómo pudo reconciliarse con Damiani y hasta sacarse una foto con él. Casal lo interrumpe: “Pero vos no entendés nada (...) no te das cuenta de que en esa foto yo me lo estoy...”
Y luego agrega, por si no quedó claro: “¡Esos son los polvos de los que yo te hablo!”. El sexo según Paco Casal.
Hay mucho goce en su vida. Hay mucha gente dispuesta a satisfacerlo: empresarios y periodistas de pacotilla, políticos distraídos, dirigentes que se dejan sopapear, futbolistas que depositan el cerebro y el alma en consignación en la sede de Tenfield.
Paco Casal es el dueño del Uruguay, o al menos así se siente. “Yo hago un acto en la plaza Lafone y convoco más gente que Tabaré Vázquez”, dice.
Los políticos le temen. Los canales de televisión se arrodillan delante suyo. Ya fue condecorado en el Salón de los Pasos Perdidos, en el Palacio Legislativo. “Gracias Paco”, se leyó en el tablero del estadio Centenario.
No tenemos monarquía, pero tenemos rey.
Cada país tiene el rey que se merece.
Y viceversa.

Publicado por Leonardo Haberkorn en el diario Plan B, 5 de octubre de 2007

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