Tres de la tarde. Una joven de piel morena y el pelo pintado de amarillo camina trabajosamente por la calle Guarapirú, desde General Flores hacia el bulevar Aparicio Saravia. Lleva una vaga sonrisa y la mirada perdida.
La chica avanza en zigzag, da la impresión de que tropezará en cualquier momento. En línea ondulante, caminando por la calle, pasa frente a una casa deshabitada cuyo jardín está tapizado de cajas de vino vacías. Lleva la ropa desarreglada, pero no se da cuenta. Cruza Galvani y sigue rumbo al cantegril que oficialmente se llama “barrio Plácido Ellauri” y que comienza a tres cuadras de allí.
Cuarenta años atrás, en esa misma esquina de Maroñas, Guarapirú y Galvani, vivían Gabriel Pereyra, uno de los periodistas más reconocidos del país, y Álvaro Moré, director de la agencia de publicidad Young & Rubicam. A una cuadra, en Guarapirú y Niágara, residía Juan Salgado, hoy presidente de Cutcsa. Los tres habitaron durante décadas ese barrio. Los tres llegaron arriba arrancando de allí abajo.
Parado en la misma esquina por donde recién pasó la joven de pelo amarillo, Pereyra muestra el que fue su hogar, una casita de fondos, a la cual no podemos acceder porque una reja que antes no existía nos cierra el paso. También el jardín de una casa donde sus amigos solían tirarse a conversar. Hoy también está enrejado, inaccesible.
Su primer recuerdo es para el agua sucia que bañaba día y noche las calles del barrio: “No había saneamiento y siempre corría agua podrida. Agua de las cocinas de las casas”.
Moré también se acuerda. Frente a su hogar había un gigantesco bache nunca reparado, siempre rebosante de agua grasienta. “En los 20 años que viví allí, a la vereda de enfrente nunca pude cruzar porque siempre estuvo la calle rota y el agua podrida llenaba ese pozo. Tenía que caminar media cuadra para cruzar”.
Pereyra vivió allí hasta los 13 años y luego volvió un par de años, después de cumplir los 20. Moré vivió hasta los 20. Salgado hasta los 24.
La vida del periodista no fue fácil. Su padre, un obrero de Funsa, dejó la familia cuando Gabriel tenía 10 años. “Recién nos volvimos a reencontrar cuando yo tenía 19. Y retomamos una relación. Fría, pero una relación al fin”. Su madre sacó la familia adelante. Trabajó en Tata, en la fiambrería del Disco, como empleada doméstica y cuidando niños.
El padre de Moré tenía una vidriería, donde laboraba de lunes a sábados y también muchos domingos. “Quedaba en Minas y Miguelete y él todos los días iba en ómnibus. Falleció a los 55 años. Mi madre era una ama de casa con una cantidad de inquietudes: era modista, daba clases de corte y confección, organizaba ajuares para embarazadas en el asentamiento”.
El padre de Salgado era empleado de Cutcsa y con los años logró comprar la cuarta parte de un ómnibus. La modesta casa de los Salgado era la más linda del barrio. Tenían huerta, frutales, gallinas y hacían su propio vino.
Aquellos niños jugaban en la vereda a la pelota, a las escondidas, o corrían carreras a ver quién daba la vuelta manzana más rápido, uno disparaba en un sentido y el otro en el inverso. También jugaban en las canchitas que había al lado del “expendio”, donde se vendía leche, carne y cigarros a precios rebajados.
Al paraíso en ómnibus
Los tres fueron a la escuela pública. Salgado iba a jugar a la casa de compañeros de clase cuyas viviendas no tenían otro piso que la propia tierra. “Pero si alguien veía a esos niños en la escuela, nadie notaba la diferencia. Eran gente que cuidaba su higiene, su presencia, de una pobreza muy digna”.
Pereyra soñaba ser futbolista. “Cuando tenía 14 años eso era lo que me gustaba, no me hacía planteos materiales. El futuro no existía. Llegué a jugar dos años en Cerro. Caminaba ocho cuadras para tomar el ómnibus y después tenía una hora de viaje. Iba al liceo y jugaba. Después quise ir a Danubio, pero Cerro no aceptó darme el pase, y yo ya no quería seguir ahí, porque no me daban un mango. Así que dejé el fútbol y me puse a laburar”.
Su viaje al periodismo incluyó escalas muy diversas. “Antes de dejar el fútbol yo limpiaba mimbre, limpiaba mates, con otro amigo del barrio vendía cigarros en la feria. Pero después agarré trabajos más formales. Mi vieja me hizo el contacto para entrar al supermercado cuando tenía 16 años. Después entré en la yuyería La Selva. Cuando cumplí 18 pude sacar libreta y empecé a manejar un camión que hacía el reparto”.
Un curso de periodismo -que tomó inspirado en su admiración de entonces por Víctor Hugo Morales- le abrió las puertas de su profesión, primero en el semanario Las Bases y luego en el diario La República.
Tampoco fue sencillo ni directo el camino de Moré hacia la publicidad.
Álvaro leía mucho y eso hacía volar sus sueños: “Como en mi casa recién compraron un televisor cuando tenía 12 años, yo leía mucho. Me gustaba mucho la arquitectura y la medicina. Después tuve una vocación muy grande por la electrónica, me hubiera encantado ser ingeniero”.
En verano, su madre lo llevaba a la playa Pocitos en el 122. Se bajaban en avenida Brasil y Ellauri y caminaban hacia la rambla. Álvaro nunca lo comentó en voz alta, pero aquellas caminatas le provocaron una impresión tan fuerte que no se borró nunca.
“Ese trayecto me impactaba, yo veía que ese barrio era exactamente lo opuesto al lugar en el que yo vivía. Me impactaba que no hubiera agua podrida corriendo contra el cordón. Y en voz baja me decía: yo quiero vivir acá”.
Nunca se pudo quitar esa idea de la cabeza. “Empecé a ver que había una posibilidad de salir hacia un lado mejor. Y que para salir a ese lado mejor había que tener dinero. Y que el dinero se conseguía con trabajo”.
Salgado está de acuerdo. Su gran impacto lo recibió cuando su madre, también en ómnibus, lo llevó a la playa Malvín. “Fue como conocer el paraíso”, recuerda. Y siempre supo que para llegar al paraíso había que laburar. “La cultura del trabajo existía. A partir del trabajo venía todo, tener una familia, tener dinero para comprarse una bicicleta, una moto, soñar con algún día tener un auto. Y uno veía en el barrio que el trabajo era posible: todo el mundo trabajaba”.
Recordando lo que aprendió en el barrio, a Moré no le gustó que el ministro del Interior, Eduardo Bonomi, dijera una vez que la delincuencia se explica por el consumo.
“Él dijo que un chico veía una bicicleta y lo que tenía que hacer era robarla, o robar el dinero para comprarla. Y no manejó la variable auténtica, que es trabajar para comprar la bicicleta. Eso fue lo que hicieron Juan y Gabriel, y lo que hice yo. Y los tres salimos adelante por el camino del trabajo”.
Moré empezó a ayudar a su padre a los 8 años. “A los 14 empecé a trabajar en una ferretería, después coloqué parabrisas en la calle y trabajé en una barraca. Y a los 17 entré a la agencia de publicidad Capurro, como cadete”.
La publicidad le gustó tanto que empezó a estudiar por su cuenta. Trabajaba hasta la una o dos de la madrugada. Los compañeros le decían que algún día sería dueño de su agencia.
Salgado siempre se imaginó trabajando en Cutcsa. A veces su padre hacía dos turnos como chofer del 199. Y entre turno y turno iba a almorzar a su casa con algún guarda. Había uno que, sin que nadie supiera, dejaba que el niño Salgado manejara el ómnibus a lo largo de una cuadra. Lo tenía que hacer parado, para poder llegar a los pedales. Ese siempre fue el sueño de su vida.
Tomate verde
En el barrio casi no había teléfonos ni televisores, autos menos que menos. Por eso el ómnibus de los Salgado era como el coche del pueblo. Se usaba para las mudanzas, para llevar gente a los velorios o heridos al hospital después de alguna pelea en el cantegril. Nunca nadie quiso robarlo.
“Había solo dos días en el año en que el ómnibus paraba, el 1° de enero y el 1° de mayo. Y como forma de mostrar el agradecimiento al barrio, porque a veces se prendía el ómnibus de madrugada y molestaba, nos íbamos para afuera en el ómnibus a pasar todo un día de campamentos con todo el que quisiera venir. Y el ómnibus se llenaba hasta la puerta. El 1° de enero íbamos al parque Roosevelt. ¡Era como ir hoy a La Paloma! Y para el otro lado hacíamos el viaje que más nos gustaba a los chiquilines, que era ir a Santiago Vázquez. Nos gustaba porque de tarde, antes de volver, pasábamos por el parque Lecocq. ¡Veíamos los animales! Era un día de fiesta que esperábamos todo el año”.
Pereyra recuerda un cumpleaños de Moré. Toda la barra le estaba tirando huevos. Él fue a su casa para buscar uno, pero abrió la heladera y solo había un tomate verde. Lo tomó, salió corriendo a la calle y se lo arrojó en la cabeza a Álvaro, que se enojó porque aquello fue como recibir una pedrada.
“Era lo único que había en la heladera”, explica el periodista.
“No teníamos nada, pero nos teníamos entre nosotros”, dice Moré. “Era una época de carencias, pero uno tenía al otro, y al otro, y entre todos nos sentíamos protegidos”.
Salgado, recordando aquellos tiempos en el barrio, no puede evitar que los ojos se le llenen de lágrimas.
¿Puede volver a ocurrir el milagro? ¿Podrán salir adelante los chicos que hoy caminan por donde acaba de pasar la tambaleante joven de pelo amarillo?
Todo ha cambiado mucho. Hay cosas buenas: el agua podrida ya no corre por la calle, porque hay saneamiento. Tener un teléfono dejó de ser un privilegio para unos pocos. Televisor todos tienen.
Otros cambios no ayudan tanto. “No tomábamos, ni nos drogábamos. Porros no había. Y creo que el primer trago me lo tomé a los 18 años”, dice Moré.
Cuarenta años atrás, en el cantegril del barrio vivía el Chueco Maciel, un ladrón con fama de Robin Hood, al que Daniel Viglietti propuso como modelo e inmortalizó en una canción. Hoy la delincuencia se ha multiplicado.
Beto, un amigo de Pereyra, sigue viviendo en el barrio desde aquel tiempo. Pide que no den su nombre porque a los vecinos “buchones” los atacan. Trabaja en el Ministerio de Transporte. Hace un enorme esfuerzo para pagarle un colegio privado a su hijo de 15 años porque a los que van al liceo 13, al que fueron Pereyra, Moré y Salgado, los pasan robando. “Les roban los útiles, la ropa, el calzado”, dice Rama. Hace unos días, manejando por el barrio, un grupo de menores rodeó su auto, lo obligaron a parar, le abrieron una puerta e intentaron robar. Logró acelerar y escapar, pero sus padres, que iban en el asiento de atrás, se llevaron un susto enorme y su madre se ligó un golpe.
“Para ser justo con los chicos de hoy, creo que es más difícil”, dice Moré. “Pero no deberíamos pintarlo como imposible. El tema es que vean un horizonte. Si siendo niños les enseñamos que no lo hay, ningún esfuerzo va a servir”.
Salgado piensa parecido. “Creo que se puede lograr, pero no con la facilidad que nosotros tuvimos. Hoy cuesta más. Es necesario que los padres estén cerca y apoyen a los maestros. Para nuestros padres la maestra siempre tenía razón en primer lugar. Después se veía. Ahora es al revés. Y eso no ayuda”.
Contra viento y marea, muchas familias lo siguen intentando.
Parada en la vereda de la esquina de Guarapirú y Galvani, la misma por donde 10 minutos atrás pasó la chica de pelo amarillo, ahora está Sabrina Duarte. Tiene 15 años. Luce un uniforme liceal impecable. Está esperando a una amiga. Se encuentran allí y caminan juntas al liceo 13.
La amiga, Florencia Cardozo, también lleva un uniforme inmaculado. Para ellas, el principal problema del barrio es la inseguridad, los arrebatos, por eso caminan juntas y a la salida del liceo alguien de sus familias las pasa a buscar.
Sus sueños de salir adelante son tan grandes como los que un día tuvieron Pereyra, Moré y Salgado. Sus ambiciones vuelan todavía más alto.
Florencia quiere ser neuróloga “para ayudar a curar el mal de Parkinson”. Sabrina, cuya madre trabaja en una casa de familia y su padre en un sindicato, quiere ser psicóloga: “No me imagino siendo otra cosa”.
Les cuento la historia de Pereyra, Moré y Salgado. Les pregunto si ellas podrán repetirla. No lo dudan ni un segundo.
“Claro”, responde Sabrina, sonriendo. “No tiene nada que ver el barrio. Siempre se puede”.
Las chicas se dan vuelta.
Caminando por Guarapirú, se van al liceo.