Gavazzo, Sin piedad fue presentado en las ferias del libro de las ciudades de San José y Maldonado.
En San José, la presentación se realizó el 28 de octubre y estuvo a cargo de Salomón Reyes, guionista y director cinematográfico mexicano radicado en Salto.
"Algunos críticos del libro han dicho que parece un guión de cine, y si me preguntan -yo que estoy más metido en lo audiovisual- el personaje de Gavazzo es un personaje complejo que bien podría ser un personaje de cine", dijo Reyes.
En una exposición que también fue una especie de entrevista en público, Reyes agregó:
"Una cosa que me llama la atención es cómo pudiste mantenerte siempre del lado del periodista, y no convertirte en el interrogador, como él lo era, o en el policía que pudiste ser".
Para el autor mexicano, "el silencio y la mentira están impregnadas en toda la novela (de no ficción). Hay una revoltura de tripas cuando uno lo lee. es escalofriante las narraciones que se hacen. No digo que no haya otros libros que lo hagan, pero éste es un libro en el que hay capítulos fuertes, muy muy fuertes. Y que para la gente que tiene más conocimiento de esos días aciagos, debe ser muy triste y doloroso recordarlos. pero para los que no los tenemos, como es mi caso, me impacta muchísimo la forma como lo haces. Es muy limpia, muy clara, y no te guardaste ningún epíteto, ningún adjetivo. Todo está ahí, como se debe contar. Y eso es una virtud".
Ante el público que se acercó a la feria maragata, Reyes agregó: "Hay gente me que dice que lo leyó de un solo tirón, yo casi estuve a punto de hacerlo. Es realmente muy, muy, interesante la forma en que lo vas narrando, te atrapa, y quieres seguir sabiendo qué sigue, qué sigue. Es novelesco en ese sentido".
La presentación en la feria del libro de Maldonado, el 12 de noviembre, estuvo a cargo de Andrés Rapetti, director de educación de la intendencia local.
"Este libro no me aporta certezas, sino felizmente muchas dudas", dijo el presentador. "Es un período tan jorobado, donde pasó tanto, y donde las Fuerzas Armadas salieron tan magulladas -creo que son las más magulladas de esta historia-, el libro tiene algunos apartados muy valiosos. En ellos el autor incluye testimonios de oficiales y de soldados, de todos los rangos, que estando en los cuarteles en los momentos de mayores apremios, más duros de la represión, donde los detenidos eran masacrados, tuvieron gestos humanitarios".
Rapetti concluyó su exposición citando el testimonio de Martín Castellini, hijo de Eduardo Pérez Silveira -una de las víctimas de Gavazzo según él mismo asume en el libro-, cuya historia es una de las que vertebra la obra: "Para terminar voy a citar palabras del hijo del Gordo Marcos, cuando dice en el libro; la vida es una sola y yo no puedo pasarla sintiendo odio. Claro, es muy fácil decirlo cuando uno lo mira a la distancia, pero creo que es un ideal. Recomiendo especialmente este libro porque nos expone a la peor cara de la especie humana".
Ir a críticas de la prensa y lectores,
20.11.16
Gavazzo. Sin Piedad en San José y Maldonado
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Gavazzo Sin Piedad,
Libros
8.10.16
Campeones de Guarapirú
Tres uruguayos muy reconocidos -Álvaro Moré, Gabriel Pereyra y Juan Salgado- nacieron en la misma calle, en el mismo barrio pobre, a pocos metros de un cantegril. Los tres salieron adelante apostando a una misma cosa: el trabajo.
Hice esta nota para la revista Select y el texto completo se reproduce aquí.
Tres de la tarde. Una joven de piel morena y el pelo pintado de amarillo camina trabajosamente por la calle Guarapirú, desde General Flores hacia el bulevar Aparicio Saravia. Lleva una vaga sonrisa y la mirada perdida.
La chica avanza en zigzag, da la impresión de que tropezará en cualquier momento. En línea ondulante, caminando por la calle, pasa frente a una casa deshabitada cuyo jardín está tapizado de cajas de vino vacías. Lleva la ropa desarreglada, pero no se da cuenta. Cruza Galvani y sigue rumbo al cantegril que oficialmente se llama “barrio Plácido Ellauri” y que comienza a tres cuadras de allí.
Cuarenta años atrás, en esa misma esquina de Maroñas, Guarapirú y Galvani, vivían Gabriel Pereyra, uno de los periodistas más reconocidos del país, y Álvaro Moré, director de la agencia de publicidad Young & Rubicam. A una cuadra, en Guarapirú y Niágara, residía Juan Salgado, hoy presidente de Cutcsa. Los tres habitaron durante décadas ese barrio. Los tres llegaron arriba arrancando de allí abajo.
Parado en la misma esquina por donde recién pasó la joven de pelo amarillo, Pereyra muestra el que fue su hogar, una casita de fondos, a la cual no podemos acceder porque una reja que antes no existía nos cierra el paso. También el jardín de una casa donde sus amigos solían tirarse a conversar. Hoy también está enrejado, inaccesible.
Su primer recuerdo es para el agua sucia que bañaba día y noche las calles del barrio: “No había saneamiento y siempre corría agua podrida. Agua de las cocinas de las casas”.
Moré también se acuerda. Frente a su hogar había un gigantesco bache nunca reparado, siempre rebosante de agua grasienta. “En los 20 años que viví allí, a la vereda de enfrente nunca pude cruzar porque siempre estuvo la calle rota y el agua podrida llenaba ese pozo. Tenía que caminar media cuadra para cruzar”.
Pereyra vivió allí hasta los 13 años y luego volvió un par de años, después de cumplir los 20. Moré vivió hasta los 20. Salgado hasta los 24.
La vida del periodista no fue fácil. Su padre, un obrero de Funsa, dejó la familia cuando Gabriel tenía 10 años. “Recién nos volvimos a reencontrar cuando yo tenía 19. Y retomamos una relación. Fría, pero una relación al fin”. Su madre sacó la familia adelante. Trabajó en Tata, en la fiambrería del Disco, como empleada doméstica y cuidando niños.
El padre de Moré tenía una vidriería, donde laboraba de lunes a sábados y también muchos domingos. “Quedaba en Minas y Miguelete y él todos los días iba en ómnibus. Falleció a los 55 años. Mi madre era una ama de casa con una cantidad de inquietudes: era modista, daba clases de corte y confección, organizaba ajuares para embarazadas en el asentamiento”.
El padre de Salgado era empleado de Cutcsa y con los años logró comprar la cuarta parte de un ómnibus. La modesta casa de los Salgado era la más linda del barrio. Tenían huerta, frutales, gallinas y hacían su propio vino.
Aquellos niños jugaban en la vereda a la pelota, a las escondidas, o corrían carreras a ver quién daba la vuelta manzana más rápido, uno disparaba en un sentido y el otro en el inverso. También jugaban en las canchitas que había al lado del “expendio”, donde se vendía leche, carne y cigarros a precios rebajados.
Al paraíso en ómnibus
Los tres fueron a la escuela pública. Salgado iba a jugar a la casa de compañeros de clase cuyas viviendas no tenían otro piso que la propia tierra. “Pero si alguien veía a esos niños en la escuela, nadie notaba la diferencia. Eran gente que cuidaba su higiene, su presencia, de una pobreza muy digna”.
Pereyra soñaba ser futbolista. “Cuando tenía 14 años eso era lo que me gustaba, no me hacía planteos materiales. El futuro no existía. Llegué a jugar dos años en Cerro. Caminaba ocho cuadras para tomar el ómnibus y después tenía una hora de viaje. Iba al liceo y jugaba. Después quise ir a Danubio, pero Cerro no aceptó darme el pase, y yo ya no quería seguir ahí, porque no me daban un mango. Así que dejé el fútbol y me puse a laburar”.
Su viaje al periodismo incluyó escalas muy diversas. “Antes de dejar el fútbol yo limpiaba mimbre, limpiaba mates, con otro amigo del barrio vendía cigarros en la feria. Pero después agarré trabajos más formales. Mi vieja me hizo el contacto para entrar al supermercado cuando tenía 16 años. Después entré en la yuyería La Selva. Cuando cumplí 18 pude sacar libreta y empecé a manejar un camión que hacía el reparto”.
Un curso de periodismo -que tomó inspirado en su admiración de entonces por Víctor Hugo Morales- le abrió las puertas de su profesión, primero en el semanario Las Bases y luego en el diario La República.
Tampoco fue sencillo ni directo el camino de Moré hacia la publicidad.
Álvaro leía mucho y eso hacía volar sus sueños: “Como en mi casa recién compraron un televisor cuando tenía 12 años, yo leía mucho. Me gustaba mucho la arquitectura y la medicina. Después tuve una vocación muy grande por la electrónica, me hubiera encantado ser ingeniero”.
En verano, su madre lo llevaba a la playa Pocitos en el 122. Se bajaban en avenida Brasil y Ellauri y caminaban hacia la rambla. Álvaro nunca lo comentó en voz alta, pero aquellas caminatas le provocaron una impresión tan fuerte que no se borró nunca.
“Ese trayecto me impactaba, yo veía que ese barrio era exactamente lo opuesto al lugar en el que yo vivía. Me impactaba que no hubiera agua podrida corriendo contra el cordón. Y en voz baja me decía: yo quiero vivir acá”.
Nunca se pudo quitar esa idea de la cabeza. “Empecé a ver que había una posibilidad de salir hacia un lado mejor. Y que para salir a ese lado mejor había que tener dinero. Y que el dinero se conseguía con trabajo”.
Salgado está de acuerdo. Su gran impacto lo recibió cuando su madre, también en ómnibus, lo llevó a la playa Malvín. “Fue como conocer el paraíso”, recuerda. Y siempre supo que para llegar al paraíso había que laburar. “La cultura del trabajo existía. A partir del trabajo venía todo, tener una familia, tener dinero para comprarse una bicicleta, una moto, soñar con algún día tener un auto. Y uno veía en el barrio que el trabajo era posible: todo el mundo trabajaba”.
Recordando lo que aprendió en el barrio, a Moré no le gustó que el ministro del Interior, Eduardo Bonomi, dijera una vez que la delincuencia se explica por el consumo.
“Él dijo que un chico veía una bicicleta y lo que tenía que hacer era robarla, o robar el dinero para comprarla. Y no manejó la variable auténtica, que es trabajar para comprar la bicicleta. Eso fue lo que hicieron Juan y Gabriel, y lo que hice yo. Y los tres salimos adelante por el camino del trabajo”.
Moré empezó a ayudar a su padre a los 8 años. “A los 14 empecé a trabajar en una ferretería, después coloqué parabrisas en la calle y trabajé en una barraca. Y a los 17 entré a la agencia de publicidad Capurro, como cadete”.
La publicidad le gustó tanto que empezó a estudiar por su cuenta. Trabajaba hasta la una o dos de la madrugada. Los compañeros le decían que algún día sería dueño de su agencia.
Salgado siempre se imaginó trabajando en Cutcsa. A veces su padre hacía dos turnos como chofer del 199. Y entre turno y turno iba a almorzar a su casa con algún guarda. Había uno que, sin que nadie supiera, dejaba que el niño Salgado manejara el ómnibus a lo largo de una cuadra. Lo tenía que hacer parado, para poder llegar a los pedales. Ese siempre fue el sueño de su vida.
Tomate verde
En el barrio casi no había teléfonos ni televisores, autos menos que menos. Por eso el ómnibus de los Salgado era como el coche del pueblo. Se usaba para las mudanzas, para llevar gente a los velorios o heridos al hospital después de alguna pelea en el cantegril. Nunca nadie quiso robarlo.
“Había solo dos días en el año en que el ómnibus paraba, el 1° de enero y el 1° de mayo. Y como forma de mostrar el agradecimiento al barrio, porque a veces se prendía el ómnibus de madrugada y molestaba, nos íbamos para afuera en el ómnibus a pasar todo un día de campamentos con todo el que quisiera venir. Y el ómnibus se llenaba hasta la puerta. El 1° de enero íbamos al parque Roosevelt. ¡Era como ir hoy a La Paloma! Y para el otro lado hacíamos el viaje que más nos gustaba a los chiquilines, que era ir a Santiago Vázquez. Nos gustaba porque de tarde, antes de volver, pasábamos por el parque Lecocq. ¡Veíamos los animales! Era un día de fiesta que esperábamos todo el año”.
Pereyra recuerda un cumpleaños de Moré. Toda la barra le estaba tirando huevos. Él fue a su casa para buscar uno, pero abrió la heladera y solo había un tomate verde. Lo tomó, salió corriendo a la calle y se lo arrojó en la cabeza a Álvaro, que se enojó porque aquello fue como recibir una pedrada.
“Era lo único que había en la heladera”, explica el periodista.
“No teníamos nada, pero nos teníamos entre nosotros”, dice Moré. “Era una época de carencias, pero uno tenía al otro, y al otro, y entre todos nos sentíamos protegidos”.
Salgado, recordando aquellos tiempos en el barrio, no puede evitar que los ojos se le llenen de lágrimas.
¿Puede volver a ocurrir el milagro? ¿Podrán salir adelante los chicos que hoy caminan por donde acaba de pasar la tambaleante joven de pelo amarillo?
Todo ha cambiado mucho. Hay cosas buenas: el agua podrida ya no corre por la calle, porque hay saneamiento. Tener un teléfono dejó de ser un privilegio para unos pocos. Televisor todos tienen.
Otros cambios no ayudan tanto. “No tomábamos, ni nos drogábamos. Porros no había. Y creo que el primer trago me lo tomé a los 18 años”, dice Moré.
Cuarenta años atrás, en el cantegril del barrio vivía el Chueco Maciel, un ladrón con fama de Robin Hood, al que Daniel Viglietti propuso como modelo e inmortalizó en una canción. Hoy la delincuencia se ha multiplicado.
Beto, un amigo de Pereyra, sigue viviendo en el barrio desde aquel tiempo. Pide que no den su nombre porque a los vecinos “buchones” los atacan. Trabaja en el Ministerio de Transporte. Hace un enorme esfuerzo para pagarle un colegio privado a su hijo de 15 años porque a los que van al liceo 13, al que fueron Pereyra, Moré y Salgado, los pasan robando. “Les roban los útiles, la ropa, el calzado”, dice Rama. Hace unos días, manejando por el barrio, un grupo de menores rodeó su auto, lo obligaron a parar, le abrieron una puerta e intentaron robar. Logró acelerar y escapar, pero sus padres, que iban en el asiento de atrás, se llevaron un susto enorme y su madre se ligó un golpe.
“Para ser justo con los chicos de hoy, creo que es más difícil”, dice Moré. “Pero no deberíamos pintarlo como imposible. El tema es que vean un horizonte. Si siendo niños les enseñamos que no lo hay, ningún esfuerzo va a servir”.
Salgado piensa parecido. “Creo que se puede lograr, pero no con la facilidad que nosotros tuvimos. Hoy cuesta más. Es necesario que los padres estén cerca y apoyen a los maestros. Para nuestros padres la maestra siempre tenía razón en primer lugar. Después se veía. Ahora es al revés. Y eso no ayuda”.
Contra viento y marea, muchas familias lo siguen intentando.
Parada en la vereda de la esquina de Guarapirú y Galvani, la misma por donde 10 minutos atrás pasó la chica de pelo amarillo, ahora está Sabrina Duarte. Tiene 15 años. Luce un uniforme liceal impecable. Está esperando a una amiga. Se encuentran allí y caminan juntas al liceo 13.
La amiga, Florencia Cardozo, también lleva un uniforme inmaculado. Para ellas, el principal problema del barrio es la inseguridad, los arrebatos, por eso caminan juntas y a la salida del liceo alguien de sus familias las pasa a buscar.
Sus sueños de salir adelante son tan grandes como los que un día tuvieron Pereyra, Moré y Salgado. Sus ambiciones vuelan todavía más alto.
Florencia quiere ser neuróloga “para ayudar a curar el mal de Parkinson”. Sabrina, cuya madre trabaja en una casa de familia y su padre en un sindicato, quiere ser psicóloga: “No me imagino siendo otra cosa”.
Les cuento la historia de Pereyra, Moré y Salgado. Les pregunto si ellas podrán repetirla. No lo dudan ni un segundo.
“Claro”, responde Sabrina, sonriendo. “No tiene nada que ver el barrio. Siempre se puede”.
Las chicas se dan vuelta.
Caminando por Guarapirú, se van al liceo.
Tres de la tarde. Una joven de piel morena y el pelo pintado de amarillo camina trabajosamente por la calle Guarapirú, desde General Flores hacia el bulevar Aparicio Saravia. Lleva una vaga sonrisa y la mirada perdida.
La chica avanza en zigzag, da la impresión de que tropezará en cualquier momento. En línea ondulante, caminando por la calle, pasa frente a una casa deshabitada cuyo jardín está tapizado de cajas de vino vacías. Lleva la ropa desarreglada, pero no se da cuenta. Cruza Galvani y sigue rumbo al cantegril que oficialmente se llama “barrio Plácido Ellauri” y que comienza a tres cuadras de allí.
Cuarenta años atrás, en esa misma esquina de Maroñas, Guarapirú y Galvani, vivían Gabriel Pereyra, uno de los periodistas más reconocidos del país, y Álvaro Moré, director de la agencia de publicidad Young & Rubicam. A una cuadra, en Guarapirú y Niágara, residía Juan Salgado, hoy presidente de Cutcsa. Los tres habitaron durante décadas ese barrio. Los tres llegaron arriba arrancando de allí abajo.
Parado en la misma esquina por donde recién pasó la joven de pelo amarillo, Pereyra muestra el que fue su hogar, una casita de fondos, a la cual no podemos acceder porque una reja que antes no existía nos cierra el paso. También el jardín de una casa donde sus amigos solían tirarse a conversar. Hoy también está enrejado, inaccesible.
Su primer recuerdo es para el agua sucia que bañaba día y noche las calles del barrio: “No había saneamiento y siempre corría agua podrida. Agua de las cocinas de las casas”.
Moré también se acuerda. Frente a su hogar había un gigantesco bache nunca reparado, siempre rebosante de agua grasienta. “En los 20 años que viví allí, a la vereda de enfrente nunca pude cruzar porque siempre estuvo la calle rota y el agua podrida llenaba ese pozo. Tenía que caminar media cuadra para cruzar”.
Pereyra vivió allí hasta los 13 años y luego volvió un par de años, después de cumplir los 20. Moré vivió hasta los 20. Salgado hasta los 24.
La vida del periodista no fue fácil. Su padre, un obrero de Funsa, dejó la familia cuando Gabriel tenía 10 años. “Recién nos volvimos a reencontrar cuando yo tenía 19. Y retomamos una relación. Fría, pero una relación al fin”. Su madre sacó la familia adelante. Trabajó en Tata, en la fiambrería del Disco, como empleada doméstica y cuidando niños.
El padre de Moré tenía una vidriería, donde laboraba de lunes a sábados y también muchos domingos. “Quedaba en Minas y Miguelete y él todos los días iba en ómnibus. Falleció a los 55 años. Mi madre era una ama de casa con una cantidad de inquietudes: era modista, daba clases de corte y confección, organizaba ajuares para embarazadas en el asentamiento”.
El padre de Salgado era empleado de Cutcsa y con los años logró comprar la cuarta parte de un ómnibus. La modesta casa de los Salgado era la más linda del barrio. Tenían huerta, frutales, gallinas y hacían su propio vino.
Aquellos niños jugaban en la vereda a la pelota, a las escondidas, o corrían carreras a ver quién daba la vuelta manzana más rápido, uno disparaba en un sentido y el otro en el inverso. También jugaban en las canchitas que había al lado del “expendio”, donde se vendía leche, carne y cigarros a precios rebajados.
Al paraíso en ómnibus
Los tres fueron a la escuela pública. Salgado iba a jugar a la casa de compañeros de clase cuyas viviendas no tenían otro piso que la propia tierra. “Pero si alguien veía a esos niños en la escuela, nadie notaba la diferencia. Eran gente que cuidaba su higiene, su presencia, de una pobreza muy digna”.
Pereyra soñaba ser futbolista. “Cuando tenía 14 años eso era lo que me gustaba, no me hacía planteos materiales. El futuro no existía. Llegué a jugar dos años en Cerro. Caminaba ocho cuadras para tomar el ómnibus y después tenía una hora de viaje. Iba al liceo y jugaba. Después quise ir a Danubio, pero Cerro no aceptó darme el pase, y yo ya no quería seguir ahí, porque no me daban un mango. Así que dejé el fútbol y me puse a laburar”.
Su viaje al periodismo incluyó escalas muy diversas. “Antes de dejar el fútbol yo limpiaba mimbre, limpiaba mates, con otro amigo del barrio vendía cigarros en la feria. Pero después agarré trabajos más formales. Mi vieja me hizo el contacto para entrar al supermercado cuando tenía 16 años. Después entré en la yuyería La Selva. Cuando cumplí 18 pude sacar libreta y empecé a manejar un camión que hacía el reparto”.
Un curso de periodismo -que tomó inspirado en su admiración de entonces por Víctor Hugo Morales- le abrió las puertas de su profesión, primero en el semanario Las Bases y luego en el diario La República.
Tampoco fue sencillo ni directo el camino de Moré hacia la publicidad.
Álvaro leía mucho y eso hacía volar sus sueños: “Como en mi casa recién compraron un televisor cuando tenía 12 años, yo leía mucho. Me gustaba mucho la arquitectura y la medicina. Después tuve una vocación muy grande por la electrónica, me hubiera encantado ser ingeniero”.
En verano, su madre lo llevaba a la playa Pocitos en el 122. Se bajaban en avenida Brasil y Ellauri y caminaban hacia la rambla. Álvaro nunca lo comentó en voz alta, pero aquellas caminatas le provocaron una impresión tan fuerte que no se borró nunca.
“Ese trayecto me impactaba, yo veía que ese barrio era exactamente lo opuesto al lugar en el que yo vivía. Me impactaba que no hubiera agua podrida corriendo contra el cordón. Y en voz baja me decía: yo quiero vivir acá”.
Nunca se pudo quitar esa idea de la cabeza. “Empecé a ver que había una posibilidad de salir hacia un lado mejor. Y que para salir a ese lado mejor había que tener dinero. Y que el dinero se conseguía con trabajo”.
Salgado está de acuerdo. Su gran impacto lo recibió cuando su madre, también en ómnibus, lo llevó a la playa Malvín. “Fue como conocer el paraíso”, recuerda. Y siempre supo que para llegar al paraíso había que laburar. “La cultura del trabajo existía. A partir del trabajo venía todo, tener una familia, tener dinero para comprarse una bicicleta, una moto, soñar con algún día tener un auto. Y uno veía en el barrio que el trabajo era posible: todo el mundo trabajaba”.
Recordando lo que aprendió en el barrio, a Moré no le gustó que el ministro del Interior, Eduardo Bonomi, dijera una vez que la delincuencia se explica por el consumo.
“Él dijo que un chico veía una bicicleta y lo que tenía que hacer era robarla, o robar el dinero para comprarla. Y no manejó la variable auténtica, que es trabajar para comprar la bicicleta. Eso fue lo que hicieron Juan y Gabriel, y lo que hice yo. Y los tres salimos adelante por el camino del trabajo”.
Moré empezó a ayudar a su padre a los 8 años. “A los 14 empecé a trabajar en una ferretería, después coloqué parabrisas en la calle y trabajé en una barraca. Y a los 17 entré a la agencia de publicidad Capurro, como cadete”.
La publicidad le gustó tanto que empezó a estudiar por su cuenta. Trabajaba hasta la una o dos de la madrugada. Los compañeros le decían que algún día sería dueño de su agencia.
Salgado siempre se imaginó trabajando en Cutcsa. A veces su padre hacía dos turnos como chofer del 199. Y entre turno y turno iba a almorzar a su casa con algún guarda. Había uno que, sin que nadie supiera, dejaba que el niño Salgado manejara el ómnibus a lo largo de una cuadra. Lo tenía que hacer parado, para poder llegar a los pedales. Ese siempre fue el sueño de su vida.
Tomate verde
En el barrio casi no había teléfonos ni televisores, autos menos que menos. Por eso el ómnibus de los Salgado era como el coche del pueblo. Se usaba para las mudanzas, para llevar gente a los velorios o heridos al hospital después de alguna pelea en el cantegril. Nunca nadie quiso robarlo.
“Había solo dos días en el año en que el ómnibus paraba, el 1° de enero y el 1° de mayo. Y como forma de mostrar el agradecimiento al barrio, porque a veces se prendía el ómnibus de madrugada y molestaba, nos íbamos para afuera en el ómnibus a pasar todo un día de campamentos con todo el que quisiera venir. Y el ómnibus se llenaba hasta la puerta. El 1° de enero íbamos al parque Roosevelt. ¡Era como ir hoy a La Paloma! Y para el otro lado hacíamos el viaje que más nos gustaba a los chiquilines, que era ir a Santiago Vázquez. Nos gustaba porque de tarde, antes de volver, pasábamos por el parque Lecocq. ¡Veíamos los animales! Era un día de fiesta que esperábamos todo el año”.
Pereyra recuerda un cumpleaños de Moré. Toda la barra le estaba tirando huevos. Él fue a su casa para buscar uno, pero abrió la heladera y solo había un tomate verde. Lo tomó, salió corriendo a la calle y se lo arrojó en la cabeza a Álvaro, que se enojó porque aquello fue como recibir una pedrada.
“Era lo único que había en la heladera”, explica el periodista.
“No teníamos nada, pero nos teníamos entre nosotros”, dice Moré. “Era una época de carencias, pero uno tenía al otro, y al otro, y entre todos nos sentíamos protegidos”.
Salgado, recordando aquellos tiempos en el barrio, no puede evitar que los ojos se le llenen de lágrimas.
¿Puede volver a ocurrir el milagro? ¿Podrán salir adelante los chicos que hoy caminan por donde acaba de pasar la tambaleante joven de pelo amarillo?
Todo ha cambiado mucho. Hay cosas buenas: el agua podrida ya no corre por la calle, porque hay saneamiento. Tener un teléfono dejó de ser un privilegio para unos pocos. Televisor todos tienen.
Otros cambios no ayudan tanto. “No tomábamos, ni nos drogábamos. Porros no había. Y creo que el primer trago me lo tomé a los 18 años”, dice Moré.
Cuarenta años atrás, en el cantegril del barrio vivía el Chueco Maciel, un ladrón con fama de Robin Hood, al que Daniel Viglietti propuso como modelo e inmortalizó en una canción. Hoy la delincuencia se ha multiplicado.
Beto, un amigo de Pereyra, sigue viviendo en el barrio desde aquel tiempo. Pide que no den su nombre porque a los vecinos “buchones” los atacan. Trabaja en el Ministerio de Transporte. Hace un enorme esfuerzo para pagarle un colegio privado a su hijo de 15 años porque a los que van al liceo 13, al que fueron Pereyra, Moré y Salgado, los pasan robando. “Les roban los útiles, la ropa, el calzado”, dice Rama. Hace unos días, manejando por el barrio, un grupo de menores rodeó su auto, lo obligaron a parar, le abrieron una puerta e intentaron robar. Logró acelerar y escapar, pero sus padres, que iban en el asiento de atrás, se llevaron un susto enorme y su madre se ligó un golpe.
“Para ser justo con los chicos de hoy, creo que es más difícil”, dice Moré. “Pero no deberíamos pintarlo como imposible. El tema es que vean un horizonte. Si siendo niños les enseñamos que no lo hay, ningún esfuerzo va a servir”.
Salgado piensa parecido. “Creo que se puede lograr, pero no con la facilidad que nosotros tuvimos. Hoy cuesta más. Es necesario que los padres estén cerca y apoyen a los maestros. Para nuestros padres la maestra siempre tenía razón en primer lugar. Después se veía. Ahora es al revés. Y eso no ayuda”.
Contra viento y marea, muchas familias lo siguen intentando.
Parada en la vereda de la esquina de Guarapirú y Galvani, la misma por donde 10 minutos atrás pasó la chica de pelo amarillo, ahora está Sabrina Duarte. Tiene 15 años. Luce un uniforme liceal impecable. Está esperando a una amiga. Se encuentran allí y caminan juntas al liceo 13.
La amiga, Florencia Cardozo, también lleva un uniforme inmaculado. Para ellas, el principal problema del barrio es la inseguridad, los arrebatos, por eso caminan juntas y a la salida del liceo alguien de sus familias las pasa a buscar.
Sus sueños de salir adelante son tan grandes como los que un día tuvieron Pereyra, Moré y Salgado. Sus ambiciones vuelan todavía más alto.
Florencia quiere ser neuróloga “para ayudar a curar el mal de Parkinson”. Sabrina, cuya madre trabaja en una casa de familia y su padre en un sindicato, quiere ser psicóloga: “No me imagino siendo otra cosa”.
Les cuento la historia de Pereyra, Moré y Salgado. Les pregunto si ellas podrán repetirla. No lo dudan ni un segundo.
“Claro”, responde Sabrina, sonriendo. “No tiene nada que ver el barrio. Siempre se puede”.
Las chicas se dan vuelta.
Caminando por Guarapirú, se van al liceo.
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24.9.16
La enfermedad del periodismo
En estos días se viralizó por segunda o tercera vez el artículo publicado en este blog cuando decidí dejar de dar clases hace ya casi un año.
Dicen que la historia se repite primero como tragedia y luego como farsa, y esta no fue la excepción. Esta nueva viralización fue más esquemática, torpe y grotesca que las anteriores.
Salvo por un par de excepciones notables, colegas a los que fue un placer atender, en general me tocó padecer al periodismo de hoy en carne propia.
Durante tres días eternos decenas de medios llamaron sin cesar a mi celular desde las seis de la mañana a las diez de la noche. Productores radiales desesperados por poner al aire en vivo al "profesor que renunció por los celulares". Gente que llamaba sin haberse tomado la molestia de leer bien la nota, ni sus comentarios, ni los artículos posteriores que yo había escrito sobre el tema. Brillantes columnistas que rebatían lo que nunca dije. Tipos que deban lecciones desde sus prejuicios, expertos en sacar conclusiones tajantes sobre una realidad sobre la cual no se habían informado. Toda su investigación había sido leer -apurado y mal- el artículo hecho virus.
Un periodista de uno de los dos principales diarios de Argentina -un medio que ya había escrito sobre mi artículo hace diez meses, cuando lo publiqué- me mandó un cuestionario por mail. Una de las preguntas era: "¿Y vos a qué te dedicás?".
El teléfono sonó una vez más.
Atendí.
"Hola, profe, le hablo de la radio xxxx de Paraguay". "No soy profe, soy periodista como vos", le respondí. "Ah, disculpe, me dieron este número", me dijo, consternada.
Me llamaban sin haberse tomado la molestia de entrar un segundo a cualquiera de mis perfiles en cualquiera de las redes sociales, donde siempre la primera palabra es: periodista.
Cuando unos minutos después abrí mi mail, tenía un mensaje de esta misma colega:
-Buen día Profe, te saluda xxxx, Productora General de Radio xxxx del Parguay, deseo comunicarme contigo a fin de lograr una entrevista y poder viralizarla a través de nuestra agencia...
El periodismo se supone que trabaja para aportarle a la gente información que le permita entender mejor el mundo en el que vive.
Hoy parece que ya no. El periodismo trabaja para viralizar y ser viralizado. Estamos pasando de servicio público a enfermedad.
Hay medios que por un click matan a la madre. Y de ahí para adelante, todo. Me vi envuelto en notas escandalosas, acusaciones insostenibles, títulos de enchastre. Colegas capaces de escribir sobre uno sin siquiera detenerse un segundo a pensar si lo que están escribiendo puede sostenerse mínimamente. Sin levantar siquiera el tubo del teléfono para preguntarte si tenés algo que decir al respecto.
Otra vez -como cuando el libro de Víctor Hugo Morales- caí en la grieta argentina. Del otro lado del Plata ya no hay grises. La era K dinamitó los matices. Todo es black or white. Todo es veloz, histérico, tajante, furtivo, excitado. Se lo hacen a Messi, imaginate a un periodista cualunquen. Juicio sumario y pena capital.
Lo peor, con todo, vino desde Miami.
El productor de un programa de la CNN en español me escribió por mensaje de Twitter:
- Soy productor de CNN en Miami. Un programa llamado Camilo entrevistas. ¿Pasas por Miami con frecuencia? Me gustaría invitarte al programa y entrevistarte.
Dicen que la historia se repite primero como tragedia y luego como farsa, y esta no fue la excepción. Esta nueva viralización fue más esquemática, torpe y grotesca que las anteriores.
Salvo por un par de excepciones notables, colegas a los que fue un placer atender, en general me tocó padecer al periodismo de hoy en carne propia.
Durante tres días eternos decenas de medios llamaron sin cesar a mi celular desde las seis de la mañana a las diez de la noche. Productores radiales desesperados por poner al aire en vivo al "profesor que renunció por los celulares". Gente que llamaba sin haberse tomado la molestia de leer bien la nota, ni sus comentarios, ni los artículos posteriores que yo había escrito sobre el tema. Brillantes columnistas que rebatían lo que nunca dije. Tipos que deban lecciones desde sus prejuicios, expertos en sacar conclusiones tajantes sobre una realidad sobre la cual no se habían informado. Toda su investigación había sido leer -apurado y mal- el artículo hecho virus.
Un periodista de uno de los dos principales diarios de Argentina -un medio que ya había escrito sobre mi artículo hace diez meses, cuando lo publiqué- me mandó un cuestionario por mail. Una de las preguntas era: "¿Y vos a qué te dedicás?".
El teléfono sonó una vez más.
Atendí.
"Hola, profe, le hablo de la radio xxxx de Paraguay". "No soy profe, soy periodista como vos", le respondí. "Ah, disculpe, me dieron este número", me dijo, consternada.
Me llamaban sin haberse tomado la molestia de entrar un segundo a cualquiera de mis perfiles en cualquiera de las redes sociales, donde siempre la primera palabra es: periodista.
Cuando unos minutos después abrí mi mail, tenía un mensaje de esta misma colega:
-Buen día Profe, te saluda xxxx, Productora General de Radio xxxx del Parguay, deseo comunicarme contigo a fin de lograr una entrevista y poder viralizarla a través de nuestra agencia...
El periodismo se supone que trabaja para aportarle a la gente información que le permita entender mejor el mundo en el que vive.
Hoy parece que ya no. El periodismo trabaja para viralizar y ser viralizado. Estamos pasando de servicio público a enfermedad.
Hay medios que por un click matan a la madre. Y de ahí para adelante, todo. Me vi envuelto en notas escandalosas, acusaciones insostenibles, títulos de enchastre. Colegas capaces de escribir sobre uno sin siquiera detenerse un segundo a pensar si lo que están escribiendo puede sostenerse mínimamente. Sin levantar siquiera el tubo del teléfono para preguntarte si tenés algo que decir al respecto.
Otra vez -como cuando el libro de Víctor Hugo Morales- caí en la grieta argentina. Del otro lado del Plata ya no hay grises. La era K dinamitó los matices. Todo es black or white. Todo es veloz, histérico, tajante, furtivo, excitado. Se lo hacen a Messi, imaginate a un periodista cualunquen. Juicio sumario y pena capital.
Lo peor, con todo, vino desde Miami.
El productor de un programa de la CNN en español me escribió por mensaje de Twitter:
- Soy productor de CNN en Miami. Un programa llamado Camilo entrevistas. ¿Pasas por Miami con frecuencia? Me gustaría invitarte al programa y entrevistarte.
No. No paso por Miami con frecuencia.
Poco después vi que el conductor de ese programa, un periodista llamado Camilo Egaña había escrito un artículo sobre mí en la web de CNN. Como me habían invitado al programa, lo leí. El artículo mezclaba (lo pueden visitar, aunque no lo recomiendo) una serie de sucesos difíciles de asociar: desde el cáncer a mi renuncia pasando por Susan Sontag. No lo entendí. Él tampoco me entendió a mí. Decía, en forma totalmente equivocada, que yo reniego de las redes sociales.
Le escribí entonces a su productor. Le dije que no era así. Le mandé un par de enlaces a artículos que ya tienen varios meses y que están vinculados al artículo original, donde aclaraba ese punto.
El productor acusó recibo. Me dijo que se lo mostraría al tal Camilo.
¿Ustedes creen que se corrigió?
No, por supuesto.
El enrevesado camelo de Camilo sigue allí, en la web de CNN, presentándome como lo que no soy, haciéndome decir lo que nunca dije, dando información errada.
A sabiendas.
A sabiendas.
Luego nos preguntamos por qué cae la confianza en los medios.
Es el periodismo viral. La enfermedad del periodismo.
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