26.9.08

Uruguay, tierra guaraní

Cuando semanas atrás se celebró el día de indio, "charrúa" fue la palabra que más se escuchó en los homenajes. Fue un error: debió decirse "guaraní". Porque los indios que mayor influencia tuvieron en Uruguay no fueron los charrúas sino los guaraníes.
La diferencia de aportes es tan grande como ignorada. Eso al menos es lo que sostienen –contra la idea habitualmente difundida– varios de los más respetados antropólogos e historiadores uruguayos.
De hecho, el antropólogo Daniel Vidart está preparando un libro para reivindicar a los guaraníes en general y su aporte al Uruguay en particular. No es el primero en hacerlo: otros lo han hecho antes pero con poca suerte.
Recordar el aporte guaraní en la formación del país choca contra dos muros. En primer lugar, es un asunto incómodo para quienes sostienen que Uruguay se formó exclusivamente con la inmigración europea. En segundo término, molesta a quienes mitifican todo lo charrúa.
Lo cierto es que la mayoría de los uruguayos desconoce la influencia que los guaraníes tuvieron en la formación de Uruguay.
"El país a lo largo de la mayor parte del presente siglo ignoró o desdeñó tan importante aporte étnico, pues un equivocado nacionalismo indigenista, y, sobre todo, la persecución del afán de un Uruguay blanco, hizo que la etnia de los cazadores nómades, los charrúas, monopolizara el concepto de lo indígena en el Uruguay, posición totalmente insustentable de acuerdo a las modernas investigaciones etnohistóricas, antropológicas y arqueológicas", escribió el historiador Oscar Padrón Favre en Los inmigrantes olvidados, un librillo editado por el autor, en Durazno, el año pasado.

Se comieron a Solís

A la llegada de los europeos, los guaraníes podían ubicarse entre las culturas medias de América del Sur: eran menos desarrollados que la civilización inca pero estaban en un estadio superior a los pueblos nómades y cazadores, como los charrúas. Habían aprendido a plantar la mandioca y vivían en poblados. Navegaban los ríos en canoas y eran temibles guerreros. Creían en un paraíso, la Tierra sin mal. Sabían tejer, eran eximios ceramistas y tenían un gran dominio de la herboristería. Conocían los usos medicinales y las propiedades de muchas plantas. Entre ellas, la yerba mate.
Originarios de algún lugar de la selva tropical, explicó Vidart, ya antes de la conquista los guaraníes habían llegado al Río de la Plata. "Llegaron entre los años 1400 y 1500, bajando por los grandes ríos", afirmó el antropólogo. Fueron guaraníes y no charrúas quienes mataron y se comieron a Solís: eran los únicos indios de la región que practicaban la antropofagia, no se sabe si únicamente con fines rituales o también alimenticios.
Al arribo de los españoles, el área de dispersión guaraní era enorme y estaba lejos de limitarse al Paraguay como hoy suele creerse: habitaban desde las Guayanas hasta el Río de la Plata, de los Andes a la costa atlántica brasileña.
Las referencias históricas a los guaraníes que habitaban nuestras costas a la llegada de los europeos pronto desaparecieron: se supone que no eran muchos y que su población fue rápidamente diezmada por las enfermedades que trajo el hombre blanco.
"Como se encontraban en las bocas de los grandes ríos –explica el antropólogo Renzo Pi Hugarte en su libro El Uruguay indígena– fueron los primeros con los cuales los conquistadores establecieron relaciones. (...) Es probable que hayan sufrido antes y más que ningún otro grupo los efectos de dolencias desconocidas para ellos".
Pero no demorarían en volver y en mayor número, aunque en circunstancias totalmente diferentes.

La jauja

En 1607 se crearon las misiones jesuíticas y con ellas comenzaron a surgir a orillas de los ríos Paraná, Paraguay y Uruguay reducciones de indios impulsadas por los jesuitas.
La inmensa mayoría de los indios reducidos en las misiones eran guaraníes, que allí fueron convertidos a la fe católica, aplicaron y perfeccionaron sus conocimientos ganaderos y agrícolas y aprendieron a desarrollar diversos oficios manuales.
Las misiones jesuíticas han suscitado hasta hoy opiniones opuestas. "Para algunos, fueron santuarios del trabajo y la oración, donde el indio estaba a salvo de los ataques de los bandeirantes paulistas que venían a buscarlos como esclavos. Para otros, las misiones fueron simplemente un modo de reunir indios para su mejor explotación, bajo una fachada de cristianización", explicó Vidart.
De un modo u otro, los 30 pueblos que conformaron las misiones reunieron una enorme población. Padrón Favre anota que, en 1729, cuando Montevideo tenía apenas 300 vecinos, las misiones estaban pobladas por 140.000 habitantes.
El principal recurso alimenticio para semejante población era el ganado vacuno que se había multiplicado prodigiosamente en la Banda Oriental, ya conocida como la Vaquería del Mar.
Para aprovisionar a sus pueblos, los jesuitas enviaban al sur de la Banda Oriental a grupos de 60 troperos guaraníes que, acompañados de dos sacerdotes y de una tropilla de caballos, efectuaban gigantescas arreadas de vacunos hacia el norte. Fue entonces cuando los guaraníes comenzaron a volver a la Banda Oriental.
"En todas estas excursiones –explicó el antropólogo Vidart– había indios que desertaban, porque la disciplina de las misiones era muy severa y la tentación de la libertad era muy fuerte. ¡En las misiones hasta para fornicar había que obedecer el toque de campana! Ellos ya sabían que esto era la jauja, el paraíso de los pobres: había comida de sobra y se la podía obtener con un mínimo esfuerzo: aire fresco y carne gorda. Era un imán muy poderoso. Cada una de aquellas excursiones dejaba más guaraníes radicados en la Banda Oriental".

Carne de cañón

Los guaraníes también escaparon de las misiones huyendo de las repetidas epidemias. Pero fueron muchos más los que llegaron a la Banda Oriental como soldados al servicio de la corona española, que muchas veces los reclutó para servir en sus ejércitos. España se valió repetidamente de los guaraníes de las misiones para combatir en nuestro actual territorio a los portugueses y charrúas.
Por ejemplo: miles de guaraníes llegaron varias veces para atacar a los portugueses en Colonia. La primera vez fue en 1680, pero luego los ataques se repetirían.
En las campañas contra los indios salvajes, 2.000 guaraníes se enfrentaron a los charrúas en 1702, en la sangrienta batalla del Yi, un choque que duró cinco días.
Luego, entre 1724 y 1726, otros 2.000 guaraníes llegaron para levantar las murallas de la recién fundada Montevideo.
"En cada una de estas campañas –relató Vidart– muchos indios desertaron. Desertaban los inadaptados al muy estricto sistema misionero, tentados por los salarios que les ofrecían los estancieros que sabían que los guaraníes eran mano de obra calificada. Y en las misiones los guaraníes trabajaban sin recibir ninguna paga".

Decadencia misionera

Pero la cantidad de guaraníes que se radicaron en campos de la Banda Oriental aumentó considerablemente a partir de 1750, cuando comenzó la decadencia del sistema misionero. Ese año, España entregó a Portugal parte de las misiones a cambio de Colonia. Los guaraníes se resistieron al acuerdo, por temor a ser esclavizados por los lusitanos. En 1754 se revelaron pero, tras dos años de guerra fueron vencidos. En esos años, muchos escaparon y llegaron a estas tierras.
Existe la constancia histórica de que 3.000 guaraníes fueron llevados por los portugueses a Viamao, en Río Grande, pero esa población desapareció en pocos años y se supone que muchos escaparon a campos orientales.
Los investigadores Rodolfo González Rissotto y Susana Rodríguez Varese han comprobado que, en muchos de los archivos parroquiales del Uruguay, existe a partir de la década octava del siglo XVIII, la constante definición o expresión: "indio natural de Viamao".
El proceso de llegada de guaraníes a la Banda Oriental aumentó aun más en 1767, cuando España expulsó a los jesuitas. El sacerdote alemán Martin Dobrizhoffer dejó constancia que 15.000 guaraníes "se dispersaron en los campos más remotos sobre el Uruguay, para tener pronto su alimento porque allí abunda el ganado".
Finalmente, existen otros tres momentos en que grandes grupos guaraníes llegaron a la Banda Oriental. Cuando Portugal tomó para sí las misiones ubicadas al oriente del curso norte del río Uruguay, en 1777, muchos huyeron al sur para no quedar bajo el gobierno de sus antiguos enemigos. En 1820 cuando Artigas fue vencido y buscó refugio en Paraguay, 4.000 guaraníes que eran su último apoyo en Corrientes, Entre Ríos y Misiones, cruzaron a refugiarse en la Banda Oriental. Y, finalmente, en 1828, cuando Rivera reconquistó las misiones orientales, entre 4.000 y 10.000 guaraníes ingresaron con él al actual territorio uruguayo.

Arriba de la mesa

¿En definitiva cuántos guaraníes llegaron a vivir en Uruguay?.
González Rissotto y Rodríguez Varese investigaron años atrás las actas de bautismos y defunciones existentes en los registros parroquiales desde la época colonial hasta 1851 y detectaron casi 30.000 pobladores guaraníes.
"¿Usted cree que alguien citó nuestro estudio? No, nadie. No tuvo ni una sola mención", relató González Rissotto. "Lo que pasa es que hay una mentalidad que privilegia el aporte europeo, que fue muy importante pero no fue el único. Y por otro lado, las nuevas reivindicaciones indigenistas desconocen todos los estudios serios, son un mamarracho. Los que saben que tienen un antepasado indígena dicen: 'yo tengo un antepasado charrúa', porque la gente común repite lo que siempre le han dicho. Pero la verdad es que el mestizaje indio que existió fue en su casi totalidad guaraní".
"Nosotros encontramos cerca de 30.000 guaraníes registrados hasta 1851. En el mismo lapso, en los mismos registros, los charrúas no llegaban a 100. Yo tengo 30.000 fichas para poner arriba de la mesa. ¿Qué tienen ellos?", agregó el investigador, que hoy se desempeña como ministro de la Corte Electoral.
Para la escasa población que entonces tenía el país –algo más de 70.000 habitantes al momento de la independencia– la cifra de fichas parroquiales de indios guaraníes es muy importante.
Además, esos indios –a diferencia de los charrúas– sí se mestizaron. La población charrúa en la Banda Oriental –que según las fuentes más serias jamás sobrepasó las 5.000 almas– nunca aceptó la religión cristiana ni las pautas de conducta y trabajo que traían los europeos. Tampoco aceptaron mezclarse con los blancos. "El charrúa fue hasta el final un grupo endógamo, muy cerrado. Obviamente, algún cruce existió, pero fueron casos aislados, excepcionales. El 95% de quienes tienen algún antepasado indio, tiene sangre guaraní y no charrúa", sostuvo Vidart.
En cambio, los guaraníes llegados de las misiones, habían aceptado la fe católica, formaban familias monogámicas, dominaban las técnicas agrícolas y ganaderas del campo y habían aprendido los oficios manuales que traían los europeos: estaban en condiciones ideales de asimilarse sin problemas a la población de campaña.
"Esa población indígena, preparada en una serie de oficios manuales, con tradición de agricultores y criadores de ganado vacuno y ovino, muy religiosa, se integró con suma facilidad a la sociedad hispano criolla", sostiene Padrón Favre en una de sus obras.
"Esos guaraníes acristianados, destribalizados y eurotecnificados forman parte de la fuerza de trabajo calificada que lleva adelante la ganadería y la agricultura en el país", anotó Vidart.
Justamente, para integrarse, la gran mayoría cambió sus apellidos. "Llevar un apellido indio –agregó el antropólogo– era un lastre, ser indio conllevaba una aureola de desprecio. Una enorme cantidad de paisanos de apellidos como González, Pérez, Rodríguez, no eran españoles, sino guaraníes".

La sangre

Aunque los guaraníes selváticos sobreviven hasta hoy, casi todos los llegados a Uruguay provenían de las misiones jesuíticas. Es por eso que esos indios no trajeron a la Banda Oriental su cultura original.
"Los guaraníes que llegaron aquí estaban deculturados y destribalizados. Su cultura original se la habían hecho pedazos en las misiones. Aquello, en lo que refiere a la cultura, fue una máquina de picar carne. La mayor parte de las cosas que trajeron esos indios fueron elementos de la cultura popular española, como el uso de la guitarra. Es verdad que trajeron el conocimiento de las plantas medicinales, pero las nociones de enfermedad, tratamiento y cura son de los españoles", señaló Pi Hugarte.
Pero pese a todo, los guaraníes dejaron una huella notoriamente mayor que la de cualquier otro grupo indígena.
La más visible herencia guaraní está en los nombres de casi todos los accidentes geográficos uruguayos que llevan nombres guaraníes, como Aiguá, que quiere decir manantiales, o Batoví, que significa seno de mujer.
La lista es extensísima. Por ejemplo, casi todos los ríos del país tienen un nombre que deriva de una voz guaraní: Arapey, Cebollatí, Cuareim, Daymán, Queguay, Tacuarembó, Tacuarí, Yi. Por supuesto, Uruguay también es un nombre guaraní.
"¿Por qué todos los lugares tienen nombre en guaraní?. Porque quienes vivían ahí hablaban guaraní. Eso es de una claridad meridiana", sostuvo González Rissotto.
Vidart explicó que en campaña, hasta 1830 o 1840, el idioma era el guaraní. "Esto duró hasta que comenzó el aluvión migratorio, cuando el europeo comenzó a exigir que se hablara el castellano".
Incluso algunas palabras –especialmente nombres de especies animales y vegetales– sobrevivieron y hoy se usan, incorporadas al castellano: ñandú, ombú, jaguar, tararira, yacaré, yarará, entre otras.
Casi todos los entrevistados destacaron que los guaraníes trajeron y dejaron algunos usos que aún perduran especialmente en el campo. Vidart explicó que la costumbre de cultivar hortalizas vino con ellos: "Antes de su llegada, en el campo oriental comer verde era para animales. También trajeron su conocimiento sobre las virtudes de los yuyos, lo que perdura hasta hoy".
Incluso la más típica de las costumbres uruguayas tiene origen en el conocimiento de las hierbas que tenían los guaraníes: el consumo de yerba mate. Los guaraníes sabían de las virtudes de esta planta, aunque la consumían de otro modo: macerándola y masticándola.
El otro gran aporte guaraní al Uruguay fue el de la sangre. "Muchos miles de uruguayos descienden de ellos", sostuvo Padrón Favre. Vidart coincidió: "el componente amerindio de nuestra sociedad es guaraní, no charrúa". Pi Hugarte también: "es indudable que el chinerío de campaña, que todavía se ve en los bordes de los pueblos, esa gente de rasgos indios, de pelo chuzo, son descendientes de guaraníes de las misiones y no de charrúas, que nunca se mezclaron con el blanco".

El olvido

¿Cómo pudo suceder que un país que lleva nombre guaraní, que tiene al mate como bebida nacional olvidara tan terminantemente el aporte de estos indios?.
Para Pi Hugarte la razón está en que "los guaraníes llegaron tarde y deculturados. Rápidamente se mezclaron con una población muy variada que había en la campaña: se fundieron en la formación de la nueva sociedad".
Otros entrevistados marcaron que, además, existió un deliberado olvido, ya sea para remarcar la "pureza blanca" del Uruguay o para apoyar la creación de un mito charrúa.
Hubo una tendencia de los nacionalismos de fines del siglo XIX, que se repitió en toda América, explicó Padrón Favre. "Cada país trataba de tener un indio propio. Ahí apareció el azteca como símbolo de México, a pesar de que en ese país vivieron y viven otra gran cantidad de pueblos indios; el guaraní quedó identificado sólo con Paraguay; y en Uruguay apareció el charrúa como símbolo".
"Y se eligió a los charrúas –continuó el historiador– por una razón muy simple: porque estaban muertos. En esa época había un racismo muy fuerte. El progreso era posible únicamente si éramos un país 100% blanco. Entonces si los únicos indios de Uruguay habían desaparecido, éramos un país homogéneamente blanco, el único de América. Y como estaban muertos, reivindicar a los charrúas no tenía ningún efecto social".
La historiadora Ana Ribeiro realizó un análisis similar. "En 1930 se construyó en Uruguay el imaginario de un país joven, poderoso, blanco y orgulloso. Estaba claro que no se podía ser blanco y magnífico si se tenía un antepasado indio. Entonces ahí aparecieron los charrúas: el indio indómito, ejemplo de heroísmo y valentía, un pasado muy lejano que no manchaba la pureza blanca del nuevo país ni ofrecía ningún peligro: como estaban todos muertos podían ser elevados a la categoría de emblema, de mito. Lo mismo pasó con los gauchos: mientras existieron fueron considerados un peligro, un mal. Cuando dejaron de existir, pasaron a ser reivindicados".
La elección no pudo ser más afortunada: "Para el pueblo resultó mucho más atractivo identificarse con el indio rebelde, que se sacrificó, que nunca aceptó al europeo ni al cristianismo, que recordar a los guaraníes que, en cambio, trabajaron humildemente al servicio de cualquier encomendero", explicó Ribeiro.

Nuevo intento

Vidart escribe sobre los guaraníes porque cree que se está cometiendo una gran injusticia histórica. "De los guaraníes que pelearon con Artigas ya ni se habla. Se habla mucho del caciquillo charrúa Manuel Artigas, pero de Andresito, Sotelo, Sití, los caciques guaraníes artiguistas, nadie se acuerda. Fueron mucho más numerosos los guaraníes que los charrúas comprometidos con Artigas. En la lucha contra los portugueses murieron muchos más guaraníes que todos los charrúas juntos. Cuando Artigas habla de repartir tierras a los indios, habla de guaraníes, no de charrúas".
Al igual que Vidart, todos los especialistas consultados no dudan que los guaraníes dejaron una huella mucho más importante que los charrúas en la formación del Uruguay.
"El único aporte de los charrúas a la nueva sociedad fue el uso de la boleadora... y ya prácticamente no se usa más. Sacando eso, no dejaron otra cosa", dijo Pi Hugarte.
Para Vidart "los charrúas sólo dejaron un extraordinario ejemplo de valentía, de resistir hasta las últimas fuerzas. Pasaron como una sombra heroica, pero no dejaron huellas en nuestro pueblo. No puede atribuírseles un aporte demográfico y cultural que no tuvieron. Y no se puede equipararlos al peso efectivo que sí tuvieron los guaraníes en la formación del Uruguay".
De todo eso hablará el nuevo libro de Vidart, una de las figuras más reconocidas y destacadas de la ciencia uruguaya.
Es de esperar que la nueva obra tenga más suerte que la que han tenido los anteriores intentos por poner las cosas en su lugar.

Historias uruguayas, Leonardo Haberkorn
Fragmento del reportaje publicado el 19 de mayo de 2001 en el suplemento Qué Pasa del diario El País.
La versión completa se encuentra en el libro Historias Uruguayas.

2.9.08

Con Luca Prodán en Montevideo Rock 1

La entrevista estaba fijada a las ocho o nueve de la mañana, una hora impropia para entrevistar a un músico de rock. La cita era en el hotel Carrasco, donde estaban alojados muchos de los músicos extranjeros que habían llegado para actuar en Montevideo Rock 1. Era una soleada mañana de noviembre de 1986 y hacía calor. Recuerdo haber ido a la entrevista sin desayunar y con la sospecha de que Luca Prodán y los otros integrantes de Sumo me dejarían plantado porque estarían durmiendo. Pero no fue así.
Yo no pensaba que aquella cita fuera especial. Conocía algunas canciones de Sumo pero no todas. Todavía no eran famosos. Las radios uruguayas pasaban sólo La rubia tarada y Los viejos vinagres. La rubia tarada me parecía genial, claro. Los viejos vinagres no.
A la entrevista bajaron Luca Prodan y el bajista Diego Arnedo. Nos sentamos en el bar del hotel. No recuerdo cómo estaba vestido Arnedo, pero Prodan llevaba una larga túnica blanca de algodón, y calzaba suecos. Parecía más un monje budista que un rockero.
Comenzamos hablando del hotel Carrasco, porque varios de músicos argentinos allí alojados estaban molestos con lo vetusto de sus instalaciones y pretendían cambiar de alojamiento.
"Las camas hacen ruido, es medio dark, pero a mí me gusta", me dijo Luca Prodan. "Y no es por no estar acostumbrado a estos lugares. Mis padres tenían guita, sí íbamos a un lugar nos quedábamos en hoteles así. Es más lindo mirar al techo y ver esos vitrales en vez de una lamparita de última. Los de GIT se quieren cambiar de cuarto, pero ¿quiénes son? ¡¿Quiénes son?!"
Esa fue una constante en la entrevista. Luca Prodan no tenía pudor de referirse a sus colegas.
Le pregunté por qué Sumo había tenido tanto éxito ese año y respondió con un discurso anti-hippie lleno de alusiones personales.
"Porque la propuesta de Sumo es distinta", me dijo. "Acá todos quieren ser muy afinados, pero ¿dónde está el corazón? ¿dónde lo tienen? Fito Páez es más o menos un melódico todavía, no es un aguerrido… nosotros hacemos un show que páááh y sin ser heavy metal, sin ser punk ni nada, solo con nuestra fuerza. Y eso pega porque la gente cambió. Antes les gustaba perderse en los ‘espacios siderales del amooooor’ y ser buuuenos tipos y en general era todo mentira. Nosotros no le damos nada de bola a todo eso, somos buenos tipos y listo. Y después hacemos la música que queremos".
Y agregó: "Los chicos de ahora ya no escuchan a Sui Generis y Nito Mestre y Serú Girán. Esos tipos ya no tocan, no los contratan. ¿Nito Mestre dónde toca?".
Arnedo interrumpió para contar que todo había surgido de casualidad. Que Luca había llegado de Europa, que había reunido a músicos que no tocaban en público, que ni siquiera pretendía grabar un disco. Insistía en que habían trabajado mucho para llegar a ser reconocidos.
Prodan volvió a tomar la palabra. "Me parece que también tiene que ver con la edad. Yo empecé a cantar a los 27 años, no a los 19. Fito, que tiene 22, es un imberbe. A esa edad se la creen, piensan que son estrellas porque no saben, no vivieron. Yo estuve en la cárcel tres veces, aunque nunca le hice mal a nadie. También viajé en un yate por el Mediterráneo cada verano desde que era chico. Hice de todo. Estuve en todos lados. Yo viví, viví. Ahora no voy a creer que soy una ‘estrella de rock’".
La calidez de la voz con acento italiano de Luca Prodan todavía se escucha en el cassette Silver Shadow, lo que no deja de ser un pequeño milagro. Varias veces en la entrevista se refirió a su historia personal, a su infancia y juventud en el seno de una familia millonaria y aristocrática en Europa, tal como ahora cuenta la película sobre su vida. Pero en aquella mañana de 1986 Luca todavía no era una celebridad, su biografía no era conocida y sus cuentos me provocaban inquietud: ¿sería verdad todo lo que ese pelado me estaba diciendo?
"Yo fui al mejor colegio de Europa con el príncipe Carlos de Inglaterra. Ahí me di cuenta la mierda que es todo, me escapé y me puse más rebelde que un rebelde. Dejé todo. Si yo quería ahora estaba en Roma, en mi súper departamento, con el yate de mi padre y todo eso. Pero no quiero, no me gusta esa gente. Me gusta mucho más el barrio del mercado del Abasto y estar ahí con cualquiera. Yo soy amigo del almacenero, de gente más de verdad, no de estos que hacen windsurf oh oh oh, ¿qué cazzo me importa a mí el windsurf?"
El personaje parecía ser demasiado interesante para ser verdadero pero, sin embargo, no creía que ese pelado de túnica me estuviera mintiendo. En un momento Luca Prodan interrumpió la cantinela de Arnedo acerca del sacrificio que habían hecho para salir adelante y me dijo que Los viejos vinagres la habían compuesto con la mente puesta en lograr un éxito radial: "Nosotros vivimos de esto, así que necesitás adecuarte un poco a la situación comercial. Confieso que esa canción fue hecha con un poco de mentalidad comercial. Pero La rubia tarada no, esa la hicimos así, sin pensar". Nunca había oído a un músico referirse con tal sinceridad a uno de sus éxitos.
"Nosotros –siguió Luca- no somos el conjunto-de-rock-reloco-reinteligente-y-con-todas-las-minas. Hay muchos músicos que no son músicos, que solo quieren levantar minas, ser famosos y salir en el diario. El rock está lleno de boludos. Y hablando de boludos, mirá quién viene…"
En el bar del hotel apareció un ser extraño, muy alto y con una barba larguísima dividida en dos mitades que se prolongaban casi hasta su abdomen. Era un desconocido llamado Roberto Petinatto, saxofonista de Sumo. Luca lo presentó: "Él es el más inteligente y el más idiota de Sumo. Es el más arrogante, pero también es el que tiene más sentido del humor, muy irónico y sarcástico".
Petinatto se sentó al piano del bar del hotel Carrasco y comenzó a improvisar. El resto de la entrevista quedó registrada en el Silver Shadow con la música de Petinatto de fondo.
Prodan miró a Arnedo y dijo: "Él es el mejor músico de Sumo. Se toca todo". "Gracias", respondió con timidez el bajista.
Le pregunté a Prodan si quería volver a Europa. "Yo viví toda una época muy buena allá. Los jóvenes decíamos ‘vamos a cambiar todo’, pero después nos dimos cuenta que no íbamos a cambiar nada ni con la política, el rock, ni las drogas. Hace dos años y medio volví a Italia e Inglaterra y estaban todos haciendo guita y comprando un televisor más grande. Me puso bastante mal. Después está el otro lado de la moneda: los otros, los ex rebeldes, los que se desilusionaron con la propuesta del 68 cayeron en la heroína. Y se mueren como moscas".
Me dijo que su hermana había muerto por ser heroinómana. "Yo llegué acá escapando de la heroína. No quiero volver. Si vuelvo es para tocar y para estar un rato en un lugar lindo y comer un buena comida. Y hablando de comida…"
Luca dio por terminada la entrevista y preguntó dónde podía comer mariscos. Todavía no era mediodía, pero quería que le indicara algún restaurante. Salimos a la calle. En la entrevista Luca me había dicho que se vestía con su look tan extraño para "hacerle entender a esos boludos que podés ser distinto y ser una buena persona". No sé si la gente que lo miró con ojos desorbitados aquella mañana en Carrasco habrá captado el mensaje.
Cuando pasamos por la puerta del café Arocena, Prodan quiso entrar. Le dije que allí no se había servido ni se serviría jamás un plato de mariscos, pero él entró igual y se paró frente al mostrador, ante la mirada curiosa de los presentes. "Dos ginebras", pidió. Las sirvieron y él bebió la suya de un sorbo. Tuve que hacer lo mismo.
Nunca en mi vida repetí ese tipo de desayuno. Él seguro que sí. Apenas viviría un año más.
Dejé a Luca Prodan en la puerta del restaurante García. Esa noche Sumo actuó en Montevideo Rock 1 y comprobé que el pelado de túnica no me había mentido. Cuando la actuación terminó, sentí qué había sido afortunado esa mañana. Y guardé el Silver Shadow como si fuera un tesoro.


Publicado en la revista Freeway, mayo de 2007. La entrevista en formato pregunta y respuesta se publicó en el semanario Aquí el 12 de enero de 1988.
Audio original de la entrevista:

14.8.08

China: el imperio de las mentiras

Muchas veces se denuncia que los derechos humanos se violan en Cuba. ¿Entonces por qué nadie dice nada de la violaciones a los derechos humanos en China, donde la oposición también está prohibida, donde también hay presos políticos, donde tampoco existen las libertades civiles?
Muchas veces se crítica a Estados Unidos por aplicar la pena de muerte. ¿Entonces por qué nadie condena a China por matar a miles de personas al año, más que ningún otro país del mundo?
Muchos criticaron al presidente de Venezuela, Hugo Chávez, porque cerró un canal privado de televisión. ¿Entonces por qué nadie habla de la censura de China, mucho más grave que la de Venezuela?
Muchos critican a Israel por negar un estado independiente palestino. ¿Entonces por qué nadie repudia la ocupación china del Tíbet?
De China sólo se habla bien. China es el país que más crece del mundo, China es un ejemplo de lucha contra la pobreza, China es el futuro, China es el modelo que Uruguay debe seguir para insertarse en el mundo.
El doble discurso es evidente. China, una dictadura implacable, ha logrado silenciar al mundo entero: a unos gracias a su fachada izquierdista, a otros por el poder de su dinero. El recién editado libro China, el imperio de las mentiras, del ensayista francés Guy Sorman, muestra hasta qué punto el mundo es cómplice de un régimen despreciable.
Sorman dedicó todo 2005, el año del Gallo, a recorrer China y entrevistarse con funcionarios y activistas chinos: intelectuales, religiosos, periodistas, universitarios. El resultado es un retrato muy distinto a la China oficial, el país del milagro económico.

Yahoo es cómplice

Sorman da cuenta de muchas cosas que se conocen, pero nadie recuerda. En China las organizaciones sociales, religiosas, culturales, están prohibidas. Eso incluye a los grupos ecologistas, los que luchan contra el sida y las asambleas de copropietarios de edificios de Pekín y Shangai. Quienes promueven estas organizaciones son encarcelados. El único partido político autorizado es el Partido Comunista.
Las religiones son toleradas siempre y cuando no se organicen por sí mismas y estén controladas por el Partido. Hay instructivos respecto a qué se debe creer. Los miembros del culto Falungong son encarcelados sin cargos ni juicios.
La pena de muerte se aplica sin que se sepa a cuánta gente: se estima que entre 3.500 y 15.000 personas son ajusticiadas al año, muchas veces sin haber tenido acceso a un abogado. Muchos tibetanos y uigures, dos pueblos sojuzgados por los chinos, son acusados de complotar contra la unidad del país, crimen que se paga con la pena de muerte.
Gracias a la tan manida “apertura” del régimen, los chinos tienen derecho a criticar al gobierno, a expresarse, siempre que lo hagan a título individual, que no se organicen, que sus opiniones no circulen. La dictadura no se ha hecho más blanda, sino más inteligente, explica Feng Lanrui, una ex dirigente comunista hoy devenida solitaria disidente.
Hay dos prensas en China: una para los cuadros del Partido Comunista, otra para el pueblo. Sorman entrevistó a un redactor de la prensa que leen los dirigentes del gobierno: ellos acceden a información de lo que ocurre en el país y en el mundo. En cambio, el público sólo lee lo que el gobierno autoriza. “Las redacciones de los diarios de China reciben cada diez días una nota precisa que indica los temas para tratar, cómo tratarlos y aquellos que está prohibido siquiera evocar”. Los periodistas deben respetarla para no ser despedidos.
Shi Tao, un periodista de Hunan, fue condenado a diez años de cárcel por haber divulgado “secretos de Estado”: envió por correo electrónico una de las directivas del Departamento de Propaganda. El caso es revelador de la complicidad de las grandes empresas de Occidente con la dictadura china: Tao fue denunciado por Yahoo.
Sorman entrevistó a Pu Zhiqiang, un abogado que defiende a los medios de prensa cuando se pasan de la raya y son llevados a juicio. Pu dice que pierde “casi siempre” y que cuando gana es porque el Partido Comunista le dio a los jueces la orden de que lo dejen ganar, para fingir ante Occidente que se respetan las leyes.
La censura está instalada en todos lados. Google, otro gran ejemplo mundial, aceptó abrir una versión china de su buscador que tiene censurada la palabra “democracia”. Hay mil palabras prohibidas en los mensajes de texto de los celulares: Taiwan, Tíbet, Tiananmen, corrupción, presos políticos, son algunas de ellas. “Verdad” e “idea” son otras dos.
En las universidades el debate ideológico y político está prohibido.

El nuevo apartheid

¿Y el milagro económico? Las cifras de crecimiento de la economía y todas las estadísticas que difunde el gobierno son inverificables. Varios entrevistados las cuestionan con argumentos sólidos.
Sorman dedica buena parte de su libro a explicar cuál es el combustible que impulsa el motor chino.
Millones de campesinos, acosados por la pobreza extrema y el hambre, deben abandonar sus provincias para buscar trabajo en las pujantes fábricas de las ciudades, las que llenan el mundo con sus productos.
Una vez allí, los campesinos son atrapados en el mecanismo que hace posible el “milagro económico chino”: salarios bajísimos, jornadas de trabajo agotadoras y ningún derecho. Los obreros que construyen las autopistas que tanto celebran los occidentales que visitan China, dice Sorman, trabajan 80 horas a la semana y deben vivir en el mismo obraje.
Los campesinos carecen de todos los derechos en las ciudades. Es un verdadero apartheid que nadie denuncia. “Los inmigrantes agrícolas no tienen acceso a la mayoría de los servicios públicos reservados a los habitantes de la ciudad”, explica Sorman. “La vivienda social, la enseñanza primaria, los cuidados médicos, subvencionados por las ciudades o las empresas, están prohibidos para los rurales con el pretexto de que no son contribuyentes o no aportan para esos servicios”.
Imposibilitados de educar a sus hijos, de encontrar una vivienda decente, algunos vuelven al campo, otros vagan de ciudad en ciudad. Algunos quieren irse pero no pueden, porque muchas empresas atrasan deliberadamente el pago de los salarios para retenerlos: el que se va, nunca cobrará lo que le deben. Algunas compañías estatales adeudaban en 2005... ¡dos años de sueldos!
“Los inmigrantes pagan muy caro el desarrollo de China”, dice la socióloga Han Qiui. Sorman concluye que “el desarrollo económico de China se basa así esencialmente en la explotación de los chinos rurales por los chinos urbanos”. El 20% explota al 80%. La ley lo permite. El Partido lo garantiza. El mundo lo acepta.
Por supuesto: toda organización sindical está prohibida. La “santa alianza” entre las multinacionales y el Partido Comunista chino no lo permite. Por eso, dice Sorman, los inversores extranjeros prefieren China a India en relación de 12 a 1. En India los pobres existen, votan, tienen derechos y sindicatos que los defiendan.
El libro tiene un momento memorable. Sorman visita una escuela universitaria para cuadros del Partido Comunista y allí le presentan al maestro Yang, abogado, experto en derechos humanos y vocero de China en todos los foros internacionales sobre sida.
Yang le aclara a Sorman que los derechos humanos figuran en la Constitución china desde 2004. Sorman le pregunta si un ciudadano chino puede invocar esos derechos constitucionales si es llevado a juicio. Yang le responde que la Constitución en China es “la madre del derecho”, pero su texto “es demasiado sagrado como para invocarlo”. ¿Para qué sirve entonces?, pregunta Sorman. “Esclarece el camino de los legisladores”, responde Yang. ¿Los derechos humanos figuran en alguna ley que los ciudadanos chinos sí puedan invocar?, pregunta Sorman. No, responde el maestro, “es demasiado pronto para eso”.

Ejemplo mundial

Muchos en Occidente piensan que China camina lentamente hacia la democracia gracias a la apertura económica.
Sorman argumenta que no será así porque la apertura económica china no es lo que se cree, sino un recurso más del Partido Comunista para reforzar la tiranía y el enriquecimiento veloz de sus miembros.
Los préstamos bancarios, por ejemplo, se otorgan a quienes son recomendados por el Partido, dueño de todos los resortes de la sociedad. Para poder obtener un préstamo hay que congeniar con la dictadura. Más aún: salvo un primer pago del 20%, los préstamos nunca se pagan. El Partido hace que sus amigos no deban abonarlos. Eso sí, cualquier actividad catalogada de disidente hace que el préstamo se ejecute.
Lo mismo ocurre con las privatizaciones: nunca son totales. El Partido otorga el derecho a alguien a explotar una empresa y enriquecerse, pero permanece vigilante y puede revocar la concesión en cualquier momento.
Tras leer el libro, uno no puede sentir sino estupor por los elogios que tantas veces se oyen sobre China. Hay quienes dicen: China es una dictadura espantosa, pero debemos aprender de su apertura económica. El periodista argentino Andrés Oppenheimer suele esgrimir ese punto de vista. El libro de Sorman muestra hasta que punto ambas facetas del sistema chino son inseparables. China “en lo que importa es menos socialista y más inteligente que Uruguay”, escribió el entusiasta Carlos Maggi. Evidentemente, para Maggi lo que importa no es la democracia, el pluralismo, las libertades, el estado de derecho. ¿Qué será “lo que importa” entonces?
Es justamente en ese punto que el libro de Sorman deja un sabor amargo. Tras retratar a un régimen oprobioso, el ensayista francés se pregunta si el mundo debería rechazar las importaciones chinas. Su respuesta es que no. “No, porque China nos enriquece. Si en Occidente podemos adquirir ropa, zapatos, juguetes, artículos deportivos, material electrónico a precios cada vez más bajos, elevando de esta manera nuestro propio poder adquisitivo, se lo debemos a las manufacturas chinas”.
¿Pero no hay una cuestión ética y moral? Sorman deja pasar el punto.
El autor recuerda, por supuesto, la masacre de Tiananmen, el 4 de junio de 1989 cuando el ejército chino aplastó a los estudiantes que reclamaban democracia. La cifra de muertos no se conoce, aunque se supone que fueron miles. Muchos cuerpos no fueron devueltos a sus deudos. Son desaparecidos de lo que nadie habla.
Al principio, la matanza provocó indignación en el mundo pero eso duró poco. Sorman recuerda que poco después de la masacre, Simon Leys vaticinó que “la cohorte de los jefes de Estado y de los hombres de negocios pronto reencontraría el camino de Pekín para sentarse nuevamente en el banquete de los asesinos”.
La profecía resultó cierta.

Publicado en el diario Plan B de Uruguay, año 2007.

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