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19.7.11

Sobre héroes, peces y tumbas

Menta esquina Diamante. Pez espada esquina Lenguado. Tucán esquina Centauro. Apolo XI esquina Sputnik I.
Sí, aunque pocos las conozcan, esas son esquinas de Montevideo. Porque a pesar de su incontenible tendencia a nutrirse de nombres de políticos, doctores y militares, el nomenclátor montevideano todavía tiene un lugarcito para las sorpresas y hasta para el buen gusto.
En las calles de Montevideo, Don Quijote se une a Dulcinea. Estados Unidos se cruza pacíficamente con Cuba, Las Artes se encuentran con Las Ciencias, y Bolivia tiene una amplia salida al mar.
Los que creen que en la capital uruguaya es todo Doctor Mengano esquina General Zutano, deberían visitar Santa Catalina, un barrio donde las calles llevan nombres de peces y flores. Si el lector se decide, puede parar un taxi y decirle al taxista: “Pez Espada esquina Lenguado”. Y el coche lo dejará justo allí.
En Santa Catalina están las calles Roncadera, Lisa y Mochuelo. También Clavel, Dalia, Margarita, Rosas y Pensamiento.
Hay otros barrios con nomenclátor atípico. En Punta de Rieles están las constelaciones y los signos del horóscopo: Osa Mayor es paralela a Osa Menor, Capricornio se cruza con Géminis. Hay una avenida de los Astros y otra del Zodíaco.
En Peñarol, la ciudad rinde tributo a científicos e inventores: Newton, Pasteur, Fulton, Marconi, Watt, Volta. En Colón están la Pinta, la Niña y la Santa María que –paradojalmente-comparten el barrio con Sputnik I y Apolo XI.
En el llamado Barrio Gori las calles son aves, con la particularidad de que los nombres incluyen el nombre y el sustantivo: El Benteveo, El Chingolo, El Churrinche, etc.

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De todos modos, y en general, hay que lamentar el desorden y la poca imaginación que reinan en la nomenclatura capitalina.
No es fácil saber por qué, con tantas calles sin bautizar y otras muchas con nombres repetidos, las autoridades municipales han insistido tanto en cambiar las denominaciones tradicionales de la ciudad.
En Montevideo hay dos calles Ruben Darío. Dos Bernabé Michelena. Dos Elías Regules. Dos República Argentina. Dos Melo. Dos Tauro. Dos Perseverancia. Dos Las Violetas, además de otra Violeta. Hay una calle Perú y una rambla República del Perú. Lo mismo pasa con México.
Aunque en la capital uruguaya falta una Avenida del Perro, dedicada al mejor amigo del hombre, hay en cambio tres calles que homenajean a un mismo y diminuto animal: la calle Colibrí, la calle Picaflor y la calle Mainumbí, que no quiere decir otra cosa que picaflor en guaraní.
Eso no es nada. En la última edición de la guía telefónica figuran cuatro calles Espacio libre, tres Pública, seis Servidumbre, cinco Servidumbre de paso y cinco Abrevadero. Y hay decenas de calles denominadas Oficial.
Además de las repeticiones ya anotadas, en Montevideo hay calle Ceibo, otra Ceibos, otra Ceibal y otra Flor del Ceibo. Hay una calle Calaguala y otra Calaguada, pero ambas refieren a un mismo arroyo de Lavalleja. Volteadores y Voltígeros rinden tributo a un mismo batallón oriental que luchó en Monte Caseros y que se conocía indistintamente con un nombre u otro. También las calles Presidente Oribe y Manuel Oribe aluden al mismo prócer.
Curiosamente, hay dos calles que homenajean a Lorenzo Batlle pero ninguna lleva su nombre completo: una se denomina General Batlle y la otra Presidente Batlle.
Pese a tantas repeticiones, es notoria la tendencia a rebautizar calles, preferentemente con nombres de políticos o allegados a la política: en 1960 había tres calles con el apellido Batlle. Hoy hay ocho.

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 Hay calles que conservan nombres tradicionales, incluso centenarios. La calle Figurita se llama así por un antiguo almacén con ese nombre que había en el lugar. Pero la mayoría de los nombres han sido elegidos con el correr de los años para homenajear a distintas figuras o sucesos.
Así, por ejemplo, pese a que los primeros pobladores de Montevideo consideraron enemigos a los charrúas, hoy la ciudad rinde tributo a muchos de ellos, como Abayubá, Anagualpo, Cabarí, Caracé, Senaqué, Tabobá, Tacuabé, Terú, Vaimaca, Yamandú, Yandinoca y Zapicán.
Hay muchas otras calles dedicadas a celebrar a los primitivos habitantes del país: Arachanes, Bohanes, Chaná, Guenoas, Indígenas y Minuanes son solo algunos pocos ejemplos.
En este rubro habría que incluir también a la calle Urambia, aunque quién sabe. En su Nomenclatura de Montevideo de 1977, Alfredo Castellanos dice que su nombre se debe a un personaje de la obra Los Charrúas del escritor Pedro Benavente. Pero en la edición anterior de su obra, en 1960, el propio Benavente sostenía que el nombre era un homenaje a una ¡localidad de Tanganika!
El criterio para homenajear a veces es curioso. Prácticamente no hay una ciudad de Francia que no tenga una calle en Montevideo: Amiens, Biarritz, Burdeos, Cannes, Ciudad de París, Deauville, Havre, Lyon, Marsella, Nancy, Nantes, Nimes, Niza, Orléans, Reims, Saint Gobain, Tolon y Versailles. (Uno se pregunta si en París habrá calles llamadas Fray Bentos, Paysandú, Pando y Solymar). También hay calles que recuerdan otros sitios de la geografía gala, como Alsacia, Marne, Sena o Somme. Y también está Lutecia, primitivo nombre de París. Además de una calle Francia y otra República Francesa.
En cambio no hay una calle Porto Alegre. En realidad hay pocas calles en honor a la geografía brasileña. Y de las que hay algunas contienen errores de ortografía, como la calle que recuerda al estado de Paraíba, que aquí fue rebautizado Parahiba.

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Claro que en materia geográfica todavía no está dicha la última palabra. Todavía hay muchos países que no han ingresado al nomenclátor montevideano. Algunos de los últimos en hacerlo fueron incorporados en 1991 cuando alguien, en una decisión de evidente coherencia, bautizó las calles del pobrísimo barrio Casabó con nombres de pobrísimos países africanos: Gambia, Sierra Leona y Etiopía, entre otros.
No figuran todavía muchos otros países, como buena parte de los estados del Caribe. Existe sí una exótica esquina Islas Fidji y Nueva Guinea en el Cerro. Y también calles que recuerdan a países que ya no existen como Prusia o Checoeslovaquia.
Pero el caos de la nomenclatura montevideana no es mundial sino planetario. Es difícil explicar porqué todos los planetas tienen su calle y –para deshonra de los eventuales marcianos- Marte es el único que no.
Y más difícil aún decir porque hay dos calles Urano (y ninguna dedicada a a la Luna).
De todos modos, no hay que ir tan lejos en el universo para encontrar lo inexplicable en el nomenclátor capitalino.
Por ejemplo, nadie hasta ahora ha sabido esclarecer el origen del nombre de la calle Chon. Y lo mismo pasa con la misteriosa Humachirí. Los estudiosos tampoco han encontrado una razón para que una calle lleve un nombre tan triste como Castigo. Pero allí está.
En guaraní
Si hablamos de lo inexplicable, habría que decir que en Montevideo hay muchas calles bautizadas a medias.
Hay una calle dedicada al arco iris, llamada apenas Iris, como si alguien pudiera adivinar la mitad que falta.
Hay calles llamadas solo por el apellido, como la calle Sánchez que nadie sabe a qué Sánchez celebra. Por el contrario hay calles con nombre pero sin apellido, como Andrés y Margarita, en Colón. Lo mismo le pasa a la calle Robinson, que recuerda a Robinson Crusoe aunque nadie puede advertirlo debido a que le falta el apellido, que debe haber naufragado en alguna oscura isla de la burocracia departamental.
Hay cosas, en cambio, que parecen no tener explicación y la tienen. La calle ¡Hopa hopa! recuerda una poesía del Viejo Pancho. La calle Miní refiere al antiguo nombre en portugués de la laguna Merín. Y Bobi –explica Castellanos- es una calle que rinde homenaje a un poblado paraguayo.
Justamente, en Montevideo hay una gran cantidad de calles con nombre guaraní. Algunas reproducen nombres de la geografía uruguaya, como Buricayupí (cerro de Paysandú) o Bolacúa (arroyo de Artigas). Otras son localidades paraguayas, como Caacupé o Carapeguá. Y el resto refiere a personas, animales, vegetales y sucesos varios, como Caiguá o Mandiyú.
Para la mayoría de los habitantes de la ciudad estas calles tiene un significado misterioso y desconocido. Difícilmente los vecinos de Comandiyú sepan que así se llamó un indio guaraní que siguió a Rivera.
Más difícil es que alguien imagina el significado del nombre de la calles de Sayago que se llama Tangarupá que –cuenta Castellanos- en guaraní quiere decir “lecho o cama de una mujer vulgar”.

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Hay calles que parece decirnos una cosa pero quieren decir otra. Apóstoles recuerda a un pueblo misionero donde Andresito venció a los portugueses. Y Mahoma no tiene que ver con el profeta sino con una deformación del nombre Ohonas, una tribu india del Paraguay.
Hay infinidad de otros ejemplos: la calle Arquímedes recuerda un banco de arena del Río de la Plata. Y El Aguacero no rinde tributo a ese fenómeno meteorológico tan frecuente en la ciudad, sino a un periódico que existió en el siglo pasado.
Es que las cosas propias de la ciudad están, en general, ausentes de su nomenclátor.
No hay calles en Montevideo que recuerden a sus trabajadores: no hay avenidas del Almacenero, del Farmacéutico, de Psicólogo o del Albañil (en Durazno sí la hay). En cambio hay varias calles que recuerdan oficios rurales nada propios de la selva de cemento, como las calles del Guasquero, del Labrador y del Sembrador. Y los caminos llamados del Alambrador, del Tropero y del Esquilador.
Hasta el fútbol, primera pasión ciudadana, tiene una presencia modesta. Existen las calles Amsterdam, Colombes, Maracaná, José Nasazzi, José Piendibene y Carlos Solé, pero no muchas más. Hay una calle Spencer, pero no recuerda a Alberto, sino a un filósofo y sociólogo inglés que nació en 1820 y murió en 1903. Y la calle Gambetta no refiere a Schubert Gambetta, el Mono, sino a León Gambetta, un abogado y político francés que vivió entre 1838 y 1882.
¿Por qué León Gambetta tiene una calle en Montevideo? Vaya uno a saber. En las calles, llenas de nombres y apellidos, hay homenajes justos y otros injustos. Pero a muchos de ellos se los ha devorado el tiempo.
¿Quién recuerda que Goes era el apellido de dos hermanos portugueses que llevaron siete vacas y un toro desde Brasil a Paraguay, posibilitando que luego Hernandarias trajera aquí el ganado? ¿Quién conoce que la calle Jenner celebra al inventor de la vacuna antivariólica? ¿Y la calle Ehrlich al Premio Nobel de Medicina de 1908?
Hay en cambio algunas calles con nombres que no necesitan expliación. Como las calles Mediodía o Firmamento. O como Honor, Igualdad y Justicia. Y como Piratas, una insólita calle que –anota Castellanos- existe “en recuerdo de los numerosos piratas ingleses, franceses, daneses, etc. que desde antes de la fundación de Montevideo vinieron a nuestras costas atraídos por la fabulosa riqueza ganadera”.
Justamente estas calles tiene el tipo de nombre que los ediles siempre eligen eliminar, cuando se les ocurre incorporar un nuevo nombre y apellido a la nomenclatura ciudadana. Así se fueron, desde 1960 a la fecha, las calles Médanos, Pampas, Puma, Caridad, Constancia y Horizonte.
En ese lapso, a cambio de un puñado de fechas, nombres y apellidos, Montevideo perdió su Combate y cerró su Industria.
Eliminó su Paraíso y su Porvenir. Borró incluso la Armonía, la Fe y la Esperanza.
Pérdidas demasiado grandes para una ganancia que rápido será devorada por el tiempo.

Publicada en el suplemento Qué Pasa del diario El País el 9 de setiembre de 2000. Incluida en el libro Historias Uruguayas

24.12.10

El pueblo que quiso salir en televisión

Nada en Young recuerda que en esta pequeña ciudad de Uruguay, hace un año, ocurrió una tragedia que por grotesca fue noticia en el mundo.
Nada recuerda que ocho personas murieron cuando un programa de televisión "solidario" convocó al pueblo a remolcar una locomotora en apoyo del hospital local.
Donde ocurrió la masacre el 17 de marzo de 2006 no hay flores que recuerden a los muertos. La gente pasa por allí como si nunca hubiera sucedido nada. En todo Young no hay ni siquiera un graffiti que mencione la tragedia. Es como si el pueblo hubiera decidido que nunca ocurrió.

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Tragedia de Young. Desafío al corazón. Nota Haberkorn
Estación de trenes de Young.
Portadilla con la que fue presentado el artículo
en la revista Gatopardo 

Young tiene 15.000 habitantes, teléfonos de cuatro cifras y una sola esquina con semáforo. Young –a la que llaman Yung- no es capital departamental, no es sede de ninguna fiesta de renombre y carece de atractivos turísticos. Quizás por eso fue tan impactante que la televisión nacional decidiera hacer un programa allí.
La idea fue de Griselda Crevoisier, una administrativa del hospital de 51 años, que cada semana miraba en Canal 10 el programa Desafío al Corazón. En él, distintas instituciones eran conminadas a cumplir con una prueba insólita y recibían como premio el dinero donado por los televidentes, sensibilizados a través de la pantalla.
En 2004 el hospital no tenía ambulancia. Crevoisier convenció al director de entonces de participar en Desafío y así poder comprar una. Como ella conocía a uno de los dueños de Canal 10, logró que el hospital fuera anotado en la lista de espera del programa.
Hoy Crevoisier no cree haberse equivocado. Casi todo lo que hay en el hospital, explica, fue conseguido gracias a donaciones que han suplido el aporte siempre insuficiente del Estado.
Celia González, otra funcionaria, cuenta una historia ocurrida años atrás: un día hubo una emergencia y a la ambulancia le faltaba un neumático. El director del hospital no sabía qué hacer. Entonces, contra los reglamentos, llamaron por teléfono a radio Young y pidieron por favor una cubierta. En pocos minutos consiguieron cuatro.
Así se hicieron siempre las cosas.

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Cómo a los creativos de Desafío al Corazón –Ernesto Depauli, de 38 años, y Fernando Seriani, de 30-, se les ocurrió que la gente remolcara una locomotora se explica en el expediente judicial de la tragedia.
Dos años después de la gestión realizada por Crevoisier, al hospital de Young le llegó el turno de participar en Desafío. Depauli y Seriani visitaron el pueblo en febrero de 2006 y se reunieron con el nuevo director del hospital, Juan Pablo Apollonia, y su comisión de apoyo. Los locales sugirieron realizar una prueba con caballos, pero eso no convenció a los capitalinos. Depauli y Seriani recorrieron Young y, al ver las vías del ferrocarril, se inspiraron.
De regreso en Montevideo, Depauli le envió un mail a Apollonia:
"Te mando el desafío que pensamos (...): un grupo de personas de Young deberá arrastrar un convoy formado por un vagón de tren, un camión y un tractor, con los motores apagados, una distancia de por lo menos 56 metros, utilizando una cuerda o similar. Es importante que sea un vagón de pasajeros porque es mucho más vistoso. Cuantas más personas haya, mejor, cuanto más larga sea la cuerda, mejor. Si pueden conseguir una locomotora, mucho mejor".

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Young hierve en verano. Los tanques de agua se recalientan tanto que, en el hotel, incluso de la canilla fría sale un líquido que quema.
La ciudad nació alrededor de una estación de tren, en una de las zonas agrícolas más ricas del país. El intenso movimiento de carga dio origen al pueblo, en medio del campo. "Acá no tenemos río, ni nada parecido. En otros lugares la gente sale a caminar por la costanera. Acá se mira mucha televisión", dice Ricardo Fontana, empleado del canal de cable local.
Uno de los programas más vistos en Young era Desafío al Corazón. Alba Lemes, 68 años y herida en la tragedia, cuenta: "Todos lo mirábamos. Es tan lindo". Lemes habla en su pequeño living, con el televisor encendido. Participar en Desafío le costó siete costillas fracturadas, el omóplato partido en tres, el peroné quebrado, una fisura en el tobillo, lesiones en el hígado y 300 centímetros cúbicos de sangre del pulmón. Estuvo a punto de morir y aún le duele, pero dice que volvería a hacerlo todo de nuevo.
Jonathan Muñoz, que tenía 14 años cuando la televisión visitó el pueblo, tampoco se perdía Desafío al Corazón. "Siempre lo mirábamos", relata su madre, Ivanna Gómez, en la puerta de su mísero rancho de madera. "Jonathan se ponía muy contento cuanto se cumplía una meta".
Ivanna es fuerte. Sólo al recordar lo bien que Jonathan jugaba al fútbol, y que unos días antes del programa lo había contratado San Lorenzo, el campeón local, las lágrimas asoman a sus ojos.


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Cuando Apollonia, el director del hospital, recibió el mail en el que los creativos del programa le proponían remolcar un tren, un camión y un tractor, respondió en otro mensaje: "Nos parece una muy buena idea".
En ese mail, Apollonia le sugirió al canal que sería mejor tirar de una locomotora y dos vagones. El canal aceptó. El director cambió también el objetivo del "desafío": había reparado tres viejas ambulancias y ahora quería dotar de calefacción al hospital. Necesitaba 30.000 dólares.
"El frío en invierno es terrible", cuenta. "Compré estufas eléctricas, pero se rompían porque no están hechas para estar prendidas todo el día".
Apollonia es enfermero. Fue designado director del hospital por el Frente Amplio, la coalición izquierdista que gobierna Uruguay desde 2005. Admite que la calefacción debería se provista por el Estado, pero no culpa a la actual administración. "Los gobiernos anteriores dejaron caer los hospitales. Las cosas no pueden cambiar de un día para otro y yo no puedo esperar a que el Estado tenga plata".
Cuando se le hace ver que una cosa es recaudar fondos para un hospital haciendo sorteos y otra es que la gente tire de una locomotora en la televisión, Apollonia lo acepta. "La idea fue de la anterior comisión de apoyo. Cuando llegó la propuesta, yo tenía que decidir... y me enganché".

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La noticia entusiasmó porque combinaba dos pasiones de Young: la televisión y el hospital.
"Hay una identificación muy fuerte con el hospital", explica Apollonia. "Hasta hace pocos años, cuando abrió un sanatorio privado, aquí todos nacían y morían en él. El programa iba a permitir demostrar el cariño que se le tiene".
Yolanda Faccio, a quien la locomotora le arrancó un brazo, se sintió feliz al enterarse. "Yo miraba el programa siempre. ¡Y que emoción cuándo dijeron que venían a Young!". Faccio sonríe mientras levanta la manga izquierda de su blusa para mostrar su muñón.
Una vez aceptado el "desafío", Canal 10 se desentendió de toda la organización. Por norma, el canal sólo graba las pruebas, pone los conductores y vende la publicidad. Los televidentes, conmovidos por los "desafíos", son los que llaman por teléfono para donar el dinero. Organizar, conseguir lo necesario para cumplir con el reto, solventar los gastos, todo corre por cuenta de la institución necesitada. Son las reglas de la televisión "solidaria".
Lo primero que hicieron Apollonia y la comisión de apoyo fue gestionar una locomotora ante el Ministerio de Transporte y AFE, la ferroviaria estatal. La consiguieron, sin demasiadas preguntas ni condiciones.
También eligieron a la profesora de educación física Adriana Borba, de 44 años, para dirigir la "cinchada", como se llama en Uruguay al acto de remolcar un objeto con cuerdas.
Como Borba no sabía cuánta gente se necesitaba para arrastrar un tren, propuso llamar al pueblo vecino de Algorta porque allí, una vez en una fiesta popular, habían remolcado siete vagones. La llamada la hizo Gustavo Meyer, secretario de la Junta de Young, el gobierno local, pero no permitió aclarar nada. Interrogado por el juez, Meyer afirmó: "La secretaria de aquella junta no tenía mucho conocimiento, no sabía cuántas personas habían cinchado (...) No pudimos saber eso".
Borba dio otra versión en el juzgado. Dijo que de esa llamada concluyó que se necesitaban 60 personas para tirar de la locomotora. Para obtener 80 voluntarios (los titulares y 20 suplentes) invitó a empresas e instituciones locales. Los bomberos, por ejemplo, comprometieron diez "cinchadores".
El número exacto de personas necesarias para remolcar el tren nunca quedó del todo claro. No hubo cálculos científicos ni ensayos. El pastor Gustavo Muñíz, un religioso luterano que se entusiasmó con el "desafío", llegó a creer que se requerían "por lo menos mil personas", relata hoy Marina, su esposa.
Mientras tanto, Apollonia y los integrantes de la comisión se entrevistaron con el comisario Julio Sosa, jefe policial del pueblo. Hay dos versiones opuestas sobre la reunión: según Apollonia, el comisario aseguró que se encargaría de la seguridad del "desafío". Según Sosa, él sólo aceptó controlar el "orden público" pero no la seguridad de la prueba televisiva. Un integrante de la comisión de apoyo que participó de la reunión le dijo al juez que Sosa advirtió que, como mucho, podía aportar ocho agentes.
Apollonia y Sosa acordaron, eso sí, que un grupo de desempleados, integrantes de un plan laboral de emergencia que reciben del Estado el equivalente a 112 dólares por mes a cambio de trabajos poco calificados, ayudarían a controlar la seguridad.

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Nada fue tan publicitado en Young. Los escolares pintaron decenas de carteles. Se pusieron pasacalles en las principales esquinas. Se avisó en la prensa del pueblo. Los organizadores fueron entrevistados en cada programa periodístico local. Se abrió una página en internet para que participaran los younguenses emigrados. Y, con la melodía de un viejo aviso televisivo de salchichas, se compuso un jingle que se irradió una y otra vez con altoparlantes: "No se quede en casa / Ni en la oficina / Venga usted y la vecina / Venga usted y la vecina / Vengan todos y todos juntos lucharemos / Y la meta cumpliremos".
La constante apelación a la palabra "todos" hizo que muchos creyeran que cuánta más gente "cinchara" del tren, mejor.
Pese a su imprecisión, la campaña publicitaria fue un éxito a la hora de generar expectativa. Cuando llegó el día, el entusiasmo era enorme. En la calle algunos se saludaban diciendo "todo por el hospital"; esperaban que por fin llegara la hora. Yolanda Faccio estaba segura: ella tiraría del tren. Ramón Bacino, que trabajaba en una hacienda fuera del pueblo, le anunció a su esposa que viajaría especialmente para ayudar al hospital. Yamila Racouky, de 15 años, quería estar ahí. "Era algo nuevo, acá nunca pasan cosas así", dice. Yamila pensó en invitar a la "cinchada" a Jonathan, su compañero de liceo, el chico que jugaba bien al fútbol. El pastor Muñíz también se despertó ilusionado y le preguntó a Marina, su esposa:
-¿Qué hago? Si puedo cinchar del tren, ¿cincho?
-Sí, claro, mi amor. Si eso es lo que querés.

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La locomotora llegó a Young a las 13 horas del 17 de marzo, una hora y media antes de la hora fijada para grabar la "cinchada".
Recién al ver con sus propios ojos esa gigantesca mole de 56.000 kilos algunos organizadores tuvieron una idea más certera del "desafío" que habían aceptado. Eduardo Quintana, un miembro de la comisión de apoyo al hospital, le dijo a María Emma Reggio, otra integrante: "¡Pah, está gorda esta muchacha! Me parece que no la vamos a poder mover".
La locomotora trajo dos vagones y cuatro empleados ferroviarios: administrativo, inspector, conductor y ayudante. Ellos no habían recibido ninguna instrucción especial de la compañía. El de mayor rango era el administrativo Héctor Parentini y su superior no le había explicado nada. "Sólo me dijo que viniera a Young a ponerme a las órdenes de los organizadores del hospital", le contó al juez.
Los ferroviarios dejaron la máquina en una de las tres vías que pasan frente a la estación, la que corre pegada al andén. Nadie ha podido explicar por qué se eligió esa vía, un detalle clave en la tragedia.
No se hizo ningún ensayo del "desafío".
Mientras la estación se llenaba de gente enfervorizada, la profesora de gimnasia Adriana Borba tuvo un breve diálogo con el ferroviario Parentini sobre cómo comenzaría la prueba. Borba le dijo a que a las 14.30 le ordenaría sacar el freno de la locomotora, pero no le dijo cómo lo haría y él no le preguntó. Parentini debía dar, a su vez, la orden a sus compañeros, que permanecerían en la cabina y manejarían el freno.
Más o menos a esa hora, el equipo de Desafío al Corazón llegó a Young. Pensaban ir a almorzar, pero se quedaron en la estación. "Vimos tanto movimiento, tanta buena onda que decidimos quedarnos a filmar", le dijo al juez Fernando Seriani, uno de los creativos del programa. "Había una euforia indescriptible, lo que vimos en Young nunca lo habíamos visto".

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Yamila Racouky, la compañera de liceo de Jonathan Muñoz, no quería perderse eso por nada del mundo. Young no ofrece mucha diversión para los jóvenes. "Vamos al ciber, al baile, nos sentamos en la vereda a tomar mate. No hay mucho que hacer". Para peor, las últimas salidas habían terminado en peleas entre sus amigos "planchas" (adolescentes pobres y reacios al estudio y al trabajo) y los "conchetos" (adolescentes ricos).
"Acá están muy marcadas las clases sociales, es horrible", dice Yamila. Cuenta que sus amigos "planchas" salen "y como no tienen plata para emborracharse, empiezan a apedrear las casas, a insultar a la gente...". Luego vienen las riñas.
Yamila tiene sus uñas cortas pintadas de rosa. Aquella tarde pasó a buscar a Jonathan para ir a la "cinchada". Jonathan era pobre pero no "plancha". "Era muy sociable, le encantaba la gente".
En el rancho de madera donde vivía, Jonathan le dijo a Yamila que su padre no quería que fuera al "desafío". Pero ella insistió y Jonathan le mintió a su padre: le pondrían falta en el liceo si no iba. Su padre le creyó.
En la estación los chicos se encontraron con multitud enfervorizada. Estaban todos los escolares, sus compañeros de liceo, el pueblo entero. Desde los altoparlantes sonaba a todo volumen, una y otra vez, el pegadizo jingle: todos juntos lucharemos, todos juntos lucharemos. Por sobre la música, Ariel Pérez, un periodista local, y otros dos comunicadores del pueblo animaban la fiesta. Subida al tren estaba Paola Bianco, estrella de la tele, conductora de Desafío al Corazón. Jonathan se entusiasmó y le dijo a su amiga que él tiraría de la locomotora. Yamila le recordó que en el liceo les habían advertido que sólo los adultos podían, pero Jonathan no la escuchó.
Yamila también vio a muchos de sus amigos "planchas" frente a la máquina, buscando un sitio para "cinchar". "Uno de ellos dijo: ‘cuando empiece, me voy a tirar debajo de las ruedas, así me muero de una vez’". Yamila le pidió a Jonathan que se quedara, pero no hubo caso.

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Adriana Borba, la profesora de gimnasia, le contó al juez de su vasta experiencia en conducir eventos sociales exitosos. Organizó, por ejemplo, el certamen Reina de la Piscina ante 500 personas. Pero esta vez las cosas no salieron tan bien.
Había comenzado a llover. La multitud reunida era gigantesca y no se veía ningún policía. El cordón humano que debía separar al público de las vías estaba formado sólo por los desempleados del plan asistencial del gobierno y nadie les hacía caso. Tampoco se respetaban las cintas amarillas colocadas para que la gente no se acercara al borde del andén. "Había gente que se les paraba arriba para que otros pasaran. Yo los vi", cuenta María Emma Reggio, integrante de la comisión de apoyo. Una multitud se apiñaba al borde mismo del andén y cientos de personas estaban en la vía, delante la locomotora.
Borba, que había previsto que cuatro cuerdas bastarían para los 60 tiradores, hizo atar otras dos. A las 14.10 convocó a los "cinchadores" a una charla para explicarles cómo debían tirar del tren, pero sólo 20 fueron a escucharla. Ella había calculado que, para no ser atropellados, todos debían ubicarse a más de diez metros de la locomotora. Pero según Francisco Lafourcade, que participó de esa reunión, ese dato no les fue comunicado. "En ningún momento se nos explicó a cuántos metros de la locomotora debíamos estar", le dijo al juez. "No nos dijo cómo iba a dar la orden, pero sí que íbamos a empezar a las dos y media". Borba también les advirtió que si uno caía, los otros tenían que levantarlo rápido. Por seguridad, la profesora quería que los bomberos fueran los "cinchadores" más cercanos a la locomotora, pero ellos entendieron lo contrario y se ubicaron en la punta de las sogas, los más alejados de la máquina.
El jingle sonaba a todo volumen, los escolares cantaban, los animadores decían que Young podía, la gente aplaudía. Pasadas las 14, Seriani, uno de los productores de Desafío al Corazón, llamó a sus compañeros a Montevideo. Quería que escucharan el bullicio, le dijo al juez: "Era hermoso el ruido".

***

María López, empleada de comercio, se emocionó en la estación. Pensó: "Este pueblo es muy individualista, pero acá estamos todos juntos para ayudar al hospital".
Casi todos en Young se definen como solidarios e individualistas al mismo tiempo. Y en la estación se notó: muchos querían ayudar al hospital y decidieron "cinchar", aunque sabían que no debían.
Pasadas las 14.10, cientos de personas buscaban tomar un pedacito de cuerda y así poder participar de la "cinchada", ayudar al hospital, salir en la tele, demostrarle a todo Uruguay que Young existe. El entusiasmo era indescriptible. Los que estaban frente a la máquina llamaban a sus amigos que permanecían en el andén para que bajaran a tirar.
Adriana Borba revive hoy la desesperación que comenzó a ganarla en esos momentos. "Todos manotearon las cuerdas. No estaba previsto. Eran las ganas de ayudar, de decir yo estoy, yo estuve, yo tiré. Les pedí que salieran y nadie me hizo caso. Me pasaron por arriba".
Selva Carballo, de 57 años, no había pensado participar, pero allí le vinieron ganas. "Todo era una fiesta, y como nadie me dijo nada y como veía que otros lo hacían yo fui a cinchar y le dije a unas conocidas: vengan, vengan".
Alba Lemes, la mujer de 68 años que se partió siete costillas, el peroné y el omóplato en tres, bajó a las vías y tomó una de las cuerdas junto con su amiga Silvia Porcal. Se sentía feliz. "Era tanta la euforia, la algarabía". Lemes todavía recuerda cuando Jonathan se acercó y les dijo: "Señoras, ¿no me dejan agarrar la cuerda acá?".

***

Algunos percibieron que las cosas no iban del todo bien. El ferroviario Héctor Parentini advirtió a los organizadores que existía un desnivel peligroso en el piso, bajo los durmientes y contra el andén, donde se iba a realizar el "desafío". Apollonia, el director del hospital, llamó a la comisaría para protestar por la ausencia de policías. Susana Estigarribia, otra profesora de educación física, sacó de las vías a varios chicos y a un adulto que quería tirar del tren con una niña en brazos. Sin embargo, nadie propuso detener la prueba.
"Había gente que decía ‘esto va a terminar mal’, pero la inmensa mayoría de los que estábamos viviendo esa fiesta no nos queríamos dar cuenta", lamenta Ariel Pérez, el periodista local que animaba de la jornada.
En las vías, tomando las cuerdas frente a la locomotora, había ancianos, enfermos, rengos, mujeres con tacos, chicos en hawaianas. A Eliseo Silva, de 57 años, que tenía un by pass, una amiga le dijo "vos no podés tirar", pero él no hizo caso y se quedó allí con su esposa. En total, unas 400 personas estaban listas para remolcar el tren.
Faltaban quince minutos para la hora fijada, las 14.30. Pero muchos ya estaban "cinchando".
El pastor Muñíz le decía a la gente a su alrededor: "no tiren, no tiren, todavía falta", y no le hacían caso. Las cuerdas estaban tensas, pero la locomotora no se movía porque tenía el freno puesto. "Ojalá caiga una lluvia muy fuerte para que cinchen sólo los que tienen que cinchar", pidió el pastor. Pero el cielo no lo escuchó.

***

Quién y cómo debía dar la orden para comenzar la prueba es el punto clave del caso judicial. Los funcionarios de Canal 10 dijeron que la orden la darían ellos. El director del hospital, Apollonia, sostuvo que hizo alquilar el mejor equipo de audio de Young para que todo el mundo escuchara la orden. La profesora Borba dijo que ella iba a impartir la orden con un megáfono y una señal a Parentini, que iba a estar sobre la locomotora. Parentini, el ferroviario que debía indicarle al conductor cuándo sacar el freno, no estaba arriba de la máquina, sino abajo, entre la multitud enloquecida. Él esperaba la orden de Borba, pero no sabía cómo se la iba a dar.
Parentini miraba a Borba, que iba y venía entre la muchedumbre enfervorizada.
Borba intentaba sacar de las vías a los no que debían tirar. Se había juntado tanta gente que, en lugar de diez metros entre los "cinchadores" y la locomotora, apenas había dos. "¡Suelten la cuerda", gritaba, pero nadie le hacía caso. Faltando unos doce minutos para la hora fijada, decidió ir a buscar el megáfono, que tenía una colega. Quería avisar a todos que la prueba así no comenzaría. No se le ocurrió recurrir al poderoso equipo de audio que seguía atronando el jingle (¡todos juntos lucharemos!) y el aliento de los conductores (¡vamos que podemos!).
Por fin Borba encontró el megáfono. Eran las 14.20. La profesora gesticula mucho cuando cuenta su historia. Es posible que en aquel momento de nerviosismo también gesticulara. Ella jura que no hizo ninguna seña, pero Parentini dice que sí, que toda la gente empezó a gritar "¡Vamos!" y que entonces vio a Borba hacer la señal que estaba esperando. Faltaban diez minutos, pero el ferroviario dice que a él nadie le dijo la hora exacta en que comenzaría la prueba. "Estaba toda la gente tirando y era un grito unísono ‘vamos, vamos’ y todos tiraban. Primero fue el grito y luego la señora me levanta la mano", dijo Parentini en el juzgado. "¿Qué más se podía esperar? Yo interpreté que la señora me daba el o.k."
Entonces le dijo al maquinista que sacara el freno.

***

La locomotora arrancó. Borba dijo: "la puta que lo parió, ¿quién dio la orden?". La gente del canal prendió las cámaras. El conductor Ariel Pérez, dudó un instante. Sabía que no era la hora fijada, pero no quiso arruinar el momento así que gritó, según quedó registrado en un video aficionado: "¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos que se puede! ¡Sí, sí, sí!".
La alegría duró poco. Cuando Pérez pronunció su quinto "vamos", ya
había ocurrido todo lo que tenía que ocurrir.
Tanta gente tiró de las cuerdas que la máquina arrancó a una velocidad impensada. Los rieles mojados potenciaron el efecto. Los que estaban demasiado cerca debían correr para que la locomotora no los alcanzara; había niños, viejos, gente en sandalias. El desnivel que había marcado Parentini fue una trampa mortal. Allí resbaló y cayó una mujer que tiraba de la soga más cercana al andén. Fue el fin de la fiesta: los que venían detrás empezaron a caer, uno arriba del otro. La máquina se acercaba y ellos no podían salir de la vías porque el andén les impedía rodar o tirarse al costado. "Corríamos, pero alguien se cayó y no nos dio tiempo a nada", dice la abuela Lemes. "La locomotora era una plumita y cuando nos quisimos acordar fue horrible", recuerda Selva Carballo.
Unos fueron aplastados por el gentío, otros destrozados por la máquina.
"Una multitud cayó encima mío", recuerda Silvia Porcal. "Yo sentía que la columna se me quebraba y las costillas se me clavaban en los pulmones. Era un dolor horrible. Sentía también como el tren iba chupando gente. Yo gritaba ¡auxilio, auxilio! Pensaba que me estaba muriendo. No tenía aire. La conciencia se me iba. Me prendí a la tierra para que el tren no me chupara, el cuerpo se me retorcía..."
A Yolanda Faccio la embistió la locomotora. "Vi que se me venía encima, venía más rápido de lo que yo podía avanzar, me caí y me levanté sin el brazo", relató en el juzgado.
Parada en el andén Yamila Racouky, la amiga de Jonathan, vio cómo de golpe todo quedó en silencio. Vio a una mujer sin un brazo y una amiga que estaba con ella, sobrina de Yolanda Faccio, empezó a llorar.


***


Ariel Pérez, el animador, quedó mudo. "Vi salir a una persona caminando sin un brazo, no me olvido más. Al rato vino alguien y me dijo: ‘Un desastre lo que hicieron. Hay gente muerta ahí abajo’".
Pensó que le tomaban el pelo, pero no. Había muertos, sangre, pedazos de cuerpo.
El pastor Muñíz había muerto. Eliseo Silva, el hombre que quiso tirar a pesar de tener un by pass, había fallecido de un infarto al ver como la máquina mataba a su esposa. Ramón Bacino, que había venido especialmente a "cinchar" por el hospital, había muerto. También el ex comisario Elbio Recoba, de 77 años, y Selva Real, de 56. A Jonathan Muñoz la locomotora lo había abierto al medio. Había heridos graves como Faccio, Porcal, Lemes, Carballo y una anciana irreconocible por las laceraciones sufridas.
Panchito Portela, de 14 años, que jugaba al fútbol con Jonathan, no soltaba el cuerpo de su amigo. Cuando sonó su celular y su madre le preguntó dónde estaba, él respondió: "Mamá, estoy al lado de Jonathan y la gente está loca. Dicen que está muerto y está sólo dormido".
Mientras algunos alejaban a los niños, el rescate era caótico. No había camillas ni ambulancia. Alguien consiguió unas tablas y, sobre ellas, los heridos fueron llevados al hospital por el cual se había hecho el Desafío al Corazón.

***

Néstor Díaz es dueño de una inmobiliaria frente a la estación. Pensaba cerrar a las 14.30 para ir a la "cinchada", pero no le dieron tiempo. A las 14.20 empezó a llegar gente llorando y pidiendo agua para los heridos. "Me puse nervioso por mi esposa y mi hija, que estaban allí. Por mi madre no, con casi 80 años, ¡qué me iba a imaginar!".
La mujer y la hija de Díaz estaban bien, pero su madre era la anciana irreconocible por las heridas. Agonizante, Ramona Gallay logró balbucear su nombre y así supieron quien era.
Ni bien Díaz llegó al hospital supo que había pasado algo muy malo: "todo el mundo lloraba, hasta las enfermeras lloraban, la situación las había superado totalmente". La madre de Jonathan también estaba ahí. Había ido a donar sangre para los heridos y le informaron que su hijo había muerto.
Díaz no encontró a su madre. "La habían trasladado porque estaba muy grave. El tren le había abierto el cráneo, le había borrado la cara, le había destrozado todo un lado del cuerpo".
Ramona Gallay, de 79 años, murió dos días después. Fue la octava víctima fatal del Desafío al Corazón.

***

Canal 10 dio la primicia. Apollonia, el director de hospital, dijo en la pantalla que lo ocurrido era fruto del "entusiasmo que se contagia cuando estamos todos juntos por un esfuerzo común". El juez de Young, Mario Suárez, afirmó: "fue un accidente".
El 18 de marzo seis víctimas del Desafío fueron enterradas en Young. Canal 10 llevó allí a todos sus famosos y muchos en el pueblo aprovecharon para pedir autógrafos.
En el cementerio, el sacerdote Fernando Pigurina, principal de la Iglesia católica local, dijo que todo había ocurrido "por un exceso de amor, no le busquemos más vueltas. La gente quiso dar tanto que dio todo". Una monja definió a los muertos como "mártires de la solidaridad".
Ese fin de semana, un vecino rico donó los 30.000 dólares que el hospital necesitaba.
El 2 de abril Canal 10 emitió un programa llamado Todos por Young. Los televidentes donaron 100.000 dólares: las familias de los muertos y heridos graves recibieron unos 7.000 dólares cada una (1).
El municipio le dio un empleo al padre de Jonathan, que era desocupado.
Psicólogos de Montevideo llegaron para atender a la población, que estaba en shock. Apollonia, Borba, los integrantes de la comisión de apoyo al hospital, todos estaban entre la gente más querida del pueblo, al igual que muchos de los muertos. Comenzó a ganar terreno la versión dada por la televisión y por el sacerdote Pigurina: no había culpables.
En la prensa y en especial en la televisión, la tragedia pronto perdió espacio. Durante algunas semanas, Canal 10 no se pronunció sobre la suerte que correría Desafío al Corazón. Ya tenían grabado otro programa, en apoyo del hospital de la ciudad de Tacuarembó. En él un "mentalista" manejaba un auto con los ojos vendados entre gente sentada en la calle. También partía de un machetazo una sandía en la cabeza de un voluntario.
El 21 de marzo, los fieles de una iglesia evangélica de Young oraron para que Desafío no fuera sacado del aire.
El programa volvió el 25 de abril, aunque nunca se emitió el capítulo grabado en Tacuarembó.

***

En el juzgado del pueblo se inició la investigación penal de la tragedia. Pero al revés de lo habitual en estos casos, en Young hubo una cruzada para que no se hiciera justicia. La encabezó Silvia Sosa, de 46 años, viuda de Ramón Bacino, muerto en el Desafío. Sosa visitó a cada familia alcanzada por la tragedia y les pidió que firmaran una carta para que la Justicia abandonara el caso. Sosa lleva una gran cruz en el pecho. Dice que superó lo que le tocó vivir gracias a la fuerza de Dios y muchos amigos. "Quedate tranquila que Ramón estaba feliz cinchando", le han dicho algunos que estuvieron allí.
-¿Por qué hizo la carta?
-Acá no hay culpables. Nadie tiene que ir preso, porque en todo caso todos tendrían que ir. Si alguien iba preso, iba a ser muy triste. Los involucrados son gente muy querida. ¿Yo me iba a sentir mejor si iban presos? No, me iba a sentir peor. Ramón nunca volverá.
-¿Nunca piensa por qué ocurrió la tragedia?
-Sólo una vez, el mismo día. Después me mentalicé para no hacer ningún drama. Hace 25 años que soy catequista, no puedo echar por tierra todo en lo que yo creo. Sé que Ramón está bien, murió por otros, para salvar vidas. Siento tristeza, pero una gran paz interior. No podemos vivir buscando culpables. Sucedió, se terminó.
Los padres de Jonathan firmaron. "Fue un accidente. No se puede culpar a nadie, porque fuimos todos culpables", dice la madre, que ni siquiera estuvo en la "cinchada". "El padre Pigurina fue el portavoz de la comunidad. No vamos a hacerle juicio a nadie. Acá siempre se necesita del hospital y Canal 10 quiso ayudarnos, ¿cómo vamos a hacerles algo así? Y por más plata, a mi hijo no me lo van a devolver".
También firmaron la familia de Ramona Gallay y la mayoría de los heridos, como Faccio, la mujer que perdió su brazo.
El juez Suárez jura que nunca recibió un pedido así en su vida.

***

La carta promovida por Silvia Sosa no fue firmada por los hijos del matrimonio Silva, la familia del ex comisario Recoba, la viuda del pastor Muñíz, ni por Silvia Porcal, una herida grave. Ella sabe lo difícil que es sostener en Young una verdad distinta a la oficial. El 23 de marzo su esposo Pablo Benítez y la abogada Jacqueline Portela anunciaron una demanda civil contra los organizadores por el daño que ella había sufrido. Porcal, que trabajaba como empleada doméstica, se quebró tres vértebras lumbares, dos costillas y tuvo fracturas expuestas de tibia y peroné. Estuvo cuatro meses enyesada de pies a cabeza. Pasó el peor día de su vida cuando la pusieron en un aparato llamado "la cruz de Cristo" para enyesarla. Aún no puede trabajar.
La noticia provocó una ola de repudio en Young. "No querés al hospital", le decían a Benítez. "A vos nadie te obligó a cinchar", acusaban a Porcal. Una radio local los criticó con saña y el asunto terminó sólo cuando Porcal llamó a la emisora desde el sanatorio en el que estaba internada y dijo que no haría ningún reclamo.
Benítez, un obrero metalúrgico, está indignado. "Si yo hubiera provocado una tragedia así, estaba preso en una tarde. ¡Que no hay culpables! Es fácil hablar, pero Silvia no va a poder trabajar más".
Silvia Porcal, de 38 años, cuenta que pasó de trabajar todo el día a estar en la casa de sol a sol. "Estoy despierta a las dos, tres de la mañana y el accidente me vuelve: siento el ruido, el dolor. Me miro mucho al espejo: hay veces que pienso ‘estoy toda vieja, rota, quebrada: ya no sirvo para nada’".
La abogada Portela aún les aconseja demandar y ellos lo creen posible. "¿Dónde estaba la policía?", dice Benítez. "¿Cómo dejaron tirar del tren a un nene de 14 años? Dicen que los muertos fueron ‘mártires de la solidaridad’ ¡Cómo van a ser mártires! ¿Fueron ahí a morir? No, fueron a colaborar y encontraron la muerte por la desorganización. Hubo negligencia... ¿nadie va a hacer un mea culpa?"

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"Tu madre es una hija de puta", le dicen a Panchito en la escuela. Panchito es el chico que lloraba al lado del cuerpo de Jonathan. Su madre es la abogada Portela.
"Me siento vapuleada. Es triste ver que la gente que uno conoce es tan ignorante", dice la abogada. Cree que en Young nadie dice lo que piensa porque la Iglesia es poderosa y hay mucho miedo.
"El cura Pigurina realizó una campaña a favor de quienes organizaron el evento. Obvió las leyes y le lavó el cerebro a los younguenses. Hizo reuniones en las que se decía que hay que olvidar. Pero no puede ir contra el derecho de las personas que deben ser reparadas por un evento que les cercenó las vidas".
Portela critica a Canal 10 por proponer un desafío tan inútil como riesgoso y a los organizadores por realizarlo sin la mínima seguridad. Según ella, haber creado esa mezcla de fervor incontrolable y desinformación provocó la catástrofe: "El jingle fue tan irradiado que hoy los niños lo siguen cantando. La gente creía que todos tenían que ir a cinchar. El jingle lo repetía todo el día: tiremos todos, tiremos todos".

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Apollonia, el director del hospital, dice tener la conciencia en paz.
Mientras toma mate, sostiene: "Una comisión de apoyo de un hospital de un pueblo chico no tiene más remedio que hacer las cosas artesanalmente. Todo lo que estaba a nuestro alcance, se hizo. Hubo un entusiasmo colectivo ingobernable, sin explicación racional".
A la profesora Borba no le molesta pasar por el lugar de la tragedia. Piensa que preverla hubiera sido como anticipar el atentado contra las Torres Gemelas. "Todavía no puedo encontrar una explicación lógica. Actuaron por sentimientos. La gente estaba totalmente eufórica. Era una gran fiesta. Creo que sí hubiera habido más gente cuidando, también los hubiesen pasado por arriba".
El mea culpa que quiere Benítez no existe. Apollonia sigue siendo el director del hospital. Sosa, el jefe de policía del pueblo. Borba dirige el sindicato municipal. Los miembros de la comisión de apoyo al hospital son los mismos. Los que tuvieron la idea de remolcar una locomotora siguen en Canal 10, pensando nuevos éxitos.

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El cura Pigurina fuma en pipa. Mientras una veterinaria atiende a su perro basset, dice que tiene ideas opuestas sobre programas como Desafío al Corazón: no deberían existir, pero si no existieran ¿quién atendería demandas como la del hospital de Young?
Sabe que la televisión exacerbó el entusiasmo del pueblo: "Era una forma de decirle al Uruguay: ¡acá están los younguenses!". Y cree que, de un modo aciago, ese objetivo se cumplió, que hoy los uruguayos –incluso el mundo- ven con respeto y admiración a Young por su reacción ante la tragedia, por "haber conservado la unidad, no culpar gente, defender que fue un accidente, estar de acuerdo en que a los que participaron y a los que murieron los animaba la buena intención".
Cuando se le pregunta si aún cree que todo pasó por "exceso de amor", responde: "No sé si hoy usaría la misma expresión, pero sí hay mucho amor por el hospital. Ese amor en exceso provocó el desastre organizativo que disparó la tragedia".
El sacerdote admite que no es fácil que alguien en Young se atreva a pedir responsabilidades, cuando la mayoría exige lo contrario. "Se cerraron filas en torno a una interpretación y zafar de ella es muy difícil. Hay una presión interna, que no es violenta, pero es muy fuerte".

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En Uruguay los jueces no pueden encausar a quienes no son acusados por los fiscales, que dependen del Poder Ejecutivo. La fiscal Silvia Blanc sólo pidió procesar al ferroviario Parentini, el único implicado que no vive en Young.
El día que Parentini fue llamado al Juzgado de Young para oír su suerte, 400 personas se reunieron allí para reclamar que nadie fuera preso. Llevaban carteles que decían "somos todos culpables". Estaban los padres de Jonathan, Yolanda Faccio sin su brazo y los otros firmantes de la carta.
En su sentencia, el juez Suárez afirmó que es evidente que Parentini no fue el único responsable de la tragedia. Por eso lo procesó, pero sin prisión. Quiso evitar la injusticia de que uno solo pagara en la cárcel lo que muchos provocaron. "Había dos o tres responsables más", dice hoy.
Como sea, nadie fue preso. En Young hubo una caravana de festejo.

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Dos hijos del ex comisario Recoba que viven en Montevideo son los únicos que hoy acusan a los promotores del "desafío" en la justicia civil, culpándolos por la muerte de su padre. Gustavo Salle, su abogado, ha dicho que Canal 10 y varias oficinas estatales son responsables. También que "la convocatoria se hizo para un fin que, en definitiva, es esencial del Estado, que no cumple" y que en Uruguay "existe una verdadera involución cultural, educativa, intelectual que también explica la tragedia de Young".
En la pequeña ciudad insisten en lo contrario. Ana Portela, periodista local y abanderada del "no hay culpables", porfía que todo ocurrió por ser un pueblo tan bueno. "De tan solidarios que somos, no nos dimos cuenta que era una barbaridad lo que íbamos a hacer".

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Ramón Díaz llora cuando recuerda a su madre, la anciana de 79 que el tren desfiguró. Sabe que hubo errores de organización, pero no quiere pensar en eso: "Prefiero proteger la vida familiar, trato de olvidar".
Díaz trabajó más de 20 años en otras comisiones de apoyo. Una vez una horda le arrebató los juguetes que repartía durante un beneficio infantil. "La gente se atropella, pierde la compostura. El día de la tragedia había gente muy acelerada, querían salir en televisión. Había muchos jóvenes que no tienen nada que perder, esos que pelean todas las noches sólo para hacerse notar...Y muy poca guardia policial. Los organizadores se quedaron cortos, pero no fue adrede. Los que participaron se sienten culpables y yo también. Con mi experiencia pude haber ayudado".

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Ariel Pérez, el animador que gritó "Vamos, vamos" cuando el tren arrancó, ahora trabaja en Montevideo. Muchas veces allí escuchó que la gente, al ver el video de la tragedia y oír sus gritos, comenta: "A ese tipo hay que matarlo".
"Mi trabajo era ése", explica. "Si hay culpables somos los 3.000 o 4.000 que estábamos ahí. Todos vimos que eso estaba mal hecho: cinchar una locomotora con los rieles mojados, con niños... era una prueba hecha por el hospital y ni siquiera había una ambulancia. Todos lo vieron: las autoridades, la gente del Canal 10 y nadie reaccionó. Yo lo vi y no me di cuenta. Yo fui uno de los que estuvo en la gran masacre que hicimos, y me duele".
El dolor no deja vivir a Ruben Muñoz, el padre de Jonathan. "No lo puedo aguantar", le dijo a un diario. En su rancho se apilan los ladrillos que compró para levantar una casita con el dinero que le dieron.
Yamila Racouky cuenta que la tragedia cambió a sus amigos: uno se está construyendo una casita, otro se puso a trabajar, ella quiere irse a estudiar a Montevideo.
Marina Rodríguez, la viuda del pastor Muñíz, una argentina de 34 años, pensó en irse, pero se quedó. "Fue doloroso, pero a mis hijas Young les habla de su papá y Buenos Aires no". Llora cuando cuenta que suele ir a la estación a "hablar" con su esposo. No firmó la carta pidiendo el archivo del caso. "Estoy de acuerdo con que nadie vaya preso, es agregar dolor al dolor. Pero es importante que la Justicia coloque las cosas en su lugar".
Silvia Sosa, la mujer que lideró la cruzada para que la Justicia abandonara el caso, está satisfecha con lo que hizo. "Sólo quiero que esto pase de una vez. Al accidente lo trato de minimizar: ya lo minimicé todo lo que pude y voy a tratar de que desaparezca".
Yolanda Faccio tampoco quiere recordar. Tras la tragedia, siguió mirando Desafío al Corazón. Su sueño es recibir un brazo ortopédico que sustituya al que le arrancó la locomotora, y con él ir a Montevideo y aparecer, esta vez sí, en la pantalla de Canal 10.

(1) El 21 de octubre de 2015 recibí un mensaje de Julio Recoba, hijo del ex comisario fallecido en el "Desafío al corazón", informándome que su madre nunca aceptó recibir los 7.000 dólares que se le ofrecieron como recompensa a los familiares de los muertos. "Mi madre a pesar de tener hasta 2do de primaria TUVO LA DIGNIDAD DE  NEGARSE a recibir ese dinero recaudado por unos de los causantes de la masacre", dice Recoba en su mensaje.



Young, tragedia, reportaje Haberkorn

Artículo de Leonardo Haberkorn Publicado en la edición de mayo de 2007 de la revista colombiano-mexicana Gatopardo. Reproducido en el diario uruguayo La Diaria el 22 de mayo de 2007.
Este es uno de los 15 reportajes del autor que integran el libro Un mundo sin gloria (Fin de Siglo, 2023). Puede encargarse escribiendo a libroshaberkorn@gmail.com

16.11.10

Cuarenta años en el desierto celeste

Uruguay versus Ghana en Sudáfrica 2010. La atajada de Luis Súarez

Mi primer recuerdo de la selección es la semifinal contra Brasil en México ’70. Cuando Uruguay abrió el tanteador en aquel partido, los vecinos irrumpieron en mi casa a los gritos. Los recuerdo riendo, eufóricos, abrazándose con mis padres. Yo tenía seis años y al parecer Uruguay iba rumbo a ser campeón del mundo. Al final, perdimos 3 a 1.
También tengo en la memoria el partido por el tercer puesto contra Alemania, las diez veces que Uruguay estuvo a punto de hacer un gol y la derrota final por 1 a 0. Esa vez los vecinos no vinieron y no hubo fiesta para celebrar que salimos cuartos. Incluso los jugadores de la selección renegaron de lo conseguido: “Éramos así, si no salíamos campeones no significaba nada”, explicó muchos años después Ildo Maneiro (1). Aquel honroso cuarto lugar fue asumido con una vergonzosa derrota.
Para Alemania 74 la mentalidad del todo o nada seguía vigente. Y yo, que tenía diez años, me ilusioné con el todo. Si la selección tan criticada de México 70 había logrado salir cuarta, no sería tan difícil ser campeón. Ahora, además, teníamos a Fernando Morena.
A esa edad yo desconocía los pormenores. El DT que había clasificado a Uruguay al Mundial, Hugo Bagnulo, había sido cambiado por otro, Roberto Porta, muy promovido por un grupo de periodistas. La selección también había sido modificada en forma radical bajo presión de los mismos cronistas deportivos.
Yo desconocía todos esos tejes y manejes, y me senté ilusionado frente al televisor blanco y negro. El baile que nos dio Holanda fue un golpe terrible. Si no hubiera sido por Mazurkiewicz aquel 2 a 0 hubiera sido una goleada catastrófica.
El segundo partido, contra Bulgaria, lo vi en lo de Igal, un compañero de la escuela, de Peñarol como yo. Alucinábamos esperando un gol de Morena. Lo hizo, pero el juez lo anuló. Empatamos 1 a 1. El tercer partido lo vi otra vez en casa. Suecia nos encajó un terrible 3 a 0 y chau mundial.
La decepción fue grande. Años después leería las siguientes declaraciones de Juan Masnik, integrante de aquella selección: “Faltando un mes para el mundial ese plantel fue destrozado. Al nuevo equipo lo hicieron los periodistas. Entró una confusión total por un lado y por otro un clima de confianza desmedida. Se realizó un operativo repatriación de jugadores sin ton ni son (…) Yo quedé injertado en una defensa fabricada de apuro (…) ¿Cómo podíamos rendir, cómo podíamos entendernos? ¡Si casi ni practicamos juntos! (…) A Morena, jugando arriba, le pasó algo parecido” (2).
El consuelo era saber que tendríamos revancha en la siguiente Copa del Mundo, que se jugaría en Argentina, donde seríamos casi locales. Fue entonces -tenía 14 años-, cuando me tocó descubrir que existía algo peor que quedar eliminado en la primera fase de un mundial. Porque ni siquiera logramos clasificar a pesar de que nos tocó disputar un cupo con Bolivia y Venezuela, que en aquellos años era mucho más débil que hoy. La clave estuvo en el partido en Caracas, que escuché desconsolado en una radio a transistores: nosotros apenas empatamos; en cambio Bolivia ganó. Ante el fracaso, el periodista más escuchado, Víctor Hugo Morales, desató una desmesurada campaña contra mi admirado Morena, responsabilizándolo de todo el fracaso, como si hubiera jugado él solo.
En aquel momento yo era solo un niño y no entendía que aquel ensañamiento de Morales, su crítica furibunda y tan tajante, era funcional a una dictadura que tenía prohibido hablar de todo, menos de eso. Hoy sí. Aquel era el circo que necesitaba el régimen. Meses después Víctor Hugo viajó a Buenos Aires a relatar el mundial ‘78 y se deshizo en elogios a los militares que organizaron esa copa manchada de sangre (3).
De la eliminatoria para España ’82 recuerdo el partido contra Perú en el Centenario. Faltando una hora para que empezara, mi madre me preguntó si quería ir.
Llegamos corriendo y con el partido a punto de comenzar. Las entradas estaban agotadas y las compramos a precio de oro a un revendedor. El estadio estaba repleto y solo conseguimos sentarnos en lo más alto de la Amsterdam. Desde allí vimos muy bien el baile que nos dio aquel equipo de Velásquez, Chumpitaz, Uribe y Oblitas. Tendrían que habernos ganado 2 a 0, pero faltando poco Victorino acomodó una pelota con la mano e hizo el gol uruguayo, que el árbitro tuvo la deferencia de validar. No se puede decir que fuera el gol de la honra. Esta vez no estaba Morena para echarle la culpa. Afuera de otro mundial.
Volvimos a la Copa del Mundo en México ’86 con la conducción de Omar Bienvenido Borrás, el primer director técnico que odié con toda el alma.
Estuve en el Centenario cuando clasificamos, en el partido decisivo contra Chile, cuando Venancio Ramos tomó un limón que alguien había tirado al campo de juego y lo estrelló contra la pelota cuando el chileno Aravena –que le pegaba con un cañón- remataba un tiro libre peligrosísimo en el final del partido. Si era gol, Chile iba a la Copa del Mundo. El limonazo movió la pelota y Aravena falló el remate. Así llegamos a México.
No teníamos mal cuadro –en la selección estaban Francescoli, el Polilla Da Silva, Alzamendi, Ruben Paz, Darío Pereira, Venancio y Zalazar- y otra vez nació la expectativa. El problema era Borrás. En la defensa, contra la opinión del Uruguay entero, se negaba a incluir a Darío Pereira, un crack con mayúsculas que triunfaba a tal punto en Brasil que allí querían nacionalizarlo. En su lugar, Borrás insistía en colocar a Eduardo Acevedo. Su otra infamia era dejar en el banco de suplentes a Ruben Paz, talentoso y goleador como pocos.
A pesar de que la selección ya llevaba más de una década de fracasos, yo seguía hinchando con pasión y no le perdonaba a Borrás su tozudez y negligencia.
El debut contra Alemania lo vi en lo de Felipe. Pusimos el televisor sin voz y a Kesman en la radio. Iban apenas cuatro minutos cuando un defensa alemán se equivocó y pasó mal la pelota. Alzamendi la tomó, pateó y la metió alta, junto al travesaño. Un golazo.
Poco después, Francescoli –que ya era una luminaria súper promocionada- enfiló solo contra el arco alemán, sin obstáculos a la vista, con el gol prácticamente hecho. Felipe y yo nos paramos a festejar. Justo entonces la imagen del televisor quedó congelada: Francescoli con la pelota dominada rumbo al gol. Por suerte estaba prendida la radio. Cuando el vozarrón de Kesman gritó goooool, nos abrazamos. Fueron unos segundos de felicidad. Pero luego volvió la imagen al televisor y el partido seguía 1 a 0, el gol no había sido. Había errado Enzo y había errado Kesman, los dos en forma inexplicable. En el resto del partido, no cruzamos casi la mitad de la cancha, defendiéndonos siempre. Ruben Paz no salió del banco de suplentes. Alemania nos empató faltando cinco minutos para el final.
En el segundo partido descubrí algo importante: había algo peor que no participar de la Copa del Mundo. Peor era estar allí y pasar vergüenza ante todo el planeta. Quedó claro cuando Dinamarca nos encajó un 6 a 1 histórico. En este partido Kesman se dio el gusto de relatar un gol verdadero de Francescoli, gracias a un penal inventado por el juez.
Para el tercer partido contra Escocia, yo no podía creer que Borrás mantuviera a Acevedo e insistiera en no poner a Ruben Paz. De camino al centro, en ómnibus, recuerdo pasar frente a la casa del técnico en Punta Gorda y mirarla con desconsuelo, como buscando en ella una pista que me permitiera entender por qué ese hombre se ensañaba tanto. Tiempo después, en el libro La crónica celeste de Luis Prats, leí que en aquellos días aciagos alguien entró en el hogar del técnico y destruyó su biblioteca. Juro que no fui yo.
El enfrentamiento con los escoceses marcó un nuevo hito celeste: José Batista fue echado a los 38 segundos por el árbitro francés Quiniou, debido a una patada que pegó en el mediocampo. Esa expulsión dio pié para que los periodistas deportivos abonaran su peregrina tesis de que en la FIFA hay un complot contra nosotros, argumento que hasta hoy perdura. Defendiéndonos los 89 minutos y 22 segundos restantes logramos empatar cero a cero y pasar a la segunda fase del mundial como uno de los “mejores terceros”. Sin duda no lo merecíamos, pero allí estábamos, en octavos de final contra la Argentina de Maradona.
Borrás, temeroso ante los rivales y ciego ante todas las evidencias, mantuvo a Acevedo en el equipo y a Ruben Paz en el banco. Yo pasaba en el ómnibus frente a su casa y tenía que contenerme para no bajar y prenderla fuego. (Repito: ¡yo no destruí la biblioteca!).
Fue, sin duda, un verdadero clásico. Recién en el minuto 41 Argentina pudo hacer el primer y único gol gracias a un notable “pase” que Acevedo le hizo al argentino Pasculli en el borde del área. No exagero, pueden verlo en Youtube. Faltando diez minutos para el final, cuando ya era mejor que no lo hiciera, Borrás claudicó: sacó a Acevedo y por primera vez en la Copa hizo entrar a Ruben Paz.
Ver esos últimos diez minutos fue lo peor de todo. Paz apilaba a los argentinos como postes, empequeñeciendo la figura de Maradona. El empate estuvo al caer y no llegó solo por falta de tiempo. Quedamos afuera de otro Mundial, con la terrible sensación de que todo pudo haber sido diferente.
Años después el célebre periodista argentino Juvenal escribió: “en los últimos diez minutos, cuando el técnico Omar Borrás se resolvió a poner a un gran jugador que mantenía hasta entonces escondido, Ruben Paz, casi se nos viene la noche” (4).
A Italia ’90 clasificamos gracias a un Ruben Sosa brillante en las eliminatorias. Teníamos un cuadrazo aún mejor que el de México ’86: Sosita, ahora sí Ruben Paz, otra vez Francescoli, Alzamendi, el Pato Aguilera, Sergio Martínez, Fonseca, todos integrantes del jet set futbolístico mundial. Pablo Bengoechea era suplente. En una gira de preparación empatamos 3 a 3 contra Alemania en Stuttgard, en un partido en el cual Ruben Pereira se mandó una doble pisada girando sobre la pelota que dejó al mundo con la boca abierta, y le ganamos 2 a 1 a Inglaterra en Wembley. Todos confiábamos mucho en nuestro nuevo DT, Oscar Tabárez. Ahora sí jugaban los mejores.
Yo ya era periodista. Trabajaba en la agencia Reuters, como corresponsal suplente en Montevideo. Se me había encomendado ver los partidos en la oficina y luego enviar al mundo un despacho con las repercusiones. Los festejos populares, por ejemplo.
Vi los cuatro juegos de Uruguay en ese Mundial, solo, en un apartamento de la calle Florida, rodeado de teletipos. En el debut actuamos en forma notable y avasallamos a los españoles, pero no pudimos hacer un gol. Tuvimos la gran oportunidad en un penal, pero Ruben Sosa lo tiró muy alto, afuera. No envié ningún cable porque no hubo festejos.
Con la esperanza intacta me senté a ver el segundo partido, contra Bélgica. Pero no jugamos ni la décima parte del encuentro anterior. Hace poco reviví en Youtube una escena de ese partido. Vamos perdiendo 2 a 0, pero los belgas juegan con diez porque ha sido expulsado Gerets. Ataca Uruguay. Medio a los tropezones la pelota llega al borde del área belga y le queda servida a Aguilera, quien en forma inexplicable patea un tirito muy débil e inofensivo. El golero belga ataja con facilidad y, con la mano, la da la pelota a un compañero, en el costado del campo de juego, cerca aún de su portería. El belga corre con el balón y elude al primer uruguayo que sale a marcarlo; luego, a la carrera, esquiva a otro y cruza la mitad de la cancha; un tercer uruguayo va a enfrentarlo, pero el belga lo deja parado como un poste; finalmente cruza la pelota al medio, donde un grandote llamado Ceulemans recibe el balón libre de todo obstáculo, corre unos metros sin oposición, patea y anota el tercero. Perdimos 3 a 1 gracias al gol de la honra que luego hizo Bengoechea. No envié ningún cable, porque no hubo festejos.
Comencé a dudar de esa selección a la que había apoyado tanto. Se publicaron en los diarios fotos que mostraban al contratista Paco Casal sentado en el banco de suplentes de Uruguay. ¿Con qué derecho? ¿Eso era una selección uruguaya o un tinglado montado para vender jugadores? ¿Tenía eso algo que ver con la poca convicción del equipo?
El tercer partido contra Corea del Sur fue terrible y solo se definió en el último segundo, con un gol de Fonseca en offside. Increíblemente, hubo festejos por 18 de Julio porque con ese triunfo Uruguay pasó a octavos de final, y yo tuve que escribir el tan postergado cable de repercusiones. Sentí que era deshonroso celebrar tan poca cosa.
Por desgracia, los octavos de final me dieron la razón: Italia nos venció por 2 a 0 sin que nosotros atacáramos una sola vez en todo el partido, sin que cruzáramos siquiera la mitad de la cancha, una de las exhibiciones más tristes y miedosas de cualquier selección en toda la historia de los mundiales.
Eso sí: cuando terminó el partido, el presidente de Juventus fue al vestuario uruguayo para charlar con Paco (5).
Tiempo después, el corresponsal titular de Reuters participó de una entrevista colectiva con Tabárez y pudo preguntarle qué había pasado con aquella selección de cracks que había empezado prometiendo un gran mundial y lo había terminado dando pena. El técnico respondió que el penal errado contra España había demolido psicológicamente a sus jugadores. Muchos periodistas deportivos, en cambio, tenían otra opinión: la selección de Tabárez había fracasado porque no pegaba patadas, se habían olvidado de la garra charrúa. Había que volver a las raíces, y si te echaban a los 38 segundos mala suerte.
¿Y la presencia de Casal en el banco de suplentes? Se lo pregunté mil veces a Bengoechea cuando escribí su biografía. Eso no tuvo ninguna importancia, me respondió siempre. Pero a partir de allí todo fue barranca abajo.
A Estados Unidos ‘94 no clasificamos, en una eliminatoria signada por el divorcio entre el técnico Cubilla y los “repatriados”, los futbolistas más renombrados, los que jugaban en el extranjero y eran representados por un Casal cada vez más poderoso.
En la Eliminatoria para Francia ’98 tuvimos tres técnicos (Héctor Núñez, Ahuntchain y Roque Máspoli). La selección terminó séptima entre nueve y otra vez quedamos afuera. Atesoro en mi archivo dos joyas de este período. La primera es una foto de Francescoli, el técnico Ahuntchain y otros dos seleccionados posando en una publicidad de un cementerio privado. La otra es la primera plana de un diario donde el Pichón Núñez, sufrido DT oriental, dice cuánto está dispuesto a dar por la Celeste: “Si me tengo que agrandar el esfínter para que la Selección gane, lo hago” (6).
Lamentablemente, no fue suficiente.
Pichón Núñez dispuesto a todo por la selección uruguaya















Disputamos la clasificación de la Copa del Mundo 2002 con una selección tercerizada. Gran parte del sueldo del técnico argentino Daniel Passarella lo pagaba la empresa Tenfield. Los jugadores discutían los premios con Paco y no con el presidente de la AUF. Los viáticos los repartía un funcionario de Tenfield que terminó en prisión. Dos de los pocos periodistas deportivos que no trabajaban a sueldo de la empresa fueron obligados a bajarse del charter de la selección. La decadencia era generalizada. Paolo Montero, el capitán, dijo en una entrevista: “En el fútbol robar no es pecado”. Eso explica que se consiguiera llegar al repechaje gracias un empate arreglado con la selección argentina, que fue despedida con aplausos en el aeropuerto (7). En cambio, cuando la selección de Australia llegó para jugar ese partido definitorio fue recibida en Carrasco por una patota que los escupió y les pegó. Yo sentí una infinita vergüenza, pero Darío Silva, integrante de esa selección, felicitó a los mafiosos. “Estuvieron bárbaro”, dijo (8). Cuando la Celeste tercerizada le ganó 1 a 0 a los australianos y por fin clasificó, alguien puso en el tablero electrónico del Centenario: “Gracias Paco”. Del mundial no puedo decir nada. Los partidos eran de madrugada y preferí seguir durmiendo.
En la eliminatoria 2006 fue todo más o menos como la del 2002, solo que esta vez los australianos ya nos conocían y nos dejaron afuera de la Copa. Asumí la noticia como un zombi del fútbol, anestesiado ante tanto espanto acumulado. No se trata de perder, porque todos los hinchas del mundo toleramos bien la derrota. Era mucho más que eso: muchos años de macanas, mentiras, promesas incumplidas, derrumbes psicológicos, operaciones de prensa, campeones de pacotilla, mucho miedo a perder y una corrupción cada día más evidente y escandalosa. Ese cóctel me había dejado insensible. Quería ser hincha como antes, pero ya no podía.
Enfermo de escepticismo agudo –y preguntándome si no sería crónico- comencé a ver a nuestra selección en Sudáfrica 2010. Cuando terminó el partido contra Francia pensé: otra vez, más de lo mismo.
Pero los tres goles contra Sudáfrica y el triunfo contra México aflojaron algo de parálisis emocional celeste. Se había triunfado en dos partidos seguidos, jugado sin miedo, con buenos goles, sin pegar patadas y sin protestarle al juez. Era evidente, además, que los dos cracks de esta selección –Forlán y Suárez- estaban jugando a la altura de sus antecedentes y más todavía. ¡Cuántos años hubo que esperar para eso!
El 2 a 1 contra los coreanos fue especial. Esta vez la victoria también fue dramática y sufrida hasta el último segundo, pero no trucha como la de 1990. El segundo gol de Suárez, además, fue un verdadero golazo. Había que pellizcarse, pero estábamos dando espectáculo. Puse la banderita en el auto.
El partido contra Ghana fue el guión que Hollywood necesitaba para hacer una película épica sobre fútbol. Sufrí cuando los ghaneses dominaban el partido, aplaudí el golazo de Forlán, sentí bronca cuando el juez inventó el último tiro libre, admiración por el esfuerzo desesperado de Suárez por evitar el segundo gol africano y desazón porque íbamos a perder de esa manera, con un penal injusto en el último segundo.
Estaba mirando el partido con mi esposa y mi hija. Mi mujer no quiso ver y se fue, llorando. Mi hija tampoco se quedó. Mientras Asamoah Gyan se preparaba para rematar, ella se encerró en su cuarto.
Quedé solo frente al televisor. La historia había desaparecido. Ya no estaban allí los fantasmas de Borrás, Francescoli, Cubilla, Recoba, Paolo Montero, por suerte no quedaba nada de ellos. Tampoco Paco, por ventura alejado de esta selección (ahora sí: gracias Paco). Solo estaban el ghanés, el golero uruguayo y el mundo entero pendiente del desenlace. Me di cuenta que, en 40 años, nunca había visto una selección uruguaya tan conmovedora, tan consciente de sus limitaciones, pero a la vez tan sacrificada, honesta y valiente. Ninguna otra en ese lapso había honrado así a ese deporte maravilloso que es el fútbol. No merecían perder. Miré fijo la pantalla y cuando la pelota se reventó contra el travesaño, salté, corrí, grité: ¡¡Lo erró!!! ¡¡¡Lo erró!!!
Estaba curado. El hincha había vuelto. Por fin. Forlán, Suárez, Egidio, el Ruso Pérez y los demás, con Tabárez, me habían sacado de encima una carga de 40 años.
Gracias. Muchas gracias.
Lo que vino después, aún con derrotas, jugando grandes partidos contra los mejores equipos del mundo y haciendo golazos, que grité y volvería a gritar, solo hizo más notable la tarea cumplida.
Es mentira lo que han repetido mil veces -y aún repiten- muchos periodistas deportivos: que solo los ganadores dejan su huella en la historia. Ignorantes, no saben de Van Gogh, ni de Wilson ni de Kennedy Toole. No conocen la historia de Artigas. Ni siquiera a la Naranja Mecánica de Cruyff.
La vida nunca es blanco o negro, todo o nada.
Y esa lección, la más importante, también la enseñaron estos muchachos.


(1) El Mundialazo del 70, reportaje de la periodista Magdalena Herrera, en El País, 28 de mayo de 2006.
(2) Juan Masnik, el Chueco de Oro. El Diario, 30 de agosto de 1978, citado en el libro Reyes, príncipes y escuderos, tomo 2, de Franklin Morales (Ediciones de la Plaza, 2006).
(3) Ver: http://leonardohaberkorn.blogspot.com/2010/11/argentina-78-por-victor-hugo-morales.html
(4) Juvenal, Fútbol en el alma (1997), citado por Franklin Morales en Reyes, príncipes y escuderos.
(5) Lo contó el propio Casal en el programa Verano caliente, en radio Carve, entrevistado por Mario Bardanca en enero de 1992. Citado en el libro Yo, Paco, del propio Bardanca (Editorial Sudamericana, 2007).
(6) La República, 20 de marzo de 1995.
(7) Yo, Paco, de Mario Bardanca (Editorial Sudamericana, 2007). Sobre este libro, ver: http://leonardohaberkorn.blogspot.com/2007/10/el-sexo-segn-paco-casal-en-una.html
(8) El Observador, 26 de noviembre de 2001.


Historias uruguayas, Leonardo Haberkorn
Reportaje de Leonardo Haberkorn incluido en el libro Historias uruguayas.
Fue publicado en la edición de agosto de 2010 de la revista Bla.

8.5.10

Pelar hasta los tomates

En Uruguay se usan pesticidas prohibidos en otros países. Se tolera que los vegetales tengan cantidades de residuos de plaguicidas que son ilegales en Europa. Hay agricultores que usan los agrotóxicos a ojo. La información se le oculta al consumidor. La solución: lavar y pelar todo. Hasta los tomates.

Un durazno maduro, jugoso, dulce y aromático. Todos los sentidos invitan a morderlo con entusiasmo y sin cuidado. Pero sobre su suave piel –imposibles de detectar para nuestros sentidos- pueden existir residuos de uno, dos, tres, cinco o más pesticidas diferentes, en concentraciones a veces dañinas para la salud.
Salvo una producción agrícola orgánica marginal, la inmensa mayoría de las frutas y hortalizas que se consumen en Uruguay se cultivan con la ayuda de un extenso arsenal de agentes químicos que matan todo tipo de plagas.
Están los insecticidas, los hormiguicidas, los herbicidas (que matan los yuyos), los fungicidas (eliminan los hongos), los acaricidas (acaban con los ácaros) y los coadyuvantes (que potencian la acción de los anteriores). Todos ellos son usados por nuestros agricultores en forma creciente. Las estadísticas oficiales del Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca muestran que las importaciones de pesticidas crecen año a año. En 2003 fueron 7,6 millones de kilos. En 2009 casi el doble: 13,7 millones de kilos. Muchas veces se utilizan, por ejemplo, varios fungicidas en un mismo cultivo. En el laboratorio de Bromatología de la Intendencia –según relató uno de sus técnicos- se han encontrado frutas con restos de hasta nueve productos químicos diferentes. En Europa, con mejores equipos, han llegado a detectar hasta 29 pesticidas distintos en un mismo vegetal, que uno come sin sospecharlo siquiera.
Estos agroquímicos tienen un efecto positivo obvio: eliminan plagas que podrían reducir nuestras cosechas a cero y sumirnos en el hambre. Pero también poseen un lado muy peligroso: son sustancias sintéticas creadas para eliminar la vida en alguna de sus formas y todas, según su concentración y modo de aplicación, pueden ser muy peligrosas para la salud humana. “Está demostrado que los pesticidas quedan sobre los productos y que todos ellos afectan la salud. Todos son sustancias biocidas, así que de un modo u otro afectan al ser humano. Por eso se trata de que las concentraciones que nos llegan sean tan bajas que no nos afecten”, explicó el ingeniero agrónomo y profesor de fitopatología Pedro Mondino.
Con ese objetivo, en todo el mundo, en especial en Europa y Estados Unidos, se han sancionado leyes y normas tendientes a que estos productos sean usados de modo de no poner en peligro la salud de los consumidores.
En el mundo desarrollado, estos reglamentos van perfeccionándose conforme la ciencia conoce más sobre los efectos de los agroquímicos, y cada año se van haciendo más estrictos. La prensa, las ONGs y la opinión pública presionan para que estos reglamentos se respeten y se actualicen. En Estados Unidos, las intoxicaciones involuntarias con pesticidas organofosforados cayeron 70% entre 1994 y 2004.
¿Y en Uruguay?
Acorde con la cultura del secreto que reina en tantos ámbitos en Uruguay, los consumidores saben poco y nada sobre este tema. Nadie les informa. Van al puesto del barrio o al supermercado. Compran. Pagan. Comen. No hacen preguntas y, salvo honrosas excepciones, nadie les da la información necesaria como para empezar a preguntar.

Etiquetas sin información
Cuando un agricultor en Estados Unidos compra un pesticida, éste viene acompañado de una etiqueta que más bien es un librillo. Allí se indica la cantidad del químico que se necesita aplicar según la plaga, el cultivo y la época del año. También el modo de uso y un dato fundamental: el tiempo que hay que esperar entre la última aplicación y la cosecha, para que cuando una persona coma ese vegetal los restos del agroquímico ya hayan desaparecido. Este tiempo también varía según el vegetal.
“Es totalmente diferente el tiempo que demora en degradarse un producto sobre un pelón, que tiene una superficie lisa y sin pelos, que sobre un durazno o una acelga”, explicó el fitopatólogo Mondino. “La degradación del plaguicida depende del vegetal donde se aplique”.
La etiqueta-librillo que acompaña a cada pesticida en Estados Unidos advierte, además, que no respetar las indicaciones allí expuestas supone violar la ley federal.
En Uruguay, en cambio, los pesticidas vienen con etiquetas que ciertamente no son un librillo. La información es mucho más exigua. Los laboratorios solo registran ante el MGAP sus productos para usarlos en los cultivos principales y no para el resto. Entonces, sus etiquetas se limitan a relatar el modo de aplicación y los tiempos de espera para esos cultivos más frecuentes, pero para los demás no se dice nada. No se trata de un problema menor. La ausencia de información completa en las etiquetas lleva a que muchos productores de esos cultivos menores usen los pesticidas a ojo, sin saber exactamente cuánta cantidad aplicar, ni cuántos días deben esperar para la cosecha, con el evidente riesgo para el consumidor.
Mondino relató el caso de un fungicida llamado Iprodione: “Se lo pude utilizar en citrus, manzana, albahaca, cebolla y en infinidad de cultivos. Sería interesante que en la etiqueta de ese producto, donde está la información que recibe el usuario, estuvieran todos esos usos, pero no es así”.
Hace poco un productor lo consultó respecto a qué cantidades de pesticida usar en un cultivo de cebollas. Pero no pudo responderle, porque la información no estaba disponible en la etiqueta y no la pudo conseguir en otro lado. Las cebollas igual se cultivan. A ojo.
“Yo no soy un ecologista ni un agricultor orgánico, soy un docente de la Universidad, fitopatólogo, enseño a mis alumnos el control de las enfermedades de las plantas”, dijo Mondino. “Yo les enseño a usar pesticidas, pero debe ser un uso racional. Y muchas veces quiero enseñar cómo hacer ese uso racional y no encuentro la información mínima indispensable”.
Por eso no sorprende que existan productores que apliquen pesticidas en cultivos que no corresponden, que usen dosis equivocadas o no respeten los tiempos de cosecha.
Tiempo atrás, el supermercado Multiahorro comenzó a hacer analizar muestras de los vegetales que tenía a la venta, para corroborar que no tuvieran altos niveles de pesticidas. Aunque la mayor parte de las muestras no arrojaron problemas, el responsable de la compra de frutas y verduras del supermercado, Alejandro Grondona, relató que en cierta ocasión descubrieron una partida de lechugas que tenía niveles muy altos de un pesticida muy tóxico que en Uruguay solo estaba permitido para los cultivos de papas. “Dejamos de comprarle a ese productor. También nos pasó con alguna acelga”.
Grondona no recuerda el nombre del producto, pero seguramente se trataba de Metamidofos. Tres veces en los últimos años el laboratorio de Bromatología de la Intendencia de Montevideo debió analizar lechugas habían matado aves domésticas. En los tres casos se descubrió una elevada presencia de este pesticida. Imposible saber cuántas personas también comieron de esas lechugas.
Aunque el Metamidofos solo estaba autorizado para la papa, se lo usaba con impunidad en otros cultivos. “En base a que encontramos varios casos de muerte de aves domésticas –relató el técnico de Bromatología Eduardo Egaña- el MGAP sacó una resolución prohibiendo la importación y comercialización de Metamidofos, para todo uso”.
Un problema menos. Pero quedan otros.

Mediciones y porcentajes

Hasta el año 2000 en Uruguay no se hacía ningún control tendiente a determinar la cantidad de residuos de pesticidas presente en las frutas y verduras.
Ese año el Mercado Modelo y la Intendencia de Montevideo, a través de su laboratorio de Bromatología, comenzaron a analizar muestras de vegetales en busca de pesticidas.
No es una tarea sencilla. Por un lado los productos químicos que se aplican son cientos, todos distintos entre sí, lo que hace que se requieran muchos tipos de análisis diferentes. Por otra parte, los volúmenes que se rastrean son minúsculos. “Tenemos que detectar cantidades muy pequeñas, y así y todo pueden ser importantes para la salud humana”, explicó el director del laboratorio de Bromatología, el ingeniero químico Miguel Fernández.
Eduardo Egaña, uno de los encargados de realizar estos análisis, explicó que “buscamos una parte por billón o trillón de una sustancia”. Son nanogramos por kilo. La billonésima parte de un kilo.
Fernández se apresura a aclarar que nadie muere ni enferma por ingerir un nanogramo de pesticida. El problema es que si uno consume esas ínfimas cantidades todos los días con cada manzana, durazno, lechuga o tomate, entonces sí puede enfermar. “Estamos hablando de niveles tan bajos que no son directamente peligrosos en sí; estamos hablando de evitar un daño que se daría por el consumo crónico, por estar toda la vida consumiendo un producto que contiene una sustancia que aún en pequeñas cantidades puede favorecer el desarrollo de una enfermedad”.
Se ha comprobado que varios pesticidas son agentes que favorecen la aparición del cáncer, entre otros males.
El problema es que detectar residuos químicos tan pequeños con eficiencia requiere de una costosa maquinaria. “Para llegar a un nivel técnico que nos permita hacer un control aceptable –dijo el director Fernández- hay que invertir mucho: hay que comprar equipos sofisticados, tecnología muy actualizada. Hemos hecho un esfuerzo por incorporar nuevo personal capacitado y ahora estamos haciendo un esfuerzo por capacitarlos en estas técnicas específicas”.
El primer equipo para realizar esta tarea, un espectógrafo, se compró en 1999 y uno más moderno y de mayor sensibilidad se adquirió en 2009 a un costo de unos 140.000 dólares.
Las primeras muestras, según los resultados que hizo público el Mercado Modelo en 2004, demostraban que el 7% de los vegetales tenían residuos de pesticidas por sobre los límites máximos permitidos.
Hoy ese porcentaje ha caído, dijeron los responsables del laboratorio de Bromatología. Según los actuales análisis, según dijo Eduardo Egaña, las muestras que superan los límites tolerados representan entre el 1,5 y el 2% del total, aunque un 60% tiene algún residuo de plaguicida.
“Cuando arrancamos en el 2000 con los muestreos estábamos en un nivel un poco más alto que Argentina y Brasil. Eso fue mejorando, queremos creer a que en base a que se está monitoreando y capacitando a los productores. Ahora estamos en valores un poco inferiores a los de Brasil. A Europa la dejo de lado, porque aunque el porcentaje de muestras con valores superiores al límite es similar, ellos tienen equipamiento y capacidad analíticos muy superiores, entonces detectan muchos más plaguicidas y a niveles más bajos, y tienen reglamentaciones más exigentes, entonces no los podemos tomar como referencia".
Egaña agregó que “lo más importante de todo esto es que nos ha permitido enseñar a los productores el manejo de los pesticidas y lo que podía ser peligroso. Se han bajado los niveles porque se ha trabajado a conciencia”.

La distancia con Europa

Aunque el porcentaje de muestras por sobre los límites permitidos no parece ser excesivamente alto, la situación está lejos de ser ideal.
Por un lado, como señaló Egaña, Uruguay admite cantidades de residuos de pesticidas que no son toleradas en Europa. Es decir: muestras que en Uruguay están dentro de los límites admitidos, en Europa no son aptas para el consumo humano. Egaña, encargado de realizar los análisis en Bromatología, admite que si Uruguay adoptara los criterios europeos, el porcentaje de frutas y hortalizas con residuos de pesticidas por sobre los límites sería superior al actual 1,5-2%. “Si lleváramos nuestros niveles a los de Europa seguro que ese porcentaje aumentaría. No puedo hacer una estimación de en cuánto”.
Un análisis de 30 muestras de durazno analizadas entre 2004 y 2005 por el Mercado Modelo mostró que el 10% tenían residuos por sobre lo permitido en Uruguay. Pero si se tomaba el límite europeo el 73% superaba lo admitido. En las manzanas analizadas, el 6,6% tenía más residuos que el límite vigente en Uruguay, pero el 13% superaba lo admitido por la Unión Europea.
El fitopatólogo Pedro Mondino afirmó que “Uruguay para fijar el límite máximo de residuos usa el Códex alimetario, un código elaborado por la FAO y la OMS. Pero Europa exige una presencia de residuos muy por debajo de la del Códex. Y uno supone que esa decisión europea está basada en estudios científicos”.
Hay dos tipos de manzanas y peras producidas en Uruguay. Las que se consumen en el mercado interno, en las cuales se toleran más residuos de pesticidas, y las cultivadas para exportar a Europa, con menos restos de agroquímicos. Grisel Moizo, ingeniera agrónona de una empresa exportadora de peras y manzanas, relató que ellos bajan de internet y envían a sus productores las normas europeas respecto a qué pesticidas pueden usar, en qué dosis y con qué tiempo de espera para cosechar.
Moizo cree que, en cierta manera, las mayores exigencias europeas pueden ser una barrera no arancelaria al ingreso de productos de otros continentes. Sin embargo, no todos piensan así y ella misma admite que es un tema complejo.
Eduardo Egaña, del laboratorio de Bromatología de la IMM, señaló que “cuando Europa baja sus niveles de residuos de plaguicidas, siempre alguien dice que se trata de una barrera no arancelaria, que nos exigen cosas imposibles de cumplir, que intentan frenar nuestras exportaciones. Creo que puede haber algo de eso, pero pienso también que es muy importante que Europa cuide la salud de su gente y que nosotros, tratando de llegar a sus niveles, cuidemos también la salud de la población nacional. Los plaguicidas no son benéficos para la salud. Tampoco son un ogro, pero cuánto menos haya, yo voy a estar más tranquilo”.
La propia Moizo señaló –y la experiencia diaria así lo avala- que es perfectamente posible cultivar peras y manzanas con menos pesticidas y de acuerdo con los parámetros que exige la Unión Europea.

Rastreo imposible
Las cifras que arrojan los muestreos del laboratorio de Bromatología son cuestionadas también por basarse en una muestra considerada muy reducida según algunos especialistas. Esa dependencia analiza unas 30 muestras semanales de vegetales. Como a veces ocurren problemas técnicos, el promedio anual es de unas 1.000 muestras.
“Yo admiro a la gente de la Intendencia que está haciendo estos análisis. Todos sabemos que Bromatología tiene dos técnicos excelentes. Pero un país no puede basarse en dos profesionales y en un espectógrafo. Tiene que tener muchos más técnicos, tiene que tener muchos más equipos, tiene que tener la capacidad de procesar un gran número de muestras por día”, dijo el fitopatólogo Mondino. “Ellos dicen que hacen un muestreo representativo, pero no es así, es insignificante y no es representativo de nada”.
El director del laboratorio de Bromatología, Miguel Fernández, respondió: “las muestras siempre van a ser pocas, siempre es deseable poder abarcar mayor cantidad de frutas y hortalizas, pero se hace lo más que se puede, dentro de las posibilidades técnicas y de personal que tenemos”. Desde su punto de vista, la tarea que realiza su laboratorio es muy útil: “Cualquier control por pequeño que sea es muy efectivo para frenar los abusos, porque los productores saben que se está controlando y que el muestreo es al azar, entonces todos se tienen que cuidar. La diferencia entre no hacer nada y hacer poco, es abismal en los resultados”.
Egaña, por su parte, coincidió: “Luxemburgo y Bélgica hacen unas 700 muestras anuales. Nosotros, cuando los equipos responden bien y no hay problemas, llegamos a unas 1.000. O sea que estamos en el nivel de algunos países pequeños europeos. Sin compararnos con Alemania, por ejemplo, que tiene decenas de laboratorios dedicados exclusivamente a esto y hace 70.000 muestras anuales”.
Justamente el problema de Uruguay es que el laboratorio de Bromatología de la Intendencia de Montevideo es el único que analiza las frutas y verduras en busca de restos de pesticidas. Y, además, debe realizar esta tarea junto con una enorme lista de obligaciones.
“Si tuviéramos 50 personas solo para los plaguicidas podríamos hacer más muestras, pero aquí se hacen muchos otros análisis. Controlamos todos los tipos de contaminantes y de aditivos”, dijo Egaña.
Su compañera de trabajo, la química Inés Villa, agregó: “Procesamos 8.000 muestras anuales, y a cada una se le hacen entre cuatro y cinco determinaciones. Hacemos unos cien tipos de determinaciones distintas. Menos carne y vino, analizamos todos los demás alimentos”.
El actual sistema de monitoreo tiene, además, la debilidad de no abarcar a todo el país. Las muestras de frutas y hortalizas examinadas en Bromatología son proporcionadas en un 50% por el Mercado Modelo, mientras la otra mitad es tomada de los supermercados y comercios de la capital por funcionarios municipales. Este sistema deja fuera de todo control a los departamentos más alejados de Montevideo, que se abastecen de vegetales sin pasar por el Mercado Modelo.
Otro problema radica en el procedimiento que se sigue una vez que se detecta una fruta o verdura con más pesticidas que lo autorizado. “Lo que hacemos –explicó Inés Villa- es informarle al director de Seguridad Alimentaria. En caso de tener las posibilidades, a los vegetales representados por esa muestra se los saca de circulación, y luego se habla con el productor y con el ingeniero agrónomo a cargo de ese campo para mejorar las prácticas agrícolas”.
El problema radica en que los análisis tardan 48 horas en tener su resultado y muchas veces los vegetales con plaguicidas por sobre el límite legal ya se vendieron y fueron comidos por algunos de nosotros. “A veces no llegamos a tiempo”, admitió Villa.
Además, Villa y Egaña explicaron que en materia de frutas y verduras Uruguay no ha desarrollado un sistema de trazabilidad como el que tiene para la carne. En ocasiones los técnicos de Bromatología detectan una muestra irregular, pero luego en el Mercado Modelo no saben identificar cuál fue el productor que cultivó esos vegetales. Cuando eso ocurre, es imposible retirar del mercado el resto de la partida, y tampoco se puede realizar la tarea educativa que se proponen los técnicos. “Es un viejo anhelo del Mercado Modelo y de nosotros mejorar en este punto”, dijo Egaña.

Prohibidos fuera de Uruguay
Y la lista de problemas sigue. Uno de los más graves -que Mondino, Egaña y Villa coinciden en denunciar- es que las leyes uruguayas permiten utilizar pesticidas ya prohibidos en distintos lugares del mundo por su comprobada peligrosidad.
La Red de Acción de Plaguicidas y sus alternativas para América Latina (Rapal) denunció que en 2008 se aplicaron en el país unas 6.000 toneladas anuales de agrotóxicos cancerígenos: “En Uruguay está permitido el uso de los herbicidas Glifosato y Atrazina, y de los funguicidas Mancozeb, Kresoxim y Epoxiconazol. Todos estos agrotóxicos son comprobadamente cancerígenos”.
Además, señala Rapal, en Uruguay se permiten varios otros pesticidas sospechosos de provocar cáncer, ya prohibidos en otras partes del mundo por existir pruebas primarias en ese sentido. Entre estos se encuentran los funguicidas Tebuconazol y Carbendazim, el herbicida 2,4 D y el insecticida Cipermetrina.
El fitopatólgo Mondino tiene una copia del decreto por el cual el gobierno de Italia prohibió en 2005 el uso de Carbendazim y obligó a retirar todas las existencias del mercado: “Yo me pregunto: ¿por qué en Uruguay se sigue comercializando este producto? ¿Por qué el MSP no pide a Italia los fundamentos de su decisión?”
Los técnicos del laboratorio de Bromatología de la Intendencia comparten estas críticas. “Estamos de acuerdo en que no debería ser así”, dijo la química Inés Villa. “El organismo humano sabe metabolizar determinadas cosas: grasas, proteínas, azúcares, pero cuando se encuentra son sustancias exógenas extrañas no sabe qué hacer con ellas. Y ahí vienen los problemas. Si un niño de tres años comienza a comer manzanas permanentemente, ¿a los 40 años cómo va a estar? Ese es el tema. No en vano somos unos de los países con más alta incidencia de cáncer. Por algo es. Hay muchos factores. Los residuos de pesticidas pueden ser uno de ellos. En lo que podamos incidir, es bueno hacerlo”.
Eduardo Egaña planteó el caso del insecticida Endosulfán, llamado “el asesino silencioso” por los graves riesgos que conlleva para la salud y el medio ambiente: es una sustancia muy tóxica, capaz de envenenar a quienes trabajan con ella, que permanece en el ambiente durante años y se acumula en la cadena alimenticia. Se sabe que afecta el desarrollo sexual y la capacidad de reproducción en los hombres, y que puede provocar hipotiroidismo, entre otros males. Este insecticida está prohibido en 55 países del mundo, incluyendo los de la Unión Europea y Nueva Zelanda. “Mucha gente ha pedido que lo elimine porque es muy persistente en el medio ambiente, pero en Uruguay se lo sigue usando. Ingresa al país para ser usado en las grandes plantaciones de soja, pero una vez que ya está aquí, se lo usa para otras cosas”, dijo Egaña. “Se lo usa para todo, hasta en los morrones”, agregó Villa.
Luego está el caso del fungicida Mancozeb, usado en abundancia en Uruguay. En Estados Unidos se exige que pasen 77 días entre la última vez que se lo aplica y la cosecha de manzanas, por ejemplo. Ese largo período es necesario porque cuando el Mancozeb comienza a degradarse se forma una sustancia aún más tóxica y peligrosa: la ETU o etilentiourea, un poderoso cancerígeno. Pero desoyendo esta evidencia científica, en Uruguay se exigen apenas 12 días de espera entre la última aplicación y la cosecha.
“Cuando acá comemos la manzana o el tomate tratados con Mancozeb tenemos más concentración de lo más riesgoso para la salud”, afirmó Egaña. “Hay que dejar pasar más días”.
Lo curioso es que la misma autoridad que fija el exiguo plazo de 12 días de tiempo de espera para las manzanas con Mancozeb, o sea el Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca, recomienda a aquellos productores de manzanas que se dedican a la exportación que tengan un plazo de espera de más de 50 días.
Es el apartheid de las manzanas.
Y el Mancozeb se usa también en tomates, lechugas, duraznos y en muchos otros cultivos.
Para peor no existe en Uruguay la figura de “producto restringido”. En otros países algunos agroquímicos peligrosos integran una lista de uso limitado y solo pueden aplicarlos personas capacitadas y acreditadas. Aquí cualquiera puede aplicar cualquier cosa. Y las etiquetas, volvemos al principio, muchas veces no indican las dosis y los tiempos de espera de muchos cultivos.
La legislación uruguaya tampoco contempla qué ocurre cuando se usan muchos plaguicidas, aunque cada uno de ellos por debajo del máximo autorizado. “Eso también sería importante en algún momento considerarlo, en Europa se lo está estudiando”, dijo Villa. “Es decir, ¿qué hacer cuando un vegetal tiene más de un plaguicida, aunque cada uno por debajo del límite? ¿Cuál es el efecto combinado?”. En el laboratorio de Bromatología han encontrado frutas con restos de hasta nueve pesticidas distintos.
No por casualidad, todos los especialistas consultados para este artículo –Fernández, Egaña, Villa y Mondino- toman serios cuidados con todos los vegetales que ellos mismos comen. Villa lava con un cepillo las manzanas. No las pela para aprovechar las vitaminas de la cáscara, pero las lava al máximo. Fernández, Egaña y Mondino no se arriesgan: las lavan y siempre las pelan. En cuanto a los tomates, hay unanimidad. Los cuatro especialistas lavan y luego pelan religiosamente cada tomate antes de comerlo, algo que la inmensa mayoría de la población no hace porque desconoce todo respecto a este tema. Las lechugas y acelgas no las lavan solo sumergiéndolas en un recipiente con agua, sino también haciéndoles correr mucha agua bajo la canilla, para arrastrar así los residuos de pesticidas. “Y si se las pude fregar, mejor”, dijo Mondino.
Un documento oficial del Mercado Modelo, disponible en su propia página web, recomienda pelar todo, incluso los morrones.
“Hay que pelar todo”, dijo Egaña. “Los residuos de pesticidas caen un 90 por ciento cuando se pela”.

Fragmento de un informe de Leonardo Haberkorn, publicado en la última edición de la revista Placer.
el.informante.blog@gmail.com

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