La noticia se publicó el viernes 10 en La República. “Pareja con más de 50 años de casada decidió matarse. Su hijo tupamaro fue acribillado por las fuerzas conjuntas en 1972”.
Fue la noticia más leída ese día en la edición digital del diario. Pero pronto será olvidada. En un país cuyos principales líderes políticos no pueden asumir su propio pasado, el suicidio del matrimonio Rovira Grieco es una incomodidad que conviene barrer rápido bajo la alfombra.
Carlos Rovira tenía 78 años. Filomena Grieco 81.
Oí hablar por primera vez de ellos cuando entrevistaba a ex integrantes del MLN para escribir mi libro Historias tupamaras. Luis Nieto y Kimal Amir me refirieron su triste peripecia con pesar.
Cito la parte del libro que cuenta esta historia, solo una de tantas. Recurro a lo ya escrito; me cuesta encontrar nuevas palabras.
Nieto conoce también la historia de los Rovira-Grieco, un matrimonio que perdió a su único hijo aquel desgraciado 14 de abril de 1972. Horacio Rovira integraba la Columna 15. Tenía solo 18 años cuando fue asesinado por la Policía.El matrimonio Rovira-Grieco ha dejado testimonio de lo que vivió en un libro muy particular. En realidad son tres libros en uno.
La primera vez que lo editaron se llamó simplemente 14 de abril de 1972. Es el relato de Filomena Grieco, la mamá de Horacio, de todo el horror que les tocó vivir a ella y a su esposo Carlos a partir de aquel terrible día. Estuvieron más de un mes presos, maltratados, humillados, primero les ocultaron que habían matado a Horacio, luego se los comunicaron con crueldad. Ni siquiera los dejaron despedirse de su hijo muerto, ni verse entre ellos para abrazarse y llorar juntos.
Ellos no sabían que Horacio era tupamaro. Estaban al tanto de que su hijo era un estudiante militante y comprometido con las luchas sociales, pero no tenían idea de que había ingresado al MLN. Horacio les mentía. Les decía que iba a nadar al Neptuno y volvía mojado a casa, pero no iba a la pileta. Traía a su casa a muchachos que presentaba como sus compañeros de estudio, pero luego –cuando la Policía les mostró las fotos- descubrieron que esos dos jóvenes tan simpáticos y atentos que decían llamarse Rodolfo Martínez y Marcos Gambardela eran Alberto Jorge Candán Grajales y Armando Blanco Katrás, dos de los principales cuadros militares de la Columna 15.
El libro comienza con un verso de Daniel Viglietti: “se precisan niños para amanecer” y está dedicado a Horacio y a los otros tres tupamaros que murieron acribillados aquel 14 de abril de 1972 en su casa de la calle Pérez Gomar.
Todo ese primer volumen es un canto de dolor por la muerte de su único hijo y de odio a sus asesinos.
En un pasaje del libro, Filomena Grieco repasa las leyendas que ve pintadas en los muros de Montevideo: “Adelante tupamaros”, “Las Fuerzas Conjuntas con los ricos, los tupas con el pueblo”, “Habrá patria para todos o para nadie”. Y escribe: “Esta literatura en las paredes está escrita por muchachos heroicos que lo arriesgan todo, porque saben que la guerra no ha terminado”.
El libro termina con los padres de Horacio proclamando que abrazan los principios de su hijo. “Las cosas que él quería, los ideales que él defendía los heredamos nosotros. Es una herencia al revés”.
La obra ganó un premio de Casa de las Américas, en Cuba. Los padres de Horacio cumplieron su promesa. Terminaron exiliados en la isla, primero; luego en Argentina.
Lo que siguió en sus vidas está relatado en dos nuevos libros, o dos nuevos capítulos que agregaron a su libro original. El primero, escrito en 1992, se llama Veinte años después. El segundo, de 2002, se titula Treinta años después. No ganaron premios.
En ambos, los padres le escriben con ternura y sinceridad a su hijo muerto, le cuentan las vivencias de los años que no pudieron compartir. El matrimonio Rovira-Grieco vio demasiadas cosas que no puede callar. El entusiasmo de llegar a Cuba, pero la tristeza de ir descubriendo con los meses que aquello era una vulgar dictadura. Enterarse que en 1972 la cúpula presa de los tupamaros había negociado una salida política con los mismos militares que habían asesinado a su hijo. Le preguntan a Horacio quién decidió esa negociación y en nombre de quién. “Somos los anónimos, los comunes, los usados. Las pilas de cadáveres sobre las que se encaraman los vencedores de todas las batallas, que tendrán estatuas de bronce y figurarán en los libros de historia; son la única y cruda realidad. Y tú, yo, él, nosotros los anónimos, ¿cuándo fuimos consultados?”
Con la reapertura democrática, en 1985, volvieron a Uruguay. Lo que encontraron los volvió a desilusionar: los mismos políticos, las mismas consignas, los mismos vicios. Le cuentan a Horacio: “en el gremialismo, con escasas variaciones, los mismos dirigentes vitalicios diciendo las mismas cosas. ¡Horacio, se hacían paros invocando reconquistar el salario de 1968! ¿Y por qué en el 68 hacíamos huelgas, si estábamos tan bien que ahora se aspiraba a aquel salario? ¿Cuándo nos engañaron, antes o ahora?”.
Nunca nadie respondió a las preguntas de los Rovira Grieco.
Los que escribieron el guión de aquella historia nunca jamás han dicho: yo me siento responsable.
No se hablará más de los Rovira Grieco.
Silencio cómplice, mientras el barro se hace bronce.
el.informante.blog@gmail.com
12.7.09
Todas las muertes de los Rovira Grieco
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2.7.09
El último Hitler uruguayo
Por Leonardo Haberkorn
Hitler vive en Uruguay. Sí. En esta república oriental de Sudamérica viven Hitler Aguirre y Hitler Da Silva. Viven Hitler Pereira y Hitler Edén Gayoso. Vive hasta un Hitler De los Santos. Y aunque en la guía telefónica del país sólo aparecen seis ciudadanos llamados así, es difícil saber cuántos otros no tienen teléfono o cuántos prefieren figurar con otros nombres para evitar que los califiquen o que se burlen de ellos. Llamarse como se apellidó el mayor genocida del siglo XX, o sea Hitler, ¿no es acaso una razón para vivir avergonzado?
“Nadie sabe que me llamo así”, confiesa en el teléfono Luis Ytler Diotti, que guarda su segundo nombre como un secreto familiar, tal como le aconsejó su padre cuando todavía era un niño. Todos lo conocen como Luis y punto.
Con Hitler Pereira pasa algo parecido: quienes lo conocen lo llaman Waldemar, que es su segundo nombre. Su hijo, que atiende el teléfono, se niega a comunicarme con su padre: no hay nada que comentar.
Juan Hitler Porley rechaza tomarse una fotografía: “Yo de esto no quiero hacer propaganda”, dice, desconfiado.
A Hitler De los Santos lo entrevisté en 1996 y entonces ya había empezado los trámites para cambiarse el nombre. Tal parece que lo logró, porque ahora es imposible ubicarlo en la guía telefónica.
Pero hay quienes llevan el nombre Hitler sin pudor y hasta con orgullo. Hitler Aguirre, por ejemplo, nunca quiso cambiarse el nombre. Llamarse así le parece de lo más normal, pues no encuentra en su nombre motivos para avergonzarse. Hablar con él es algo inquietante: este comerciante, dueño de un almacén de Tacuarembó, una pequeña ciudad en el norte del país, dice ser un hombre de izquierda, que incluso fue perseguido por sus ideas, pero al mismo tiempo insiste en que Hitler es un nombre como cualquier otro. Tan normal le parece, que a su hijo primogénito también le puso Hitler.
Todos los Hitlers uruguayos (al menos los de la guía de teléfonos) son ancianos. Todos nacieron poco antes o durante la Segunda Guerra Mundial, cuando el dictador alemán Adolf Hitler dividía al mundo entre sus simpatizantes, sus detractores y sus víctimas. Todos los Hitlers uruguayos pertenecen a esa época, menos uno. Hitler Aguirre junior, el hijo mayor de Hitler Aguirre, tiene 38 años y es la única excepción. ¿Vivirá a gusto con su nombre?
TRADICIÓN
Hitler vive en Uruguay. Sí. En esta república oriental de Sudamérica viven Hitler Aguirre y Hitler Da Silva. Viven Hitler Pereira y Hitler Edén Gayoso. Vive hasta un Hitler De los Santos. Y aunque en la guía telefónica del país sólo aparecen seis ciudadanos llamados así, es difícil saber cuántos otros no tienen teléfono o cuántos prefieren figurar con otros nombres para evitar que los califiquen o que se burlen de ellos. Llamarse como se apellidó el mayor genocida del siglo XX, o sea Hitler, ¿no es acaso una razón para vivir avergonzado?
“Nadie sabe que me llamo así”, confiesa en el teléfono Luis Ytler Diotti, que guarda su segundo nombre como un secreto familiar, tal como le aconsejó su padre cuando todavía era un niño. Todos lo conocen como Luis y punto.
Con Hitler Pereira pasa algo parecido: quienes lo conocen lo llaman Waldemar, que es su segundo nombre. Su hijo, que atiende el teléfono, se niega a comunicarme con su padre: no hay nada que comentar.
Juan Hitler Porley rechaza tomarse una fotografía: “Yo de esto no quiero hacer propaganda”, dice, desconfiado.
A Hitler De los Santos lo entrevisté en 1996 y entonces ya había empezado los trámites para cambiarse el nombre. Tal parece que lo logró, porque ahora es imposible ubicarlo en la guía telefónica.
Pero hay quienes llevan el nombre Hitler sin pudor y hasta con orgullo. Hitler Aguirre, por ejemplo, nunca quiso cambiarse el nombre. Llamarse así le parece de lo más normal, pues no encuentra en su nombre motivos para avergonzarse. Hablar con él es algo inquietante: este comerciante, dueño de un almacén de Tacuarembó, una pequeña ciudad en el norte del país, dice ser un hombre de izquierda, que incluso fue perseguido por sus ideas, pero al mismo tiempo insiste en que Hitler es un nombre como cualquier otro. Tan normal le parece, que a su hijo primogénito también le puso Hitler.
Todos los Hitlers uruguayos (al menos los de la guía de teléfonos) son ancianos. Todos nacieron poco antes o durante la Segunda Guerra Mundial, cuando el dictador alemán Adolf Hitler dividía al mundo entre sus simpatizantes, sus detractores y sus víctimas. Todos los Hitlers uruguayos pertenecen a esa época, menos uno. Hitler Aguirre junior, el hijo mayor de Hitler Aguirre, tiene 38 años y es la única excepción. ¿Vivirá a gusto con su nombre?
TRADICIÓN
Es conocido que en Uruguay ponerle nombres raros a los hijos es una tradición centenaria que todavía continúa. Hoy el jefe de la guardia del Parlamento es el comisario Waldisney Dutra. Y un político de apellido Pittaluga se llama Lucas Delirio. Casos parecidos ocurren en otros países. En Venezuela hay un debate para prohibir nombres como Batman, Superman y Usnavy. En España, el pueblo de Huerta del Rey se jacta de ser La Meca de los nombres raros porque 300 de sus 900 habitantes han sido bautizados con nombres tales como Floripes y Sinclética. Pero en cuanto a la extrañeza del nomenclátor ciudadano Uruguay va a la cabeza.
El principal historiador de la vida privada en este país, José Pedro Barrán, dice que los nombres extravagantes comenzaron a multiplicarse a principios del siglo XX, cuando el presidente anticlerical José Batlle y Ordóñez impulsó un temprano laicismo y la gente descubrió que no estaba obligada a bautizar a sus hijos usando los nombres de los santos y mártires cristianos.
Por esa época, el médico Roberto Bouton recorría el país ejerciendo su profesión y conocía a paisanos de nombres tan alejados del santoral como Subterránea Gadea, Tránsito Caballero, Felino Valiente, Clandestina Da Cunha, Dulce Nombre Rosales y Lazo de Amor Pintos. También trató a un señor llamado Maternidad Latorre y a otro bautizado Ciérrense las Velaciones. Entonces la ley permitía que los padres eligieran para sus hijos el nombre que se les antojara, no importa lo espantoso que éste fuera. El Registro Civil certifica la existencia de Pepa Colorada Casas, Roy Rogers Pereira, Caerte Freire y Selamira Godoy, entre muchos otros. Mientras que en la Corte Electoral figuran como ciudadanos uruguayos Feo Lindo Méndez, No Me Olvides Rodríguez, Democrática Palmera Silvera, Filete Suárez, Teléfono Gómez y Oxígeno Maidana. Ponerle el nombre a un hijo, por aquellos años, parecía una demencial competencia de ingenio. Una lapidación anticipada. ¿Qué otra cosa pude decirse de los padres que decidieron llamar Tomás a un niño de apellido Leche?
Pero la razón también ha tenido sus héroes. Hay funcionarios que bien podrían ser condecorados por haberse negado a registrar nombres denigrantes. A mediados del siglo XX, el juez Oscar Teófilo Vidal, que ejercía su oficio en el remoto pueblo de Cebollatí, en el este del país, cerca de la frontera con Brasil, anotó en un cuaderno todos los nombres que logró evitar durante su carrera. La lista, que fue publicada en 2004 en un diario local, incluía a Coito García, Prematuro Fernández, Completo Silva, Asteroide Muñiz, Lanza Perfume Rodríguez, Socorro Inmediato Gómez y Sherlok Holmes García.
Por supuesto, una cosa es querer llamar Sherlock Holmes a tu hijo y otra muy distinta es condenarlo a llamarse Hitler.
NOTICIAS DE LA GUERRA
Los historiadores de Uruguay creen que hay claves racionales para explicar la abundancia de Hitlers en este país. La mayor parte de la población desciende de inmigrantes; en general de españoles e italianos, pero también de alemanes, franceses, suizos, británicos, eslavos, judíos, sirios, libaneses y armenios. Estas colonias prestaban mucha atención a lo que ocurría en sus tierras de origen. “Uruguay siempre vivió con pasión lo que pasaba fuera de sus fronteras, porque somos un país de inmigrantes. La nacionalidad uruguaya está fundada en un ideal cosmopolita y abierto”, dice el historiador José Pedro Barrán, con cierta molestia, como remarcando lo obvio.
A principios del siglo XX Uruguay era un país orgulloso de estar abierto al mundo, dice José Rilla, otro historiador. Las escuelas públicas llevaban nombres como “Inglaterra” y “Francia”. Los feriados reflejaban fechas extranjeras, como el 4 de julio, el día de la Independencia de Estados Unidos. No existía resquemor hacia lo extranjero y la prensa dedicaba sus primeras planas a las noticias internacionales. En los años 30, por ejemplo, la invasión de Italia a Etiopía fue seguida con pasión en el Uruguay. Este interés comenzó a notarse en los nombres que los inmigrantes italianos y otros uruguayos les ponían a sus hijos. Más de medio siglo después, en la guía telefónica aún sobreviven once ciudadanos que se llaman Addis Abebba, como la capital etíope, y dos Haile Selassie, como el príncipe que se enfrentó a las tropas de Benito Mussolini.
A Addis Abeba Morales, que nació en 1936, le encanta su nombre. Pero sus conocidos prefieren llamarla Pocha. “Mi nombre fue idea de mi madrina —dice con orgullo—. Ella estaba con mi madre en las tiendas London Paris, en el centro de Montevideo, y había un aviso luminoso que pasaba las principales novedades de la guerra. Mi madre estaba embarazada y, mientras leían las noticias, se decidieron: ‘Si es nena, le ponemos Addis Abeba y si es varón, Haile Selassie’.”
En el extremo opuesto de ese campo de batalla imaginario, otros padres bautizaban a sus hijos con el apellido del dictador italiano. Hoy Manuel Mussolini García es un bancario jubilado de setenta años, que a veces se entretiene desentrañando los misterios de su nombre. “Mussolini era un héroe. Después, en 1942, cuando se alió con el bandido de Hitler, se transformó en un hombre indigno, pero yo ya tenía su nombre”, dice resignado. Luego cuenta que su hija se ha casado con un muchacho de apellido Moscovitz. “Mire lo que son las paradojas de la vida: yo, Mussolini, ahora tengo un nieto judío”.
UN NOMBRE FAMOSO
Al igual que la guerra de Etiopía, la turbulenta política de Europa de los años 30 y 40 producía noticias que en Uruguay se seguían con la misma fruición con que hoy se siguen las telenovelas. Y a continuación, por un mecanismo de imitación en cadena, nacía una ola de Hitlers en este país apacible de Sudamérica.
“Yo nací en 1934 y entonces mi madre ya había tenido once hijos. Se le habían acabado los nombres. No sabía cómo ponerme y justo leyó Hitler en el diario y le gustó ese nombre”, dijo Hitler Edén Gayoso la tarde en que conversé con él a través del teléfono. “Ella no conocía de política, vivía en la mitad del campo, ¿qué iba a saber quién era Hitler?”.
Algo parecido le ocurrió a Luis Ytler Diotti, que también nació en 1934, y es hijo de un inmigrante italiano. Su padre quiso ponerle el nombre de Hitler, pero el niño fue inscripto Ytler por motivos que ahora éste desconoce. “Yo nací cuando Hitler fue nombrado jefe del gobierno de Alemania. Ese nombre llamó la atención de mi padre. En ese momento le pareció que ponerle Hitler a su hijo era algo bueno. Pero después él mismo se dio cuenta de que no había sido una gran idea”.
Juan Hitler Porley, que de joven fue futbolista, nació en 1943, cuando el tétrico perfil del führer ya estaba más claro para el mundo. Sin embargo, él asegura que su padre no era nazi. “Nunca le pregunté por qué me puso este segundo nombre –dice a través del teléfono–. Yo pienso que creyó que Hitler era un nombre famoso cualquiera, como ponerle Palito a un niño, por Palito Ortega».
Las historias de Hitler Edén Gayoso, Luis Ytler Diotti y Juan Hitler Porley tienen algo en común: los tres cuentan que sus padres eligieron sus nombres por novelería o ignorancia. Los tres parecen sentir cierta incomodidad cuando se les toca el tema.
Los casos de Hitler Aguirre y Hitler Da Silva son distintos. Sus padres sí creyeron en Hitler y en su ideología.
Ambos son protagonistas del documental Dos Hitleres, de la cineasta uruguaya Ana Tipa.
Tipa, que vivía en Alemania, observó allí lo chocante que es para los pueblos involucrados en la Segunda Guerra Mundial el nombre de Hitler. Pensar que una persona se llame Hitler, como ocurre en Uruguay, les parece un horror imposible. Entonces hizo la película.
Hitler Da Silva nació en Artigas, una ciudad de una única avenida en la frontera norte con Brasil. Su padre era un oficial de la policía que desbordaba de admiración por el líder nazi. “Le gustaban sus ideas, su forma de ser, las cosas que hacía”, cuenta en una noche de lluvia, vestido con jeans, en el modesto departamento de su hija, en Montevideo. “Mi padre escuchaba las noticias, guardaba recortes y todo lo que podía conseguir sobre Hitler. Si alguien lo criticaba, él lo defendía a los gritos. Cuando yo nací, en 1939, me puso Hitler como había prometido, a pesar de la oposición de mi madre”. Luego –dice– quiso ponerle Mussolini a su segundo hijo, pero su esposa, que era analfabeta, se negó con firmeza. Ella prefería los nombres corrientes.
No muy lejos de allí, en el departamento de Tacuarembó, y durante la misma época, los hermanos Aguirre discutían sobre política internacional, tal como era habitual en aquellos años. ¿Quién era “mejor” –se preguntaban–, Hitler o Mussolini?
“Los viejos brutos se ponían a discutir quién mataba a más gente, ¡qué barbaridad! Al final mi tío le puso Mussolini a su hijo y mi padre me puso Hitler a mí”, cuenta Hitler Aguirre, que ahora es un comerciante en la ciudad de Tacuarembó. Él es el inquietante Hitler de izquierda que nunca se quiso cambiar el nombre.
–Si su padre le puso a usted Hitler por bruto, ¿por qué usted también le puso Hitler a su hijo?
—Por tradición. ¡Qué bruto!
EL RECHAZO
Ahora se sabe que las ideas y actos de Hitler causaron la muerte de decenas de millones de personas. Cuando los crímenes cometidos por el ejército nazi empezaban a conocerse en todo el mundo, llamarse como él pasó a ser un estigma. El padre de Luis Ytler Diotti, por ejemplo, se arrepintió pronto del nombre que había elegido para su hijo. “Le pesaban las barbaridades que había hecho ese hombre. Mi nombre había tomado un concepto que no tenía nada que ver con lo que él había pensado cuando me llamó así. Se asesoró sobre los trámites que había que seguir para cambiarme el nombre, pero vio que no era sencillo. Yo era un niño grande cuando me dijo: ‘Nunca más uses este nombre, ni firmes con él’. Desde ese día, no lo menciono nunca”.
A Hitler Da Silva sus compañeros de escuela lo molestaban todo el tiempo. Lo perseguían y se mofaban de él: ¡Alemán! ¡Asesino! Eso le decían.
Un día Hitlercito volvió muy enojado a casa y, con rabia, increpó a su padre por el nombre que le había puesto. El padre lo miró, le acarició la cabeza y le dijo que algún día se sentiría muy orgulloso de llamarse así.
Pero ese día nunca llegó. Hitler Da Silva fue policía como su padre y hasta llegó a enfrentarse a balazos con los guerrilleros tupamaros en los años 70. En su ciudad natal de Artigas todavía muchos lo saludan: Heil, Hitler. Pero él, un hombre alto, de abundante pelo blanco y rasgos que podrían pasar por “arios”, no se siente orgulloso de eso. “Ese hombre tenía ideas descabelladas: el despreciar a la gente por su piel o su raza, lo que le hizo a los judíos, el Holocausto. Eso no está en mi criterio”, dice sin consuelo.
A Da Silva el nombre de Hitler no le trajo suerte. La dureza con que lo ha tratado la vida se le nota en la mirada. No hizo carrera en la Policía y hoy, ya jubilado, vive con casi nada. Ni siquiera tiene teléfono en su casa. Dice que más de una vez ha sentido el rechazo que provoca el nombre Hitler y que por eso jamás pensó en llamar así a sus hijos. Una vez visitó Buenos Aires: cada vez que mostraba su documento de identidad para ingresar a un hotel le decían que no quedaban más habitaciones.
Hitler Aguirre, en cambio, insiste en que nunca tuvo ningún problema con su nombre, nunca sintió ningún tipo de rechazo. El juez que lo inscribió no se opuso. Tampoco el sacerdote que lo bautizó. El único que intentó convencerlo de que se cambiara el nombre fue el director del hospital de Tacuarembó, que fue su profesor en el liceo. Entonces Aguirre tenía unos trece años, y averiguó que el trámite para cambiarse de nombre era muy costoso. Su familia era muy pobre. “Entonces nunca me quise cambiar el nombre”, dice, reafirmando su decisión de entonces. “El doctor Barragués me contaba las cosas que había hecho Hitler, pero la verdad que a mí no me importaba. Y cuando nació mi primer hijo le puse Hitler, como marca la tradición. Yo opino que eso no es nada de malo”.
Durante tres largas conversaciones telefónicas, le pregunté a Hitler Aguirre por los horrores del nazismo de todas las maneras posibles. Pero el nombre de Hitler no le provoca nada.
“Francamente no me importa lo que haya hecho Hitler. Yo me dedico a mi vida. Lo que pasó, bueno. Yo no tuve nada que ver. Cada persona hace su propia historia y no importa el nombre que tenga”.
¿Ha visto alguna de las películas que narran el horror del Holocausto? Hitler Aguirre dice que jamás va al cine y que nunca mira la televisión. No tiene video, ni DVD. No usa computadora. Nunca sale de la pequeña Tacuarembó. Sólo un par de veces en su vida ha ido a Montevideo, para ver al médico. “Yo me encerré a trabajar de bolichero a los 17 años, día y noche, sábado y domingo de corrido”, cuenta.
Trabajando así, logró tener uno de los bares más grandes de su ciudad. Hitler Aguirre había empezado a votar por el Frente Amplio, un partido de izquierda, como protesta contra el voto obligatorio en Uruguay. Cuando en 1973 una dictadura militar tomó el poder, él quedó en la mira como todas las personas de izquierda. Estuvo cincuenta días preso acusado de usura. También le enviaron una inspección impositiva tras otra, hasta que le pusieron una multa tan grande que se vio obligado a cerrar el bar, venderlo e irse a vivir al campo. La jefa de ese equipo de contadores que lo inspeccionó era judía. Cuando Hitler Aguirre va recordando aquellos días, lo invade la furia y el odio que sintió en aquel momento. “Yo digo, si Hitler hubiera matado siete millones de judíos —dice—, esa contadora no hubiera existido. Y no me hubiera jodido».
SIMPLEMENTE H
Hitler Aguirre no consultó a su esposa para elegir el nombre que habría de llevar su primogénito: Hitler. Como su abuelo y su padre habían hecho en su momento, Aguirre decidió solo. El que manda es el dueño de casa, explica. A otro de sus hijos lo quiso llamar Líber Seregni, en honor del primer líder del Frente Amplio, un militar que estuvo preso más de una década durante la dictadura de la derecha. Ahora recuerda que una enfermera lo convenció de que mejor lo llamara sólo Líber.
A Hitler Aguirre junior todos lo llaman Negro. Al igual que su padre, el Negro Hitler nunca le reprochó a su progenitor el nombre que éste le puso, ni se siente incómodo llamándose así, ni ha tenido ningún inconveniente por ese motivo. Una oculista que él frecuenta en Montevideo le dice que lo va a llamar simplemente H. Él piensa que sólo se trata de una broma de esa doctora. “Nunca tuve un problema con el nombre –dice—. A la gente le llama la atención la novedad. Pero a mí no me afecta en nada. En aquel tiempo Hitler debía ser famoso”.
A Hitler Aguirre junior nunca le gustó estudiar. Terminó la escuela, cursó un año de clases en un instituto politécnico y luego abandonó las clases para irse a trabajar al campo. Hoy cría vacas y ovejas.
A diferencia de su padre, Hitler Aguirre junior sí vio algunas películas sobre el líder nazi. “¡Unas matanzas bárbaras!”, dice. ¿Lo conmueve enterarse de los crímenes de su homónimo más famoso? “Sí me conmueve lo que hizo —reconoce sin cambiar el tono de voz— pero el nombre no, el nombre no me perjudica para nada. Quizás en Montevideo la gente lo vea distinto, pero acá en Tacuarembó el mío es un nombre como cualquier otro”.
¿No es paradójico que a una persona llamada Hitler le digan Negro? Él se ríe. Dice que en su tierra nadie anda calibrando ese tipo de sutilezas.
El caso de los Hitler uruguayos (y de los Haile Selassie y los Mussolini) debe ser entendido en su contexto histórico, explica el historiador Rilla. “En aquellos años había una confianza en la política, en los grandes líderes, en el progreso —explica en el instituto universitario donde da clases—. Hoy los líderes políticos han perdido esa dimensión profética. Nadie le pone a su hijo Tony Blair. Los políticos hoy no recaudan adhesiones mayores”. Si lo que afirma Rilla es cierto, en poco tiempo los Hitler se extinguirán en Uruguay y no serán sucedidos por otros niños llamados George Bush, Vladimir Putin, Hugo Chávez u Osama Bin Laden. El país ha cambiado: ya no es tan cosmopolita como antes, ya no recibe inmigrantes, los diarios venden diez veces menos que hace medio siglo y la política internacional dejó de encender las ilusiones colectivas. Ya casi nadie cree en un líder que vendrá a salvar el mundo. Hoy los padres se inspiran en los personajes de la televisión a la hora de bautizar a sus hijos. En el Registro Civil los funcionarios recuerdan que en los años noventa hubo una ola de niños llamados Maicol, en honor al protagonista de la serie de televisión estadounidense El auto fantástico. Luego hubo miles de niñas llamadas Abigail, como la heroína de una telenovela venezolana.
En el medio del campo, Hitler Aguirre junior, el Negro, también tiene televisor. Y a pesar de las películas que ha visto sobre los nazis y sus matanzas, su sueño era tener un hijo varón para llamarlo Hitler, como se llama él y como se llamó su padre. “No lo decidí porque fuera fanático, ni nada. Es la tradición y hay que seguirla”, explica. Pero como los tiempos sí han cambiado en algunas cosas, él lo consultó con su esposa. Ella aceptó y sólo pidió que el niño tuviera un segundo nombre. Lo iban a llamar Hitler Ariel y habría sido el único Hitler del mundo con nombre judío. Pero no fue. Dos veces su esposa quedó embarazada, y las dos veces alumbró una niña: Carmen Yanette, que hoy tiene 16 años, y María del Carmen, de 12. El Negro se ríe al contar estos hechos. Quería un varón pero ya se resignó, le salieron dos niñas, a las cuales adora. Ahora ya no quiere tener más hijos. “La fábrica está cerrada”, dice.
Con él la dinastía parece haber llegado a su fin.
El principal historiador de la vida privada en este país, José Pedro Barrán, dice que los nombres extravagantes comenzaron a multiplicarse a principios del siglo XX, cuando el presidente anticlerical José Batlle y Ordóñez impulsó un temprano laicismo y la gente descubrió que no estaba obligada a bautizar a sus hijos usando los nombres de los santos y mártires cristianos.
Por esa época, el médico Roberto Bouton recorría el país ejerciendo su profesión y conocía a paisanos de nombres tan alejados del santoral como Subterránea Gadea, Tránsito Caballero, Felino Valiente, Clandestina Da Cunha, Dulce Nombre Rosales y Lazo de Amor Pintos. También trató a un señor llamado Maternidad Latorre y a otro bautizado Ciérrense las Velaciones. Entonces la ley permitía que los padres eligieran para sus hijos el nombre que se les antojara, no importa lo espantoso que éste fuera. El Registro Civil certifica la existencia de Pepa Colorada Casas, Roy Rogers Pereira, Caerte Freire y Selamira Godoy, entre muchos otros. Mientras que en la Corte Electoral figuran como ciudadanos uruguayos Feo Lindo Méndez, No Me Olvides Rodríguez, Democrática Palmera Silvera, Filete Suárez, Teléfono Gómez y Oxígeno Maidana. Ponerle el nombre a un hijo, por aquellos años, parecía una demencial competencia de ingenio. Una lapidación anticipada. ¿Qué otra cosa pude decirse de los padres que decidieron llamar Tomás a un niño de apellido Leche?
Pero la razón también ha tenido sus héroes. Hay funcionarios que bien podrían ser condecorados por haberse negado a registrar nombres denigrantes. A mediados del siglo XX, el juez Oscar Teófilo Vidal, que ejercía su oficio en el remoto pueblo de Cebollatí, en el este del país, cerca de la frontera con Brasil, anotó en un cuaderno todos los nombres que logró evitar durante su carrera. La lista, que fue publicada en 2004 en un diario local, incluía a Coito García, Prematuro Fernández, Completo Silva, Asteroide Muñiz, Lanza Perfume Rodríguez, Socorro Inmediato Gómez y Sherlok Holmes García.
Por supuesto, una cosa es querer llamar Sherlock Holmes a tu hijo y otra muy distinta es condenarlo a llamarse Hitler.
NOTICIAS DE LA GUERRA
Los historiadores de Uruguay creen que hay claves racionales para explicar la abundancia de Hitlers en este país. La mayor parte de la población desciende de inmigrantes; en general de españoles e italianos, pero también de alemanes, franceses, suizos, británicos, eslavos, judíos, sirios, libaneses y armenios. Estas colonias prestaban mucha atención a lo que ocurría en sus tierras de origen. “Uruguay siempre vivió con pasión lo que pasaba fuera de sus fronteras, porque somos un país de inmigrantes. La nacionalidad uruguaya está fundada en un ideal cosmopolita y abierto”, dice el historiador José Pedro Barrán, con cierta molestia, como remarcando lo obvio.
A principios del siglo XX Uruguay era un país orgulloso de estar abierto al mundo, dice José Rilla, otro historiador. Las escuelas públicas llevaban nombres como “Inglaterra” y “Francia”. Los feriados reflejaban fechas extranjeras, como el 4 de julio, el día de la Independencia de Estados Unidos. No existía resquemor hacia lo extranjero y la prensa dedicaba sus primeras planas a las noticias internacionales. En los años 30, por ejemplo, la invasión de Italia a Etiopía fue seguida con pasión en el Uruguay. Este interés comenzó a notarse en los nombres que los inmigrantes italianos y otros uruguayos les ponían a sus hijos. Más de medio siglo después, en la guía telefónica aún sobreviven once ciudadanos que se llaman Addis Abebba, como la capital etíope, y dos Haile Selassie, como el príncipe que se enfrentó a las tropas de Benito Mussolini.
A Addis Abeba Morales, que nació en 1936, le encanta su nombre. Pero sus conocidos prefieren llamarla Pocha. “Mi nombre fue idea de mi madrina —dice con orgullo—. Ella estaba con mi madre en las tiendas London Paris, en el centro de Montevideo, y había un aviso luminoso que pasaba las principales novedades de la guerra. Mi madre estaba embarazada y, mientras leían las noticias, se decidieron: ‘Si es nena, le ponemos Addis Abeba y si es varón, Haile Selassie’.”
En el extremo opuesto de ese campo de batalla imaginario, otros padres bautizaban a sus hijos con el apellido del dictador italiano. Hoy Manuel Mussolini García es un bancario jubilado de setenta años, que a veces se entretiene desentrañando los misterios de su nombre. “Mussolini era un héroe. Después, en 1942, cuando se alió con el bandido de Hitler, se transformó en un hombre indigno, pero yo ya tenía su nombre”, dice resignado. Luego cuenta que su hija se ha casado con un muchacho de apellido Moscovitz. “Mire lo que son las paradojas de la vida: yo, Mussolini, ahora tengo un nieto judío”.
UN NOMBRE FAMOSO
Al igual que la guerra de Etiopía, la turbulenta política de Europa de los años 30 y 40 producía noticias que en Uruguay se seguían con la misma fruición con que hoy se siguen las telenovelas. Y a continuación, por un mecanismo de imitación en cadena, nacía una ola de Hitlers en este país apacible de Sudamérica.
“Yo nací en 1934 y entonces mi madre ya había tenido once hijos. Se le habían acabado los nombres. No sabía cómo ponerme y justo leyó Hitler en el diario y le gustó ese nombre”, dijo Hitler Edén Gayoso la tarde en que conversé con él a través del teléfono. “Ella no conocía de política, vivía en la mitad del campo, ¿qué iba a saber quién era Hitler?”.
Algo parecido le ocurrió a Luis Ytler Diotti, que también nació en 1934, y es hijo de un inmigrante italiano. Su padre quiso ponerle el nombre de Hitler, pero el niño fue inscripto Ytler por motivos que ahora éste desconoce. “Yo nací cuando Hitler fue nombrado jefe del gobierno de Alemania. Ese nombre llamó la atención de mi padre. En ese momento le pareció que ponerle Hitler a su hijo era algo bueno. Pero después él mismo se dio cuenta de que no había sido una gran idea”.
Juan Hitler Porley, que de joven fue futbolista, nació en 1943, cuando el tétrico perfil del führer ya estaba más claro para el mundo. Sin embargo, él asegura que su padre no era nazi. “Nunca le pregunté por qué me puso este segundo nombre –dice a través del teléfono–. Yo pienso que creyó que Hitler era un nombre famoso cualquiera, como ponerle Palito a un niño, por Palito Ortega».
Las historias de Hitler Edén Gayoso, Luis Ytler Diotti y Juan Hitler Porley tienen algo en común: los tres cuentan que sus padres eligieron sus nombres por novelería o ignorancia. Los tres parecen sentir cierta incomodidad cuando se les toca el tema.
Los casos de Hitler Aguirre y Hitler Da Silva son distintos. Sus padres sí creyeron en Hitler y en su ideología.
Ambos son protagonistas del documental Dos Hitleres, de la cineasta uruguaya Ana Tipa.
Tipa, que vivía en Alemania, observó allí lo chocante que es para los pueblos involucrados en la Segunda Guerra Mundial el nombre de Hitler. Pensar que una persona se llame Hitler, como ocurre en Uruguay, les parece un horror imposible. Entonces hizo la película.
Hitler Da Silva nació en Artigas, una ciudad de una única avenida en la frontera norte con Brasil. Su padre era un oficial de la policía que desbordaba de admiración por el líder nazi. “Le gustaban sus ideas, su forma de ser, las cosas que hacía”, cuenta en una noche de lluvia, vestido con jeans, en el modesto departamento de su hija, en Montevideo. “Mi padre escuchaba las noticias, guardaba recortes y todo lo que podía conseguir sobre Hitler. Si alguien lo criticaba, él lo defendía a los gritos. Cuando yo nací, en 1939, me puso Hitler como había prometido, a pesar de la oposición de mi madre”. Luego –dice– quiso ponerle Mussolini a su segundo hijo, pero su esposa, que era analfabeta, se negó con firmeza. Ella prefería los nombres corrientes.
No muy lejos de allí, en el departamento de Tacuarembó, y durante la misma época, los hermanos Aguirre discutían sobre política internacional, tal como era habitual en aquellos años. ¿Quién era “mejor” –se preguntaban–, Hitler o Mussolini?
“Los viejos brutos se ponían a discutir quién mataba a más gente, ¡qué barbaridad! Al final mi tío le puso Mussolini a su hijo y mi padre me puso Hitler a mí”, cuenta Hitler Aguirre, que ahora es un comerciante en la ciudad de Tacuarembó. Él es el inquietante Hitler de izquierda que nunca se quiso cambiar el nombre.
–Si su padre le puso a usted Hitler por bruto, ¿por qué usted también le puso Hitler a su hijo?
—Por tradición. ¡Qué bruto!
EL RECHAZO
Ahora se sabe que las ideas y actos de Hitler causaron la muerte de decenas de millones de personas. Cuando los crímenes cometidos por el ejército nazi empezaban a conocerse en todo el mundo, llamarse como él pasó a ser un estigma. El padre de Luis Ytler Diotti, por ejemplo, se arrepintió pronto del nombre que había elegido para su hijo. “Le pesaban las barbaridades que había hecho ese hombre. Mi nombre había tomado un concepto que no tenía nada que ver con lo que él había pensado cuando me llamó así. Se asesoró sobre los trámites que había que seguir para cambiarme el nombre, pero vio que no era sencillo. Yo era un niño grande cuando me dijo: ‘Nunca más uses este nombre, ni firmes con él’. Desde ese día, no lo menciono nunca”.
A Hitler Da Silva sus compañeros de escuela lo molestaban todo el tiempo. Lo perseguían y se mofaban de él: ¡Alemán! ¡Asesino! Eso le decían.
Un día Hitlercito volvió muy enojado a casa y, con rabia, increpó a su padre por el nombre que le había puesto. El padre lo miró, le acarició la cabeza y le dijo que algún día se sentiría muy orgulloso de llamarse así.
Pero ese día nunca llegó. Hitler Da Silva fue policía como su padre y hasta llegó a enfrentarse a balazos con los guerrilleros tupamaros en los años 70. En su ciudad natal de Artigas todavía muchos lo saludan: Heil, Hitler. Pero él, un hombre alto, de abundante pelo blanco y rasgos que podrían pasar por “arios”, no se siente orgulloso de eso. “Ese hombre tenía ideas descabelladas: el despreciar a la gente por su piel o su raza, lo que le hizo a los judíos, el Holocausto. Eso no está en mi criterio”, dice sin consuelo.
A Da Silva el nombre de Hitler no le trajo suerte. La dureza con que lo ha tratado la vida se le nota en la mirada. No hizo carrera en la Policía y hoy, ya jubilado, vive con casi nada. Ni siquiera tiene teléfono en su casa. Dice que más de una vez ha sentido el rechazo que provoca el nombre Hitler y que por eso jamás pensó en llamar así a sus hijos. Una vez visitó Buenos Aires: cada vez que mostraba su documento de identidad para ingresar a un hotel le decían que no quedaban más habitaciones.
Hitler Aguirre, en cambio, insiste en que nunca tuvo ningún problema con su nombre, nunca sintió ningún tipo de rechazo. El juez que lo inscribió no se opuso. Tampoco el sacerdote que lo bautizó. El único que intentó convencerlo de que se cambiara el nombre fue el director del hospital de Tacuarembó, que fue su profesor en el liceo. Entonces Aguirre tenía unos trece años, y averiguó que el trámite para cambiarse de nombre era muy costoso. Su familia era muy pobre. “Entonces nunca me quise cambiar el nombre”, dice, reafirmando su decisión de entonces. “El doctor Barragués me contaba las cosas que había hecho Hitler, pero la verdad que a mí no me importaba. Y cuando nació mi primer hijo le puse Hitler, como marca la tradición. Yo opino que eso no es nada de malo”.
Durante tres largas conversaciones telefónicas, le pregunté a Hitler Aguirre por los horrores del nazismo de todas las maneras posibles. Pero el nombre de Hitler no le provoca nada.
“Francamente no me importa lo que haya hecho Hitler. Yo me dedico a mi vida. Lo que pasó, bueno. Yo no tuve nada que ver. Cada persona hace su propia historia y no importa el nombre que tenga”.
¿Ha visto alguna de las películas que narran el horror del Holocausto? Hitler Aguirre dice que jamás va al cine y que nunca mira la televisión. No tiene video, ni DVD. No usa computadora. Nunca sale de la pequeña Tacuarembó. Sólo un par de veces en su vida ha ido a Montevideo, para ver al médico. “Yo me encerré a trabajar de bolichero a los 17 años, día y noche, sábado y domingo de corrido”, cuenta.
Trabajando así, logró tener uno de los bares más grandes de su ciudad. Hitler Aguirre había empezado a votar por el Frente Amplio, un partido de izquierda, como protesta contra el voto obligatorio en Uruguay. Cuando en 1973 una dictadura militar tomó el poder, él quedó en la mira como todas las personas de izquierda. Estuvo cincuenta días preso acusado de usura. También le enviaron una inspección impositiva tras otra, hasta que le pusieron una multa tan grande que se vio obligado a cerrar el bar, venderlo e irse a vivir al campo. La jefa de ese equipo de contadores que lo inspeccionó era judía. Cuando Hitler Aguirre va recordando aquellos días, lo invade la furia y el odio que sintió en aquel momento. “Yo digo, si Hitler hubiera matado siete millones de judíos —dice—, esa contadora no hubiera existido. Y no me hubiera jodido».
SIMPLEMENTE H
Hitler Aguirre no consultó a su esposa para elegir el nombre que habría de llevar su primogénito: Hitler. Como su abuelo y su padre habían hecho en su momento, Aguirre decidió solo. El que manda es el dueño de casa, explica. A otro de sus hijos lo quiso llamar Líber Seregni, en honor del primer líder del Frente Amplio, un militar que estuvo preso más de una década durante la dictadura de la derecha. Ahora recuerda que una enfermera lo convenció de que mejor lo llamara sólo Líber.
A Hitler Aguirre junior todos lo llaman Negro. Al igual que su padre, el Negro Hitler nunca le reprochó a su progenitor el nombre que éste le puso, ni se siente incómodo llamándose así, ni ha tenido ningún inconveniente por ese motivo. Una oculista que él frecuenta en Montevideo le dice que lo va a llamar simplemente H. Él piensa que sólo se trata de una broma de esa doctora. “Nunca tuve un problema con el nombre –dice—. A la gente le llama la atención la novedad. Pero a mí no me afecta en nada. En aquel tiempo Hitler debía ser famoso”.
A Hitler Aguirre junior nunca le gustó estudiar. Terminó la escuela, cursó un año de clases en un instituto politécnico y luego abandonó las clases para irse a trabajar al campo. Hoy cría vacas y ovejas.
A diferencia de su padre, Hitler Aguirre junior sí vio algunas películas sobre el líder nazi. “¡Unas matanzas bárbaras!”, dice. ¿Lo conmueve enterarse de los crímenes de su homónimo más famoso? “Sí me conmueve lo que hizo —reconoce sin cambiar el tono de voz— pero el nombre no, el nombre no me perjudica para nada. Quizás en Montevideo la gente lo vea distinto, pero acá en Tacuarembó el mío es un nombre como cualquier otro”.
¿No es paradójico que a una persona llamada Hitler le digan Negro? Él se ríe. Dice que en su tierra nadie anda calibrando ese tipo de sutilezas.
El caso de los Hitler uruguayos (y de los Haile Selassie y los Mussolini) debe ser entendido en su contexto histórico, explica el historiador Rilla. “En aquellos años había una confianza en la política, en los grandes líderes, en el progreso —explica en el instituto universitario donde da clases—. Hoy los líderes políticos han perdido esa dimensión profética. Nadie le pone a su hijo Tony Blair. Los políticos hoy no recaudan adhesiones mayores”. Si lo que afirma Rilla es cierto, en poco tiempo los Hitler se extinguirán en Uruguay y no serán sucedidos por otros niños llamados George Bush, Vladimir Putin, Hugo Chávez u Osama Bin Laden. El país ha cambiado: ya no es tan cosmopolita como antes, ya no recibe inmigrantes, los diarios venden diez veces menos que hace medio siglo y la política internacional dejó de encender las ilusiones colectivas. Ya casi nadie cree en un líder que vendrá a salvar el mundo. Hoy los padres se inspiran en los personajes de la televisión a la hora de bautizar a sus hijos. En el Registro Civil los funcionarios recuerdan que en los años noventa hubo una ola de niños llamados Maicol, en honor al protagonista de la serie de televisión estadounidense El auto fantástico. Luego hubo miles de niñas llamadas Abigail, como la heroína de una telenovela venezolana.
En el medio del campo, Hitler Aguirre junior, el Negro, también tiene televisor. Y a pesar de las películas que ha visto sobre los nazis y sus matanzas, su sueño era tener un hijo varón para llamarlo Hitler, como se llama él y como se llamó su padre. “No lo decidí porque fuera fanático, ni nada. Es la tradición y hay que seguirla”, explica. Pero como los tiempos sí han cambiado en algunas cosas, él lo consultó con su esposa. Ella aceptó y sólo pidió que el niño tuviera un segundo nombre. Lo iban a llamar Hitler Ariel y habría sido el único Hitler del mundo con nombre judío. Pero no fue. Dos veces su esposa quedó embarazada, y las dos veces alumbró una niña: Carmen Yanette, que hoy tiene 16 años, y María del Carmen, de 12. El Negro se ríe al contar estos hechos. Quería un varón pero ya se resignó, le salieron dos niñas, a las cuales adora. Ahora ya no quiere tener más hijos. “La fábrica está cerrada”, dice.
Con él la dinastía parece haber llegado a su fin.
Artículo de Leonardo Haberkorn.
Publicado en la revista peruana Etiqueta Negra en diciembre de 2007 y mayo de 2008 (edición aniversario de "Grandes Éxitos"), en la revista C del diario Crítica de Buenos Aires el 3 de agosto de 2008, y en el diario uruguayo Plan B el 11 de enero de 2008.
Integra el libro Un mundo sin Gloria (Editorial Fin de Siglo, Montevideo, 2023).
Fue incluido también Antología de crónica latinoamericana actual (editada por Darío Jaramillo Agudelo, Alfaguara, Madrid, 2012); Crónica número 1 (Universidad Nacional Autónoma de México, UNAM, Ciudad de México, 2016) y, traducida al polaco, en Dziobak literatury. reportaże latynoamerykańskie (Dowody na Istnienie, Varsovia, 2019).
27.6.09
El regreso de la publicidad oficial
Hay dos cosas irritantes en la campaña publicitaria de Ancap que tiene como eslogan: “se mueve Uruguay, se mueve Ancap”.
La idea que se transmite es que el avance del Uruguay y el de la empresa Ancap van juntos, que uno implica el otro y viceversa. Que el bien de esta empresa pública conlleva necesariamente el bien nacional.
Ancap fue fundada en 1931. Desde entonces a la fecha, la compañía ha llevado, en general, una línea de fuerte crecimiento, sumando industrias, actividades, funcionarios y privilegios para esos funcionarios.
Todo eso ocurrió a pesar de que Ancap nunca logró cumplir con algunos de sus más importantes objetivos: no encontró petróleo en Uruguay ni pudo producir un combustible alternativo basado en el alcohol que le diera independencia energética al país. Pero semejantes fracasos no impidieron que la empresa creciera para su propio beneficio y el de sus integrantes. Avanzó Ancap. ¿Avanzó el Uruguay?
Cuando fue fundada Ancap, Uruguay era un país privilegiado en el mundo. En 1930 Uruguay recibió 14.600 inmigrantes, personas que se radicaban aquí porque acá existía la promesa de un horizonte mejor. La población crecía: en 1922 Uruguay tenía 1.560.000 habitantes; en 1930 ya eran 1.900.000. Hoy, luego de todos los avances de Ancap, el Uruguay no recibe prácticamente a nadie. Al contrario, miles se van porque acá no tienen un futuro. Hace décadas que la población es siempre la misma.
En 1930 la balanza comercial uruguaya tenía un fuerte superávit. Uruguay era un país digno de ser elegido para organizar la primera Copa del Mundo. El estadio Centenario se levantó en apenas seis meses. La obra fue realizada por uruguayos y para dirigir un proyecto tan ambicioso y urgente se recurrió simplemente al director de Paseos Públicos de la intendencia de Montevideo, el arquitecto Juan Scasso.
Hoy el Uruguay no puede levantar ni siquiera un edificio cualquiera en seis meses. Acabamos de inaugurar el Palacio de Justicia, ahora Torre Ejecutiva, una obra que demoró 46 años. Y hasta una simple reforma, como la del hotel Carrasco, nos paraliza durante lustros.
Así avanzó Uruguay mientras Ancap importaba petróleo y edificaba su propia gloria.
Con todo, lo más irritante no es la falsedad del eslogan. Eso puede llegar a comprenderse.
Lo que no se tolera es la manifiesta inutilidad de tanta publicidad, ahora sepultada (¿por un rato?) por el aluvión electoral. ¿Para qué necesita una empresa pública y monopólica realizar una campaña tan intensa y, en consecuencia, tan costosa? El siempre escaso dinero del Estado uruguayo, ¿es necesario gastarlo así?
Una de las pocas cosas rescatables del anterior gobierno fue la decisión del presidente Jorge Batlle de abatir los gastos de publicidad oficial. Esa política, supuestamente, fue mantenida por el actual gobierno. El ministro de Industria, Daniel Martínez, por ejemplo, dijo en un seminario organizado por el grupo Medios y Sociedad, que la publicidad oficial debe asignarse en función de las necesidades de los organismos públicos y no en base a intereses políticos partidarios.
La actual campaña de Ancap, sin embargo, parece ser todo lo contrario. Es imposible no acordarse de algunos ex directores de empresas públicas que quisieron lanzar su carrera política desde sus despachos y en ancas de la publicidad oficial. Ninguno llegó. Ninguno tiene influencia en la vida política del Uruguay. Ni siquiera para eso sirvió el derroche.
Ancap va a seguir avanzando, así haga bien o mal las cosas. Los monopolios estatales son así.
Uruguay, en cambio, con suerte algún día dejará de retroceder. Ayudaría dejar de repetir eslóganes baratos. Y que el dinero público dejara de tirarse a la marchanta.
Artículo de Leonardo Haberkorn
Blog El informante
el.informante.blog@gmail
La idea que se transmite es que el avance del Uruguay y el de la empresa Ancap van juntos, que uno implica el otro y viceversa. Que el bien de esta empresa pública conlleva necesariamente el bien nacional.
Ancap fue fundada en 1931. Desde entonces a la fecha, la compañía ha llevado, en general, una línea de fuerte crecimiento, sumando industrias, actividades, funcionarios y privilegios para esos funcionarios.
Todo eso ocurrió a pesar de que Ancap nunca logró cumplir con algunos de sus más importantes objetivos: no encontró petróleo en Uruguay ni pudo producir un combustible alternativo basado en el alcohol que le diera independencia energética al país. Pero semejantes fracasos no impidieron que la empresa creciera para su propio beneficio y el de sus integrantes. Avanzó Ancap. ¿Avanzó el Uruguay?
Cuando fue fundada Ancap, Uruguay era un país privilegiado en el mundo. En 1930 Uruguay recibió 14.600 inmigrantes, personas que se radicaban aquí porque acá existía la promesa de un horizonte mejor. La población crecía: en 1922 Uruguay tenía 1.560.000 habitantes; en 1930 ya eran 1.900.000. Hoy, luego de todos los avances de Ancap, el Uruguay no recibe prácticamente a nadie. Al contrario, miles se van porque acá no tienen un futuro. Hace décadas que la población es siempre la misma.
En 1930 la balanza comercial uruguaya tenía un fuerte superávit. Uruguay era un país digno de ser elegido para organizar la primera Copa del Mundo. El estadio Centenario se levantó en apenas seis meses. La obra fue realizada por uruguayos y para dirigir un proyecto tan ambicioso y urgente se recurrió simplemente al director de Paseos Públicos de la intendencia de Montevideo, el arquitecto Juan Scasso.
Hoy el Uruguay no puede levantar ni siquiera un edificio cualquiera en seis meses. Acabamos de inaugurar el Palacio de Justicia, ahora Torre Ejecutiva, una obra que demoró 46 años. Y hasta una simple reforma, como la del hotel Carrasco, nos paraliza durante lustros.
Así avanzó Uruguay mientras Ancap importaba petróleo y edificaba su propia gloria.
Con todo, lo más irritante no es la falsedad del eslogan. Eso puede llegar a comprenderse.
Lo que no se tolera es la manifiesta inutilidad de tanta publicidad, ahora sepultada (¿por un rato?) por el aluvión electoral. ¿Para qué necesita una empresa pública y monopólica realizar una campaña tan intensa y, en consecuencia, tan costosa? El siempre escaso dinero del Estado uruguayo, ¿es necesario gastarlo así?
Una de las pocas cosas rescatables del anterior gobierno fue la decisión del presidente Jorge Batlle de abatir los gastos de publicidad oficial. Esa política, supuestamente, fue mantenida por el actual gobierno. El ministro de Industria, Daniel Martínez, por ejemplo, dijo en un seminario organizado por el grupo Medios y Sociedad, que la publicidad oficial debe asignarse en función de las necesidades de los organismos públicos y no en base a intereses políticos partidarios.
La actual campaña de Ancap, sin embargo, parece ser todo lo contrario. Es imposible no acordarse de algunos ex directores de empresas públicas que quisieron lanzar su carrera política desde sus despachos y en ancas de la publicidad oficial. Ninguno llegó. Ninguno tiene influencia en la vida política del Uruguay. Ni siquiera para eso sirvió el derroche.
Ancap va a seguir avanzando, así haga bien o mal las cosas. Los monopolios estatales son así.
Uruguay, en cambio, con suerte algún día dejará de retroceder. Ayudaría dejar de repetir eslóganes baratos. Y que el dinero público dejara de tirarse a la marchanta.
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