Muchas veces se denuncia que los derechos humanos se violan en Cuba. ¿Entonces por qué nadie dice nada de la violaciones a los derechos humanos en China, donde la oposición también está prohibida, donde también hay presos políticos, donde tampoco existen las libertades civiles?
Muchas veces se crítica a Estados Unidos por aplicar la pena de muerte. ¿Entonces por qué nadie condena a China por matar a miles de personas al año, más que ningún otro país del mundo?
Muchos criticaron al presidente de Venezuela, Hugo Chávez, porque cerró un canal privado de televisión. ¿Entonces por qué nadie habla de la censura de China, mucho más grave que la de Venezuela?
Muchos critican a Israel por negar un estado independiente palestino. ¿Entonces por qué nadie repudia la ocupación china del Tíbet?
De China sólo se habla bien. China es el país que más crece del mundo, China es un ejemplo de lucha contra la pobreza, China es el futuro, China es el modelo que Uruguay debe seguir para insertarse en el mundo.
El doble discurso es evidente. China, una dictadura implacable, ha logrado silenciar al mundo entero: a unos gracias a su fachada izquierdista, a otros por el poder de su dinero. El recién editado libro China, el imperio de las mentiras, del ensayista francés Guy Sorman, muestra hasta qué punto el mundo es cómplice de un régimen despreciable.
Sorman dedicó todo 2005, el año del Gallo, a recorrer China y entrevistarse con funcionarios y activistas chinos: intelectuales, religiosos, periodistas, universitarios. El resultado es un retrato muy distinto a la China oficial, el país del milagro económico.
Yahoo es cómplice
Sorman da cuenta de muchas cosas que se conocen, pero nadie recuerda. En China las organizaciones sociales, religiosas, culturales, están prohibidas. Eso incluye a los grupos ecologistas, los que luchan contra el sida y las asambleas de copropietarios de edificios de Pekín y Shangai. Quienes promueven estas organizaciones son encarcelados. El único partido político autorizado es el Partido Comunista.
Las religiones son toleradas siempre y cuando no se organicen por sí mismas y estén controladas por el Partido. Hay instructivos respecto a qué se debe creer. Los miembros del culto Falungong son encarcelados sin cargos ni juicios.
La pena de muerte se aplica sin que se sepa a cuánta gente: se estima que entre 3.500 y 15.000 personas son ajusticiadas al año, muchas veces sin haber tenido acceso a un abogado. Muchos tibetanos y uigures, dos pueblos sojuzgados por los chinos, son acusados de complotar contra la unidad del país, crimen que se paga con la pena de muerte.
Gracias a la tan manida “apertura” del régimen, los chinos tienen derecho a criticar al gobierno, a expresarse, siempre que lo hagan a título individual, que no se organicen, que sus opiniones no circulen. La dictadura no se ha hecho más blanda, sino más inteligente, explica Feng Lanrui, una ex dirigente comunista hoy devenida solitaria disidente.
Hay dos prensas en China: una para los cuadros del Partido Comunista, otra para el pueblo. Sorman entrevistó a un redactor de la prensa que leen los dirigentes del gobierno: ellos acceden a información de lo que ocurre en el país y en el mundo. En cambio, el público sólo lee lo que el gobierno autoriza. “Las redacciones de los diarios de China reciben cada diez días una nota precisa que indica los temas para tratar, cómo tratarlos y aquellos que está prohibido siquiera evocar”. Los periodistas deben respetarla para no ser despedidos.
Shi Tao, un periodista de Hunan, fue condenado a diez años de cárcel por haber divulgado “secretos de Estado”: envió por correo electrónico una de las directivas del Departamento de Propaganda. El caso es revelador de la complicidad de las grandes empresas de Occidente con la dictadura china: Tao fue denunciado por Yahoo.
Sorman entrevistó a Pu Zhiqiang, un abogado que defiende a los medios de prensa cuando se pasan de la raya y son llevados a juicio. Pu dice que pierde “casi siempre” y que cuando gana es porque el Partido Comunista le dio a los jueces la orden de que lo dejen ganar, para fingir ante Occidente que se respetan las leyes.
La censura está instalada en todos lados. Google, otro gran ejemplo mundial, aceptó abrir una versión china de su buscador que tiene censurada la palabra “democracia”. Hay mil palabras prohibidas en los mensajes de texto de los celulares: Taiwan, Tíbet, Tiananmen, corrupción, presos políticos, son algunas de ellas. “Verdad” e “idea” son otras dos.
En las universidades el debate ideológico y político está prohibido.
El nuevo apartheid
¿Y el milagro económico? Las cifras de crecimiento de la economía y todas las estadísticas que difunde el gobierno son inverificables. Varios entrevistados las cuestionan con argumentos sólidos.
Sorman dedica buena parte de su libro a explicar cuál es el combustible que impulsa el motor chino.
Millones de campesinos, acosados por la pobreza extrema y el hambre, deben abandonar sus provincias para buscar trabajo en las pujantes fábricas de las ciudades, las que llenan el mundo con sus productos.
Una vez allí, los campesinos son atrapados en el mecanismo que hace posible el “milagro económico chino”: salarios bajísimos, jornadas de trabajo agotadoras y ningún derecho. Los obreros que construyen las autopistas que tanto celebran los occidentales que visitan China, dice Sorman, trabajan 80 horas a la semana y deben vivir en el mismo obraje.
Los campesinos carecen de todos los derechos en las ciudades. Es un verdadero apartheid que nadie denuncia. “Los inmigrantes agrícolas no tienen acceso a la mayoría de los servicios públicos reservados a los habitantes de la ciudad”, explica Sorman. “La vivienda social, la enseñanza primaria, los cuidados médicos, subvencionados por las ciudades o las empresas, están prohibidos para los rurales con el pretexto de que no son contribuyentes o no aportan para esos servicios”.
Imposibilitados de educar a sus hijos, de encontrar una vivienda decente, algunos vuelven al campo, otros vagan de ciudad en ciudad. Algunos quieren irse pero no pueden, porque muchas empresas atrasan deliberadamente el pago de los salarios para retenerlos: el que se va, nunca cobrará lo que le deben. Algunas compañías estatales adeudaban en 2005... ¡dos años de sueldos!
“Los inmigrantes pagan muy caro el desarrollo de China”, dice la socióloga Han Qiui. Sorman concluye que “el desarrollo económico de China se basa así esencialmente en la explotación de los chinos rurales por los chinos urbanos”. El 20% explota al 80%. La ley lo permite. El Partido lo garantiza. El mundo lo acepta.
Por supuesto: toda organización sindical está prohibida. La “santa alianza” entre las multinacionales y el Partido Comunista chino no lo permite. Por eso, dice Sorman, los inversores extranjeros prefieren China a India en relación de 12 a 1. En India los pobres existen, votan, tienen derechos y sindicatos que los defiendan.
El libro tiene un momento memorable. Sorman visita una escuela universitaria para cuadros del Partido Comunista y allí le presentan al maestro Yang, abogado, experto en derechos humanos y vocero de China en todos los foros internacionales sobre sida.
Yang le aclara a Sorman que los derechos humanos figuran en la Constitución china desde 2004. Sorman le pregunta si un ciudadano chino puede invocar esos derechos constitucionales si es llevado a juicio. Yang le responde que la Constitución en China es “la madre del derecho”, pero su texto “es demasiado sagrado como para invocarlo”. ¿Para qué sirve entonces?, pregunta Sorman. “Esclarece el camino de los legisladores”, responde Yang. ¿Los derechos humanos figuran en alguna ley que los ciudadanos chinos sí puedan invocar?, pregunta Sorman. No, responde el maestro, “es demasiado pronto para eso”.
Ejemplo mundial
Muchos en Occidente piensan que China camina lentamente hacia la democracia gracias a la apertura económica.
Sorman argumenta que no será así porque la apertura económica china no es lo que se cree, sino un recurso más del Partido Comunista para reforzar la tiranía y el enriquecimiento veloz de sus miembros.
Los préstamos bancarios, por ejemplo, se otorgan a quienes son recomendados por el Partido, dueño de todos los resortes de la sociedad. Para poder obtener un préstamo hay que congeniar con la dictadura. Más aún: salvo un primer pago del 20%, los préstamos nunca se pagan. El Partido hace que sus amigos no deban abonarlos. Eso sí, cualquier actividad catalogada de disidente hace que el préstamo se ejecute.
Lo mismo ocurre con las privatizaciones: nunca son totales. El Partido otorga el derecho a alguien a explotar una empresa y enriquecerse, pero permanece vigilante y puede revocar la concesión en cualquier momento.
Tras leer el libro, uno no puede sentir sino estupor por los elogios que tantas veces se oyen sobre China. Hay quienes dicen: China es una dictadura espantosa, pero debemos aprender de su apertura económica. El periodista argentino Andrés Oppenheimer suele esgrimir ese punto de vista. El libro de Sorman muestra hasta que punto ambas facetas del sistema chino son inseparables. China “en lo que importa es menos socialista y más inteligente que Uruguay”, escribió el entusiasta Carlos Maggi. Evidentemente, para Maggi lo que importa no es la democracia, el pluralismo, las libertades, el estado de derecho. ¿Qué será “lo que importa” entonces?
Es justamente en ese punto que el libro de Sorman deja un sabor amargo. Tras retratar a un régimen oprobioso, el ensayista francés se pregunta si el mundo debería rechazar las importaciones chinas. Su respuesta es que no. “No, porque China nos enriquece. Si en Occidente podemos adquirir ropa, zapatos, juguetes, artículos deportivos, material electrónico a precios cada vez más bajos, elevando de esta manera nuestro propio poder adquisitivo, se lo debemos a las manufacturas chinas”.
¿Pero no hay una cuestión ética y moral? Sorman deja pasar el punto.
El autor recuerda, por supuesto, la masacre de Tiananmen, el 4 de junio de 1989 cuando el ejército chino aplastó a los estudiantes que reclamaban democracia. La cifra de muertos no se conoce, aunque se supone que fueron miles. Muchos cuerpos no fueron devueltos a sus deudos. Son desaparecidos de lo que nadie habla.
Al principio, la matanza provocó indignación en el mundo pero eso duró poco. Sorman recuerda que poco después de la masacre, Simon Leys vaticinó que “la cohorte de los jefes de Estado y de los hombres de negocios pronto reencontraría el camino de Pekín para sentarse nuevamente en el banquete de los asesinos”.
La profecía resultó cierta.
Publicado en el diario Plan B de Uruguay, año 2007.
14.8.08
China: el imperio de las mentiras
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