Dos terroristas palestinos y dos alemanes secuestraron el 27 de junio de 1976 un avión de que volaba entre Tel Aviv y París con más de 250 personas a bordo, incluyendo los 12 tripulantes.
Fuertemente armados, los piratas aéreos abordaron el vuelo en una escala en Atenas. Tras secuestrar la nave –y tras una escala en Libia- obligaron al piloto a volar hacia Uganda, donde contaban con la complicidad del dictador Idi Amin, un tirano que ya era célebre por su crueldad. El Airbus francés aterrizó en el aeropuerto de Entebbe el 28 de junio.
Allí se sumaron otros tres terroristas. Amin puso a su ejército a colaborar con los secuestradores. Los pasajeros fueron recluidos en una vieja sala del aeropuerto.
Pronto los secuestradores dieron a conocer sus exigencias para liberar a sus rehenes: 53 palestinos o aliados de su causa, presos en distintos países (29 en Israel) debían ser liberados antes del 1 de julio.
Israel, cuyo gobierno encabezaba el laborista Itzhak Rabin, mientras intentaba alargar los plazos, preparaba una operación secreta de rescate. El plazo se extendió hasta el 4 de julio.
Los terroristas permitieron que algunos pasajeros –aquellos que no eran ni israelíes ni judíos- fueran liberados. El capitán del avión, el francés Michel Bacos, que no era ni una cosa ni la otra, no aceptó y permaneció con sus pasajeros. Una mujer con problemas de salud fue llevada a un hospital de Kampala. En total, 105 rehenes seguían en poder de los captores.
El 3 de julio, a las 23 horas locales, cuatro aviones Hércules de la fuerza aérea israelí aterrizaron en Entebbe, tras un vuelo de más de 3.600 kilómetros volando a altitudes mínimas para no ser detectados por el control aéreo ugandés.
El equipo de rescate se trasladó al edificio donde los terroristas mantenían a sus cautivos en una caravana que simulaba ser la del dictador Idi Amin.
Todo había sido meticulosamente planeado. Se habían estudiado en detalle los planos del aeropuerto. Antes de ir a liberar a los rehenes se inutilizaron los cazas de la fuerza aérea ugandesa, para que no pudieran perseguirlos cuando emprendieran el regreso. La operación era puro riesgo, pero todo se calculó para que no murieran rehenes, ni civiles ugandeses, ni los comandos enviados al rescate.
En pocos minutos 102 rehenes fueron rescatados, embarcados en un avión que los llevó sanos y salvos a Israel. Los siete terroristas fueron muertos. También 20 soldados del régimen ugandés, puestos al servicio de los secuestradores. No hubo una sola víctima civil. Tres rehenes murieron en la balacera inevitable. Cinco comandos fueron heridos, pero solo uno murió: el jefe de la operación: Ionatan Netanyahu.
La mujer que había sido llevada al hospital de Kampala fue asesinada poco después, como venganza, por hombres del presidente ugandés.
El éxito de la operación resonó en todo el mundo. Un golpe quirúrgico, inteligente, diseñado para rescatar a los rehenes y castigar a los secuestradores, y a nadie más.
Tal fue el éxito mundial de la operación Entebbe, que se escribieron varios libros y se hicieron por lo menos tres películas sobre ella. Israel alcanzó uno de sus momentos de gloria. La operación también expuso al mundo la bajeza del Amín, que apoyó a los terroristas, asesinó a una mujer internada en un hospital y que, tras el rescate, se dedicó a asesinar keniatas inocentes, como represalia porque Kenia había permitido hacer escala a los aviones israelíes. También se hicieron películas sobre aquel presidente cruel, un bufón sanguinario y caníbal, que se había proclamado Último Rey de Escocia.
Ionatan Netanyau, que se transformó en un héroe de Israel, era el hermano mayor de Benjamín, el actual primer ministro. Su muerte marcó de por vida a Bibi. “Murió en el rescate y eso cambió mi vida, la encaminó hacia donde está ahora, porque Ioni cayó en la lucha contra el terrorismo, pero él nunca creyó que la lucha contra el terrorismo fuera solo militar. Creía que era política y moral”, dijo Netanyahu en una entrevista en 2011.
Y agregó: “Cuando voy a una familia en duelo en Israel y veo a una madre llorando a su hijo, digo: ‘Esa es mi madre’. O veo a un padre llorando a su hijo, digo: ‘Ese es mi padre’. Cuando veo a un hermano, digo: ‘Ese soy yo’. Y por eso, lo pienso bien antes de poner a nuestros jóvenes en peligro. A menudo tengo que hacerlo, pero lo pienso. Creo que me convierte en un líder más responsable”.
Gaza no es Entebbe
Ha corrido mucha agua bajo el puente de 1976 a 2011 y a 2025. Entebbe y Gaza no tienen casi nada en común.
Ambos episodios se desencadenaron ante agresiones terroristas, es cierto. Hay un Netanyahu en cada una. Y ahí se terminan las semejanzas.
Entebbe fue una operación cerebral, medida, planificada, quirúrgica, exitosa, y admirada por todo el mundo. Tuvo un objetivo claro y se consiguió. En apenas 53 minutos 102 rehenes fueron rescatados. No hubo víctimas inocentes.
En Gaza todo ha sido diametralmente opuesto. No un éxito, sino un desastre. En Entebbe Israel engañó y sorprendió a los terroristas. En Gaza ha seguido su guión, punto por punto.
Dos años después de iniciada esta guerra, más de un millón de minutos, decenas de rehenes siguen en poder de Hamas. El objetivo de vencer a los terroristas sigue sin haberse logrado. Hasta ahora 465 soldados israelíes murieron en Gaza, aunque esta vez ningún Netanyahu.
En estos dos años Israel ha sembrado de muerte la franja de Gaza logrando el efecto de empequeñecer los más de mil asesinatos de Hamas del 7 de octubre de 2023.
La ofensiva israelí ha dejado miles y miles de muertos civiles y el conteo sigue. Niños, mujeres, ancianos, periodistas, médicos. Muchos han muerto mientras buscaban alimento o socorrían heridos, en acciones inexplicables desde un punto de vista militar. Lejos de generar admiración en el planeta, la saña demostrada ante civiles indefensos ha provocado una ola de repudio que ha llevado a Israel al peor momento político de su historia.
La ofensiva cruel y sinsentido no solo ha afectado a Israel. Por los efectos de sus actos brutales, el gobierno de Netanyahu se ha transformado hoy en una amenaza para los judíos de todo el mundo, sean devotos o ateos, tengan o no nexos con Israel, apoyen o repudien los crímenes de guerra que se repiten a diario. El antisemitismo no repara en esos detalles.
El 25 de agosto el diario israelí Times of Israel publicó una columna del estadounidense judío Michael Schiffer, ex miembro del personal del Comité de Relaciones Exteriores del Senado de Estados Unidos y ex subsecretario adjunto en el Departamento de Defensa. El título: “Lo que el Israel de Netanyahu les está costando a los judíos estadounidenses”.
Escribió Schiffer sobre el efecto de la campaña en Gaza para los judíos de su país:
“El antisemitismo real florece tanto en la izquierda como en la derecha, alimentándose de la misma polarización que nuestro apoyo acrítico a Israel ha contribuido a crear. Cuando la identidad judía se convierte en sinónimo de defender lo indefendible, nos hacemos vulnerables a quienes explotarían el sufrimiento judío para sus propios fines políticos sin hacer nada para proteger la seguridad judía.
El camino a seguir requiere una valentía moral que los judíos estadounidenses aún no han demostrado. Debemos reconocer que la ocupación ha corrompido la democracia israelí y traicionado los ideales sionistas. Debemos exigir que la ayuda estadounidense se condicione a la protección de los civiles israelíes y palestinos. Debemos apoyar las voces dentro de Israel que exigen justicia, en lugar de las que exigen venganza. (…)
La supervivencia judía no requiere el sufrimiento palestino. La seguridad judía no puede construirse sobre la opresión permanente. Los valores judíos no pueden defenderse mediante su violación sistemática. La elección que tenemos ante nosotros es clara: podemos continuar por el camino de la complicidad moral, viendo cómo Israel se autodestruye y se lleva consigo la credibilidad judía estadounidense, o podemos recuperar la tradición profética que exige justicia incluso cuando –especialmente cuando– desafía al poder. Israel se encuentra al borde del abismo, y los judíos estadounidenses lo acompañan. La pregunta es si finalmente encontraremos el coraje para alejarnos del abismo”.
El abismo israelí del cual habla Schiffer no solo se ve en Gaza. Hoy Israel tiene ministros que hablan sin pudor de limpiezas étnicas. En el Parlamento han obligado a callar a la fuerza a un diputado árabe. El gobierno tolera –si es que no apoya- a colonos que hacen progroms en Cisjordania. ¡Judíos haciendo progroms! Duele de solo tener que escribirlo.
Justificar lo injustificable nunca es una opción, nunca es el camino.
¿Desde cuándo está bien matar niños?
¿En nombre de qué valores habría que apoyar o callar o tolerarlo?
Todavía recuerdo como todo el cine aplaudió cuando el avión que llevaba a los 102 rehenes liberados –y también el cuerpo del valiente Ionatan Netanyahu- despegó de la pista del aeropuerto de Entebbe, luego de aquel rescate épico.
Cuando algún día esta guerra termine también habrá libros y películas, eso es seguro. Pero no habrá aplausos para Israel.
Este Netanyahu se diferencia en todo de su hermano: él no expone su cuerpo a las balas, él sobrevive, él con sus errores permitió que los terroristas le asestaran un golpe brutal a Israel y luego, para no rendir cuentas, arrastró a su país a la barbarie. No escribió una página gloriosa sino una ominosa. No será recordado como un héroe, sino como un criminal de guerra.