El portal The Times of Israel publicó el 25 de agosto de 2025 este artìculo de Michael Schiffer, administrador adjunto en USAID entre 2022 y 2025, exmiembro del personal del Comité de Relaciones Exteriores del Senado
de Estados Unidos y exsubsecretario adjunto en el Departamento de
Defensa.
Como judío estadounidense y exfuncionario de seguridad nacional de Estados Unidos, he dedicado mi vida adulta a explorar la compleja relación entre mi identidad judía, mis valores estadounidenses y mi apoyo a Israel. Como muchos en mi generación, crecí con historias del Holocausto y el milagro del renacimiento de Israel, fui instruido en la necesidad de la autodeterminación judía y me enseñaron que Israel representaba lo mejor de los valores judíos, manifestados en un Estado democrático moderno. Esa fe ahora está destrozada.
La guerra en Gaza ha revelado algo profundamente inquietante sobre la transformación de Israel bajo el liderazgo de Benjamin Netanyahu, y sobre lo que judíos estadounidenses como yo hemos permitido mediante décadas de apoyo reflexivo y ceguera deliberada. Lo que presenciamos no es solo una campaña militar fallida, sino el triunfo de una mitología destructiva, el Complejo de Masada: una mentalidad de asedio que glorifica el victimismo, santifica la autodestrucción como heroísmo y transforma cada desafío en una batalla existencial que justifica cualquier respuesta, por muy moralmente ineficaz que sea.
Este complejo se nutre de la antigua historia de rebeldes judíos que prefirieron la muerte a la rendición a Roma en la cima de una fortaleza en lo alto de un acantilado. Pero lo que una vez fue una trágica historia de desesperación se ha convertido, en manos de Netanyahu, en una doctrina estratégica que enmarca la relación de Israel con el mundo en términos de asedio permanente y traición inevitable. Toda crítica se convierte en antisemitismo, toda concesión en rendición y toda consideración moral en un lujo que Israel no puede permitirse.
Los resultados de esta visión del mundo ahora son visibles para todos en Gaza. Lo que comenzó como una respuesta legítima a los horribles ataques de Hamás del 7 de octubre se ha convertido en algo que viola todos los principios éticos que el judaísmo considera sagrados. Barrios enteros han sido arrasados. Familias mueren de hambre mientras los camiones de comida esperan en las fronteras. Niños mueren de enfermedades prevenibles mientras alimentos y medicinas se convierten en armas. Las imágenes que aparecen en nuestras pantallas a diario representan no solo una catástrofe humanitaria, sino un colapso moral que debería horrorizar a cualquiera que diga hablar en nombre de los valores judíos.
Incoherencia
Como alguien que pasó años en el gobierno analizando amenazas y respuestas, me sorprende la incoherencia estratégica del enfoque israelí. Si Israel controla la mayor parte de Gaza, ¿por qué se ha bloqueado sistemáticamente la ayuda humanitaria? Si el objetivo es eliminar a Hamás, ¿por qué las acciones israelíes han creado condiciones que prácticamente garantizan la regeneración del grupo? Si la seguridad es el objetivo, ¿cómo contribuyen a ese fin los niños hambrientos y los hospitales destruidos?
La respuesta no reside en una estrategia racional, sino en la dinámica psicológica del Complejo de Masada. El gobierno de Netanyahu ha adoptado una lógica de castigo colectivo que trata el sufrimiento palestino no como una consecuencia trágica de una acción necesaria, sino como un activo estratégico, una forma de demostrar la determinación israelí y satisfacer a una población local traumatizada por el 7 de octubre y condicionada a ver el dolor palestino como prueba de la fuerza judía.
Esto representa una profunda traición a las enseñanzas éticas judías. Se nos ordena ser «rajanim b’nei rajamim» (hijos compasivos de ancestros compasivos). Se nos enseña que salvar una sola vida es como salvar al mundo entero. Aprendemos de nuestros sabios que «el camino de la Torá es alimentar incluso a nuestros enemigos cuando tienen hambre». Y las lecciones del Holocausto, del «nunca más», deben ubicarse en la enseñanza más amplia del rabino Hillel y su segunda pregunta famosa: «Si solo existo para mí mismo, ¿quién soy?». Sin embargo, Israel hoy viola sistemáticamente cada uno de estos principios, cometiendo crímenes de guerra y violando el derecho internacional humanitario, mientras afirma actuar en nuestro nombre.
La corrupción se extiende más allá de Gaza, hasta los cimientos mismos de la democracia israelí. La coalición de Netanyahu incluye ministros que instan abiertamente a la limpieza étnica, rabinos que aprueban la matanza de civiles y colonos que aterrorizan a los palestinos mientras se arrogan un mandato divino.
Ceguera
Los judíos estadounidenses tienen una responsabilidad particular en esta catástrofe. Durante décadas, hemos apoyado las políticas israelíes, aislándonos de sus consecuencias. Hemos celebrado los logros de Israel mientras ignoramos sus fracasos, hemos donado miles de millones para sostener los asentamientos, mientras afirmamos ignorar su propósito, y hemos defendido instintivamente acciones que condenaríamos si las tomara cualquier otra nación.
Esta complicidad ha sido posible gracias a nuestra propia versión del Complejo de Masada, una mitología que considera cualquier crítica a Israel como una deslealtad a la supervivencia judía, cualquier expresión de humanidad palestina como una traición al dolor judío y cualquier llamado a la justicia como una invitación a otro Holocausto. Hemos permitido que el trauma se convierta en doctrina, convirtiendo las lecciones del sufrimiento judío en justificación de la opresión palestina.
El costo de esta ceguera moral se extiende más allá de Israel y Palestina. En Estados Unidos, los judíos nos encontramos cada vez más aislados: nuestros aliados progresistas nos consideran cómplices de crímenes de guerra y los conservadores, idiotas útiles para sus fantasías etnonacionalistas que no compartimos ni entendemos. Nuestras sinagogas debaten sobre pruebas de lealtad, nuestras familias se dividen por discusiones en la mesa, y nuestros jóvenes abandonan instituciones que consideran moralmente corrompidas.
Mientras tanto, el antisemitismo real florece tanto en la izquierda como en la derecha, alimentándose de la misma polarización que nuestro apoyo acrítico a Israel ha contribuido a crear. Cuando la identidad judía se convierte en sinónimo de defender lo indefendible, nos hacemos vulnerables a quienes explotarían el sufrimiento judío para sus propios fines políticos sin hacer nada para proteger la seguridad judía.
El camino a seguir requiere una valentía moral que los judíos estadounidenses aún no han demostrado. Debemos reconocer que la ocupación ha corrompido la democracia israelí y traicionado los ideales sionistas. Debemos exigir que la ayuda estadounidense se condicione a la protección de los civiles israelíes y palestinos. Debemos apoyar las voces dentro de Israel que exigen justicia, en lugar de las que exigen venganza.
Fundamentalmente, debemos rechazar el Complejo de Masada en todas sus formas. La supervivencia judía no requiere el sufrimiento palestino. La seguridad judía no puede construirse sobre la opresión permanente. Los valores judíos no pueden defenderse mediante su violación sistemática.
La elección que tenemos ante nosotros es clara: podemos continuar por el camino de la complicidad moral, viendo cómo Israel se autodestruye y se lleva consigo la credibilidad judía estadounidense, o podemos recuperar la tradición profética que exige justicia incluso cuando –especialmente cuando– desafía al poder.
Israel se encuentra al borde del abismo, y los judíos estadounidenses lo acompañan. La pregunta es si finalmente encontraremos el coraje para alejarnos del abismo, o si seguiremos la lógica de Masada hasta su inevitable conclusión: un pacto de asesinato y suicidio en nombre de una victoria vacía.
Lo que el Israel de Netanyahu les está costando a los judíos estadounidenses
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