3.1.17

Adiós a una joven valiente

Los meses previos a la salida al mercado de la revista Tres, entre 1995 y 1996, fueron increíbles: a una cantidad de periodistas se nos pagó el sueldo durante varios meses sin que la revista se publicara todavía. La idea es que empleáramos ese lapso para crear fuentes, investigar, preparar notas.
Yo dediqué ese tiempo a investigar a la Comunidad Jerusalén, un grupo de la Iglesia católica que orientaba el sacerdote salesiano Adolfo Antelo, un cura carismático, muy popular por oficiar misa por televisión, a través de Canal 4.
Por una casualidad, a comienzos de 1993 me había tocado cubrir ese tema en el semanario Búsqueda, a pesar de que yo era el cronista sindical y pasaba mis semanas confinado en la sede del PIT-CNT, que entonces estaba en la avenida 18 de Julio, y en el bar de enfrente, el Molto Bene, donde siempre había algún dirigente sindical con quien hablar.
En 1993, después de años de recibir denuncias y no darles curso, la Iglesia por fin había decidido investigar lo que ocurría dentro de la Comunidad Jerusalén. Eso motivó el interés de Búsqueda y, como el periodista que se ocupaba de temas eclesiásticos estaba de licencia, me tocó a mí escribir sobre el asunto.
Hice un par de notas sobre el tema. Conté que la investigación abierta se centraba en denuncias de "malos tratos" que algunos ex integrantes de la Comunidad Jerusalén habían realizado. En el segundo artículo, se incluyeron testimonios de varios jóvenes que habían estado en el grupo y habían sufrido los famosos "malos tratos" de Antelo. Quedaba claro que el cura los golpeaba.
Dos años después yo ya no trabajaba en Búsqueda y estaba en el plantel que preparaba Tres.
Cuando llegaron esos meses soñados por todo periodista en los que podía cobrar un sueldo sin las urgencias de publicar todos los días o todas las semanas, le propuse a los directores de la revista, que eran Alejandro Bluth y Juan Miguel Petit, mi intención de investigar a la Comunidad Jerusalén, porque estaba seguro que aun quedaba mucho que contar.
Sucesivas entrevistas con ex integrantes me sumergieron en un mundo de terror alucinante creado por Antelo dentro de la propia Iglesia y ocultado durante años: las golpizas que sufrían los integrantes del grupo eran tremendas. Antelo les pegaba piñazos y golpes brutales con una pata de palo que llevaba como consecuencia de una amputación y que -parece cómico pero no lo es- oportunamente se quitaba para reventar a sus discípulos. Muchos habían sido fracturados. Las paredes de los locales de la comunidad tenían manchas de sangre. (La reciente publicación del libro El reino del padre Antelo, de Marcelo Di Lorenzo, otro ex integrante de la comunidad, me permitió conocer un nuevo detalle en aquel mundo de horror: Antelo también practicaba el "submarino" con sus víctimas, lo mismo que los torturadores de la dictadura).
Volvamos a 1995. A medida que seguía entrevistando gente y a profundizar en mis preguntas, comenzó a aparecer un asunto nuevo: Antelo también abusaba sexualmente de las mujeres de su comunidad.
Un día se lo conté a Bluth. Me preguntó si alguna de las jóvenes abusadas me había dado su testimonio. Le dije que no, que por el momento lo que tenía era el relato de algunos hombres que habían presenciado manoseos en los genitales y habían visto a Antelo pasar la noche en su dormitorio acompañado de algunas de sus "princesas".
Bluth me respondió tajante, palabras más, palabras menos:
-Si no conseguís una mujer que diga, con nombre y apellido, que Antelo abusó de ella, no vamos a publicar nada de abusos sexuales. El tema es muy grave como para basarnos en fuentes anónimas o testimonios de terceras personas.
A partir de ese momento, mi investigación entró en una fase desesperada. La revista ya tenía fecha de salida para fin de mes y no quedaba mucho tiempo para seguir investigando.
Yo tenía una larga lista de mujeres que habían dejado el grupo y sabía con certeza que varias de ellas habían sido abusadas por Antelo.
Las fui llamando una por una. Ninguna quería hablar. Además de las amenazas de condenarse al infierno eterno que Antelo y sus cómplices lanzaban a todos los disidentes, en este caso se sumaba la vergüenza de tener que contar en público una experiencia traumática y humillante: "Esto no lo puedo hablar con nadie". "No se lo conté ni a mis padres". Algunas me decían que necesitaban pensarlo bien y me pedían que las llamara otra vez en tres o cuatro días. Cuando volvía a telefonearles, me decían que lo habían meditado mucho y que, a pesar de que querían hacerlo o sabían que eso era lo correcto, preferían no hablar.
Ana Coutinho. Comunidad Jerusalén. Revista Tres. AnteloYo iba tachando uno a uno los nombres de mi lista. Tenía tantas jóvenes tachadas que parecía que nunca podría contar las cosas terribles que habían pasado en Comunidad Jerusalén. Comencé a deprimirme.
Un día llamé a una tal Ana Coutinho, otro de los nombres de mi lista. Lo mismo que otras, también me pidió unos días para pensarlo. La volví a llamar por teléfono unos días después, con pocas expectativas.
Me dijo:
-Lo estuve pensando mucho y no es fácil para mí, pero voy a dar mi testimonio...
Quería que a nadie más le pasara lo mismo. Pensaba en las chicas que seguían dentro de la Comunidad.
Por un momento quedé en shock. Cuando reaccioné, nos citamos en la plaza de comidas de un shopping, donde ella dio su testimonio en primera persona, con nombre y apellido.
Recuerdo bien el momento. Ana hablaba sin la excitación que suelen tener los que buscan contar algo en la prensa por ansias de figurar, de ganarse sus 15 minutos de fama. Tampoco estaba apesadumbrada. Contó todo con sobriedad y seriedad, sin aspavientos y sin rehuir preguntas, consciente de los efectos que tendría su declaración. Aceptó pasar unos días después por la redacción de la revista para que se le tomara una foto.
La nota, que se publicó en el primer número de Tres, incluida años después en el libro Un mundo sin Gloriaprovocó un gran impacto. A pesar de que Antelo nunca perdió el apoyo del Vaticano (ni de un variopinto conjunto de influyentes uruguayos que fue desde Canal 4 al semanario tupamaro Mate Amargo), los testimonios en su contra eran categóricos. Fue procesado con prisión y murió en régimen de prisión domiciliaria en un hogar selesiano.
El gesto valiente de Ana Coutinho fue clave para el justo desenlace de esta historia. Me han dicho en la Iglesia que todas aquellas que fueron las "princesas" de aquel hombre enfermo hoy están recuperadas.
Que yo sepa, luego de haber dado aquel testimonio, Ana no volvió a ser noticia. Se dedicó a rehacer su vida y formó una familia. Salvo un par de encuentros casuales, pasaron los años y no supe más de ella.
En diciembre, recibí la llamada de un ex integrante de la Comunidad Jerusalén. Me contó que Ana Coutinho acababa de fallecer, víctima de una enfermedad que se la había llevado en forma muy prematura.
No puedo decir mucho sobre ella. Apenas la conocí. Solo hablé con Ana largo y tendido una única vez, en la plaza de comidas de un shopping. Pero sí puedo decir una cosa: cuando la vida la puso en una encrucijada, por sobre un coro de admoniciones y amenazas, Ana Coutinho tuvo mucho coraje. En medio de una tempestad donde muchos flaquearon, ella desechó la salida fácil y prefirió lo que era mucho más complicado: hacer lo correcto.
Es una medalla que pocos pueden colgarse.

Comunidad Jerusalén. Adolfo Antelo. Padre Antelo


 

20.11.16

Gavazzo. Sin Piedad en San José y Maldonado

Gavazzo, Sin piedad fue presentado en las ferias del libro de las ciudades de San José y Maldonado.
En San José, la presentación se realizó el 28 de octubre y estuvo a cargo de Salomón Reyes, guionista y director cinematográfico mexicano radicado en Salto.
"Algunos críticos del libro han dicho que parece un guión de cine, y si me preguntan -yo que estoy más metido en lo audiovisual- el personaje de Gavazzo es un personaje complejo que bien podría ser un personaje de cine", dijo Reyes.
En una exposición que también fue una especie de entrevista en público, Reyes agregó:
"Una cosa que me llama la atención es cómo pudiste mantenerte siempre del lado del periodista, y no convertirte en el interrogador, como él lo era, o en el policía que pudiste ser".
Gavazzo. Sin Piedad. Haberkorn
Para el autor mexicano, "el silencio y la mentira están impregnadas en toda la novela (de no ficción). Hay una revoltura de tripas cuando uno lo lee. es escalofriante las narraciones que se hacen. No digo que no haya otros libros que lo hagan, pero éste es un libro en el que hay capítulos fuertes, muy muy fuertes. Y que para la gente que tiene más conocimiento de esos días aciagos, debe ser muy triste y doloroso recordarlos. pero para los que no los tenemos, como es mi caso,  me impacta muchísimo la forma como lo haces. Es muy limpia, muy clara, y no te guardaste ningún epíteto, ningún adjetivo. Todo está ahí, como se debe contar. Y eso es una virtud".
Ante el público que se acercó a la feria maragata, Reyes agregó: "Hay gente me que dice que lo leyó de un solo tirón, yo casi estuve a punto de hacerlo. Es realmente muy, muy, interesante la forma en que lo vas narrando, te atrapa, y quieres seguir sabiendo qué sigue, qué sigue. Es novelesco en ese sentido".

Gavazzo. Sin Piedad. Haberkorn. libro
La presentación en la feria del libro de Maldonado, el 12 de noviembre, estuvo a cargo de Andrés Rapetti, director de educación de la intendencia local.
Gavazzo. Sin Piedad. libro. Leonardo Haberkorn"Este libro no me aporta certezas, sino felizmente muchas dudas", dijo el presentador. "Es un período tan jorobado, donde pasó tanto, y donde las Fuerzas Armadas salieron tan magulladas -creo que son las más magulladas de esta historia-, el libro tiene algunos apartados muy valiosos. En ellos el autor incluye testimonios de oficiales y de soldados, de todos los rangos, que estando en los cuarteles en los momentos de mayores apremios, más duros de la represión, donde los detenidos eran masacrados, tuvieron gestos humanitarios".
Rapetti concluyó su exposición citando el testimonio de Martín Castellini, hijo de Eduardo Pérez Silveira -una de las víctimas de Gavazzo según él mismo asume en el libro-, cuya historia es una de las que vertebra la obra: "Para terminar voy a citar palabras del hijo del Gordo Marcos, cuando dice en el libro; la vida es una sola y yo no puedo pasarla sintiendo odio. Claro, es muy fácil decirlo cuando uno lo mira a la distancia, pero creo que es un ideal. Recomiendo especialmente este libro porque nos expone a la peor cara de la especie humana".

Ir a críticas de la prensa y lectores,

8.10.16

Campeones de Guarapirú

Tres uruguayos muy reconocidos -Álvaro Moré, Gabriel Pereyra y Juan Salgado- nacieron en la misma calle, en el mismo barrio pobre, a pocos metros de un cantegril. Los tres salieron adelante apostando a una misma cosa: el trabajo. Hice esta nota para la revista Select y el texto completo se reproduce aquí.

Álvaro Moré, Gabriel Pereyra, Juan SalgadoTres de la tarde. Una joven de piel morena y el pelo pintado de amarillo camina trabajosamente por la calle Guarapirú, desde General Flores hacia el bulevar Aparicio Saravia. Lleva una vaga sonrisa y la mirada perdida.
La chica avanza en zigzag, da la impresión de que tropezará en cualquier momento. En línea ondulante,  caminando por la calle, pasa frente a una casa deshabitada cuyo jardín está tapizado de cajas de vino vacías. Lleva la ropa desarreglada, pero no se da cuenta. Cruza Galvani y sigue rumbo al cantegril que oficialmente se llama “barrio Plácido Ellauri” y que comienza a tres cuadras de allí.
Cuarenta años atrás, en esa misma esquina de Maroñas, Guarapirú y Galvani, vivían Gabriel Pereyra, uno de los periodistas más reconocidos del país, y Álvaro Moré, director de la agencia de publicidad Young & Rubicam. A una cuadra, en Guarapirú y Niágara, residía Juan Salgado, hoy presidente de Cutcsa. Los tres habitaron durante décadas ese barrio. Los tres llegaron arriba arrancando de allí abajo.
Parado en la misma esquina por donde recién pasó la joven de pelo amarillo, Pereyra muestra el que fue su hogar, una casita de fondos, a la cual no podemos acceder porque una reja que antes no existía nos cierra el paso. También el jardín de una casa donde sus amigos solían tirarse a conversar. Hoy también está enrejado, inaccesible.
Su primer recuerdo es para el agua sucia que bañaba día y noche las calles del barrio: “No había saneamiento y siempre corría agua podrida. Agua de las cocinas de las casas”.
Moré también se acuerda. Frente a su hogar había un gigantesco bache nunca reparado, siempre rebosante de agua grasienta. “En los 20 años que viví allí, a la vereda de enfrente nunca pude cruzar porque siempre estuvo la calle rota y el agua podrida llenaba ese pozo. Tenía que caminar media cuadra para cruzar”.
Pereyra vivió allí hasta los 13 años y luego volvió un par de años, después de cumplir los 20. Moré vivió hasta los 20. Salgado hasta los 24.
La vida del periodista no fue fácil. Su padre, un obrero de Funsa, dejó la familia cuando Gabriel tenía 10 años. “Recién nos volvimos a reencontrar cuando yo tenía 19. Y retomamos una relación. Fría, pero una relación al fin”. Su madre sacó la familia adelante. Trabajó en Tata, en la fiambrería del Disco, como empleada doméstica y cuidando niños.
El padre de Moré tenía una vidriería, donde laboraba de lunes a sábados y también muchos domingos. “Quedaba en Minas y Miguelete y él todos los días iba en ómnibus. Falleció a los 55 años. Mi madre era una ama de casa con una cantidad de inquietudes: era modista, daba clases de corte y confección, organizaba ajuares para embarazadas en el asentamiento”.
El padre de Salgado era empleado de Cutcsa y con los años logró comprar la cuarta parte de un ómnibus. La modesta casa de los Salgado era la más linda del barrio. Tenían huerta, frutales, gallinas y hacían su propio vino.
Aquellos niños jugaban en la vereda a la pelota, a las escondidas, o corrían carreras a ver quién daba la vuelta manzana más rápido, uno disparaba en un sentido y el otro en el inverso. También jugaban en las canchitas que había al lado del “expendio”, donde se vendía leche, carne y cigarros a precios rebajados.

Al paraíso en ómnibus

Los tres fueron a la escuela pública. Salgado iba a jugar a la casa de compañeros de clase cuyas viviendas no tenían otro piso que la propia tierra. “Pero si alguien veía a esos niños en la escuela, nadie notaba la diferencia. Eran gente que cuidaba su higiene, su presencia, de una pobreza muy digna”.
Pereyra soñaba ser futbolista. “Cuando tenía 14 años eso era lo que me gustaba, no me hacía planteos materiales. El futuro no existía. Llegué a jugar dos años en Cerro. Caminaba ocho cuadras para tomar el ómnibus y después tenía una hora de viaje. Iba al liceo y jugaba. Después quise ir a Danubio, pero Cerro no aceptó darme el pase, y yo ya no quería seguir ahí, porque no me daban un mango. Así que dejé el fútbol y me puse a laburar”.
Su viaje al periodismo incluyó escalas muy diversas. “Antes de dejar el fútbol yo limpiaba mimbre, limpiaba mates, con otro amigo del barrio vendía cigarros en la feria. Pero después agarré trabajos más formales. Mi vieja me hizo el contacto para entrar al supermercado cuando tenía 16 años. Después entré en la yuyería La Selva. Cuando cumplí 18 pude sacar libreta y empecé a manejar un camión que hacía el reparto”.
Un curso de periodismo -que tomó inspirado en su admiración de entonces por Víctor Hugo Morales- le abrió las puertas de su profesión, primero en el semanario Las Bases y luego en el diario La República.
Tampoco fue sencillo ni directo el camino de Moré hacia la publicidad.
Álvaro leía mucho y eso hacía volar sus sueños: “Como en mi casa recién compraron un televisor cuando tenía 12 años, yo leía mucho. Me gustaba mucho la arquitectura y la medicina. Después tuve una vocación muy grande por la electrónica, me hubiera encantado ser ingeniero”.
En verano, su madre lo llevaba a la playa Pocitos en el 122. Se bajaban en avenida Brasil y Ellauri y caminaban hacia la rambla. Álvaro nunca lo comentó en voz alta, pero aquellas caminatas le provocaron una impresión tan fuerte que no se borró nunca.
“Ese trayecto me impactaba, yo veía que ese barrio era exactamente lo opuesto al lugar en el que yo vivía. Me impactaba que no hubiera agua podrida corriendo contra el cordón. Y en voz baja me decía: yo quiero vivir acá”.
Nunca se pudo quitar esa idea de la cabeza. “Empecé a ver que había una posibilidad de salir hacia un lado mejor. Y que para salir a ese lado mejor había que tener dinero. Y que el dinero se conseguía con trabajo”.
Salgado está de acuerdo. Su gran impacto lo recibió cuando su madre, también en ómnibus, lo llevó a la playa Malvín. “Fue como conocer el paraíso”, recuerda. Y siempre supo que para llegar al paraíso había que laburar. “La cultura del trabajo existía. A partir del trabajo venía todo, tener una familia, tener dinero para comprarse una bicicleta, una moto, soñar con algún día tener un auto. Y uno veía en el barrio que el trabajo era posible: todo el mundo trabajaba”.
Recordando lo que aprendió en el barrio, a Moré no le gustó que el ministro del Interior, Eduardo Bonomi, dijera una vez que la delincuencia se explica por el consumo.
“Él dijo que un chico veía una bicicleta y lo que tenía que hacer era robarla, o robar el dinero para comprarla. Y no manejó la variable auténtica, que es trabajar para comprar la bicicleta. Eso fue lo que hicieron Juan y Gabriel, y lo que hice yo. Y los tres salimos adelante por el camino del trabajo”.
Moré empezó a ayudar a su padre a los 8 años. “A los 14 empecé a trabajar en una ferretería, después coloqué parabrisas en la calle y trabajé en una barraca. Y a los 17 entré  a la agencia de publicidad Capurro, como cadete”.
La publicidad le gustó tanto que empezó a estudiar por su cuenta. Trabajaba hasta la una o dos de la madrugada. Los compañeros le decían que algún día sería dueño de su agencia.
Salgado siempre se imaginó trabajando en Cutcsa. A veces su padre hacía dos turnos como chofer del 199. Y entre turno y turno iba a almorzar a su casa con algún guarda. Había uno que, sin que nadie supiera, dejaba que el niño Salgado manejara el ómnibus a lo largo de una cuadra. Lo tenía que hacer parado, para poder llegar a los pedales. Ese siempre fue el sueño de su vida.

Tomate verde

En el barrio casi no había teléfonos ni televisores, autos menos que menos. Por eso el ómnibus de los Salgado era como el coche del pueblo. Se usaba para las mudanzas, para llevar gente a los velorios o heridos al hospital después de alguna pelea en el cantegril. Nunca nadie quiso robarlo.
“Había solo dos días en el año en que el ómnibus paraba, el 1° de enero y el 1° de mayo. Y como forma de mostrar el agradecimiento al barrio, porque a veces se prendía el ómnibus de madrugada y molestaba, nos íbamos para afuera en el ómnibus a pasar todo un día de campamentos con todo el que quisiera venir. Y el ómnibus se llenaba hasta la puerta. El 1° de enero íbamos al parque Roosevelt. ¡Era como ir hoy a La Paloma! Y para el otro lado hacíamos el viaje que más nos gustaba a los chiquilines, que era ir a Santiago Vázquez. Nos gustaba porque de tarde, antes de volver, pasábamos por el parque Lecocq. ¡Veíamos los animales! Era un día de fiesta que esperábamos todo el año”.
Pereyra recuerda un cumpleaños de Moré. Toda la barra le estaba tirando huevos. Él fue a su casa para buscar uno, pero abrió la heladera y solo había un tomate verde. Lo tomó, salió corriendo a la calle y se lo arrojó en la cabeza a Álvaro, que se enojó porque aquello fue como recibir una pedrada.
“Era lo único que había en la heladera”, explica el periodista.
“No teníamos nada, pero nos teníamos entre nosotros”, dice Moré. “Era una época de carencias, pero uno tenía al otro, y al otro, y entre todos nos sentíamos protegidos”.
Salgado, recordando aquellos tiempos en el barrio, no puede evitar que los ojos se le llenen de lágrimas.
¿Puede volver a ocurrir el milagro? ¿Podrán salir adelante los chicos que hoy caminan por donde acaba de pasar la tambaleante joven de pelo amarillo?
Todo ha cambiado mucho. Hay cosas buenas: el agua podrida ya no corre por la calle, porque hay saneamiento. Tener un teléfono dejó de ser un privilegio para unos pocos. Televisor todos tienen.
Otros cambios no ayudan tanto. “No tomábamos, ni nos drogábamos. Porros no había. Y creo que el primer trago me lo tomé a los 18 años”, dice Moré.
Cuarenta años atrás, en el cantegril del barrio vivía el Chueco Maciel, un ladrón con fama de Robin Hood, al que Daniel Viglietti propuso como modelo e inmortalizó en una canción. Hoy la delincuencia se ha multiplicado.
Beto, un amigo de Pereyra, sigue viviendo en el barrio desde aquel tiempo. Pide que no den su nombre porque a los vecinos “buchones” los atacan. Trabaja en el Ministerio de Transporte. Hace un enorme esfuerzo para pagarle un colegio privado a su hijo de 15 años porque a los que van al liceo 13, al que fueron Pereyra, Moré y Salgado, los pasan robando. “Les roban los útiles, la ropa, el calzado”, dice Rama. Hace unos días, manejando por el barrio, un grupo de menores rodeó su auto, lo obligaron a parar, le abrieron una puerta e intentaron robar. Logró acelerar y escapar, pero sus padres, que iban en el asiento de atrás, se llevaron un susto enorme y su madre se ligó un golpe.
“Para ser justo con los chicos de hoy,  creo que es más difícil”, dice Moré. “Pero no deberíamos pintarlo como imposible. El tema es que vean un horizonte. Si siendo niños les enseñamos que no lo hay, ningún esfuerzo va a servir”.
Salgado piensa parecido. “Creo que se puede lograr, pero no con la facilidad que nosotros tuvimos. Hoy cuesta más. Es necesario que los padres estén cerca y apoyen a los maestros. Para nuestros padres la maestra siempre tenía razón en primer lugar. Después se veía. Ahora es al revés. Y eso no ayuda”.
Contra viento y marea, muchas familias lo siguen intentando.
Parada en la vereda de la esquina de Guarapirú y Galvani, la misma por donde 10 minutos atrás pasó la chica de pelo amarillo, ahora está Sabrina Duarte. Tiene 15 años. Luce un uniforme liceal impecable. Está esperando a una amiga. Se encuentran allí y caminan juntas al liceo 13.
La amiga, Florencia Cardozo, también lleva un uniforme inmaculado. Para ellas, el principal problema del barrio es la inseguridad, los arrebatos, por eso caminan juntas y a la salida del liceo alguien de sus familias las pasa a buscar.
Sus sueños de salir adelante son tan grandes como los que un día tuvieron Pereyra, Moré y Salgado. Sus ambiciones vuelan todavía más alto.
Florencia quiere ser neuróloga “para ayudar a curar el mal de Parkinson”.  Sabrina, cuya madre trabaja en una casa de familia y su padre en un sindicato, quiere ser psicóloga: “No me imagino siendo otra cosa”.
Les cuento la historia de Pereyra, Moré y Salgado. Les pregunto si ellas podrán repetirla.  No lo dudan ni un segundo.
“Claro”, responde Sabrina, sonriendo. “No tiene nada que ver el barrio. Siempre se puede”.
Las chicas se dan vuelta.
Caminando por Guarapirú, se van al liceo.




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