Laura Tarmezano tenía 28 años y la
asesinaron el 11 de mayo, delante de su hijo de 6 años y de dos amigos.
“¿Qué hacés, ñery? Esto te pasa por
alcahueta”, le dijo su matador antes de dispararle en la cabeza.
Tarmezano había declarado como testigo ante
el Poder Judicial por el homicidio de un hombre de 24 años, al que habían
matado el 4 de abril y que apareció semienterrado en la zona de la Cachimba del
Piojo.
Por eso, había pedido que le pusieran
protección policial. El juez de la causa accedió, pero cuando la mataron la
custodia policial no estaba: había desaparecido.
El ministro Eduardo Bonomi y el juez
Ricardo Míguez dieron versiones opuestas y contradictoras respecto a las
razones por las cuales Tarmezano estaba desprotegida cuando llegaron a matarla.
Bonomi dijo que no tenía custodia porque se
había mudado. La familia de la víctima lo negó. Ahora reclaman 200.000 dólares
del estado, que no les devolverán a Laura y que no pagarán ni Bonomi, ni Míguez,
ni ningún otro jerarca. Pagaremos nosotros, como ocurre con todos los juicios
que el estado pierde todo el tiempo por la ineptitud y la desidia de sus
funcionarios.
Pero eso no es lo más grave. Lo más grave
lo dijo el presidente de la Suprema Corte de Justicia, Jorge Chediak:
"La posibilidad de que el Estado
efectivamente asegure la integridad física de quienes sean testigos en hechos
protagonizados por personas vinculadas a bandas de narcomenudeo o al crimen
organizado, es el resorte indispensable para motivarlas a declarar. Si no
podemos asegurar su integridad física, lo más probable es que desestimulemos
que se quiera declarar o hacer reconocimientos en audiencia por miedo a sufrir
represalias".
Lo que dijo Chediak es cierto, pero sus
palabras llegaron demasiado tarde. Tarde para Tarmezano por lo menos. Y quizás tarde
para el Uruguay también.
El 17 de mayo hinchas de Cerro dispararon contra
el director técnico e hirieron a otro funcionario de Rampla Juniors.
Las actuaciones judiciales quedaron
estancadas porque a pesar de que había
mucha gente presente cuando el atentado, nadie vio nada.
El abogado de Rampla Juniors dijo que todo
se debía a lo que podríamos llamar el efecto Tarmezano: “Hay mucho temor en los
testigos”.
Un día antes de las declaraciones del
abogado, en el atardecer de San José, asesinaron en la calle a Susana
Odriozola, una alguacil de la justicia, hermana de una jueza penal.
Da la casualidad que la jueza María Noel
Odriozola había procesado en agosto a tres personas por un asesinato cometido
en una guerra entre bandas de narcotraficantes.
La urgencia de las autoridades por
determinar que la alguacil fue asesinada por “una rapiña fallida” no hizo más
que acrecentar las dudas.
La versión oficial dice que a Odriozola la
mataron porque se habría resistido a ser robada, que el asesino la mató para
poder consumar su asalto. Pero, curiosamente, una vez que le disparó no se
llevó nada: ni el teléfono, ni la cartera. La mató y se fue.
El Ministerio del Interior dijo que el
homicida solo tenía antecedentes por delitos menores. Sin embargo, periodistas
de San José han difundido su prontuario, en el que consta que también fue
procesado por balear a una persona en un bar, y fue sospechoso de una ejecución
nunca aclarada.
El dueño de la moto que utilizó el homicida
de Odriozola dijo al diario El País que se la prestó para no tener problemas. “Se sabe que él
anda armado, que anduvo a los tiros”.
Agregó: “Yo a veces intento no discutir
porque soy laburante y trato de esquivar los problemas”.
Pocos días después, un matón a sueldo
fingió ejecutar al abogado penalista Gustavo Bordes y se informó de amenazas de
muerte recibidas por jueces y fiscales.
En este punto estamos hoy. Que la gente que
trabaja tiene miedo de decirle que no a un delincuente. Que el que declara en
un juzgado contra un asesino, es asesinado pocos días después. Que la justicia
y el gobierno se pasen la pelota y por lo menos uno de los dos mienta respecto
a por qué el testigo estaba sin custodia policial. Que de decenas de personas
que vieron como una barra brava baleó a un dirigente de otro cuadro, ninguno se
anima a declarar en un juzgado. Que la
hermana de una jueza que se metió por los narcos es asesinada en plena calle,
en una “rapiña frustrada” en la que los ladrones no robaron nada.
Los diarios de hoy informan de los cuerpos
de tres jóvenes que aparecieron calcinados adentro de un auto.
Dos eran una pareja de novios. Al parecer, uno de los dos muchachos muertos había sido testigo de un asesinato
de una banda de narcos.
Durante meses, desde el Ministerio del
Interior se quitó trascendencia a muchos asesinatos señalando que eran “ajustesde cuentas”.
La idea subyacente que se buscaba -y que se
busca- transmitir a la población es que estos “ajustes de cuentas” son crímenes
que se producen entre delincuentes, unos se matan a los otros, no es un
verdadero problema: sería casi un beneficio para la sociedad.
Luego, ante la cifra creciente de muertes,
se dijo que habíamos pasado de los “ajustes de cuentas” a una guerra entre
bandas.
La idea siempre es la misma: hay que estar
tranquilos, estas son cosas que solo afectan a los que se meten en el
narcotráfico o el delito.
Mentira. La realidad es la opuesta: estos
asesinatos de bandas, estos supuestamente benignos “ajustes de cuentas”, afectan
a mucha otra gente, como Tarmezano, como la joven calcinada adentro de
un auto y cualquiera que se interponga en el camino del nuevo poder emergente. Lejos de ser benignos, los "ajustes de cuentas" son gravísimos y solo permiten temer lo peor: son
los signos que anuncian un cáncer que una vez que comienza a comerse a la sociedad se lo
traga todo, como ocurre -por ejemplo- en México.
El primer paso para solucionar los problemas
es reconocerlos.
Se perdió mucho tiempo negando.
Ningún negador solucionó nunca nada.