Para escribir Liberaij revisé las colecciones de todos los diarios que por entonces se publicaban en Montevideo, Buenos Aires y La Plata, más de una docena de publicaciones, la mayor parte de ellas hoy desaparecidas.
Cuando leía la crónica del tiroteo que publicó el diario Acción de Montevideo, varias cosas llamaron mi atención.
Por un lado, era una crónica vibrante, de alta calidad periodístico-literaria, pero el cronista ni siquiera la había firmado. Aunque por fuerza debió ser escrita a vuelapluma, inmediatamente de terminado el feroz tiroteo, la destreza del periodista era llamativa y digna de ser admirada,
Pero lo que más me llamó la atención fue que al leer la crónica sentí la viva sensación de ya haberla leído antes. Había imágenes poderosas, frases cargadas de simbolismo y violencia, palabras rara vez usadas en castellano, todas cosas que yo sentía ya conocer.
¿Cómo podía ser posible? ¿Dónde podía haber leído esa crónica antes?
Estuve días pensando en eso. Revisé recortes de otros diarios, apuntes, monografías sobre este caso policial, hasta que decidí volver a las páginas de la novela
Plata quemada, del escritor argentino Ricardo Piglia, que se centra en este mismo episodio de la crónica roja rioplatense.
Ahí estaba la respuesta que estaba buscando.
En las páginas de
Liberaij apenas consigné este asunto en una nota al pie, porque no quería que se impusiera por sobre el relato y la trama de mi libro. Ahora, un año y medio después de la publicación, no encuentro razones para no compartirlo:
Crónica del diario Acción de Montevideo del 6 de noviembre de 1965:
“Se lanzó sobre el miserable una avalancha de pasión que fue casi imposible de contener.
Entre cuatro o cinco que nunca se sabrá quiénes son, el pistolero herido, el asesino, era un baño de sangre viva y palpitante todavía. La avalancha lo rodeó y millares de voces se alzaron hasta el sol pesado de la tarde pidiendo su muerte.
—¡Que lo maten!... ¡Mátenlo!... ¡Que lo maten!...
Nunca habíamos visto una cosa semejante, pero debemos decir también que ese momento de descontrol colectivo se justificaba por el daño terrible y cruelmente causado a la sociedad y a sus leyes.
El deseo de venganza, que acaso sea la primera chispa en el relámpago de la mente humana cuando está lesionada, corría con velocidad eléctrica por entre la muchedumbre.
Y la muchedumbre empujó: varios miles de hombres y mujeres de toda traza y tipo clamando la venganza.
Fueron inútiles entonces los propios cordones policiales y sobre el montón sanguinolento de Mereles y Brignone –ya no importa- llovieron de todas partes los golpes, las patadas, los puñetazos, los escupitajos y los insultos.
Eran las 14 horas y minutos de la tarde y la ambulancia donde lograron tirarlo se perdía en un mar humano de las cabezas con ira”.
Y luego en un recuadro:
“El jefe de Policía habló y su voz fue una copa de aceite sobre la muchedumbre alucinada.
Pedía calma, pedía sosiego para la labor de la Justicia, pedía tiempo para la meditación y la pena profunda que viene ahora por la memoria de los muertos.
—Yo le di el último puñetazo —dijo el Jefe.
Y sobre las cabezas de la muchedumbre, mostró en el aire caliginoso de la tarde el puño derecho, tinto en sangre.
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Diario Acción, 1965 |
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Plata quemada, 1997 |
Plata quemada:
“Se lanzó sobre el miserable una avalancha de pasión que fue casi imposible de contener.
Entre cuatro o cinco policías y periodistas lo golpearon con sus armas y sus cámaras, el pistolero herido era un baño de sangre viva y palpitante todavía, que parecía sonreír y murmurar. Santa María Madre de Dios ruega por nosotros pecadores, rezaba el Gaucho. Veía la iglesia y el cura que lo esperaba en la parroquia. Tal vez si pudiera confesarse podría hacerse perdonar, podría explicar al menos por qué había matado a la colorada, porque las voces le dijeron que ella no quería seguir viviendo. Pero él en cambio ahora quería seguir vivo. Quería volver a estar con el cuerpo desnudo del Nene, los dos abrazados en la cama, en algún hotel perdido en la provincia.
La avalancha lo rodeó y cientos de voces se alzaron hasta el sol pesado de la tarde pidiendo su muerte.
—¡Que lo maten!... ¡Mátenlo!... ¡Que lo maten!...
Nunca se había visto una cosa semejante, en ese momento el descontrol colectivo se justificaba según algunos por el daño terrible y cruelmente causado a la sociedad y a sus leyes, por los delincuentes.
El deseo de venganza, que acaso sea la primera chispa en el relámpago de la mente humana cuando está lesionada, corría con velocidad eléctrica por entre la muchedumbre. Y la muchedumbre empujó: varios cientos de hombres y mujeres de toda traza y tipo clamando venganza.
Fueron inútiles entonces los propios cordones policiales y sobre el montón sanguinolento de Dorda llovieron de todas partes los golpes, las patadas, los puñetazos, los escupitajos y los insultos.
Por fin fue sacado del tumulto y llevado a una ambulancia para su traslado al Maciel. Eran las dos y cuarto de la tarde y la ambulancia donde lograron tirarlo se perdía en un mar humano.
Entonces el jefe de la policía argentina habló y su voz fue una copa de aceite sobre la muchedumbre alucinada.
Pedía calma, pedía sosiego para la labor de la Justicia, pedía tiempo para la meditación y la pena profunda por la memoria de los muertos.
—Yo le di el último puñetazo —dijo Soria.
Y sobre las cabezas de la muchedumbre, mostró en el aire caliginoso de la tarde el puño derecho, tinto en sangre.
Más pasajes aquí.
En el epílogo de
Plata quemada Piglia dice que reprodujo "libremente" pasajes de varios diarios
. Ver aquí.