Mi primer recuerdo de la selección es la semifinal contra Brasil en México ’70. Cuando Uruguay abrió el tanteador en aquel partido, los vecinos irrumpieron en mi casa a los gritos. Los recuerdo riendo, eufóricos, abrazándose con mis padres. Yo tenía seis años y al parecer Uruguay iba rumbo a ser campeón del mundo. Al final, perdimos 3 a 1.
También tengo en la memoria el partido por el tercer puesto contra Alemania, las diez veces que Uruguay estuvo a punto de hacer un gol y la derrota final por 1 a 0. Esa vez los vecinos no vinieron y no hubo fiesta para celebrar que salimos cuartos. Incluso los jugadores de la selección renegaron de lo conseguido: “Éramos así, si no salíamos campeones no significaba nada”, explicó muchos años después Ildo Maneiro (1). Aquel honroso cuarto lugar fue asumido con una vergonzosa derrota.
Para Alemania 74 la mentalidad del todo o nada seguía vigente. Y yo, que tenía diez años, me ilusioné con el todo. Si la selección tan criticada de México 70 había logrado salir cuarta, no sería tan difícil ser campeón. Ahora, además, teníamos a Fernando Morena.
A esa edad yo desconocía los pormenores. El DT que había clasificado a Uruguay al Mundial, Hugo Bagnulo, había sido cambiado por otro, Roberto Porta, muy promovido por un grupo de periodistas. La selección también había sido modificada en forma radical bajo presión de los mismos cronistas deportivos.
Yo desconocía todos esos tejes y manejes, y me senté ilusionado frente al televisor blanco y negro. El baile que nos dio Holanda fue un golpe terrible. Si no hubiera sido por Mazurkiewicz aquel 2 a 0 hubiera sido una goleada catastrófica.
El segundo partido, contra Bulgaria, lo vi en lo de Igal, un compañero de la escuela, de Peñarol como yo. Alucinábamos esperando un gol de Morena. Lo hizo, pero el juez lo anuló. Empatamos 1 a 1. El tercer partido lo vi otra vez en casa. Suecia nos encajó un terrible 3 a 0 y chau mundial.
La decepción fue grande. Años después leería las siguientes declaraciones de Juan Masnik, integrante de aquella selección: “Faltando un mes para el mundial ese plantel fue destrozado. Al nuevo equipo lo hicieron los periodistas. Entró una confusión total por un lado y por otro un clima de confianza desmedida. Se realizó un operativo repatriación de jugadores sin ton ni son (…) Yo quedé injertado en una defensa fabricada de apuro (…) ¿Cómo podíamos rendir, cómo podíamos entendernos? ¡Si casi ni practicamos juntos! (…) A Morena, jugando arriba, le pasó algo parecido” (2).
El consuelo era saber que tendríamos revancha en la siguiente Copa del Mundo, que se jugaría en Argentina, donde seríamos casi locales. Fue entonces -tenía 14 años-, cuando me tocó descubrir que existía algo peor que quedar eliminado en la primera fase de un mundial. Porque ni siquiera logramos clasificar a pesar de que nos tocó disputar un cupo con Bolivia y Venezuela, que en aquellos años era mucho más débil que hoy. La clave estuvo en el partido en Caracas, que escuché desconsolado en una radio a transistores: nosotros apenas empatamos; en cambio Bolivia ganó. Ante el fracaso, el periodista más escuchado, Víctor Hugo Morales, desató una desmesurada campaña contra mi admirado Morena, responsabilizándolo de todo el fracaso, como si hubiera jugado él solo.
En aquel momento yo era solo un niño y no entendía que aquel ensañamiento de Morales, su crítica furibunda y tan tajante, era funcional a una dictadura que tenía prohibido hablar de todo, menos de eso. Hoy sí. Aquel era el circo que necesitaba el régimen. Meses después Víctor Hugo viajó a Buenos Aires a relatar el mundial ‘78 y se deshizo en elogios a los militares que organizaron esa copa manchada de sangre (3).
De la eliminatoria para España ’82 recuerdo el partido contra Perú en el Centenario. Faltando una hora para que empezara, mi madre me preguntó si quería ir.
Llegamos corriendo y con el partido a punto de comenzar. Las entradas estaban agotadas y las compramos a precio de oro a un revendedor. El estadio estaba repleto y solo conseguimos sentarnos en lo más alto de la Amsterdam. Desde allí vimos muy bien el baile que nos dio aquel equipo de Velásquez, Chumpitaz, Uribe y Oblitas. Tendrían que habernos ganado 2 a 0, pero faltando poco Victorino acomodó una pelota con la mano e hizo el gol uruguayo, que el árbitro tuvo la deferencia de validar. No se puede decir que fuera el gol de la honra. Esta vez no estaba Morena para echarle la culpa. Afuera de otro mundial.
Volvimos a la Copa del Mundo en México ’86 con la conducción de Omar Bienvenido Borrás, el primer director técnico que odié con toda el alma.
Estuve en el Centenario cuando clasificamos, en el partido decisivo contra Chile, cuando Venancio Ramos tomó un limón que alguien había tirado al campo de juego y lo estrelló contra la pelota cuando el chileno Aravena –que le pegaba con un cañón- remataba un tiro libre peligrosísimo en el final del partido. Si era gol, Chile iba a la Copa del Mundo. El limonazo movió la pelota y Aravena falló el remate. Así llegamos a México.
No teníamos mal cuadro –en la selección estaban Francescoli, el Polilla Da Silva, Alzamendi, Ruben Paz, Darío Pereira, Venancio y Zalazar- y otra vez nació la expectativa. El problema era Borrás. En la defensa, contra la opinión del Uruguay entero, se negaba a incluir a Darío Pereira, un crack con mayúsculas que triunfaba a tal punto en Brasil que allí querían nacionalizarlo. En su lugar, Borrás insistía en colocar a Eduardo Acevedo. Su otra infamia era dejar en el banco de suplentes a Ruben Paz, talentoso y goleador como pocos.
A pesar de que la selección ya llevaba más de una década de fracasos, yo seguía hinchando con pasión y no le perdonaba a Borrás su tozudez y negligencia.
El debut contra Alemania lo vi en lo de Felipe. Pusimos el televisor sin voz y a Kesman en la radio. Iban apenas cuatro minutos cuando un defensa alemán se equivocó y pasó mal la pelota. Alzamendi la tomó, pateó y la metió alta, junto al travesaño. Un golazo.
Poco después, Francescoli –que ya era una luminaria súper promocionada- enfiló solo contra el arco alemán, sin obstáculos a la vista, con el gol prácticamente hecho. Felipe y yo nos paramos a festejar. Justo entonces la imagen del televisor quedó congelada: Francescoli con la pelota dominada rumbo al gol. Por suerte estaba prendida la radio. Cuando el vozarrón de Kesman gritó goooool, nos abrazamos. Fueron unos segundos de felicidad. Pero luego volvió la imagen al televisor y el partido seguía 1 a 0, el gol no había sido. Había errado Enzo y había errado Kesman, los dos en forma inexplicable. En el resto del partido, no cruzamos casi la mitad de la cancha, defendiéndonos siempre. Ruben Paz no salió del banco de suplentes. Alemania nos empató faltando cinco minutos para el final.
En el segundo partido descubrí algo importante: había algo peor que no participar de la Copa del Mundo. Peor era estar allí y pasar vergüenza ante todo el planeta. Quedó claro cuando Dinamarca nos encajó un 6 a 1 histórico. En este partido Kesman se dio el gusto de relatar un gol verdadero de Francescoli, gracias a un penal inventado por el juez.
Para el tercer partido contra Escocia, yo no podía creer que Borrás mantuviera a Acevedo e insistiera en no poner a Ruben Paz. De camino al centro, en ómnibus, recuerdo pasar frente a la casa del técnico en Punta Gorda y mirarla con desconsuelo, como buscando en ella una pista que me permitiera entender por qué ese hombre se ensañaba tanto. Tiempo después, en el libro La crónica celeste de Luis Prats, leí que en aquellos días aciagos alguien entró en el hogar del técnico y destruyó su biblioteca. Juro que no fui yo.
El enfrentamiento con los escoceses marcó un nuevo hito celeste: José Batista fue echado a los 38 segundos por el árbitro francés Quiniou, debido a una patada que pegó en el mediocampo. Esa expulsión dio pié para que los periodistas deportivos abonaran su peregrina tesis de que en la FIFA hay un complot contra nosotros, argumento que hasta hoy perdura. Defendiéndonos los 89 minutos y 22 segundos restantes logramos empatar cero a cero y pasar a la segunda fase del mundial como uno de los “mejores terceros”. Sin duda no lo merecíamos, pero allí estábamos, en octavos de final contra la Argentina de Maradona.
Borrás, temeroso ante los rivales y ciego ante todas las evidencias, mantuvo a Acevedo en el equipo y a Ruben Paz en el banco. Yo pasaba en el ómnibus frente a su casa y tenía que contenerme para no bajar y prenderla fuego. (Repito: ¡yo no destruí la biblioteca!).
Fue, sin duda, un verdadero clásico. Recién en el minuto 41 Argentina pudo hacer el primer y único gol gracias a un notable “pase” que Acevedo le hizo al argentino Pasculli en el borde del área. No exagero, pueden verlo en Youtube. Faltando diez minutos para el final, cuando ya era mejor que no lo hiciera, Borrás claudicó: sacó a Acevedo y por primera vez en la Copa hizo entrar a Ruben Paz.
Ver esos últimos diez minutos fue lo peor de todo. Paz apilaba a los argentinos como postes, empequeñeciendo la figura de Maradona. El empate estuvo al caer y no llegó solo por falta de tiempo. Quedamos afuera de otro Mundial, con la terrible sensación de que todo pudo haber sido diferente.
Años después el célebre periodista argentino Juvenal escribió: “en los últimos diez minutos, cuando el técnico Omar Borrás se resolvió a poner a un gran jugador que mantenía hasta entonces escondido, Ruben Paz, casi se nos viene la noche” (4).
A Italia ’90 clasificamos gracias a un Ruben Sosa brillante en las eliminatorias. Teníamos un cuadrazo aún mejor que el de México ’86: Sosita, ahora sí Ruben Paz, otra vez Francescoli, Alzamendi, el Pato Aguilera, Sergio Martínez, Fonseca, todos integrantes del jet set futbolístico mundial. Pablo Bengoechea era suplente. En una gira de preparación empatamos 3 a 3 contra Alemania en Stuttgard, en un partido en el cual Ruben Pereira se mandó una doble pisada girando sobre la pelota que dejó al mundo con la boca abierta, y le ganamos 2 a 1 a Inglaterra en Wembley. Todos confiábamos mucho en nuestro nuevo DT, Oscar Tabárez. Ahora sí jugaban los mejores.
Yo ya era periodista. Trabajaba en la agencia Reuters, como corresponsal suplente en Montevideo. Se me había encomendado ver los partidos en la oficina y luego enviar al mundo un despacho con las repercusiones. Los festejos populares, por ejemplo.
Vi los cuatro juegos de Uruguay en ese Mundial, solo, en un apartamento de la calle Florida, rodeado de teletipos. En el debut actuamos en forma notable y avasallamos a los españoles, pero no pudimos hacer un gol. Tuvimos la gran oportunidad en un penal, pero Ruben Sosa lo tiró muy alto, afuera. No envié ningún cable porque no hubo festejos.
Con la esperanza intacta me senté a ver el segundo partido, contra Bélgica. Pero no jugamos ni la décima parte del encuentro anterior. Hace poco reviví en Youtube una escena de ese partido. Vamos perdiendo 2 a 0, pero los belgas juegan con diez porque ha sido expulsado Gerets. Ataca Uruguay. Medio a los tropezones la pelota llega al borde del área belga y le queda servida a Aguilera, quien en forma inexplicable patea un tirito muy débil e inofensivo. El golero belga ataja con facilidad y, con la mano, la da la pelota a un compañero, en el costado del campo de juego, cerca aún de su portería. El belga corre con el balón y elude al primer uruguayo que sale a marcarlo; luego, a la carrera, esquiva a otro y cruza la mitad de la cancha; un tercer uruguayo va a enfrentarlo, pero el belga lo deja parado como un poste; finalmente cruza la pelota al medio, donde un grandote llamado Ceulemans recibe el balón libre de todo obstáculo, corre unos metros sin oposición, patea y anota el tercero. Perdimos 3 a 1 gracias al gol de la honra que luego hizo Bengoechea. No envié ningún cable, porque no hubo festejos.
Comencé a dudar de esa selección a la que había apoyado tanto. Se publicaron en los diarios fotos que mostraban al contratista
Paco Casal sentado en el banco de suplentes de Uruguay. ¿Con qué derecho? ¿Eso era una selección uruguaya o un tinglado montado para vender jugadores? ¿Tenía eso algo que ver con la poca convicción del equipo?
El tercer partido contra Corea del Sur fue terrible y solo se definió en el último segundo, con un gol de Fonseca en offside. Increíblemente, hubo festejos por 18 de Julio porque con ese triunfo Uruguay pasó a octavos de final, y yo tuve que escribir el tan postergado cable de repercusiones. Sentí que era deshonroso celebrar tan poca cosa.
Por desgracia, los octavos de final me dieron la razón: Italia nos venció por 2 a 0 sin que nosotros atacáramos una sola vez en todo el partido, sin que cruzáramos siquiera la mitad de la cancha, una de las exhibiciones más tristes y miedosas de cualquier selección en toda la historia de los mundiales.
Eso sí: cuando terminó el partido, el presidente de Juventus fue al vestuario uruguayo para charlar con Paco (5).
Tiempo después, el corresponsal titular de Reuters participó de una entrevista colectiva con Tabárez y pudo preguntarle qué había pasado con aquella selección de cracks que había empezado prometiendo un gran mundial y lo había terminado dando pena. El técnico respondió que el penal errado contra España había demolido psicológicamente a sus jugadores. Muchos periodistas deportivos, en cambio, tenían otra opinión: la selección de Tabárez había fracasado porque no pegaba patadas, se habían olvidado de la garra charrúa. Había que volver a las raíces, y si te echaban a los 38 segundos mala suerte.
¿Y la presencia de Casal en el banco de suplentes? Se lo pregunté mil veces a Bengoechea cuando escribí su biografía. Eso no tuvo ninguna importancia, me respondió siempre. Pero a partir de allí todo fue barranca abajo.
A Estados Unidos ‘94 no clasificamos, en una eliminatoria signada por el divorcio entre el técnico Cubilla y los “repatriados”, los futbolistas más renombrados, los que jugaban en el extranjero y eran representados por un Casal cada vez más poderoso.
En la Eliminatoria para Francia ’98 tuvimos tres técnicos (Héctor Núñez, Ahuntchain y Roque Máspoli). La selección terminó séptima entre nueve y otra vez quedamos afuera. Atesoro en mi archivo dos joyas de este período. La primera es una foto de Francescoli, el técnico Ahuntchain y otros dos seleccionados posando en una publicidad de un cementerio privado. La otra es la primera plana de un diario donde el Pichón Núñez, sufrido DT oriental, dice cuánto está dispuesto a dar por la Celeste: “Si me tengo que agrandar el esfínter para que la Selección gane, lo hago” (6).
Lamentablemente, no fue suficiente.
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Disputamos la clasificación de la Copa del Mundo 2002 con una selección tercerizada. Gran parte del sueldo del técnico argentino Daniel Passarella lo pagaba la empresa Tenfield. Los jugadores discutían los premios con Paco y no con el presidente de la AUF. Los viáticos los repartía un funcionario de Tenfield que terminó en prisión. Dos de los pocos periodistas deportivos que no trabajaban a sueldo de la empresa fueron obligados a bajarse del charter de la selección. La decadencia era generalizada. Paolo Montero, el capitán, dijo en una entrevista: “En el fútbol robar no es pecado”. Eso explica que se consiguiera llegar al repechaje gracias un empate arreglado con la selección argentina, que fue despedida con aplausos en el aeropuerto (7). En cambio, cuando la selección de Australia llegó para jugar ese partido definitorio fue recibida en Carrasco por una patota que los escupió y les pegó. Yo sentí una infinita vergüenza, pero Darío Silva, integrante de esa selección, felicitó a los mafiosos. “Estuvieron bárbaro”, dijo (8). Cuando la Celeste tercerizada le ganó 1 a 0 a los australianos y por fin clasificó, alguien puso en el tablero electrónico del Centenario: “Gracias Paco”. Del mundial no puedo decir nada. Los partidos eran de madrugada y preferí seguir durmiendo.
En la eliminatoria 2006 fue todo más o menos como la del 2002, solo que esta vez los australianos ya nos conocían y nos dejaron afuera de la Copa. Asumí la noticia como un zombi del fútbol, anestesiado ante tanto espanto acumulado. No se trata de perder, porque todos los hinchas del mundo toleramos bien la derrota. Era mucho más que eso: muchos años de macanas, mentiras, promesas incumplidas, derrumbes psicológicos, operaciones de prensa, campeones de pacotilla, mucho miedo a perder y una corrupción cada día más evidente y escandalosa. Ese cóctel me había dejado insensible. Quería ser hincha como antes, pero ya no podía.
Enfermo de escepticismo agudo –y preguntándome si no sería crónico- comencé a ver a nuestra selección en Sudáfrica 2010. Cuando terminó el partido contra Francia pensé: otra vez, más de lo mismo.
Pero los tres goles contra Sudáfrica y el triunfo contra México aflojaron algo de parálisis emocional celeste. Se había triunfado en dos partidos seguidos, jugado sin miedo, con buenos goles, sin pegar patadas y sin protestarle al juez. Era evidente, además, que los dos cracks de esta selección –Forlán y
Suárez- estaban jugando a la altura de sus antecedentes y más todavía. ¡Cuántos años hubo que esperar para eso!
El 2 a 1 contra los coreanos fue especial. Esta vez la victoria también fue dramática y sufrida hasta el último segundo, pero no trucha como la de 1990. El segundo gol de Suárez, además, fue un verdadero golazo. Había que pellizcarse, pero estábamos dando espectáculo. Puse la banderita en el auto.
El partido contra Ghana fue el guión que Hollywood necesitaba para hacer una película épica sobre fútbol. Sufrí cuando los ghaneses dominaban el partido, aplaudí el golazo de Forlán, sentí bronca cuando el juez inventó el último tiro libre, admiración por el esfuerzo desesperado de Suárez por evitar el segundo gol africano y desazón porque íbamos a perder de esa manera, con un penal injusto en el último segundo.
Estaba mirando el partido con mi esposa y mi hija. Mi mujer no quiso ver y se fue, llorando. Mi hija tampoco se quedó. Mientras Asamoah Gyan se preparaba para rematar, ella se encerró en su cuarto.
Quedé solo frente al televisor. La historia había desaparecido. Ya no estaban allí los fantasmas de Borrás, Francescoli, Cubilla, Recoba, Paolo Montero, por suerte no quedaba nada de ellos. Tampoco Paco, por ventura alejado de esta selección (ahora sí: gracias Paco). Solo estaban el ghanés, el golero uruguayo y el mundo entero pendiente del desenlace. Me di cuenta que, en 40 años, nunca había visto una selección uruguaya tan conmovedora, tan consciente de sus limitaciones, pero a la vez tan sacrificada, honesta y valiente. Ninguna otra en ese lapso había honrado así a ese deporte maravilloso que es el fútbol. No merecían perder. Miré fijo la pantalla y cuando la pelota se reventó contra el travesaño, salté, corrí, grité: ¡¡Lo erró!!! ¡¡¡Lo erró!!!
Estaba curado. El hincha había vuelto. Por fin. Forlán, Suárez, Egidio, el Ruso Pérez y los demás, con Tabárez, me habían sacado de encima una carga de 40 años.
Gracias. Muchas gracias.
Lo que vino después, aún con derrotas, jugando grandes partidos contra los mejores equipos del mundo y haciendo golazos, que grité y volvería a gritar, solo hizo más notable la tarea cumplida.
Es mentira lo que han repetido mil veces -y aún repiten- muchos periodistas deportivos: que solo los ganadores dejan su huella en la historia. Ignorantes, no saben de Van Gogh, ni de Wilson ni de Kennedy Toole. No conocen la historia de Artigas. Ni siquiera a la Naranja Mecánica de Cruyff.
La vida nunca es blanco o negro, todo o nada.
Y esa lección, la más importante, también la enseñaron estos muchachos.
(1)
El Mundialazo del 70, reportaje de la periodista Magdalena Herrera, en
El País, 28 de mayo de 2006.
(2)
Juan Masnik, el Chueco de Oro. El Diario, 30 de agosto de 1978, citado en el libro
Reyes, príncipes y escuderos, tomo 2, de Franklin Morales (Ediciones de la Plaza, 2006).
(3) Ver:
Argentina 78 por VHM
(4) Juvenal,
Fútbol en el alma (1997), citado por Franklin Morales en
Reyes, príncipes y escuderos.
(5) Lo contó el propio Casal en el programa
Verano caliente, en radio
Carve, entrevistado por Mario Bardanca en enero de 1992. Citado en el libro
Yo, Paco, del propio Bardanca (Editorial Sudamericana, 2007).
(6)
La República, 20 de marzo de 1995.
(7)
Yo, Paco, de Mario Bardanca (Editorial Sudamericana, 2007). Sobre este libro, ver
esta nota.
(8)
El Observador, 26 de noviembre de 2001.
Reportaje de Leonardo Haberkorn incluido en el libro
Historias uruguayas.
Fue publicado también en la edición de agosto de 2010 de la revista
Bla.