Aterrizamos en Lima a medianoche. Habíamos reservado una habitación a través de internet. Los responsables del hotel Sipán habían prometido recogernos en el aeropuerto, pero no estaban.
A la salida de la terminal aérea decenas de taxistas ofrecían sus servicios a gritos. Como también había muchos policías y agentes de seguridad, pensé que todos serían taxis oficiales y seguros. Pero el auto al que finalmente subimos no tenía identificación ni el clásico cartel plástico que dice “taxi” en el techo. “Éste no es un taxi”, le dije. “Sí, es”, me respondió el hombre mientras sacaba un cartel de plástico de debajo de su asiento y lo colocaba sobre el tablero del auto.
Intenté no transmitirle ni preocupación a mi esposa y mi hija de cinco años. El coche tampoco tenía taxímetro, algo común a todos los taxis del Perú: lo que te cobran te lo cobran a ojo.
A la salida del aeropuerto había un peaje, pero el taxista evitó pagarlo dando un sencillo rodeo por una calle aledaña. Me sorprendí. En Uruguay a muchos les gustaría saltearse los peajes, pero nadie les deja una calle libre para hacerlo. ¿Cómo podía ser tan fácil burlar un peaje? ¿Por qué algunos pagaban si era tan fácil no hacerlo? ¿Llegaríamos al hotel o seríamos desvalijados en el camino? El taxi avanzaba en la noche limeña.
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Llegamos sanos y salvos al hotel Sipán, en la esquina de la Vía Expresa y 28 de Julio, en pleno Miraflores. No habían ido a buscarnos al aeropuerto, nos dijeron, porque se habían confundido de fecha. Nos instalamos en nuestra pieza sin saber que en ese hotel seríamos noticia.
El primer día en Lima transcurrió sin sobresaltos. Por la mañana visitamos la renombrada colección de piezas indígenas del Museo del Oro. Pagamos la entrada, que no es barata. Como anticipo de las bellezas que veríamos, en el boleto de entrada venía la foto de la pieza más bella de la colección: un cuchillo ceremonial inca (“
tumi”) de oro.
Recorrimos el museo y efectivamente vimos objetos hermosos, como una máscara dorada que llora lágrimas de esmeraldas. Al salir de la sala subimos por una escalera rodeada de afiches y recortes de prensa del mundo entero que alaban la colección. Casi todos los artículos y posters estaban ilustrados con la misma imagen: el magnífico
tumi de oro impreso en el boleto de entrada.
Fue ahí que me di cuenta: no habíamos visto esa pieza en nuestra recorrida. Preguntamos y un funcionario del museo nos dijo que no la habíamos visto porque estaba en España, exhibida allí junto con otra parte de la colección del museo.
Deberían habernos avisado antes, pensé, pero no le di mucha importancia. Sólo cuando las situaciones de este tipo comenzaron a repetirse una y otra vez en nuestro maravilloso viaje por el Perú, volví a acordarme del asunto.
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Tras el paseo llegamos al hotel Sipán con ganas de descansar, pero la dueña nos esperaba en persona y con cara de evidente nerviosismo.
Habían entrado ladrones, nos anunció: “Vayan a ver si no les falta ningún
polito”.
Abrimos la puerta de nuestra habitación con pánico. Todo nuestro equipaje, todo lo que traíamos estaba tirado y desparramado.
Por suerte, nos dijo la dueña del hotel, los ladrones no habían dado con la caja de seguridad colectiva, donde habíamos depositado nuestro dinero. La mujer dijo que dispusiéramos a nuestro antojo de las bebidas del frigobar para reponernos del mal trance. Tomando coca cola, pensamos que sólo se habían llevado la radio Barbie de nuestra hija. Dos días después, preparándonos para partir hacia Cusco, vimos que también nos habían robado dos camperas impermeables nuevas, marca Reebok, que habíamos traído para enfrentar la temporada de lluvias de la sierra.
La dueña del hotel Sipán prometió hacerse responsable. Dijo que nos perdonaría el costo de una noche de alojamiento (40 dólares) para que pudiéramos comprar dos camperas iguales. Nos aconsejó ir a las tiendas Ripley, cerca del parque Kennedy. Fuimos, allí había camperas Reebok iguales a las nuestras, pero los 40 dólares no alcanzaban para comprar ni siquiera una.
Le dijimos eso a la mujer, pero 40 dólares era el límite de su responsabilidad.
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Otras veces quisieron robarme de un modo más disimulado. El Lima un taxista quiso cobrarme 15 soles, mucho más de lo razonable, por llevarme de Larcomar a Barranco. En Cusco otro taxista me cobró un 25% más del precio convenido porque –dijo- tuvo que hacer dos cuadras extras. En esa ciudad, una agencia de turismo me hizo una reserva en un hotel tres estrellas, pero la pieza que nos dieron no tenía agua caliente. En el tren que nos trajo de vuelta de Machu Picchu olvidamos dos camperas, una de mi mujer y otra de nuestra hija. Unas horas después telefoneamos a la empresa Perú Rail y nos dijeron que en el tren sólo habían encontrado la de la niña.
Tras nuestra estancia en Lima y la inolvidable visita a Cusco, Pisaq y Machu Picchu, alquilamos un auto para recorrer la costa norte peruana.
No había pasado media hora desde nuestra partida, cuando un policía de tránsito nos detuvo y nos reclamó una coima para dejarnos seguir disfrutando de nuestras vacaciones.
Es curioso: en las carreteras del Perú está indicado cuando comienza una zona urbana en la que hay que manejar a 35, 45 o 55 kilómetros por hora. Pero nunca se aclara cuando finaliza. Los policías de tránsito suelen colocarse en esa zona semiurbana que hay al final de cada pueblo o ciudad. Naturalmente, el conductor al ver que la ciudad ya terminó ha comenzado a conducir un poco más rápido. Es ahí cuando estos guardianes de la ley aprovechan para aprovecharse.
“Aquí el límite de velocidad es de 35 kilómetros por hora”, me dijo el agente. Le respondí que la ciudad ya había terminado, pero me aclaró que el último cartel decía 35 kilómetros por hora y que esa señal seguía rigiendo mientras no apareciera otra. (De haber seguido ese criterio, todavía hoy estaría manejando al norte rumbo al Ecuador).
Mientras agitaba mi libreta de conductor frente a mis narices, el policía me planteó las cosas sin falsos pudores: podía ponerme una multa de 170 soles, sacarme la libreta, enviarla a una oficina en otra ciudad y arruinar nuestras vacaciones. Pero también podía devolverme mi documento en ese momento si yo evaluaba correctamente la situación. “Lo dejo a su evaluación”, repetía.
Le pregunté si 40 soles le parecía una evaluación correcta y frunció el ceño con disgusto. Le dije 50 y aceptó.
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Nuestras vacaciones continuaron. En Trujillo, el empleado de un estacionamiento a dos cuadras de la plaza de Armas –la cochera Pizarro, en la calle Alfonso Ugarte- anotó en nuestro ticket que habíamos llegado a las 11.30, cuando en realidad eran las 12.30. Pretendía cobrarme una hora de más. Cuando le hice ver que me había puesto una hora equivocada, dijo que se había confundido. Me mostró que en el registro oficial del estacionamiento había puesto la hora correcta: era la jugada perfecta, nos cobraba una hora extra a nosotros, pero no se la pagaba a su patrón.
En el hotel Sol y Mar de Huanchaco quisieron cobrarme cinco soles por cada vez que nos habían calentado agua para el mate: 20 soles en total. Les dije que era una vergüenza, que en la mayoría de los lugares lo habían hecho gratis o, como máximo, cobrando uno o dos soles. Me negué a pagar. Finalmente la tarifa de cada termo de agua caliente bajó a dos soles.
No podíamos bajar la guardia nunca, había que estar atentos siempre. Un par de años atrás, buscando material para una artículo crítico del modo de ser de los uruguayos, visité al antropólogo Daniel Vidart. Hablamos de la “viveza criolla” ese rasgo típico uruguayo según el cual un partido de fútbol se puede ganar tirándole arena en los ojos al arquero rival. Yo creía que esa “viveza criolla” era una característica propia (y una lápida para el desarrollo) de los uruguayos y de los argentinos, que creen que lo mejor que hizo Maradona fue aquel gol con la mano. Vidart me explicó que no era así. Menospreciados y postergados por los colonizadores españoles, los criollos americanos habían adoptado la trapacería social, el arte de hacerle trampas al prójimo, como el modo de obtener las ventajas que el modelo político español les negaba. Eso no había empezado ni en Buenos Aires ni en Montevideo, sino en Lima y otras ciudades de la costa peruana, las primeras grandes sociedades criollas. Vidart me dijo que la viveza criolla en Perú era todavía mayor que la nuestra.
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Yo había olvidado aquella entrevista con el sabio antropólogo. La recordé en el muelle de Huanchaco.
Ya era de noche cuando llegamos al muelle de ese coqueto balneario trujillano. Nunca antes había visto que se cobrara entrada para entrar en un muelle, pero un cartel lo indicaba con claridad: había que pagar dos soles por cabeza para dar un paseo por la escollera.
El boleto se abonaba en una pequeña casilla ubicada en la cabecera del muelle. El hombre que nos vendió los tickets ni nos miró siquiera; se limitó a cobrarnos y a darnos los dos talones de entrada. No nos cobró por la niña.
Estuvimos unos diez minutos escuchando las olas y luego comenzamos a desandar el camino saliendo del muelle. Cuando estábamos llegando a la cabecera noté algo raro: todo el mundo entraba sin pagar. Miré hacia la casilla donde se vendían las entradas: estaba cerrada a cal y canto. ¡Otra vez nos embromaron!, pensé.
Le pregunté a un policía qué pasaba. Me dijo que se cobraba entrada sólo hasta las 19.30. Le pregunté qué hora era en ese momento. Las 19.50, me dijo.
Nos habían vendido las entradas ya fuera de hora o, en el mejor de los casos, un minuto antes del horario gratuito, sin advertirnos nada.
Como en una película todas las imágenes volvieron a mi mente: el taxi falso, el hotel asaltado, la dueña que se haría responsable de todo lo robado, el museo del oro sin
tumi de oro, el hotel tres estrellas sin agua caliente, el taxista de Cusco, el empleado del estacionamiento en Trujillo, aquella vieja entrevista con Vidart.
Tenía que escribirlo.
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Por supuesto: éste es un artículo injusto. Nuestras vacaciones en Perú fueron maravillosas, las mejores en años. En nuestra recorrida vimos cosas tan bellas que nunca las olvidaremos. Todos nos trataron con simpatía. La mayoría, claro, también con honestidad.
Sin embargo, el porcentaje de avivados resultó muy elevado. Muchos de los que quisieron abusar de nuestra confianza (y lo lograron varias veces) no eran ladrones profesionales, sino trabajadores. En casi 30 países que he visitado nunca el límite entre honestidad y deshonestidad mostró una línea tan delgada y difusa.
Muchos peruanos nos preguntaron a lo largo de las tres semanas de viaje qué nos había parecido su país. Les respondíamos que Perú es fascinante, que nuestra excursión fue inolvidable, pero que demasiados peruanos quisieron engañarnos o atropellarnos, con y sin éxito.
La respuesta de nuestros interlocutores siempre era la misma: en todos lados hay gente deshonesta. Cuando les aclarábamos que aunque eso es cierto, ni en Buenos Aires, ni en Rio, ni en Chichicastenango, ni en Penang, ni en Bangkok habíamos padecido de tantas avivadas, la conversación se cortaba abruptamente. El peruano es simpático, pero hay verdades que prefiere no oír.
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Mantuvimos la guardia en alto hasta el último momento. Estuvimos atentos a cada señal de tránsito, cada policía, cada cartel, cada precio de cada menú, cada horario en la cabecera de cada muelle. Preguntamos una y otra vez cuánto nos iban a cobrar por calentarnos agua para el mate.
Poco antes de llegar al aeropuerto pagué el peaje que, recordé, el primer taxista que habíamos conocido se había salteado tres semanas atrás. Miré hacia el costado y vi muchos automovilistas dando el rodeo que permitía no pagar.
Sólo bajamos la guardia tras devolver el auto en el aeropuerto, hacer el
check in en la ventanilla de Lan Chile, realizar los trámites de migración y pagar la abultada tasa de embarque.
Las vacaciones habían terminado. Le habíamos prometido una muñeca a mi hija por lo bien que se había portado en todo el viaje.
Mi esposa y la niña fueron a elegirla en la mayor tienda del
free shop del aeropuerto de Lima, esa que vende whisky escocés, chocolate suizo y muñecas Barbie. Eligieron una muñeca hada y sirena a la vez, cuyo precio era 70 soles según estaba indicado en un prolijo cartel.
Uno piensa que un aeropuerto internacional es un lugar neutral y seguro. Por eso no noté nada raro cuando la cajera del
free shop me cobró 90 soles.
Mientras mi hija corría alborozada con su nueva hada-sirena, mi mujer me hizo notar que nos habían cobrado 20 soles de más. ¡Otra vez!
Volví a hablar con la cajera. Me dijo que el precio era 90 soles ya que eso era lo que indicaba el código de barras de la muñeca. Le respondí que entonces el cartel que informaba que el precio era 70 soles estaba mal, que debían retirarlo o cambiarlo. Ni siquiera me respondió y, por supuesto, tampoco quitó el precio equivocado.
Nunca me había pasado algo así en un
free shop. Me tranquilicé pensando que tenía un largo viaje por delante y que no debía arruinar el último momento de las vacaciones.
Unos minutos después, el vuelo todavía no salía, fui a gastar las pocas monedas que me quedaban. En un local que vendía recuerdos y golosinas, elegí un chocolate y unos chicles. Le di a la cajera mis últimos cinco soles con 75 centésimos.
La chica tomó la moneda de cinco soles que yo le había dado y comenzó a mirarla más tiempo del habitual. La giró entre sus dedos con cara de desprecio. Luego se la mostró a una compañera que también la miró con disgusto. Por fin se volvió hacia mí y, en voz lo más alta posible, me dijo: “Esta moneda no se la puedo aceptar porque es falsa”.
Abochornado por varios viajeros que me miraban como si fuera un delincuente, devolví las golosinas. La cajera me entregó la moneda con cara de asco. Era cierto: notoriamente era falsa.
Estaba desconcertado y furioso. Me seguirían jodiendo hasta el mismísimo momento de subir al avión.
Pensé en quién me había dado la maldita moneda. Recordé que había llegado al aeropuerto con sólo cuatro monedas, todas de un sol. Deduje entonces que el dinero falso me lo habían dado en la propia terminal. Recordé también que lo único que había comprado era la muñeca y me invadió la rabia.
Por los altoparlantes llamaron a embarcar a los pasajeros de nuestro vuelo, pero no hice caso. Comencé a correr rumbo a la gran tienda que vendía whisky escocés, chocolate suizo y muñecas Barbie.
La cajera seguía en su puesto. Agitado y ya sin paciencia, le dije, en voz lo más alta posible:
- No sólo me cobraste 20 soles de más, sino que en el vuelto me diste una moneda de cinco soles falsa. ¿No te parece demasiado?
La chica no se inmutó. Con gran calma tomó la moneda y la miró sin mayor meticulosidad. Abrió la caja registradora y sacó cinco monedas de un sol y me las tiró sobre el mostrador. Luego tomó la moneda falsa y la colocó dentro de la caja registradora.
Atrás mío esperaba el próximo cliente.
Artículo de Leonardo Haberkorn
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El Informante
Una versión reducida de esta crónica se publicó en el diario uruguayo
Plan B, el 7 de marzo de 2007.