4.9.24

Luis Suárez: el uruguayo que mordía

Poco antes de la Copa del Mundo 2014, la editora chilena Bárbara Fuentes me pidió una semblanza de Luis Suárez para incluir en un libro sobre los cracks del Mundial.

Luis Suárez, Los mejores de América
La crónica fue luego actualizada en 2021 para su publicación en el sitio web Relatto. Esa es la versión que se comparte. Algunos datos numéricos pueden no estar actualizados.

 

El uruguayo que mordía

Fue la noche en que todo el planeta conoció a Luis Suárez. Ya era un goleador de renombre, pero la fama mundial le llegó una noche de 2010, en Sudáfrica, atajando.

La historia es conocida. Varios videos en YouTube reproducen aquella jugada y cada uno ha sido visto más de un millón de veces. Es el último instante del alargue del partido de cuartos de final de la Copa del Mundo, entre Uruguay y Ghana. Están 1 a 1. El arquero uruguayo está vencido y le pelota viaja rumbo a su red. Ghana triunfará. Por primera vez un país africano estará entre los cuatro mejores del mundo. Por puro instinto futbolístico, al ver a su golero fuera de combate, Luis Suárez ha corrido a pararse en la línea de gol. Y cuando la pelota llega, logra rechazarla con los pies. El balón pica y se eleva. El ghanés Dominic Adiyiah salta y la cabecea con fuerza otra vez hacia el arco. La pelota vuela con fuerza, alta, rasgando el aire con violencia. Ahora sí será gol. Millones de africanos se paran a celebrar. Uruguay quedará eliminado. Pero en la línea de gol todavía está parado Suárez, el goleador que ya anotó tres veces en el mundial, el que nunca quiere perder, el que cuatro años después de aquella noche se enoja, protesta, se queja y hasta golpea la mesa –me contó su hermano Paolo– cuando pierde un partido de conga con sus seres queridos.

«A Luis nunca le gustó perder a nada», explica Paolo. Siempre fue igual. Cuando eran niños, en Salto, Paolo lo desafiaba a que atajara sus penales. Vivían en los fondos de un cuartel donde su padre era soldado. El arco tenía como palos un árbol y alguna chancleta. Luisito se colocaba allí, decía que era Jorge Seré, el golero de su querido Nacional, y trataba de atajar los cañonazos de su hermano mayor.

Cuando eran niños, en Salto, Paolo lo desafiaba a que atajara sus penales. Vivían en los fondos de un cuartel donde su padre era soldado.

«Atajaba bien, me gustaba mucho para golero», recuerda Paolo, el otro de los Suárez que hizo carrera como futbolista profesional, salvando las distancias.

No fue casualidad lo que ocurrió aquella noche en Sudáfrica 2010. Nada es casualidad en la vida de Luis Suárez. El cabezazo del ghanés Adiyiah llegó con tremenda potencia al arco uruguayo. Cuando el mundo entero creía que el gol ya estaba consumado, Suárez saltó, estiró sus brazos, puso sus manos delante de la furiosa trayectoria del balón y –como en el cuartel cuando era niño y soñaba con ser Seré– logró rechazar la pelota.

Lo que sucedió después todos lo recuerdan. Luego, el árbitro cobró penal y expulsó a Luis. Los africanos celebraron por anticipado, pero su estrella Asamoah Gyan erró el penal. Las cámaras mostraron a Luis Suárez festejando como loco, besando la camiseta de Uruguay. De inmediato el juez pitó el final del encuentro: empate uno a uno. El partido, «el más memorable» del Mundial 2010 según la FIFA, se definió entonces por penales. Y ganó Uruguay. Gracias a la atajada de Suárez, Uruguay estuvo entre los cuatro mejores del Mundial. Ghana no.

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«Hay gente que dice que Suárez es un héroe y hoy este señor anda orgulloso», protestó el director técnico de la selección de Ghana, el serbio Milovan Rajevac. «Suárez no es ningún héroe, es simplemente un tramposo».

El argumento no habría prosperado si Suárez no lo hubiera seguido alimentando.

En noviembre de 2010 y de regreso a su club en Holanda, el Ajax, Luis mordió a un rival, lo que le valió una suspensión por siete fechas y que el diario De Telegraaf lo llamara «caníbal».

Poco después, y gracias a decenas de goles, fue transferido a Liverpool de Inglaterra. Suárez cruzó el canal de la Mancha con su fama de goleador problemático. Lo acusaban de pegar patadas, protestar en demasía, engañar a los árbitros, fingir faltas que no existían. En Inglaterra pronto ratificó sus virtudes y sus vicios. Por esas fechas un amigo periodista me dijo: «Suárez es como el Uruguay. Uruguay como país tiene todo para ser un paraíso y no lo logra por sus taras. Luis es igual: tiene todas las condiciones para ser el mejor del mundo, pero no lo logra por las bobadas que hace».

El acabose fue cuando el francés Evrá denunció que Suárez lo llamó «negro» con intención racista durante un partido. Luis nunca lo admitió y las pruebas presentadas por Evrá no fueron claras, pero la federación inglesa lo suspendió de todos modos por ocho partidos, alimentando la saña de sus detractores. Cuando se reencontraron en un campo de juego y con la televisión registrándolo todo, Luis no estrechó la mano que Evrá le tendió en forma dubitativa. «Suárez tiene que ser deportado», reclamó George Galloway, un político progresista inglés que había cimentado su prestigio al oponerse a la guerra de Irak.

A esta altura, los detractores de Suárez se multiplicaban por el mundo. Entonces, Luis Suárez mordió de nuevo. Esta vez su víctima fue el serbio Ivanovic. Ahora hasta el primer ministro británico David Cameron se sumó al coro de censores. Lo hecho por Suárez es «el más vergonzoso ejemplo», dijo. Fue en abril de 2013. Pocos días después, la BBC entrevistó a una madre cuyo hijo había sido mordido en una escuela en Gales. La culpa –dijo la señora– era de Luis Suárez.

El prestigioso historiador inglés Paul Preston –hincha del Everton, el clásico rival de Liverpool– le dijo a la revista The Volunteer en junio de 2013: «Suárez es un repugnante, mentiroso bastardo. Es un gran futbolista, no me malinterprete. Pero él se zambulle, hace trampas, muerde, pega patadas a espaldas del árbitro. Todo sobre él es vil».

La suerte de Luis en Inglaterra estaba echada. ¿Quién podría recuperarse de semejante ola de desprecio?

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Dicen que las claves de una vida están en los primeros años de existencia y los primeros años de Luis Suárez explican muchas cosas.

Luis nació en un hogar pobre, una pobreza de generaciones, transmitida de padres a hijos en Salto, una ciudad 500 kilómetros al norte de Montevideo.

Sandra Díaz, su madre, recuerda que cuando niña no tenía cama, ni siquiera colchón. «Dormía sobre una pila de ropa que mi madre me acomodaba cada noche».

Como ocurre con tantas chicas pobres, Sandra se casó y quedó embarazada cuando apenas tenía quince años. Rodolfo Suárez, su marido, era un soldado de veinte años que jugaba al fútbol en el equipo de un cuartel del ejército en Salto. «Creí que la situación iba a mejorar, pero no mejoró mucho. Dicen que la riqueza de los pobres son los hijos y lo nuestro era un hijo atrás de otro…»

Paolo fue el primero. Luego siguieron Giovanna, Leticia, Luis, Maximiliano y Diego. Las penurias de los Suárez los llevaban a ir mudándose conforme la familia se agrandaba.

Paolo recuerda: «Primero tuvimos una casa en lo de mi abuela. Después nos fuimos a la casa de mi bisabuela, porque no teníamos donde ir. Después alquilamos una casa de madera. Después, como mi padre siempre había jugado en el equipo del cuartel, el Deportivo Artigas, y había salido campeón de Salto, nos dejaron esa vivienda dentro del cuartel».

Sandra, la madre, dice que Luis era el más tranquilo de sus hijos, siempre entretenido con una pelota. Dos veces salvó su vida cuando apenas tenía dos años. Una vez cruzó la calle solo, detrás de su madre que no se percató de que su pequeño la seguía. Luisito iba agitando un pañal con su mano, lo que lo hizo visible y lo salvó de ser atropellado. Poco después sobrevivió a una peritonitis al módico precio de una considerable cicatriz que todavía lo acompaña. Un detalle: todos los hermanos se contagiaron de varicela, Luis no.

Los Suárez no tenían muchos juguetes, pero uno les alcanzaba.

«Con una pelota matábamos el aburrimiento todas las tardes», recuerda Paolo. Fue en esa casa donde Luis empezó a jugar al fútbol, en desafíos imposibles contra su hermano mayor en los que Luisito decía ser Batistuta. Jugaban uno contra uno, además de los campeonatos de penales. Paolo recuerda: «Después de la atajada del mundial contra Ghana, conversamos y yo le decía: ¿te acordás cuando yo te entrenaba de golero en el cuartel? Y Luis se mataba de la risa».

Luis Suárez habla poco de aquellos años difíciles. En su biografía oficial en la web, dice: «Como os podéis imaginar en una casa tan numerosa los recursos no sobraban, así que nunca pudimos darnos muchos gustos».

En otra entrevista afirmó: «Éramos de clase baja. Nunca tuve la posibilidad de elegir unas zapatillas, por ejemplo. Mi madre hizo todo lo posible y lo imposible para que tuviéramos lo que queríamos. No siempre era posible, pero se lo agradecía todos los días».

Paolo, por ser mayor, tiene recuerdos más precisos de aquella infancia dura en Salto: «Éramos muchos y el dinero no alcanzaba para comer. Sufrimos mucho, muchas veces a la hora de la comida. Pero teníamos una madre que hacía hasta lo imposible por tener aunque fuera un plato de fideos en la mesa. Mi padre también, en esa etapa del cuartel».

Al fondo de la casa había tres naranjos, recordó Sandra, la madre. «Ellos se subían a los árboles, juntaban las naranjas y yo llenaba un cajón que le vendía al verdulero de la esquina. En vez de darme plata, me daba mercadería. El otro día mis hijos hacían memoria: ‘¿Te acordás que mami no nos dejaba comer las naranjas, porque sino, no las podíamos vender?’ Hoy uno recuerda esas cosas que pasamos y no lo puede creer».

Paolo no se olvidó de las naranjas. «Cuando las vendíamos podíamos hacer un buen guiso, comer algo rico».

Le pregunto al hermano mayor si Luis acaso tiene vergüenza de aquellos años de penurias. No, al contrario, responde.«Ni a Luis, ni a mí ni a ninguno de nosotros nos da vergüenza contar lo que pasamos. Lo bueno es que siempre fuimos bien respetuosos, honestos, que antes que salir a robar porque no teníamos lo que comer, pedíamos. Y que nunca hubo egoísmos, nunca nadie quiso comer más que otro. Todo lo repartimos siempre en partes iguales».

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«Como os podéis imaginar en una casa tan numerosa los recursos no sobraban, así que nunca pudimos darnos muchos gustos», aseguró Luis.

Luis tenía siete años cuando su familia emigró a Montevideo. «La situación no dio para más. Yo quería un futuro mejor para mis hijos y en Salto no lo veía», cuenta Sandra, su madre.

Sandra consiguió un empleo de limpiadora de baños en la terminal de buses de la capital. Al principio, la situación mejoró algo, pero luego se separó de su marido y todo se derrumbó. «Tuve que entregar el apartamento donde vivíamos. Paolo se fue a vivir con mi madre y yo me fui a una pensión con los demás niños. No fue fácil». Fue la etapa más dura para los hermanos Suárez: perdieron contacto con su padre, las penurias económicas se agravaron, su madre trabajaba todo el día y ellos crecían solos y pasaban mucho tiempo en la calle.

«Ahí sí que hubo un momento en que no tuvimos lo qué comer», recuerda Paolo. «Estuvimos dos o tres días solo tomando mate, con pan».

«Cuando vivimos en la pensión nos faltaba la comida, obvio», coincide Maximilano, otro de los hermanos. «Cerca de casa estaba la fábrica Sarubbi y nosotros íbamos con 30 pesos y comprábamos ocho panchos cortos. Después los picábamos finito y estábamos tres o cuatro días comiendo lo mismo: arroz con panchos y huevo». Maxi remata cada una de sus intervenciones con una pequeña carcajada. «¡Pasamos cada una!», concluye.

Seguro que fue entonces cuando Luis descubrió el valor de la picardía para sobrevivir. Los que iban a pedir a las panaderías eran Maxi y Diego, los más chicos, porque a ellos les daban más. «Luis nos esperaba a la vuelta, en la esquina o en la pieza. Hoy lo contamos y hay gente que no nos cree. Pero nosotros sabemos lo que vivimos», dice Maxi.

Maxi vuelve a reírse. Termina cada una de sus historias duras y tristes con una pequeña risa, que no es irónica. En su relato, que me llega a través del teléfono, no parece haber reproches ni resentimiento ni rabia.

«Mi padre no nos dio mucha importancia después que se separó de mi madre… ahora lo vemos seguido, pero a nosotros nos hizo falta de chicos», recuerda y ríe otra vez. «Pero todo bien, sin remordimientos ni rencores hacia mi padre. Por suerte no nos peleamos entre nosotros: todos estamos casados, todos tenemos hijos, todos vivimos separados y todos nos llevamos bien y nos comunicamos mucho entre nosotros».

Esa temprana vida de sacrificios y privaciones marcó a Luis. A la edad en que otros niños solo saben de juegos y comodidades, Luis tuvo que endurecerse, pelear y rebuscarse para conseguir lo más elemental. Y si no peleaba lo suficiente o no se ingeniaba, podía no conseguirlas.

En unas breves respuestas que me envió por Facebook, Suárez escribió:

«Siempre intento dar el máximo en cada minuto, en cada segundo, porque sufrí mucho para llegar hasta acá y por eso mismo cada pelota, cada jugada, es todo para mí dentro de la cancha».

***

Los hermanos Suárez llevaban el fútbol en la sangre, jugaban bien y soñaban con ser profesionales. La pasión con seguridad la heredaron de su padre. El talento no está tan claro.

Rodolfo Suárez era un brusco defensor del cuadro militar salteño. Llegó a estar en la selección departamental, más por su rudeza que por su virtuosismo.

«Mi viejo era malo jugando al fútbol», se ríe Paolo. «Jugaba de lateral derecho o izquierdo. Le decían el ‘Perro’ porque le ‘mordía’ los tobillos a los rivales. Mataba a patadas a todo el mundo».

Los cachorros del Perro, en cambio, eran buenos. Paolo, el mayor, pronto dejó claro que quería ser profesional. Sus padres le permitieron abandonar el liceo cuando no había concluido primero y dedicarse por entero al fútbol.

Cuando Luis tenía nueve años y jugaba en el club Urreta de baby fútbol, la liga infantil, Paolo con 16 años logró un lugar en el equipo de Basáñez, un club que jugaba en la segunda división profesional uruguaya.

Paolo hacía goles, muchos. Paco Casal, el principal contratista de fútbol uruguayo, dueño de las puertas de Europa, puso los ojos en él y comenzó a pagarle a través de Humberto Schiavone, su principal colaborador entonces. «Le estoy muy agradecido porque me ayudó mucho en ese momento. Yo le daba la mitad del dinero a mi madre, y lo otro me lo quedaba yo».

Pero ese adolescente no pudo sostener su rumbo. «Mis padres ya se habían separado y yo no tenía quién me pusiera mano dura, quién me corrigiera, y aparecieron amistades que no te llevan por buen camino, que se acercan porque uno tiene unos pesos. Yo no sabía cómo manejarme y salía, iba a los bailes, cosas así, hasta que fui perdiendo ese potencial que tenía».

Maxi, que también intentó ser jugador profesional, recuerda una anécdota que ejemplifica los obstáculos que atravesó el mayor de los Suárez en su intento por triunfar en el fútbol.

«Eran los tiempos en que mi viejo no aparecía por casa, y si aparecía lo hacía los sábados y los domingos cuando jugábamos. Entonces iba borracho a la cancha, nos gritaba, y nos sacaba mentalmente de los partidos. Me acuerdo que una vez, éramos chicos, y fuimos a ver a Paolo, que jugaba en Basáñez. Mi padre fue borracho a verlo y no paraba de gritar. Entonces Paolo se hizo echar, para poder irse de la cancha. Porque no lo podía ver así a mi padre».

Paolo se ríe al recordar aquella tarde. «Yo soy muy calentón y no soporté que mi padre me gritara todo el tiempo ‘dale Pao, dale Pao’. Quizás en aquel momento no lo entendí, pero ahora sí puedo entenderlo. Él recién se había separado de mi madre… Son cosas que uno va superando».

***

Sin disciplina ni contención, la carrera de Paolo no tardó en naufragar. En ese ambiente fue que Luis Suárez realizó su propio intento de despegar en el fútbol.

Siempre se supo que Messi sería un superdotado: tenía cuatro años y la pelota ya le obedecía. Maradona tenía solo diez cuando el principal diario argentino informó de su increíble habilidad para el fútbol. A Cristiano Ronaldo lo fichó uno de los grandes de Portugal a los once. Desde muy chicos se supo que ellos habían nacido para llegar a la cima.

No es esa la historia de Luis Suárez. Lo que Luisito tenía era pasión por jugar a la pelota, por hacer goles y por ganar siempre.

«Empezó a jugar a los cuatro años», recuerda su madre. «Lloraba por la pelota, lloraba cuando perdía, lloraba cuando no hacía goles. Siempre tuvo esa desesperación. Todos los hermanos eran futboleros, pero él más».

Paolo recuerda un partido en que su hermanito salió llorando de la cancha porque Urreta había ganado 7 a 0 y él no había podido hacer ningún gol. Pero Luis no era Messi ni Maradona. Nadie nunca jamás imaginó que llegaría donde está hoy.

En cuanto a sus condiciones originales que mostraba, el más entusiasta es Paolo. Dice que siempre supo que su hermano triunfaría en el fútbol, pero admite que jamás imaginó hasta qué punto.

El resto de la familia es más crítico. Su mamá, por ejemplo, dice:

«Hay un amigo de la familia que siempre dice que Luis era el que jugaba peor de todos los hermanos. Lo que tenía Luis era, como decíamos nosotros, suerte para hacer goles».

«Suerte para hacer goles». Lo mismo me dijo Maxi.

El ambiente donde se criaba no lo ayudaba, la carrera de su hermano mayor que era su modelo había fracasado, sus condiciones eran buenas pero no excepcionales… ¿cómo llegó entonces Luis Suárez a ser lo que es hoy, el jugador que Steven Gerrard dice que está en el mismo plano que Messi y Cristiano Ronaldo? ¿Cómo se transformó en «un modelo a seguir» por todos los que chicos que quieren jugar al fútbol, como dijo el crack holandés Dennis Bergkamp?

Es una historia digna de ser contada.

* * *

Cazadores. Eso eran Wilson Pírez y José Espósito. Recorrían las canchas de baby fútbol en busca de captar a los mejores niños para el club Nacional, uno de los dos grandes del fútbol uruguayo.

Un día fueron a la canchita del Urreta. Iban detrás de un niño de nueve años llamado Camilo Correa, que prometía como mediocampista. Fue el padre de Camilo quien les sugirió que pusieran un ojo en otro niño del club, Luisito Suárez, centrodelantero y fanático de Nacional. Su hermano Paolo hacía goles en Basáñez.

A los cazadores Luisito les gustó. Fueron a hablar con sus padres.

«Hablamos con los dos, todavía no se habían separado. Vivían en la casa de la abuela, todos amontonados. Pero eran gente de bien», recuerda Espósito.

Los padres dieron el sí. Los encargados de los planteles infantiles de Nacional también dieron el visto bueno y Luis cumplió su sueño de ponerse la camiseta tricolor.

Era un niño simpático, entrador, siempre sonriente que sufría una metamorfosis cuando pisaba la cancha. Entonces se ponía serio y peleador, se enojaba mucho y lo cegaba una obsesión: hacer goles.

«Ya con diez años tenía el arco entre ceja y ceja», recuerda Espósito. «Agarraba la pelota y encaraba hacia el arco rival. El modo de arrancar hacia adelante, el protestar y pelear cada pelota a muerte, era igual que hoy».

Lo aceptaron, pero no era el mejor delantero de su generación. Su físico menudo no lo ayudaba. Era muy flaquito. Muchas veces era suplente.

Cuando hacía un gol volvía feliz a casa, a pesar de la larga caminata de 30 cuadras que hacía porque no tenía dinero para pagar un boleto. «Había un ropero, que era de todos, y Luis iba anotando los goles que iba haciendo. Hacía rayitas por cada partido y por cada gol», recuerda su hermano Diego.

Luis dejó atrás el fútbol infantil y entró a las categorías juveniles de Nacional. Estamos en el año 2000. Luis tiene trece años y en su generación hay dos centrodelanteros mejores que él: Martín Cauteruccio y Bruno Fornaroli. «Luis era uno más. De los tres nueves que había, el que jugaba menos minutos era él», recuerda Daniel Enríquez, gerente deportivo de Nacional durante la trayectoria de Suárez en el club. «Era buen definidor, pero era frágil físicamente. Su juego se basaba en arrancar hacia el arco rival con la pelota, pero no tenía la potencia suficiente para sacarse tres rivales de encima. Cauteruccio era más grande. Fornaroli bajaba a volantear, a armar juego mejor. Luis estaba detrás de ellos.»

Se necesitaba algo más que «suerte para el gol», pero Luis no lo veía así. Lo que él sentía era bronca porque el técnico no lo ponía.

El año 2001 es una odisea. Luis tiene catorce años y es un adolescente cada vez más rebelde. Todo le parece mal. Extraña Salto y no gusta del ritmo frenético de Montevideo y el modo de hablar de su gente. No acepta el divorcio de sus padres. El derrumbe de la carrera de Paolo. Que el técnico no lo ponga. Nada le gusta y reacciona evadiéndose. Comienza a salir de noche, ir a bailes, no estudia, falta a las prácticas. A fin de año, Nacional decide dejarlo libre, es decir, echarlo. Pírez y Espósito interceden y logran que la decisión sea pospuesta.

Una noche en la que Luis está por salir de farra, Paolo lo increpa.

¿Querés arruinar tu carrera como yo arruiné la mía?

«Yo le decía que mirara lo que me había pasado a mí, que no podía pasarle lo mismo a él. Como hermano mayor a veces tenía que hablar un poco fuerte y quedaba como el malo de la película. Por suerte Luis entendió rápido».

Ayudó mucho que, poco después, a los quince, Luis conociera a Sofía Balbi, una chiquilla de doce años, la única novia de su vida, su actual esposa y madre de sus tres hijos.

Se enamoraron siendo apenas adolescentes pero la pareja se afianzó y sorteó los escollos más difíciles. Wilson Pírez ha relatado que una vez lo vio a Luis «recogiendo monedas en la calle para poder comprarle un regalo a Sofía».

Ella lo enfocó en los estudios, en el fútbol no le iba mal porque no fuera bueno, sino porque no ponía todo, no se concentraba, no daba lo mejor de sí mismo. «Vos podés», le repetía una y otra vez Sofía a Luis, cuenta la periodista Ana Laura Lissardy, que los entrevistó a ambos, en su libro Vamos que vamos.

«Ella me dio mucha confianza y me ayudó a creer en mí mismo», ha contado Luis. En las breves líneas que envió por Facebook agregó: «Todo empezó con la relación con Sofía, mi mujer ahora. Ella tuvo mucho que ver en mi carrera, en mi vida».

El adolescente rebelde decidió entonces que no le pasaría lo mismo que a Paolo. «Si no reaccionaba me iba a quedar sin el fútbol», dijo en una entrevista con el periodista Jorge Traverso.

En la horrible Montevideo, con los horribles montevideanos, con sus padres divorciados, con las borracheras de su viejo, en la mayor de las pobrezas, pasando hambre, caminando para no gastar en boletos, compitiendo con Cauteruccio y Fornaroli, con el técnico que fuera, él sería titular en Nacional y llegaría ser alguien en el mundo del fútbol.

En algo lo ayudó la naturaleza: Luisito creció. Dejó de ser un flaquito desgarbado. Se volvió más ancho, más fuerte, más pesado. Ahora sus arranques hacia el arco rival eran verdaderos embates.

Lo otro comenzó a hacerlo solo, paso por paso. De a poco, comenzó a entender que jugar al fútbol no era solo jugar con pasión a la pelota. Cuando debutó en las juveniles de Nacional «era muy apresurado, se llevaba todo por delante con tal de arrancar directo al arco rival», recordó Ricardo Perdomo, quien fue su director técnico entonces. Pero poco a poco Luis fue aprendiendo a pensar más antes de pasar la pelota, a esperar el momento justo, a no agachar la cabeza cuando iba al ataque.

«Uno le indicaba y Luis aprendía muy rápido. Era muy inteligente para ver y captar las cosas. Entendía antes que los demás», recuerda Perdomo.

Y tenía una gran ambición. Enorme. Nunca estaba conforme. «Peleaba cada pelota. Quería jugar siempre. Si el técnico lo sacaba, aunque solo faltaran cinco minutos, salía enojado», recordó Enríquez.

En 2003 hizo más de 60 goles. La vida parecía sonreírle cuando recibió una noticia terrible. Debido a la crisis económica que vivía Uruguay, la familia de Sofía emigraría a España.

A partir de ahí, su ambición de triunfar se multiplicó: tenía que mejorar para ser crack en Nacional, tenía que ser crack en Nacional para ser convocado a las selecciones juveniles uruguayas, tenía que llegar a las selecciones juveniles uruguayas para poder emigrar al fútbol de Europa, tenía que emigrar al fútbol de Europa para poder reencontrarse con Sofía.

Parecía imposible. Luisito no había estado ni en la selección sub 15 ni en la sub 17. Pero uno a uno fue derribando los obstáculos.

Llegó al primer equipo de Nacional y se ganó la titularidad. Pero en la vida de Luis nunca nada resulta demasiado fácil. La hinchada no lo quería porque decían que erraba muchos goles. Sus terribles arranques contra el arco rival lo dejaban cuatro o cinco veces frente al golero adversario, pero Luis erraba el remate final. La «suerte para el gol» no lo acompañaba. No era el exquisito definidor que luego asombraría al mundo.

«Cuando Luis debuta en primera división, no me olvido más, la hinchada lo chiflaba, lo abucheaba», recuerda Enríquez, entonces gerente deportivo de Nacional. «La verdad es que erraba uno, erraba dos, y recién metía uno. A veces tenía cinco posibilidades y no hacía dos. La gente lo insultaba. Y como el técnico lo seguía poniendo, los insultos se sumaban. Pero Luis tenía una fuerza anímica enorme, un temperamento que ya traía de juveniles: no le importaba nada y no se doblegó».

Diego Jaume era uno de los jugadores de aquel equipo de Nacional. «Apenas lo vi me di cuenta de que no era un gurí cualquiera», recuerda. «Tenía una personalidad muy especial. Cuánto más lo criticaban, más pedía la pelota, más riesgos asumía. Hay algunos que se derrumban la primera vez que la tribuna los silba. Luis no. Tenía mucha personalidad».

Los hinchas no veían que esos goles errados eran oportunidades que creaba el propio Suárez con sus arranques. No jugaba mal, al contrario. Solo tenía que serenarse en el momento final, aprender a definir las jugadas.

Por supuesto, aprendió. Muy rápido.

Nacional fue campeón uruguayo en la temporada 2005-2006. Luis Suárez hizo 12 goles, incluyendo uno a Peñarol, el rival clásico, y uno en cada una de las dos finales del campeonato.

***

La siguiente tarea cumplida en la lista de deberes de Luisito fue cruzar el océano para reencontrarse con Sofía.

Todos los futbolistas uruguayos sueñan con un contrato en Europa, pero Luis llegó a desearlo con toda el alma.

Jaume –un zaguero de juego recio, que ya tenía 33 años y había jugado varias temporadas en España– recuerda bien como Luis prestaba atención a sus experiencias y consejos. Cuando practicaban, Luis se quejaba y se enojaba mucho porque decía que Jaume le pegaba. Pero una vez que la práctica terminaba, la actitud cambiaba.

«Suárez era especial. Porque tenía mucha personalidad, sin dejar de ser humilde. Prestaba mucha atención a los que ya éramos mayores. Sabía escuchar».

En 2006, los dirigentes de un club holandés llamado Groningen vinieron a Montevideo a buscar a Elías Ricardo Figueroa, un jugador del Liverpool uruguayo cuyos padres, en su nombre, quisieron homenajear al célebre zaguero chileno que lució la camiseta de Peñarol en los años sesenta y setenta. Pero vieron jugar a Suárez y lo contrataron a él.

Luis no lo pensó dos veces. No era la liga más importante de Europa, no era un club grande, pero estaría más cerca de Sofía. Otra tarea cumplida.

El siguiente desafío alcanzado era un asunto pendiente que explotó apenas aterrizó en Holanda.

A Luis siempre le gustaron los dulces y la Coca Cola. Cuando le empezó a ir bien en las divisiones inferiores de Nacional, su primer contratista enviaba a su casa un surtido de alimentos cada semana. Diego, su hermano menor, recuerda que Luis compartía esa canasta –un verdadero tesoro para los Suárez–, salvo una única cosa que reclamaba para sí mismo: «Él se reservaba las galletitas Oreo. ¡Que nadie se las tocara porque se armaba lío!».

Por eso, cuando terminó de crecer y su físico alcanzó su desarrollo definitivo, se pasó de peso. En Nacional se lo hacían notar. Incluso le decían «el Gordo».

«El mayor problema que teníamos era hacerlo bajar de peso. Tenía un kilo o un kilo y medio de más, que en un futbolista puede ser mucho. Y ese kilo extra se le acumulaba en la cola», recuerda Enríquez.

En la primera práctica en Groningen, su nuevo técnico fue tajante: Si no baja dos kilos, no juega.

Suárez dejó los dulces, las galletitas, nunca más bebió Coca Cola. «Me acostumbré y hoy en día tomo solo agua», dijo en una entrevista.

Una vez, en una visita a Uruguay cuando ya era un futbolista reconocido en Holanda, fue a la sede de Nacional y se reunió con los responsables de las divisiones juveniles. Todos se asombraron de su nuevo físico: la cola grande había desaparecido. Pensaron que se trataba de algún trabajo personalizado que habían realizado los preparadores físicos europeos. «Nos imaginábamos que los holandeses tendrían especialistas, profesores, un sistema original de entrenamiento», recuerda Enríquez. Nada es de eso, les dijo Luis. «Solo dejé las harinas, los dulces y los refrescos».

Había adecuado su dieta porque era NECESARIO para seguir avanzando en el mundo del fútbol. Hay fotos del vestuario del Liverpool. Junto con su camiseta, a cada futbolista le dejan dos botellas, una de agua y otra de una bebida isotónica. Salvo a Suárez, a quien le dejan dos de agua.

***

A partir de allí su carrera avanzó a ritmo de vértigo. «Luis mejoró cuando se fue a Holanda», dice Sandra, su mamá. «Acá en Nacional jugaba bien, pero erraba muchos goles». Los quince goles que hizo en Groningen lo llevaron al año siguiente al Ajax, el club más importante y popular del país. En 2007, fue convocado por primera vez a una selección uruguaya, la sub 20. Y ese mismo año debutó en la selección mayor.

Bruno Silva fue su compañero en Groningen y en Ajax. Los avances que hizo Suárez en su carrera no lo asombran, porque él lo vio trabajar para conseguirlo. «Llegó a Holanda y quería crecer, quería aprender», recuerda. Siempre querer saber más. Esa, según Silva, es una de las características principales de su ex compañero. «Cuando llegó a Holanda se lamentaba que no sabía pegarle al arco de lejos, ¡y ahora mete cada golazo de tiro libre! Es todo mérito de él. Porque se quedaba entrenando horas después de las prácticas. Hizo todo lo posible para lograrlo. Y lo logró. Ha tenido una evolución muy grande como jugador».

Lo de aprender a patear tiros libres y a rematar de larga distancia es una de las más asombrosas tareas cumplidas de Luis Suárez. Porque Luisito era horrible en eso. Paolo se ríe al recordarlo. «Yo lo iba a ver jugar en las juveniles de Nacional y en los tiros libres siempre lo ponían a tapar al golero rival o a buscar el rebote. ¡Nunca lo dejaban patear!»

Pero Luis tenía ambición. Él quería hacer goles también de tiro libre. Siempre pedía que le permitieran ejecutarlos y la respuesta era la misma: ¡No!

Enríquez también se ríe al evocarlo. «Yo, que lo conocía de niño, le decía: ‘Luis, no, por favor. Salí de ahí, no seas atrevido. No patees tiros libres, no sabés. Andá al área y hacé lo que sabés hacer, que es empujarla’. Y él se enojaba mucho.» El enojo ha sido un gran motor en la vida de Luis Suárez.

***

 Pero el enojo también es parte del problema. El mejor Suárez es un cóctel perfecto que combina la pasión por ganar todo siempre, la picardía aprendida en las calles de Montevideo y la rebeldía y ambición que lo impulsan adelante más allá de las circunstancias.

Cuando un ingrediente se pasa de medida, el trago puede volverse tóxico. Un exceso de picardía, por ejemplo, puede fastidiar al público y a los jueces y volverse en contra.

En las inferiores de Nacional, Luis abusaba de tirarse y fingir faltas que no existían. «Yo no quería que exagerara tanto. ¡Entraba al área, lo trancaba una hormiga y se tiraba al suelo!», recuerda Ricardo Perdomo, su técnico juvenil.

Perdomo cuenta que muchas veces tras las prácticas se quedaban conversando y él le advertía a Suárez y a otros chicos que soñaban con emigrar que en Europa ese tipo de avivada estaba muy mal vista.

Suárez lo descubrió apenas llegar a Groningen. Adelgazó como quería el entrenador, pero igual no lo ponían porque se tiraba mucho. Bruno Silva relata: «El técnico me pedía que le hablara a Luis, porque se caía, se tiraba, y eso a él no le gustaba».

Los otros ingredientes del cóctel que se le desbordan a Luis son la pasión y, en ocasiones, la rabia. A los 15 años, en Nacional, le pegó un cabezazo a un árbitro en una final que su equipo estaba perdiendo.

«Era un muchacho normal, correcto –dice Perdomo–, pero si no le salían las cosas siempre existía la posibilidad de que perdiera el rumbo, porque es muy pasional, más que lo habitual».

Por eso, a su viejo técnico no le sorprendió que mordiera a Ivanovic en un momento de ofuscación: «En la pasión que pone, cuando las cosas no le salen, en un segundo se le puede saltar la cadena».

Fue ahí que tuvo a toda la Rubia Albion en su contra, desde la anónima madre del niñito mordido en Gales hasta al primer ministro Cameron. Cualquier otro hubiera abandonado de inmediato un país donde tanta gente estaba en su contra. Nadie lo hubiera culpado si lo hacía, pero quizás entonces nunca se habría librado de la mala fama.

Paolo no quiere contar lo que conversó en esos días tormentosos con Luis. «Son cosas que quedan entre hermanos», dice. «Pero yo sabía que él se iba a quedar en Inglaterra, porque le gustan los desafíos grandes. Luis quería una oportunidad para demostrarle a la gente que la imagen que tenían de él estaba equivocada desde todo punto de vista. Y a puro pulmón, y a puro gol, se ganó el cariño que un año después le tenían todos los ingleses, no solo los de Liverpool».

Suárez se quedó una temporada más. A diferencia de lo que había ocurrido en Holanda cuando había reivindicado su dentellada a un rival, en el caso de Ivanovic se apresuró a pedir perdón. «Espero que a todas las personas a las que ofendí el pasado domingo en Anfield puedan perdonarme y quiero de nuevo pedir disculpas personales a Ivanovic», dijo en una declaración pública. Anunció que haría un esfuerzo por mejorar su conducta. Y que se concentraría en ser mejor jugador.

Cuando volvió de la suspensión que le aplicaron, lo hizo con una lluvia de goles de todos los colores y de pases de gol a sus compañeros, en otra nueva faceta insospechada de su carrera. «Aprendió, maduró y pudo quedarse», dijo Leonardo Ilich, a quien Suárez califica como su único verdadero amigo.

Contra todo pronóstico, logró cambiar el concepto que un país entero tenía sobre él.

En una votación popular fue elegido por los hinchas ingleses como el mejor jugador de 2013. Otra tarea cumplida.

***

Paolo Suárez tuvo una segunda oportunidad y no la desaprovechó: reinició su carrera en América Central. Cuando se retiró en 2018 gozaba de prestigio como futbolista en El Salvador y Guatemala. Camilo Correa, el niño que los cazadores de talento fueron a buscar al Urreta, no llegó a jugar en primera división. Cauteruccio y Fornaroli, los dos centro-delanteros que eran mejores que Suárez en la séptima y sexta división de Nacional, hicieron buenas carreras, pero no llegaron a ser figuras de prestigio mundial. Elías Ricardo Figueroa, al que quería Groningen, jugó en clubes de segunda línea de Uruguay, Grecia y Chile.

En esta película, solo Luis Suárez llegó a la cima. «Si no lo viera jugar, no lo creería», dice su ex técnico Ricardo Perdomo, asombrado por la evolución de su discípulo. «Nunca pensé que fuera a llegar a tanto». La mamá de Luis admite que ella tampoco lo soñó nunca.

«Siempre hacía goles y sabíamos que iba a llegar, pero nunca nadie imaginó que estaría donde está hoy. Fue la fe en él mismo y su fortaleza lo que lo llevó tan alto», dice. «Yo soy creyente y sé que Dios lo eligió».

«Luis tenía oportunismo en el área y mucha ambición», concluye Enríquez. «Pero aprendió a cubrir la pelota, a girar con ella, a tirarla por entre los pies de los rivales, a patear de lejos… todo eso no lo sabía. Tampoco tenía la potencia de hoy. Maradona nació. Luis nació y se hizo a sí mismo».

***

Cuando escribí esta crónica en su versión original, Suárez tenía 27 años. Hoy tiene 34.

El artículo fue profético en más de un sentido. Llevó como título “El uruguayo que mordía” y poco después de su publicación Suárez volvió a clavar sus dientes en un rival, el zaguero Giorgio Chiellini, esta vez delante de todo el planeta, en un partido por Copa del Mundo 2014 entre Uruguay e Italia.

La FIFA le aplicó una sanción monstruosa: lo expulsó del Mundial como a un leproso, le prohibió pisar cualquier cancha, vestuario o instalación deportiva por cuatro meses y lo suspendió de jugar por la selección uruguaya por nueve partidos oficiales, que tardaron casi dos años en cumplirse.

Suárez, sin embargo, no se quebró.

Bruno Silva dice que hay tres claves en el fenómeno Suárez: La principal es su autoconfianza, que es enorme. Me decía: ‘Yo pierdo la pelota diez veces, pero a la onceava paso y los clavo. Es decir, perder diez veces la pelota no le destruye la confianza, sino que al contrario, está seguro que la próxima será gol. Él es así: sigue, sigue, sigue, pelea y lucha, siempre». Las otras dos claves, según Silva, son su fortaleza física y su permanente deseo de mejorar.

Tras la suspensión, Suárez volvió mejorado. Y no ha vuelto a morder.

La otra razón por la cual este artículo fue profético fue porque vaticinaba que Suárez tendría muchos goles por delante.

“Con seguridad todavía realizará muchas veces el ritual que repite con cada gol: besarse el anillo de su casamiento con Sofía, el tatuaje en la muñeca con el nombre de su hija Delfina y hacer el número tres con los dedos, en referencia a Benjamín, su segundo hijo”, decía la crónica.

Solo hay que agregar que el gesto goleador ha sumado a Lautaro, el tercer niño de Luis y Sofía, nacido en 2018.

Este artículo se publicó poco antes del inicio de la Copa del Mundo de 2014. La actuación de Suárez estuvo en duda hasta el último momento debido a una operación de rodilla. Pero Luis se recuperó en un tiempo récord, que dejó con la boca abierta a los especialistas. Aún así, no pudo jugar el primer partido y Uruguay cayó 1-3 ante Costa Rica. Reapareció en el segundo partido, nada menos que contra Inglaterra, y Uruguay ganó 2-1 con dos goles del crack recién operado. Luego vino Italia, la mordida a Chiellini y su expulsión del Mundial: Uruguay sin Suárez se vino abajo y fue eliminado por Colombia 2-0 en la siguiente ronda.

“¿Qué le falta? Títulos”, decía esta nota hace siete años. “No ha ganado muchos. Ganó un Campeonato Uruguayo con Nacional y un par de copas menores con Ajax, pero no la liga holandesa. No fue campeón con Liverpool de la Premier League, aunque sí de una Copa de la Liga, de menos importancia. Con la selección uruguaya ganó la Copa América 2011, cuando lo eligieron el mejor del torneo”.

De su sed de copas hablaba su deseo mil veces repetido por aquel entonces de jugar la Liga de Campeones de Europa. «Es una espinita que tiene clavada», me había dicho Diego, su hermano.

Suárez llegó a Barcelona tras la sanción que le impuso la FIFA en 2014 y comenzó a conseguir todos esos títulos que le faltaban.

Ganó cuatro ligas, cuatro Copas del Rey y dos Supercopas de España, entre otros torneos. A nivel internacional, ganó una Supercopa de Europa, un Mundial de Clubes y por supuesto, una Champions, la “espinita” que tenía clavada y ya no la tiene.

Barcelona lo dejó ir y lo pagó caro. Suárez jugó la última temporada en Atlético Madrid. Por supuesto, ganó su quinta Liga.

Le faltaban títulos. Ahora acumula 25.

No sé sabe cuánto tiempo más seguirá jugando. Pero sería bueno saber cuál es su lista de tareas para lo que viene por delante.

Leer también:

Cuarenta años en el desierto celeste

1966: Uruguay versus Inglaterra

Este texto se publicó también en la edición de junio de 2014 de la revista Bla y forma parte del libro Historias uruguayas.



21.8.24

Armando Miraldi (1942 - 2024)

El 17 de agosto falleció Armando Miraldi.

Profesor de historia e historiador, lector empedernido, con una enorme cultura general, un fino sentido del humor y una conversación siempre interesante. Los que fueron sus alumnos, en Secundaria o en la Facultad de Arquitectura, entre otras instituciones, lo recuerdan con admiración y cariño.

Miraldi fue autor de varios libros. Entre ellos Historia del movimiento obrero del Uruguay. Desde sus orígenes hasta 1930 (en coautoría con Germán D´Elia) y El golfo Pérsico, síntesis histórica de una crisis. También escribió cuentos, algunos de ellos publicados y premiados. Uno de ellos relata la trágica historia de la muerte de Simón Berreta.

Lo entrevisté muchas veces, en especial entre 2010 y 2011, durante la investigación que derivó en el libro Milicos y tupas. Miraldi es uno de sus tres protagonistas. Los otros dos son Carlos Koncke y el coronel Luis Agosto.

En aquel tiempo, el profesor vivía en una casa de altos en la calle Ejido, en el barrio Sur, con su señora y un perro que amaba. Todas las paredes de la vivienda estaban tapizadas de estantes y cientos y cientos de libros. Tenía también fotos de Marx, Lenin, el Che, varias de Sendic y una de Zelmar Michelini.

Armando Miraldi, Mariano Miraldi
Armando Miraldi y su hijo Mariano

Miraldi había integrado el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros. En Milicos y tupas contó cómo habían sido sus años de tupamaro y de preso durante la dictadura. No era un arrepentido. Decía que en iguales circunstancias, volvería a hacer lo mismo una vez más. Pero era inteligente y honesto. No ocultaba errores ni horrores, ni propios ni de la organización. Le había tocado estar en un par de episodios importantes. Había sido elegido por la dirección del MLN-T para trabajar junto con los militares en la siempre negada, soslayada o tergiversada tregua con el Ejército en 1972. Lo que contó sobre lo que vivió en aquel momento, sumado a los otros testimonios que aporta el libro, es clave para cualquier estudio serio sobre el pasado reciente.

También había vivido muy de cerca el caso de Roque Arteche, un preso común primero reclutado y luego ejecutado a sangre fría por el MLN-T. Él en persona lo había dejado en manos de la dirección de la Orga. Le habían prometido respetar su vida. No perdonaba que le hubieran mentido.

De todo eso y mucho más, Miraldi habló en Milicos y tupas.

También de los años de cárcel, durante los cuales escribió un meticuloso diario y leyó cientos de libros, cuyos títulos anotó uno por uno. Más que de la tortura, que sufrió, prefería recordar anécdotas y momentos de absurda comicidad que también vivió en los años de encierro.

Nunca lo vi de mal humor. Cuando Milicos y tupas se publicó, me envió algunas correcciones menores sin el menor atisbo de enojo o reproche. Cuando el libro desató una ola furibunda de enojos y descalificaciones, seguía divertido y con atención mis polémicas con la larga fila de ofendidos (Zabalza) y celosos defensores del relato único y la historia oficial (Fernández Huidobro, su secretario Roberto Caballero, Marcelo Estefanell, etc, etc.). Él solo tenía felicitaciones.

Nunca pude cumplirle su deseo de hacer un libro basándome en lo que llamaba su "maletín negro", que me regaló. Era  una valija llena de recortes de diarios y anotaciones propias sobre asesinatos no aclarados. Un tema que lo obsesionaba. Intentaba establecer nexos y conexiones entre casos misteriosos e impunes, que en Uruguay son demasiados. En cambio, sí participé de una actividad nada frecuente que organizó en el pueblo Agraciada, en Soriano: una conferencia donde el coronel Agosto, Miraldi y yo nos sentamos en una misma mesa, en una biblioteca municipal, años después de publicado Milicos y tupas, para hablar de las heridas de pasado reciente. 

Armando Miraldi, Luis Agosto, Leonardo Haberkorn

La última vez que lo vi fue no hace tanto. Mientras investigaba para escribir Caraguatá. Una tatucera, dos vidas, lo fui a visitar. Yo sabía, porque me lo había contado años atrás, que él había llevado, en sucesivos viajes en camión a la cabaña Spartacus, buena parte de los materiales que se usaron en la construcción de aquel sofisticado y trágico escondite. Hacía unos años que no lo veía. Lo encontré mucho más achacado, con dificultades importantes para moverse. Queriendo alcanzarme algo, tropezó y se cayó. 

Me fui con un puñado de anotaciones y una tristeza enorme.

Hasta siempre, Armando. Y gracias.

29.7.24

Pablo Álvarez debe creer que somos idiotas

"Mirando el proceso electoral de Uruguay, y mirando este proceso, te diría que me parece más transparente, o más seguro que el nuestro", dijo Pablo Álvarez al programa radial Así nos va.

Se refería al proceso electoral de Venezuela. 

Las declaraciones mueven al asombro ya que Álvarez es el presidente de la Comisión de Asuntos Internacionales del Frente Amplio.

Álvarez debe creer que todos somos idiotas: que no sabemos que en la elección venezolana hubo candidatos proscriptos, que no sabemos que se prohibió el ingreso de decenas de observadores internacionales, que no sabemos que el presidente Maduro prometió un baño de sangre si ganaba la oposición.

Álvarez parece no haberse percatado que 24 horas después de cerrados los comicios las actas de los circuitos siguen ocultas y nadie puede realmente auditar el resultado.

¿Y a título de qué tiene la osadía de comparar ese proceso grotesco con las elecciones uruguayas? Y no solo, también el tupé de decir que el nuestro sistema electoral es peor que esa caricatura de una democracia.

Acá en Uruguay, Álvarez, la única vez que hubo candidatos proscriptos fue porque así lo puso como condición una dictadura.

Pablo Alvarez. Nicolás Maduro

Acá no ha habido un solo reclamo sobre los resultados electorales desde 1985.

Acá su partido, Álvarez, ha ganado tres veces en forma consecutiva, y luego ha perdido y no se sabe de nadie que haya protestado nada.

Acá nadie ha prometido baños de sangre. Todos han ganado y todos han perdido. Todos han entregado el poder. Por lo menos hasta ahora.

Las declaraciones de Álvarez son tan transparentes como las elecciones venezolanas. Él conocerá sus razones para defender un proceso electoral truculento y, en definitiva, a un régimen que, según Amnistía Internacional, practica la tortura y la desaparición forzada.

No cualquiera sale a dar lecciones de democracia poniendo como ejemplo al Gavazzo del Caribe.

Lo preocupante es que, con tales criterios, Álvarez sea el presidente de la comisión de asuntos internacionales del Frente Amplio.


P.D.

Recibimos la siguiente respuesta de Pablo Álvarez:

Estimado Leonardo Haberkorn. Recién pude ver la nota de tu blog referido a mis comentarios sobre el proceso electoral de Venezuela. Lamento utilizar este medio, tan incómodo para escribir (celular) como para leer, pero es lo que ahora tengo a mano. 

Mi opinión a la que haces referencia central en tu texto, hizo o pretendió hacer referencia al componente "tecnológico" del procedimiento del voto, su registro y la posibilidad de su auditoría en una operativa correcta. En ningún momento puse ni quise poner, directa o indirectamente, en tela de juicio el sistema electoral de Uruguay, porque lo conozco bien y porque su fortaleza ha sido demostrada a lo largo del tiempo y en diversas circunstancias, tal como señalas y comparto. Incluso recuerdo al profesor Bottinelli comentando algo similar hace algunos años, sin pretender compararme con el profesor naturalmente. Es claro que, además, en el funcionamiento general de un sistema y un proceso electoral no solo importan los "procedimientos" técnicos del voto, sino que también importan y mucho la credibilidad y la legitimidad que los propios partícipes del proceso le confieren (votantes y partidos), y el cuidado que hacen de él a lo largo de todo el proceso. Y esto último jamás lo puse en comparación.

Tampoco pretendí con mis comentarios referirme ni valorar al largo y complejo proceso político a través del cual se llegó finalmente al día de la elección, sino centrarme en lo que pude apreciar durante ese día en que finalmente se realizaron las elecciones, incluso a pesar de todas las dificultades.

Las valoraciones  de lo que pude ver y evaluar durante todo la jornada electoral (razon de mi asistencia) fueron presentadas ante el Frente Amplio, el cual emitió una declaración al respecto que me representa.

Volviendo a lamentar y disculpándome por hacerte leer en este espacio, tan incómodo para escribir a las apuradas (celular) y leer, te hago llegar un saludo. Espero que, al menos, aunque puedas  mantener tu opinión ante estas palabras, sí puedas aceptar de mi parte que estoy lejos de creer lo que el título de tu blog señala.

Pablo Álvarez


Otras entradas: Caraguatá: una tatucera, dos vidas.

21.7.24

Los abusos sexuales del cura Antelo

Tercera -y última- entrega de la serie sobre la Comunidad Jerusalén y el sacerdote Adolfo Antelo, a propósito del interés que el podcast del diario El País ha generado sobre el tema.


E
l caso de la Comunidad Jerusalén tuvo un cierre categórico el 2 de octubre de 1996, cuando el juez José Balcaldi determinó que existían elementos de convicción suficientes para procesar y recluir a su líder, el sacerdote Antelo. "Decrétase el procesamiento y prisión de Adolfo Antelo, imputado de un delito continuado de violencia privada y un delito de lesiones graves", decía el auto de procesamiento firmado por el magistrado.

El podcast del diario El País induce a error al señalar que Antelo "nunca estuvo en prisión. Murió de cáncer, sin condena, unos días después de que un tribunal de apelaciones confirmada su procesamiento".

Padre Adolfo Antelo, cura Adolfo Antelo.
Antelo sí estuvo preso, aunque no en una cárcel. El mismo dictamen del juez Balcaldi agregaba que "en virtud del mal estado de salud del procesado" y de que su enfermedad "requiere tratamiento permanente y es de gravedad", se disponía que permaneciera recluido en el lugar que el arzobispo de Montevideo, José Gottardi, entendiera "más adecuado". Algo parecido a la prisión domiciliaria.

Ese lugar donde Antelo pasó el último tramo de su vida, privado de su libertad, fue un hogar religioso salesiano.

Por lo demás, el auto de procesamiento con prisión del juez Balcaldi fue de tal contundencia que a partir de ese momento los defensores del cura violento se llamaron a silencio. 

Además de múltiples pruebas de las brutales golpizas que el líder de la Comunidad Jerusalén propinaba a sus integrantes, el juez reunió gran cantidad de testimonios respecto a sus abusos sexuales. La nota de la revista Tres que había terminado por llevar el caso a la Justicia tenía respecto a ese punto un único y valiente testimonio, el de Ana Coutinho, pero ante el juez las voces se multiplicaron.

Antelo vivía obsesionado con el sexo. La testigo M. S. declaró que "el padre Antelo en todas las charlas decía malas palabras, los ejemplos que ponía eran permanentemente obscenos, de relaciones sexuales, de homosexualismo". "Un día nos gritaba, nos insultaba y al otro día andaba a los abrazos y un poco más, digo, manoseos, caricias, abrazos, besos, todas esas cosas que uno no esperaba en un sacerdote".

L.T. relató que varias de las integrantes del grupo dormían con Antelo. "Había una cama chica, ellas decían que dormían en un colchón en el piso. Entraban dos o tres, pero pasaba la noche una. Siempre se turnaban". 

"Antelo -mientras hablaba- abrazaba a A.y permanentemente le pasaba la mano por debajo de la pollera. A mí me pasó estar sentada y que me tocaba las piernas, las ponía sobre las suyas estando ambos sentados y me las acariciaba levantándome la pollera, adelanta de todos (...) También era habitual que Antelo les tocara los senos a las chicas para sacarles el mal del cuerpo...".

M.G. declaró que oyó como Antelo le dijo a R. "Qué linda estás hoy, qué tetas lindas tenés y ella se reía como halagada. En esta oportunidad también me dijo: 'A ver cómo las tenés vos'. A mí me molestó tanto que me di vuelta y me fui". Varias veces vio como le tocaba los senos a R. y también a I,

A.P. vio como le tocaba los senos a C. "porque así la sanaba con el amor de Dios".

A.C. relató que una vez la integrante Y. estaba con fiebre en la cama. "Yo iba a entrar al cuarto a buscar algo y en el mismo momento salía Antelo y Y. estaba pálida y mal. Le pregunté qué le pasaba y ella me dijo: 'No sé por qué me hace esto'. Le pregunté: '¿Por qué te hace qué?'. Y me dijo que le había empezado a dar besos recorriéndole la cara, el cuello y todo por dentro del camisón. Y. era una de las chicas que dormía asiduamente con él".

La misma testigo agregó que "se cansó de ver actos obscenos, personas del sexo femenino que pasaban la noche en el dormitorio de Antelo, pero no que las hermanas, por lo menos a ella, le manifestaran ninguna reprobación y que fuera contra su voluntad".

A veces abuso físico y sexual se combinaban. R.G. declaró que vio como a M., antes de someterla a una brutal golpiza, la desnudó.

"Yo me saqué toda la ropa porque tenía miedo", le confirmó M. al juez Balcaldi.

Una vez, Antelo le ordenó a M.G.que se bronceara. "Dejó la orden de que usara un dos piezas para tomar sol, que era prácticamente un tres tiras, o si no que tomara sol desnuda (...) En esta ocasión, por obediencia y presión de las consagradas me dediqué a tomar sol, tanto que tuve quemaduras de segundo grado". Otra vez, Antelo sorprendió a esta integrante regresando de la playa y le ordenó que se quitara la remera y el short. Ante su negativa, le ordenó: "Sacate la ropa que quiero verte la malla". 

 A.V. declaró en el juzgado que "Antelo le tocó a S. la vagina por encima de la pollera y lo hizo para explicar una situación de forma jocosa". También le tocó la vagina a Y. delante de todos, relató D.K.

Antelo era muy consciente de que su conducta era inadmisible. L.T. narró que "nos informaba que eso no debía trascender porque ni en el Vaticano podrían entender (...) la relación que él tenía con las mujeres".

A Antelo también le gustaba tocarle los órganos sexuales a los hombres. 

A.V. y A.P, dos de los hombres del grupo, relataron que Antelo les toqueteó sus genitales.

"En una ocasión Antelo me invitó a que yo tomara sus órganos genitales (con mi mano por arriba de la ropa) y él hizo lo propio conmigo", declaró M.D.L.

A otro de los varones, P.G., lo hizo vivir una situación humillante delante de buena parte de la comunidad, hombres y mujeres. "Antelo me exigió que le mostrara el pene delante de él, en un rincón de la sala donde estaba el resto de las personas observando la espalda del cura. Él me lo exigió una, dos, tres veces. Al final yo le muestro mi pene y luego él mismo saca el suyo y me dice: 'Ves, esto es un macho'. Experiencia por demás humillante y que demuestra el estado de obnubilación en que yo me encontraba entonces, que no le llegué a pegar una trompada".

 



3.7.24

Entrevista a propósito de Caraguatá

El suplemento Sábado Show del diario El País me dedicó el 29 de junio una generosa entrevista a propósito de la publicación del libro Caraguatá. Una tatucera, dos vidas. Reproduzco aquí algunos pasajes. La entrevista completa puede leerse en la web de El País, en este enlace.

Entrevista Leonardo Haberkorn
 (...)

—Usted ha enfrentado el discurso oficial del MLN, ¿es el que triunfó teniendo perspectiva histórica?
—Hay un discurso casi hegemónico que minimiza la violencia previa al golpe de estado. Mucha gente dice que el MLN luchó contra la dictadura lo cual es mentira. (Mauricio) Rosencof dice en un libro que si tenían que desarmar a un policía lo hacían a las piñas, pero la verdad es que mataron a una cantidad de policías. Los que establecieron ese discurso oficial fueron Rosencof y (Eleuterio) Fernández Huidobro en sus libros y (José) Mujica en las entrevistas y libros que le hicieron. Había verdades que estaban escritas en mármol y no se podían discutir. Mi libro Historias tupamaras las discutió. Lo hice apoyándome en entrevistas a otros tupamaros que tenían una visión diferente de los hechos. Nunca nadie los desmintió. Pero es justo decir que también hay otros relatos que “acomodan” la historia. Los políticos minimizan el golpe de febrero, por ejemplo. Siempre hablan de junio, y ese es otro relato muy instalado. Lo que pasa es que en febrero no hicieron nada para enfrentar el golpe y dejaron que los militares se hicieran con el poder. El Partido Comunista lo apoyó. Ese también es un relato exitoso.
—Hay quienes dicen que poner el foco en relativizar el discurso del MLN puede ser funcional al discurso de la dictadura.
—Son comentarios que te aplican para intentar silenciarte. Como el acusarte de promover la teoría de los dos demonios. Son simples extorsiones. Conmigo no corren. Mi primera militancia política fue salir en bicicleta con mis amigos a pegar volantes por el No en las columnas y teléfonos públicos, en el plebiscito de 1980. Toda mi obra periodística es anti dictadura. Hay tres libros muy específicos, que son Gavazzo. Sin Piedad, La Muy Fiel y Reconquistadora y Herencia Maldita, pero también Milicos y tupas es una denuncia muy fuerte contra la tortura. Publiqué las actas del Tribunal de Honor donde Gavazzo admitía haber desaparecido a Roberto Gomensoro, un documento que entre Tabaré Vázquez, Miguel Ángel Toma y Guido Manini Ríos habían ocultado por motivos que aún nadie sabe. Obtuve con un pedido de acceso a la información pública y publiqué en La Diaria un documento clave para aclarar el asesinato de Vladimir Roslik.
—¿Su nuevo libro Caraguatá: una tatucera, dos vidas puede leerse como una continuación de toda esa saga?
—Sí. Pero no es una continuación de Historias Tupamaras, como se planteó en una reseña en La Diaria. En Historias tupamaras yo discuto, en base a testimonios de exintegrantes, los grandes postulados de la historia oficial del MLN. En este libro no me interesó recorrer ese camino. Por el contrario, reconstruyo la vida de dos tupamaros importantes como Ismael Bassini, fundador del MLN, y de Enrique Osano, con sus claroscuros. Recojo sus puntos de vista sobre hechos importantes y graves. Y, en este libro, nunca discuto ni doy mi punto de vista. No juzgo. Todo el juicio lo dejo en manos del lector. Son dos libros muy distintos. En Caraguatá, además, dediqué mucho esfuerzo y espacio a investigar y contar cómo el Ejército mató al tupamaro Walter Sanzó, también en la misma tatucera. Fue una muerte que también pudo evitarse. Y se incluye un testimonio que yo entiendo muy relevante de un militar, el capitán Dyver Núñez, un oficial del Ejército que habla de la tortura y de qué ocurría cuando un militar se negaba a practicarla. Todo eso se ignora y se escatima. Ocurre que diciendo que es una continuación de Historias tupamaras se busca que el público de izquierda no lo lea. Ya estoy acostumbrado a ese tipo de mezquindades.
—El libro habla del asesinato de Pascasio Báez y de Walter Sanzó, del cual no se conocía mucho. ¿Qué le llamó la atención de ese episodio en particular?
—En mis trabajos anteriores varios entrevistados me habían hablado de Bassini, como un militante especialmente bueno, sensible, incluso ante sus enemigos. Y esa persona especialmente buena termina matando a Pascasio Báez. Ese dilema, ese misterio, siempre me había hecho querer entrevistarlo, llegar al fondo, entender qué paso. Cuando aceptó recibirme y empezamos a charlar me di cuenta de que su cosmovisión era interesante y excedía lo de Pascasio Báez. Leyendo sobre el Caraguatá, supe que el Ejército había matado a una persona, que era Sanzó. Descubrí que cuando lo mataron el tema llegó al Parlamento de la mano de Zelmar Michelini y Juan Pablo Terra en el 72. Advirtieron que estaban matando gente, que el Ejército actuaba sin control pero no pasaba nada. Me pareció una historia digna de ser investigada y contada, y no me defraudó.
-En el libro se cuenta la vida de Bassini, pero también de otro tupamaro: Enrique Osano.
-Cuando Bassini llegó al tema de Pascasio Báez me dijo que Osano había tenido un rol importante en ese desenlace trágico. Y decidí entonces ir a buscar su punto de vista. Resultó que su versión era distinta a la de Bassini. Entonces Caraguatá es la historia de Bassini, Osano, y de Pascasio Báez y Sanzó.

(...)

—¿Militares y tupamaros desterraron el terrorismo como opción?
—Pienso que hoy no es una opción para nadie. Pero el Ejército debería hacer un reconocimiento explícito de cosas que ocurrieron y que no ha hecho, como que se uso la tortura de manera generalizada. La Fuerza Aérea admitió que trajo un avión lleno de detenidos desde Buenos Aires, que están desaparecidos. Y ese sigue siendo el gran tabú: ¿hubo un ajusticiamiento masivo de esos detenidos? ¿Dónde están los cuerpos? Del lado de los tupamaros puede haber alguno suelto en la casa que piense que hay que volver a la lucha armada, pero hoy no es una alternativa. Mujica hoy es un demócrata convencido pero no ha sido explícito en asumir que se equivocó.
—¿Por qué?
—Yo he tratado de hablar de este tema con Mujica y no lo he conseguido. En la película de Kusturica él dice que todo lo que sufrió por estar preso en condiciones espantosas valió la pena y que lo hizo mejor persona. En Desayunos Informales le pregunté que aunque para él hubiera sido mejor, qué pasaba con la gente que lo seguió, la que fue víctima del MLN y para el Uruguay todo. La respuesta fue evasiva. Él sabe la respuesta y su accionar político lo demuestra, porque se alineó a la democracia, pero no lo explicita. Ocurre que la verdad va en contra del discurso que cree Kusturica y que cree el mundo. Es difícil ir contra eso, aunque le haría un gran favor al Uruguay si lo dijera con todas las letras.
—¿Qué lectura hace del reclamo de María Topolansky, que dijo que su hermana Lucía y su cuñado José Mujica no fueron “hasta el hueso” en la búsqueda de desaparecidos?
—Salvo algunas excepciones que han servido para ubicar algunos de los cuerpos que se han hallado, quienes tienen los datos de los enterramientos no los han compartido. Siguen guardando el secreto. Son sordos a las apelaciones a contribuir a sanar esta herida y llevarle paz a esas familias y al país. Eso ha dificultado la tarea a todos los presidentes que buscaron a los desaparecidos, desde Tabaré Vázquez hasta Lacalle Pou. Quizás Mujica tuvo un resorte adicional al cual apelar: los nexos establecidos entre el MLN-T y los Tenientes de Artigas. Quizás Topolansky cree que, con esa relación o con otros resortes, Mujica pudo haber hecho más. Pero es ella la que puede aclararlo.
—Hace dos meses protagonizó un fuerte cruce con Manini Ríos en Desayunos Informales cuando él lo acusó de haber puesto el tema de Gavazzo sobre la mesa en 2019 para opacar el surgimiento de Cabildo Abierto, ¿cómo le cae ese señalamiento?
—Manini tuvo la oportunidad en el Tribunal de Honor de Gavazzo de establecer que la tortura y que matar a un prisionero indefenso era condenable para el Ejército. Sin embargo fue por un camino de castigar a Gavazzo por una cosa infinitamente menos grave que es haber permitido que un militar estuviera preso por un asesinato que no había cometido. Gavazzo en el Tribunal de Honor dijo que él había tirado a Gomensoro en el río Negro, pero Manini no presentó el caso en la Justicia y después le llevó las actas a Tabaré Vázquez sin destacar esto, adosándole un documento de críticas a la justicia. Eso estuvo un año dando vueltas y ni Manini ni Vázquez ni Toma llevaron el caso a la Justicia ni lo hicieron público. Todo el paquete estaba escondido. Y a todos los que esperaban que eso quedara así para siempre les dio bronca que yo lo destapara. Desde que salió eso el semanario de Cabildo Abierto, La Mañana, y Manini en persona me han atacado de todas las maneras posibles. Todo lo que publiqué era verdad y merecía saberse. Nunca recibí tantas felicitaciones por una nota como el día que publiqué lo que decía en ese Tribunal de Honor: desde Pedro Bordaberry hasta Daniel Martínez, que entonces era el referente del Frente Amplio, me escribieron. Manini sigue sangrando por la herida, lo lamento por él. 

(...)

20.6.24

Un teniente Duarte, dos tenientes Duarte, cien tenientes Duarte

Desde que en diciembre de 2021 publiqué el caso de un suboficial de la Armada enviado a prestar servicios a una tapera en la mitad de la nada como castigo por haber denunciado a sus jefes corruptos ante la justicia, comencé a recibir decenas de denuncias de casos similares en las fuerzas armadas.

El del teniente Nelson Duarte fue uno de ellos. 

Hoy en Desayunos Informales hablé largo y tendido del tema. Vaya como disculpas para todos aquellos que no he podido atender todavía.


19.6.24

Cuando reencontré a Juan Ángel Miraglia (1922-2024)

Lo había escuchado mucho de niño y adolescente en Hora 25, en radio Oriental. Lo distinguía por sus juicios categóricos y tajantes. La mayor parte de las veces, estaba de acuerdo con él. Con toda seguridad, su tarea periodística era mucho más rica de lo que yo entonces estaba capacitado para comprender. A mí lo que me impactaba de Juan Ángel Miraglia, el más veterano de aquel equipo radial, era su implacable crítica y su vocación de llamar las cosas por su nombre, doliera a quien pudiera dolerle.

Muchos, pero muchos, años después, yo era el editor del suplemento Qué Pasa. Un día de 2004 recibí una carta depositada en el correo en Maldonado.

Juan Ángel Miraglia
Estaba firmada por un tal Juan Ángel Miraglia. No podía ser él, pensé. Hacía años que le había perdido la pista y que no tenía noticias suyas. Calculé que si estaba vivo tendría que haber pasado ya los 80 años. Era muy improbable que fuera él quien me escribía.

Pero había en la carta algo que agitaba al Miraglia de mi memoria. Me felicitaba por algo que yo había escrito y protestaba contra el estado actual del periodismo.

"... si nos atenemos a la chatura, la incapacidad, la insulsez o la falta de valentía de los actuales 'comunicadores' radiales, escritos o televisivos, que en la mayoría de los casos son lamentables", escribía.

Ese parecía ser el Miraglia de mis recuerdos.

Decidí llamar al número de teléfono (fijo) que colocaba debajo de su firma. Y en efecto. ¡Aquel corresponsal era un jubilado Juan Ángel Miraglia, que seguía indignándose por las cosas mal hechas y que mantenía su pluma tan afilada como 40 o 30 años atrás.

Conversamos y le dije que para mí sería un honor publicarlo en Qué Pasa. Me dijo que estaba jubilado, pero no me costó convencerlo. Seguía las noticias con atención y todavía levantaba temperatura con las indignidades de todos los días. Pasó un tiempo y comencé a recibir, cada tanto, un sobre desde Maldonado con una columna del viejo periodista: siempre duras, siempre certeras, siempre afiladas, siempre dando en el blanco.

Juan Ángel  Miraglia falleció el 18 de junio en Maldonado, a los 101 años de edad.

Para mí fue un honor haber publicado sus notas en el Qué Pasa. Nunca fueron sobre fútbol o deporte, sino sobre la realidad nacional. Copio aquí una de ellas, publicada el sábado 23 de octubre de 2004.

El derroche de siempre

Juan Ángel Miraglia

En el asunto que abordaré no temo las réplicas ni la descalificación a que pueda exponerme frente a un decadente periodismo al que asistimos todos los días a través de ese "eufemismo" que se ampara y que se define de un tiempo a esta parte, en la simple y condensada expresión de "medios de comunicación". En los que sobreabundan los que parece han asistido a la "sorbona" de la frivolidad, de la inconsistencia, de la ignorancia y hasta de la cobardía.

No se sabe a veces muy bien si porque no se tiene "eso que hay que tener" para llamarle a las cosas por su nombre o por desconocimiento grave de la obligación que impone el encarar una función llamada periodismo, que muy pocos saben ejercer.

Dentro de esos diplomados en la escuela de la frivolidad, están los que cortan "grueso", los que tienen como aliada permanente a la chabacanería o los que la van de audaces tomando siempre por el camino de la complacencia. También están los que se han especializado en "levantar centros" para que los entrevistados de turno salgan del paso en la forma más cómoda posible. O como no ven más allá de sus narices, no se les ocurre otra cosa que plantear sandeces a las gentes, resultando así exquisitos ejemplares del famoso "no te metás" que tiene abundantes cultores
.

Están también los que la van de "intelectuales del quehacer y del pensamiento" que —so pretexto de una objetividad inquebrantable— se dedican a hacer reportajes o entrevistas a supuestos técnicos o entendidos en materia de política (nacional o internacional), de economía, de filosofía, de literatura o de arte o ciencia si viene al caso.

En los diarios, televisión y en particular en la radio, asistimos con excesiva frecuencia a los rebuznos (con perdón de los asnos), de quienes son considerados y se consideran a sí mismos, conductores de la opinión y de los intereses públicos.

No faltarán los que se preguntarán con qué derecho el firmante formula tantas severas críticas al periodismo de la actualidad. Simplemente por el derecho que me dan más de 40 años del ejercicio, responsable y serio, de un periodismo que la jubilación no ha podido impedirme que lo siga viviendo todos los días.

Todo este largo "introito" o prefacio, está originado en la gran interrogante que se me ha planteado en las últimas semanas a propósito de la fabricación o elaboración de nafta en el Uruguay.

Hasta hace muy poco teníamos entendido que eso estaba sólo a cargo de Ancap. Pero de acuerdo a las "grandes pautas" publicitarias mediante las cuales el cuestionado y problemático organismo (antes con plomo y ahora sin plomo), publicita las grandes ventajas de sus productos nafteros, concluimos que en nuestro país debe haber surgido una nueva empresa competidora. Porque, que se sepa, nadie gasta una fortuna en publicitar sus productos si no tiene competencia.

Es entonces que nos preguntamos: ¿qué otra productora de nafta existe en el Uruguay? ¿Dónde está ubicada? ¿Quién la autorizó a funcionar? ¿Cuál es su nombre o su marca? ¿Es que hay otra productora de nafta que explique y justifique la campaña publicitaria de Ancap? ¿A ningún periodista se le ocurrió preguntar por qué yo, él o el pueblo tenemos que pagar esa publicidad?

Hasta ayer mismo creíamos que Ancap tenía el monopolio de la elaboración de nafta. Seguramente estábamos equivocados. Porque el periodismo de la tontería, de la frivolidad y de la ignorancia de las cosas que importan, no supo enterarnos de esa equivocación.


Por último y por las dudas: no nos duelen prendas políticas de ninguna índole en el enfoque del tema. Nos duelen los dineros del pueblo que se dilapidan sin ninguna razón.

8.6.24

1989: en Israel y Cisjordania en la primera Intifada

 

Israel. territorios ocupados. Punto y aparte
En 1989, durante la primera Intifada palestina, escribí esta crónica tras pasar varios días recorriendo la región y entrevistando israelíes y palestinos en Jerusalén, Belén, Kiriat Arba, Hebrón y en un ómnibus rumbo a El Cairo. 
Se publicó en la edición de abril de 1990 en la revista Punto y Aparte con el título: "Los territorios ocupados, las ruinas circulares". Tal como fue publicada entonces, salvo un par de correcciones, se reproduce hoy aquí.

 

Territorios ocupados, ruinas circulares

En 1948 las Naciones Unidas votaron la partición de Palestina en dos estado: uno árabe y uno judío. El plan, que tuvo el apoyo de 33 países -Estados Unidos y la Unión Soviética incluidos- y la oposición de 13 -la mayoría pertenecientes a la Liga Árabe- excluía la ciudad de Jerusalén del reparto, manteniéndola como zona internacional.

Los judíos lo aceptaron.

Los árabes de Palestina, no. Eran mayoría en el país (los judíos lo habían sido siglos atrás antes de que los romanos los dispersaran por el mundo) y sostenían tener derecho a un estado soberano propio en toda Palestina. Los países árabes vecinos les prometieron arreglar el problema con una rápida victoria militar. Muchos palestinos dejaron sus casas pensando en volver muy pronto. 

El 15 de mayo de 1948 Egipto, Siria, Jordania, Líbano, Arabia Saudita e Irak mandaron sus tropas a cumplir sus promesas. Tenían todo -incluyendo una abrumadora superioridad numérica- para ganar la guerra, pero la perdieron. El estado árabe palestino no llegó nunca a conformarse. Tras la guerra los judíos victoriosos retuvieron parte de la tierra consolidando la existencia de Israel. El resto quedó en manos de estado árabes: Egipto retuvo la Franja de Gaza, donde se habían refugiados 190.000 palestinos. Jordania se quedó con Cisjordania, incluyendo la parte sagrada de Jerusalén y otros 280.000 refugiados.

En 1967, tras una brillante gesta militar, Israel conquistaría conquistará ambos territorios. Seis días apenas llevó a los israelíes ganar aquella guerra. En cambio, para comprender lo duro que puede ser el peso de algunas victorias, han demorado 22 años.
 

"Ciudad de mierda"

Jerusalén. Declarada "capital eterna" de Israel por su parlamento. Como en cualquier otro lugar del país, los chicos y chicas de 18 años no llevan libros sino una ametralladora en la espalda. En Tel Aviv, sin embargo, uno casi puede olvidarse de la guerra. Basta salir a pasear por su centro tan europeo, basta no prender el televisor, no leer el diario. En Jerusalén no. No se puede olvidarla.

"Esta es una ciudad de mierda", dice Mónica, una joven judía proveniente de América del Sur. "No veo la hora de irme Hace dos años que vivo acá y nunca pude entrar a la ciudad antigua. Tenés miedo. La situación es horrible, vivís pensando cuántas bombas, cuántos muertos va a haber cada día". 

Un impresionante despliegue militar garantiza la seguridad de los judíos que van a rezar al Muro de los Lamentos. En el resto de la ciudad antigua casi no se ve un solo israelí, excepción hecha, claro, de las patrullas del ejército.
 

Signos

Una milenaria muralla divide la ciudad árabe antigua de la judía moderna. Entre 1948 y 1967 ese fue el límite entre Israel y Jordania. 

Es última hora de la tarde. Dentro de la antigua ciudad amurallada no hay nadie. Solo silencio. Demasiado silencio. Cualquiera que hubiera estado allí un par de años antes no podría reconocer la vieja Jerusalén. El bullicio oriental de sus callejuelas ya no existe, las tiendas están cerradas al igual que el mercado árabe. Ya no se escuchan los gritos, el regateo de precios, el árabe, el inglés ni el hebreo. De los miles de turistas parece no quedar ninguno.

Las amarillentas paredes están tapadas de graffitis. Los tacharon y los volvieron a pintar varias veces. Son frases indescifrables en árabe. Sin embargo hay dos signos que se repiten una y otra vez y que son fácilmente identificables: uno es la bandera Palestina; el otro es la V de la victoria.
 

Centímetros sagrados

Las callejuelas serpentean. Apenas un recodo divide una zona judía de una árabe. Los judíos rezan con fervor en el Muro de los Lamentos. A menos de 100 metros, en la mezquita de cúpula dorada de Omar, los musulmanes le piden a Alá las mismas cosas para sus familias, las opuestas para el país. Es una guerra por distancia de centímetros. 

A pocas cuadras de allí, tres jóvenes dejan pasar el tiempo contra una pared. Uno que sabe hablar inglés señala uno de sus compañeros.
-El hermano de él está preso.Se lo llevaron de esta casa. Lo acusaron de hacer bombas y ponerlas del otro lado de la ciudad.
-¿Y era cierto?
 Se miran. El hermano del preso desconfía. Está muy serio.
 -Sí, trabajaba para la OLP.
 La conversación se ve interrumpida por una patrulla de tres soldados. Dos llevan ametralladoras, el otro un lanzagranadas. Los cinturones y los bolsillos van repletos de municiones. Les pidan los documentos. Preguntan qué están haciendo. Ellos responden en perfecto hebreo.

Buena vecindad

No importa cuánto se odien. Ambos pueblos conviven bajo este sistema desde 1967. Decenas de miles de palestinos abandonan todos los días los territorios ocupados para ir a trabajar a Israel. En sus pueblos arrojan cócteles molotov y piedras a los israelíes; fuera de Gaza y Cisjordania trabajan para ellos. Como mozos, en la construcción, en todos aquellos trabajos que los israelíes desprecian.

-Mirá, éste es nuestro mercado de esclavos -dice irónico David, un israelí de 27 años, uno de los que sostienen que "los palestinos tienen razón".

A pocas cuadras del centro de la Jerusalén judía, una decena de palestinos muy pobremente vestidos esperan parados en una vereda que algún israelí se acerque para contratarlos para una mudanza, cargar bolsas de arena o cualquier otra cosa. La paga invariablemente será miserable.

Los que tienen más suerte pueden escapar del mercado de esclavos y conseguir en Tel Aviv un empleo algo mejor.
"Yo trabajo en un salón de fiestas en Te Aviv y tengo muy buenos amigos judíos, buenos tipos que van al ejército solo porque los obligan", dice un chico musulmán de 16 años. Como todos los palestinos, teme dar su nombre. Recostado contra una pared de la ciudad vieja, participa de una escena poco común para los tiempos que corren. Despreocupadamente él, un chico árabe cristiano y otro joven judío hablan de fútbol. 

En la conversación se mezclan amigablemente el árabe y el hebreo. El musulmán habla: "La situación es mala muy mala. El hermano de él -señala al cristiano- está preso desde hace un mes porque estaba sin cédula en la calle. Esa es la razón de la Intifada: te llevan preso por nada. Entonces es mejor que nos lleven por tirar piedras", dice. "Los soldados israelíes son lo peor, pero no todos los judíos son así. Nosotros solo queremos vivir en igualdad. Con eso bastaría para que todo estuviera bien, pero las diferencias son demasiadas: ellos pueden tener armas, nosotros no; nosotros trabajamos para ellos, pero ellos no trabajan para nosotros". 

El judío tiene 16 años, es inmigrante colombiano. Escucha lo que dicen sus amigos sin hablar. 

"Qué querés que te diga. Yo estoy acá, vos ves que no hago diferencia con mis amigos. Pero yo no decido a nada. Es el gobierno, es su asunto. El día que me llamen al ejército voy a ir".

El color de mi cédula

-¿Cómo te llamas? 

-No, el nombre no. Poné Mohammed, el nombre del profeta,

Se ríe. Tiene 20 años. Su inglés es excelente. Era estudiante universitario, pero desde el comienzo de la Intifada, todas las universidades en los territorios ocupados cerraron. Sus calificaciones -recuerda- eran sobresalientes. Ha intentado continuar su carrera en Estados Unidos, pero no consiguió la visa. "Nunca se la dan un palestino", se resigna. 

-Nosotros le debemos todo a la Intifada. Muchas veces, de muchos modos, habíamos intentado conseguir nuestra liberación sin éxito. La Intifada ha cambiado la opinión pública mundial. Ahora son muchos los que están de nuestro lado. Entienden que luchamos por lo que nos corresponde. Somos un pueblo, una nación, no podemos estar siempre bajo el gobierno de otro. Creo que hemos encontrado el camino. La OLP ofrece ahora la paz. Pese a lo duro que la Intifada está golpeando a los judíos, dice: queremos la paz, queremos compartir esta tierra con ustedes. Porque queremos la paz. Quiero vivir en un lugar donde no me paren todos los días los policías que pasan por la calle, donde no tenga una cédula de un color distinto, donde no sea un ciudadano de segunda. En una verdadera democracia. No sé quién tiene más derecho sobre esta tierra. Ya no importa. Podemos compartirla sí es en igualdad.

-La ONU en 1948 dividió el país en dos estados. ¿No era una buena solución?

- Sí, era buena. No sé qué pasó entonces que nos quedamos sin nada.
 

Tatuaje falso 

Mohammed nos guía entre el laberinto de calles. Quedamos en volvernos a encontrar. En un comercio, extrañamente abierto, un hombre mira el noticiero en un pequeño televisor. Empieza con la fórmula habitual: el informe de los muertos del día. Hoy: dos palestinos muertos y nueve heridos en Nablús. Mohammed se despide. "Si querés ver la Intifada tenés que ir ahí a Belén o Hebrón, Esta es la capital y hay demasiado soldados. Tratan de conservar el poco turismo que va quedando. Y acá casi no hay piedras en la calle".

Antes de seguir el consejo, consulté al corresponsal de la agencia EFE en Jerusalén, el experiente periodista Elías Zardívar. "yo antes iba mucho a los territorios ocupados. Ahora ya no. Los palestinos desconfían mucho, incluso de los periodistas. Hace poco fueron a Belén cuatro soldados israelíes disfrazados de periodistas: carnés, grabadores, cámara de fotos. Nadie sospechó. Después sacaron una ametralladora y mataron a uno en el mercado. Ya no creen en los periodistas. Tenés que tener mucho cuidado. 

-¿Vos sabés hablar hebreo? 

-Algo.

-No se te vaya a escapar una palabra.

Bienvenidos

Los soldados me interrogan. Tantas vueltas en espera de Mohammed, que ha prometido acompañarme a Belén ("conviene que ahí andes con un árabe") han llamado su atención. Desconfían de mí. Luego de largos minutos de preguntas me devuelven el pasaporte y tratan de ser corteses.

-¿Toda su familia vive allá en África?

Mohammed ha faltado a la cita. Debo ir a Belén solo. La terminal de ómnibus árabes está a pocas cuadras. De allí parten los coches a sus pueblos en los territorios ocupados. Son vehículos viejos, notoriamente peores que los ómnibus israelíes.

El coche que va a Betlehem -nombre árabe y hebreo de Belén- arranca. Su destino final es Beith Saur, una pequeña localidad árabe cristiana sitiada por el ejército y vedada a cualquier visitante, incluida la prensa. Allí han inventado un método no violento y especialmente temible de rebelión contra la administración israelí: no pagan sus impuestos.

Por fin arranca. No hay en todo el pasaje una sola persona con aspecto occidental. Al pasar frente a una iglesia la mayoría se persigna: son cristianos. En pocos minutos el vehículo llega al límite de Jerusalén. Hacia un costado se puede ver uno de los barrios más nuevos de la ciudad: zona judía. Por la ventanilla del conductor ya se vislumbra Belén. Menos de diez kilómetros separan el fin de la capital eterna hebrea del comienzo de uno de los principales focos de la Intifada palestina.

La mínima "tierra de nadie" termina pronto. El árido paisaje muestra ahora las primeras casas de Belén. Al llegar a algo parecido a una terminal de ómnibus, bajo. La puerta del coche se abre solo para mí. Me recibe el cañón de una ametralladora.

-Andate de acá.

El soldado mueve su arma frente a mi cuerpo, reforzando el sentido de sus palabras. Contra una pared cuatro compañeros suyos tienen a diez o doce árabes con las piernas y los brazos extendidos.

-Andate de acá.

-Soy periodista.

-Andate.

 Obedezco y cruzo la vereda. La terminal de ómnibus es una desierta explanada de concreto. No hay ningún coche. Ningún pasajero. A unos 150 metros un fotógrafo rubio dispara nervioso su cámara. Un cartel anuncia unos lugares más sagrados del cristianismo: "Iglesia de la Natividad a 500 metros". De pronto, una lluvia de piedras empieza a caer sobre los soldados. No se ve a nadie en la calle. Por sobre las azoteas solo se ve el cielo celeste y el abrumador sol del desierto. Pero las piedras siguen cayendo. Bienvenido a la Intifada.

El rebaño

El lugar donde nació Cristo se encuentra en una plaza. No es una plaza cualquiera, es casi una fortaleza. A su frente se ubica el el cuartel de la policía israelí. Está rodeado por una enorme alambrada de unos tres metros de altura. En un costado hay un camión del ejército, rodeado de soldados armados a guerra. Varias casas que rodean la plaza tienen, en sus azoteas, puestos del ejército con hombres armados.

Las excursiones con turistas llegan a la plaza. Los pasajeros reciben instrucciones claras: deben bajar en fila. Sin salirse de ella, entrar a la iglesia. Terminado el paseo, retornar, todos juntos al ómnibus. El conductor arrancará rápidamente de regreso a Jerusalén.

La mayoría de los comercios que rodean la plaza están cerrados desde hace mucho tiempo. Los turistas ya no se acercan, ni visitan tampoco el resto de la ciudad.

-Mire, mire lo que están haciendo de este país.

Una monja me habla y señala la gigante valla de alambre. "Mire lo que han hecho, mire esos pobres muchachos..."

En la comisaría, detrás de las rejas, cuatro jóvenes están arrodillados en el piso. Tienen las manos atadas a su espalda. Los ojos mirando a una pared gris. El sol cayéndoles a plomo sobre sus cabezas. Un soldado monta guardia.

"Usted mire, mire y cuente. Yo ahora no puedo hablar. Pero usted hágalo por nosotros".

La monja se va.

Un vehículo del ejército, mezcla de jeep y camión, llega.

Los detenidos son sacados de la comisaría y llevados hacia él. Uno de ellos tiene como mucho 10 años, quizás 9, quizás 8. Los van subiendo de a uno. El carro militar es alto, y sin poder utilizar sus manos -las tienen atadas- los detenidos tienen problemas para subir. Hay cinco mujeres árabes que se han parado a unos diez metros de la escena y la contemplan, rígidas. Los pocos habitantes de Belén que están en las calles miran en silencio. Solo los turistas siguen cumpliendo, sin cambios, su ritual de folletos y cámaras de fotos. Ahora llega el turno del niño. Con las manos atadas, va rodeado por los soldados. Diez, nueve, quizás ocho años. Las mujeres explotan: 

-Animales.

-Animales.

-¡Animales  animales, animales!

El límite

Los israelíes han atravesado muchas guerras. En cada una de ellas murieron cientos de sus soldados, a veces miles. Sin embargo, nunca un joven se había cuestionado la prestación del servicio militar. Debían ir al ejército, y también a la guerra, por causas justas, moralmente superiores, porque sus enemigos no les daban más remedio, entendían.

Desde el comienzo de la Intifada eso ha cambiado. Por primera vez jóvenes israelíes prefieren la cárcel a tener que cumplir con su servicio en los territorios ocupados.Rami Hasson ha pasado 140 días en la cárcel desde diciembre de 1987, en que se negó por primera vez a tomar parte en la represión de la Intifada. Ahora ha sido convocado nuevamente para ser carcelero en Hebrón. "Prefiero ser un prisionero en una cárcel militar que un carcelero en los territorios ocupados", dice. Es activista de un movimiento llamado Yesh Gvul, que en hebreo quiere decir "hay un límite". 

De todos modos la gran mayoría del país sigue cumpliendo con sus servicios militares.

"Es un trabajo sucio. Yo me siento como un monstruo de dos cabezas. Con una hago todo aquello para lo que he recibido órdenes y con la otra hago todo lo que tengo que hacer para que no me maten. Se supone que tenemos que correr a los chicos que nos tiran piedras. Cuando lo hago, las botas me pesan, y la ropa, y el fusil. Ojalá siempre lograran escaparse. No me gusta eso de tener que arrestar nenes de 10 años". 

La prensa israelí sigue siendo independiente. El testimonio lo recogió, de boca de un oficial del ejército, el periodista Mijail Myron en la Franja de Gaza en los mismos días en Punto y Aparte estuvo en Cisjordania. 

Pero no todos los soldados se muestran tan contemplativos. El mismo periodista israelí recogió otro caso. Un hombre palestino llevaba en Gaza un tatuaje con la V de la victoria. Los soldados lo detuvieron.

"Me hicieron tirar al piso. Me palparon de armas. Uno pisó mi codo izquierdo, mientras el otro buscaba algo en su bolsillo. Creí que buscaba una lapicera, que me iba a pedir el nombre, documentos o algo así. Pero sacó una navaja y comenzó a arrancarme el tatuaje, con carne y músculos. Grité del dolor, que era horrible. Mi hija me miraba desde el umbral. Y decía: 'Papá, papá'. Salió mi mujer y también se puso a gritar. La golpearon con un bastón de madera".

Myron fue enviado a Gaza dos días después de que un niño palestino muriera baleado en el campo de Shati. Un niño de 3 años.

Error

El jeep se ha ido. El silencio vuelve a Belén. Uno de los soldados que monta guardia en la plaza se acerca, mira mi carné de periodista y me canta: "hijo de puta, hijo de puta". Llega un oficial. Con calma despliega un papel escrito en hebreo ante mis ojos.

-Desde hoy a las 11 Belén ha sido declarada zona militar cerrada a la prensa. Debe irse. No puede estar acá.

Pegado a las paredes bordeo la plaza alejándome del oficial, del puesto militar y de la Iglesia de la Natividad. La ciudad se abre, al otro lado de la plaza. Tratando de disimular, escondiéndome de la vista de los soldados, dejo la plaza y me meto en una callecita. El aspecto es desolador. Las calles mugrientas y abandonadas. Casi no hay nadie. Algunos, escondidos detrás de una esquina, siguen mirando el lugar desde donde recién partió el camión militar con sus presos.

Camino solo. La tensión se respira en el aire. Las ropas me denuncian. Cualquier soldado sabrá que soy un no residente violando el estado de sitio. Los árabes saben que no soy uno de ellos: solo puedo ser un periodista o un agente israelí. Espero no convertirme en un "error" de la Intifada. Los Comités Populares y de Choque que la conducen han ordenado el asesinato de presuntos colaboradores con las autoridades. Pocas pruebas, ningún juicio y acciones rápidas. Muchas ejecuciones luego fueron admitidas como "errores".

El quinto hijo

Hay dos mujeres árabes en la esquina. Al verme empiezan a hablar con nerviosismo. Gesticulan. Creo reconocer entre sus frases la palabra sahafi, que en árabe quiere decir periodista. Es imposible estar seguro. Una se va. La otra queda parada en una esquina. Yo enfrente.

La mujer vuelve con una chica. Ésta intenta hablar en inglés, pero apenas si sabe algunas palabras: soldados, madre, muertos. Me pregunta si quiero ir.

Ellas van adelante. En cada esquina miran para los dos lados. No hay casi autos en Belén. Esquivan soldados. Llegamos a una puerta. Entran. Entro.

Es una pieza casi vacía. Una cama, una mesita, algunas sillas. En una pared, la foto de un joven con una leyenda en árabe. Hay una mujer que llora. Nunca había visto llorar así. Grita. Sacude los brazos y llora siempre otra vez. En la cama hay tres muchachos jóvenes. Al lado de la mujer, hay otra. En un costado hay un anciano. Me quedo parado en un rincón. Me ofrecen un banquito. Quieren hablar pero no saben inglés. Quiero hablar pero no sé árabe. Los gritos de la mujer no escuchan los consuelos de quienes la acompañan. A veces dice algo y la otra mujer también se pone a llorar.

Miro impotente las paredes y la única foto que adorna el cuarto y espero. Cada minuto es eterno. Una joven de unos 20 años, morocha y bastante bonita, llega a la casa. Dice algo y los otros me señalan. Después sonríe y saluda en perfecto inglés.

Hablan. Los jóvenes sentados en la cama son tres de los cinco hijos de la mujer que todavía llora. Uno de los muchachos que se acaba de llevar el camión del ejército israelí es uno de los dos hijos que no están presentes.

Descargan todas unas palabras atragantadas y la chica casi no puede traducir tantas cosas que le dicen. Las palabras se mezclan con los llantos. "Mire lo que es esta casa, acá acá vivimos 14 personas". Llanto. "Los muchachos no pueden salir a trabajar porque cualquier joven que anda por la calle termina preso". Llanto. "Entran a las casas, le pegan a las mujeres. Dicen que son una democracia, pero qué democracia es esta que se lleva a niños presos". Llanto.

La mujer se seca las lágrimas y señala la foto que está en la pared. El coro de familiares y vecinos se detiene un segundo. "Este era mi otro hijo, el quinto. Tenía 18 años. Lo llevaron preso. Una semana antes de que terminara la condena... una semana antes... en la cárcel, lo mataron".

Uno de sus hijos vivos trata de consolarla. Los otros bajan la vista con impotencia. Las venas de los brazos parecen a punto de estallar. La mujer apenas recupera el aliento para agregar, llorando de nuevo: -Y al que se llevaron hoy también me lo van a matar...

Círculo I

"El problema acá es que pasan los meses pasan los años y las soluciones no llegan. Medio país está dispuesto a negociar con la OLP y el otro medio país lo impide. Estamos estancados en ese punto. Indefectiblemente, negociar con la OLP implica la creación, a corto plazo o mediano plazo, de un estado palestino independiente. Y acá nadie está seguro de lo que eso puede implicar. Porque ya tuvieron un estado en 1948 y no les sirvió y nos invadieron siete países. Porque en el 67 quedaron bajo gobierno de Jordania Y tampoco fue la solución y vino el terrorismo. Quizás ahora, después de vivir tantos años de miseria y de opresión, haya comprendido que la paz se encuentra siempre en alguna solución intermedia. El dilema de Israel es cómo saber si realmente es así. Mientras tanto la Intifada sigue y nuestro desgobierno también. Si la derecha pudiera hacer lo que quiere, ya habría matado a todos los que tiran piedras. ¿Y qué? El problema reaparecería con mayor violencia dentro de unos años. Si la izquierda fuera gobierno, ya les habría dado su estado independiente. ¿Sería esa la solución definitiva o el comienzo de un nuevo conflicto? Eso es lo que te deprime de vivir acá: ver que no hay soluciones, que no hay salida", dice angustiado un israelí de 30 años.

Círculo II

Después de unos minutos los ánimos en la habitación de Belén se han tranquilizado algo. Una niña trae un refresco envasado en Cisjordania (los palestinos realizan un monolítico boicot a la industria israelí). Ellos toman café. Son hospitalarios. La mujer ha dejado de llorar. Le digo a la chica traductora que les pregunte si aceptarían, como solución de paz, compartir el país con los israelíes. Ella traduce. Lamento haber hecho la pregunta. La mujer explota otra vez en su locura de gritos y lágrimas. 

-Después de que han matado a mi hijo, ¿cómo puedo compartir el país con ellos? No tienen alma.

Descansa en paz 

Jerusalén, Tiberíades, Safed y Hebrón son las cuatro ciudades santas para los hebreos. En ellas la vida judía no sufrió interrupción alguna desde la época bíblica

El 24 de agosto de 1929 Hebrón quedó sin judíos por primera vez en 5000 años. Una revuelta árabe mató a 59 de ellos, incluyendo mujeres y niños. De ellos al menos 23 fueron torturados, mutilados, y luego, descuartizados. Los pocos sobrevivientes escaparon

Tras la independencia israelí, Hebrón quedó en mano jordanas. Cuando los israelíes volvieron a la región en 1967 fundaron, a un kilómetro de ella, una nueva ciudad: Kiriat Arba. 

Hebrón sigue siendo sagrada, tanto para los musulmanes como para los judíos: allí está la tumba de Abraham, el primer monoteísta de la humanidad.

El ómnibus para Kiriat Arba sale desde Jerusalén. Como todos los ómnibus israelíes es confortable y moderno. Sin embargo tiene un detalle curioso: todos los vidrios de las ventanas están rajados.

La temperatura es alta, el sol cae a plomo sobre el coche. A pesar de ello, apenas abandona los límites de Jerusalén y se interna de los territorios ocupados, los pasajeros cierran sus ventanillas. La temperatura sube. Espero que las piedras se estrellen de un momento a otro punto, que los vidrios vuelen. Esta vez no lo hacen.

Kiriat arba es una ciudad de edificios todos iguales. Una especie de Parque Posadas en la mitad del desierto. Está completamente rodeada de altas alambradas y torretas de vigilancia. Desde su entrada principal se ven las primeras casas de Hebrón.

-Antes vivíamos en buena vecindad con los árabes. Tenía amigos árabes que venían a mi casa. Después empezó la Intifada y todo se arruinó. Si ellos tiran piedras, ¿qué podemos hacer nosotros?

La ciudad aplasta. El calor es insoportable. Caminar no tiene sentido. Hacia cualquier lado solo se ven los mismos, idénticos, edificios y se adivina el desierto y un alto enrejado entre él y nosotros.

Las calles de la ciudad son todas son recorridas una y otra vez por jeeps del ejército. Sus radios no dejan de transmitir claves. Los soldados se detienen a comer algo en un bar. Su dueña lo tiene decorado un modo particular. Un cartel dice: "Amo a todos los judíos". Otro muy grande pregunta: "¿Qué bandera prefiere para su país?" Las opciones son dos: la bandera de Israel o la Palestina con una calavera en el medio.

Dos chicas están sentadas en la vereda. No sienten especial placer en hablar para un periodista extranjero acerca de la Intifada

-¿Intifada? Ellos tiran piedras y nosotros contestamos. Que no se quejen. ¿Qué quieren Si antes tenían de todo.

-No tenían independencia. 

-Este es nuestro país. Si quieren independencia que se vayan a otro.

Los soldados del puesto de vigilancia miran extrañados. No es común que alguien cruce las alambradas de Kiriat Arba para ir caminando a Hebrón. Yo apenas espero que ningún árabe me haya visto salir de la ciudad judía.

Apenas un kilómetro separa una ciudad de otra. El estado de Hebrón es todavía más calamitoso que el de Belén; recuerda, dicen los que han estado allí, a Beirut. Las calles están vacías y llenas de escombros. No hay un solo comercio abierto. Es la desolación absoluta. El grueso de los soldados israelíes en la ciudad están atrincherados en una plaza frente a la mezquita de Abraham, por si algún turista o fiel judío quiere visitar su tumba. Adentro del lugar santo, a pesar de ello y salvo los soldados, todos son musulmanes.

La tumba está recubierta por un lienzo de terciopelo bordado con una leyenda en árabe. Dice: "Esta es la tumba del profeta Abraham, que descanse en paz".

Difícilmente alguien puede hacerlo en Hebrón.
 

El velorio

El abandono de Hebrón es indescriptible. Escombros. Casas ruinosas. Una pintada en cada centímetro de pared disponible. Como siempre: tachadas y vueltas a pintar. Tantas veces como sea necesario.

Por algún altoparlante suena el llamado a la oración de los musulmanes. Lo reciben las calles desiertas.

El carné de periodista colgado de mi cuello no alcanza. Las pocas personas que andan por la calle me miran con desconfianza. Sus miradas aterran. 

"Hey, periodista".

Cinco o seis muchachos, de unos 20 años, se me acercan. Me preguntan qué hago.

-Sahafi

En inglés me invitan a ver al padre de uno que mataron.

Lo sigo. Subimos y subimos por calles bíblicas y estrechas. "Acá nos animan a venir los soldados", dicen. Espero una escena parecida a la de Belén: una casa, una madre llorando. Pero al dar vuelta el enésimo recodo de una esquina, el espectáculo es bien distinto. Cientos de personas están reunidas alrededor de una casa. Banderas palestinas flamean en su techo y en los de las casas vecinas. Un gigantesco pasacalle, con letras árabes, cuelga desafiante. La casa tiene más banderas en sus ventanas. Hay fotos de Yasser Arafat y del asesinado líder palestino Abu Nidhal. Sobre la puerta hay una foto de un chico muy joven, desconocido.

Cincuenta, sesenta palestinos me rodean. Los muchachos que me habían llevado hasta allí discuten con ellos. Las voces de los otros suenan más altas. Por fin uno me habla.

-Tiene que irse de acá.

-¿Usted quién es?

-El tío.

Imbécil. Espero que no sea tarde para haber entendido. Los muchachos me habían llevado a ver al padre de "uno que mataron". Pues ahí estoy: en su velorio. Es el chiquilín de la foto. Me disculpo lo más amablemente posible. Ninguno de los hombres que me rodean se mueve. Unos me miran por sobre los hombros de los otros. Las banderas palestinas flamean sobre nosotros. Por fin el tío me habla.

-Tiene que irse -dice.

Y agrega: 

-No queremos a nadie de Israel acá.

Busqué con la vista a los jóvenes que me habían llevado allí. Así. ¿Qué habían dicho de mí? No los vi. Saqué tan rápido como pude el pasaporte uruguayo y los carné de periodista. Fueron de mano en mano. El tío los miró largo rato. Todos esperaron el veredicto en silencio. Lo pronunció mirándome a los ojos.

-Eres bienvenido.

Italia '90

Dentro de la casa cubierta de banderas palestinas solo hay hombres. El cuerpo ya fue enterrado. Las mujeres -me explican- se reúnen en casa del asesinado para acompañar a su madre. El chico tenía solo 15 años.

El padre del joven muerto saluda a los presentes. Es un hombre mayor con la piel oliva curtida por el sol del Medio Oriente. Está vestido del modo tradicional árabe. Tiene los ojos llenos de lágrimas.

Cuando me voy los muchachos que me habían llevado allí me acompañan.

"Lo mataron ayer. Estaba pintando un graffiti. Un auto con chapa árabe se le acercó. (Las matrículas de los autos israelíes son amarillas mientras que los residentes de los territorios ocupados son celestes). Uno sacó una ametralladora y lo mató. Iban vestidos de civil. 

El Jerusalén Post, un diario independiente, publicó al otro día las dos versiones del caso. El ejército negó los cargos, dijo que no hubo muertos ese día en choques con sus tropas y que solo conocía el caso de un chico herido durante un enfrentamiento con los soldados. Fuentes militares dijeron al post que chicos enmascarados habían tirado piedras a una patrulla. Los soldados dispararon al aire y luego las piernas de los atacantes de sus atacantes. Uno de los jóvenes habría sido herido en una pierna.

La versión recogida por el diario de boca de residentes locales coincidía con la del velorio. Cerca de su casa, un auto Subaru llevando soldados vestidos de civil se acercó al chico y le disparó en una pierna cuando cayó herido los soldados bajaron y dispararon al menos dos veces a quemarropa.

Caminamos. Ahora estamos en el lugar donde el joven cayó muerto. Alguien ha dejado unas piedras y una flor de plástico.

-¿No les da miedo andar por la calle? -les pregunto.

-Miedo tienen ellos.

El espectáculo es deprimente. Las calles están en muchos casos tapiadas por murallas hechas con barriles. "Las hace el ejército para que los que tiran piedras no puedan escaparse tan fácil". Ahora estamos en la casa del chico muerto sobre la que también flamea la bandera palestina. "Ayer dejamos ciego a un soldado tirándole ácido en los ojos"; "cada día matamos a uno acuchillándolo"; "acá el 70% de los jóvenes somos de Hamás", dicen. Hamás es una organización antiisraelí más radical que la OLP que se alimenta de un creciente fundamentalismo islámico y de los pocos éxitos concretos que la nueva estrategia de la OLP ha conseguido. Su crecimiento es mayor cada día, mientras los israelíes se niegan a dialogar con Arafat.

-¿Qué les parece que la OLP haya reconocido la existencia de Israel y busque un acuerdo de paz?

-No creemos en la paz con Israel. La OLP lucha bajo las órdenes de Arafat. Nosotros combatimos bajo las órdenes de Alá. El Corán dice que debemos matar a todos los judíos. Y los vamos a matar.

Caminamos en silencio por calles vacías. Tras una barricada de barriles aparece una desierta canchita de fútbol. Su aspecto resume una insondable tristeza. Es imposible imaginarse a un niño corriendo con la única preocupación de fusilar al golero. El piso es de arena. Uno de mis acompañantes, que me asesinaría apenas adivinara mi origen familiar, me pregunta, sonriendo: 

-¿Uruguay se clasificó al Mundial?

Fin


Un ómnibus de Israel a Egipto, de Jerusalén a El Cairo. Algo que fue impensable y hoy es posible.

El pasaje es variado. Desde dos rubios soldados finlandeses, cascos azules de la ONU de vacaciones de su servicio en el Líbano, hasta un matrimonio uruguayo de origen árabe que por primera vez va a Egipto.

Hay egipcios e israelíes. Hay un grupo de chicas y muchachos árabes israelíes, de la ciudad de Haifa. Van impecablemente vestidos. Viven la Intifada como algo lejano. "¿Es cierto que les pegan?"

Hay un profesor palestino. Viaja a El Cairo invitado por la Unesco para dar una conferencia. Vive cerca de Nablús y asegura que allí es todavía peor que en Hebrón. Estuvo en Jordania cuando su ejército atacó a los palestinos. "Fue muy duro, muy duro", dice, pero prefiere no agregar más y mirar por la ventanilla.

Cuando se llega a la frontera hay que dejar el ómnibus israelí y pasar a uno egipcio. Antes hay que pasar por el control de pasaportes todos toman el suyo. Estamos en Rafah, Rafíah en hebreo.

El pasaporte del profesor palestino es de un país que ya no administra el territorio donde fue expedido. Lo consiguió cuando Cisjordania era parte de Jordania, antes de 1967.


Rafah, Rafiah, Israel, Gaza, Palestina
Los finlandeses, ingleses, uruguayos, egipcios e israelíes, incluidos los chicos árabes de Haifa, cruzan la frontera sin problemas. El profesor, en cambio, es retenido. Su origen, su domicilio, su viejo documento, hacen que deba someterse a mil revisaciones e interrogatorios. Él es distinto a todos nosotros. Su país no existe en los mapas. Por fin, los israelíes lo dejarán cruzar la frontera pero su demora ha sido muy larga. Nuestro ómnibus ha partido rumbo a El Cairo. Él deberá viajar en el próximo.

El nuevo ómnibus tiene asientos reclinables, pero nadie puede dormir ya que por los altoparlantes no deja de sonar música árabe a todo volumen. Todos viajan felices. Un guía egipcio da la bienvenida a todos en árabe y en inglés. Luego se disculpa frente a los israelíes por no poder darla en hebreo: no conoce el idioma. Es un muchacho de unos 18 años, muy simpático. Un turista israelí intenta enseñarle. El guía lo intenta y le sale mal. El israelí vuelve a ayudarlo y el guía lo intenta otra vez. Casi, casi. Al tercer intento el egipcio da a los israelíes una cálida bienvenida en un casi perfecto hebreo. Los israelíes aplauden. 

Ha sido un reconfortante espectáculo. Lástima que el profesor no estuviera para verlo.

28.5.24

Amelia Sanjurjo: mentiras verdaderas

El fiscal militar Héctor Borgatto envió el 22 de julio de 1987 un oficio al director general de Información de Defensa, preguntándole si el 31 de octubre o el 1 de noviembre de 1977 habían detenido a la ciudadana Amelia Sanjurjo. Cumplía con un mandato emanado del artículo 4to de la Ley de Caducidad, que exigía al Poder Ejecutivo investigar el destino de los desaparecidos.
El oficio de Borgatto, quien también tenía encomendada la investigación de la desaparición de Eduardo Pérez Silveira, fue respondido apenas un día después, el 23 de julio de 1987. El país llevaba más de dos años de recuperada la democracia.
La respuesta tenía la firma del director general de Información de Defensa, general Juan A. Zerpa. El documento está en el rollo 814 de los llamados Archivos del Terror y se reproduce aquí. Dice que “la persona no fue detenida por personal de esta Dirección General "ni en esas fechas ni en ninguna otra oportunidad". Y agrega:“Asimismo se deja constancia que en esta Dirección General no existe información que la persona mencionada anteriormente hubiese estado detenida en alguna otra repartición militar”.
El 6 de junio de 2023, 36 años después, un esqueleto fue hallado en el Batallón 14. Hoy se supo que eran los restos de Amelia Sanjurjo, la mujer que el Ejército había desaparecido en 1976 y sobre la que había mentido en 1987.


Amelia Sanjurjo



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