Poco antes de la Copa del Mundo 2014, la editora chilena Bárbara Fuentes me pidió una semblanza de Luis Suárez para incluir en un libro sobre los cracks del Mundial.
La crónica fue luego actualizada en 2021 para su publicación en el sitio web Relatto. Esa es la versión que se comparte. Algunos datos numéricos pueden no estar actualizados.
El uruguayo que mordía
Fue la noche en que todo el planeta conoció a Luis Suárez. Ya era un goleador de renombre, pero la fama mundial le llegó una noche de 2010, en Sudáfrica, atajando.
La historia es conocida. Varios videos en YouTube reproducen aquella jugada y cada uno ha sido visto más de un millón de veces. Es el último instante del alargue del partido de cuartos de final de la Copa del Mundo, entre Uruguay y Ghana. Están 1 a 1. El arquero uruguayo está vencido y le pelota viaja rumbo a su red. Ghana triunfará. Por primera vez un país africano estará entre los cuatro mejores del mundo. Por puro instinto futbolístico, al ver a su golero fuera de combate, Luis Suárez ha corrido a pararse en la línea de gol. Y cuando la pelota llega, logra rechazarla con los pies. El balón pica y se eleva. El ghanés Dominic Adiyiah salta y la cabecea con fuerza otra vez hacia el arco. La pelota vuela con fuerza, alta, rasgando el aire con violencia. Ahora sí será gol. Millones de africanos se paran a celebrar. Uruguay quedará eliminado. Pero en la línea de gol todavía está parado Suárez, el goleador que ya anotó tres veces en el mundial, el que nunca quiere perder, el que cuatro años después de aquella noche se enoja, protesta, se queja y hasta golpea la mesa –me contó su hermano Paolo– cuando pierde un partido de conga con sus seres queridos.
«A Luis nunca le gustó perder a nada», explica Paolo. Siempre fue igual. Cuando eran niños, en Salto, Paolo lo desafiaba a que atajara sus penales. Vivían en los fondos de un cuartel donde su padre era soldado. El arco tenía como palos un árbol y alguna chancleta. Luisito se colocaba allí, decía que era Jorge Seré, el golero de su querido Nacional, y trataba de atajar los cañonazos de su hermano mayor.
Cuando eran niños, en Salto, Paolo lo desafiaba a que atajara sus penales. Vivían en los fondos de un cuartel donde su padre era soldado.
«Atajaba bien, me gustaba mucho para golero», recuerda Paolo, el otro de los Suárez que hizo carrera como futbolista profesional, salvando las distancias.
No fue casualidad lo que ocurrió aquella noche en Sudáfrica 2010. Nada es casualidad en la vida de Luis Suárez. El cabezazo del ghanés Adiyiah llegó con tremenda potencia al arco uruguayo. Cuando el mundo entero creía que el gol ya estaba consumado, Suárez saltó, estiró sus brazos, puso sus manos delante de la furiosa trayectoria del balón y –como en el cuartel cuando era niño y soñaba con ser Seré– logró rechazar la pelota.
Lo que sucedió después todos lo recuerdan. Luego, el árbitro cobró penal y expulsó a Luis. Los africanos celebraron por anticipado, pero su estrella Asamoah Gyan erró el penal. Las cámaras mostraron a Luis Suárez festejando como loco, besando la camiseta de Uruguay. De inmediato el juez pitó el final del encuentro: empate uno a uno. El partido, «el más memorable» del Mundial 2010 según la FIFA, se definió entonces por penales. Y ganó Uruguay. Gracias a la atajada de Suárez, Uruguay estuvo entre los cuatro mejores del Mundial. Ghana no.
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«Hay gente que dice que Suárez es un héroe y hoy este señor anda orgulloso», protestó el director técnico de la selección de Ghana, el serbio Milovan Rajevac. «Suárez no es ningún héroe, es simplemente un tramposo».
El argumento no habría prosperado si Suárez no lo hubiera seguido alimentando.
En noviembre de 2010 y de regreso a su club en Holanda, el Ajax, Luis mordió a un rival, lo que le valió una suspensión por siete fechas y que el diario De Telegraaf lo llamara «caníbal».
Poco después, y gracias a decenas de goles, fue transferido a Liverpool de Inglaterra. Suárez cruzó el canal de la Mancha con su fama de goleador problemático. Lo acusaban de pegar patadas, protestar en demasía, engañar a los árbitros, fingir faltas que no existían. En Inglaterra pronto ratificó sus virtudes y sus vicios. Por esas fechas un amigo periodista me dijo: «Suárez es como el Uruguay. Uruguay como país tiene todo para ser un paraíso y no lo logra por sus taras. Luis es igual: tiene todas las condiciones para ser el mejor del mundo, pero no lo logra por las bobadas que hace».
El acabose fue cuando el francés Evrá denunció que Suárez lo llamó «negro» con intención racista durante un partido. Luis nunca lo admitió y las pruebas presentadas por Evrá no fueron claras, pero la federación inglesa lo suspendió de todos modos por ocho partidos, alimentando la saña de sus detractores. Cuando se reencontraron en un campo de juego y con la televisión registrándolo todo, Luis no estrechó la mano que Evrá le tendió en forma dubitativa. «Suárez tiene que ser deportado», reclamó George Galloway, un político progresista inglés que había cimentado su prestigio al oponerse a la guerra de Irak.
A esta altura, los detractores de Suárez se multiplicaban por el mundo. Entonces, Luis Suárez mordió de nuevo. Esta vez su víctima fue el serbio Ivanovic. Ahora hasta el primer ministro británico David Cameron se sumó al coro de censores. Lo hecho por Suárez es «el más vergonzoso ejemplo», dijo. Fue en abril de 2013. Pocos días después, la BBC entrevistó a una madre cuyo hijo había sido mordido en una escuela en Gales. La culpa –dijo la señora– era de Luis Suárez.
El prestigioso historiador inglés Paul Preston –hincha del Everton, el clásico rival de Liverpool– le dijo a la revista The Volunteer en junio de 2013: «Suárez es un repugnante, mentiroso bastardo. Es un gran futbolista, no me malinterprete. Pero él se zambulle, hace trampas, muerde, pega patadas a espaldas del árbitro. Todo sobre él es vil».
La suerte de Luis en Inglaterra estaba echada. ¿Quién podría recuperarse de semejante ola de desprecio?
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Dicen que las claves de una vida están en los primeros años de existencia y los primeros años de Luis Suárez explican muchas cosas.
Luis nació en un hogar pobre, una pobreza de generaciones, transmitida de padres a hijos en Salto, una ciudad 500 kilómetros al norte de Montevideo.
Sandra Díaz, su madre, recuerda que cuando niña no tenía cama, ni siquiera colchón. «Dormía sobre una pila de ropa que mi madre me acomodaba cada noche».
Como ocurre con tantas chicas pobres, Sandra se casó y quedó embarazada cuando apenas tenía quince años. Rodolfo Suárez, su marido, era un soldado de veinte años que jugaba al fútbol en el equipo de un cuartel del ejército en Salto. «Creí que la situación iba a mejorar, pero no mejoró mucho. Dicen que la riqueza de los pobres son los hijos y lo nuestro era un hijo atrás de otro…»
Paolo fue el primero. Luego siguieron Giovanna, Leticia, Luis, Maximiliano y Diego. Las penurias de los Suárez los llevaban a ir mudándose conforme la familia se agrandaba.
Paolo recuerda: «Primero tuvimos una casa en lo de mi abuela. Después nos fuimos a la casa de mi bisabuela, porque no teníamos donde ir. Después alquilamos una casa de madera. Después, como mi padre siempre había jugado en el equipo del cuartel, el Deportivo Artigas, y había salido campeón de Salto, nos dejaron esa vivienda dentro del cuartel».
Sandra, la madre, dice que Luis era el más tranquilo de sus hijos, siempre entretenido con una pelota. Dos veces salvó su vida cuando apenas tenía dos años. Una vez cruzó la calle solo, detrás de su madre que no se percató de que su pequeño la seguía. Luisito iba agitando un pañal con su mano, lo que lo hizo visible y lo salvó de ser atropellado. Poco después sobrevivió a una peritonitis al módico precio de una considerable cicatriz que todavía lo acompaña. Un detalle: todos los hermanos se contagiaron de varicela, Luis no.
Los Suárez no tenían muchos juguetes, pero uno les alcanzaba.
«Con una pelota matábamos el aburrimiento todas las tardes», recuerda Paolo. Fue en esa casa donde Luis empezó a jugar al fútbol, en desafíos imposibles contra su hermano mayor en los que Luisito decía ser Batistuta. Jugaban uno contra uno, además de los campeonatos de penales. Paolo recuerda: «Después de la atajada del mundial contra Ghana, conversamos y yo le decía: ¿te acordás cuando yo te entrenaba de golero en el cuartel? Y Luis se mataba de la risa».
Luis Suárez habla poco de aquellos años difíciles. En su biografía oficial en la web, dice: «Como os podéis imaginar en una casa tan numerosa los recursos no sobraban, así que nunca pudimos darnos muchos gustos».
En otra entrevista afirmó: «Éramos de clase baja. Nunca tuve la posibilidad de elegir unas zapatillas, por ejemplo. Mi madre hizo todo lo posible y lo imposible para que tuviéramos lo que queríamos. No siempre era posible, pero se lo agradecía todos los días».
Paolo, por ser mayor, tiene recuerdos más precisos de aquella infancia dura en Salto: «Éramos muchos y el dinero no alcanzaba para comer. Sufrimos mucho, muchas veces a la hora de la comida. Pero teníamos una madre que hacía hasta lo imposible por tener aunque fuera un plato de fideos en la mesa. Mi padre también, en esa etapa del cuartel».
Al fondo de la casa había tres naranjos, recordó Sandra, la madre. «Ellos se subían a los árboles, juntaban las naranjas y yo llenaba un cajón que le vendía al verdulero de la esquina. En vez de darme plata, me daba mercadería. El otro día mis hijos hacían memoria: ‘¿Te acordás que mami no nos dejaba comer las naranjas, porque sino, no las podíamos vender?’ Hoy uno recuerda esas cosas que pasamos y no lo puede creer».
Paolo no se olvidó de las naranjas. «Cuando las vendíamos podíamos hacer un buen guiso, comer algo rico».
Le pregunto al hermano mayor si Luis acaso tiene vergüenza de aquellos años de penurias. No, al contrario, responde.«Ni a Luis, ni a mí ni a ninguno de nosotros nos da vergüenza contar lo que pasamos. Lo bueno es que siempre fuimos bien respetuosos, honestos, que antes que salir a robar porque no teníamos lo que comer, pedíamos. Y que nunca hubo egoísmos, nunca nadie quiso comer más que otro. Todo lo repartimos siempre en partes iguales».
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«Como os podéis imaginar en una casa tan numerosa los recursos no sobraban, así que nunca pudimos darnos muchos gustos», aseguró Luis.
Luis tenía siete años cuando su familia emigró a Montevideo. «La situación no dio para más. Yo quería un futuro mejor para mis hijos y en Salto no lo veía», cuenta Sandra, su madre.
Sandra consiguió un empleo de limpiadora de baños en la terminal de buses de la capital. Al principio, la situación mejoró algo, pero luego se separó de su marido y todo se derrumbó. «Tuve que entregar el apartamento donde vivíamos. Paolo se fue a vivir con mi madre y yo me fui a una pensión con los demás niños. No fue fácil». Fue la etapa más dura para los hermanos Suárez: perdieron contacto con su padre, las penurias económicas se agravaron, su madre trabajaba todo el día y ellos crecían solos y pasaban mucho tiempo en la calle.
«Ahí sí que hubo un momento en que no tuvimos lo qué comer», recuerda Paolo. «Estuvimos dos o tres días solo tomando mate, con pan».
«Cuando vivimos en la pensión nos faltaba la comida, obvio», coincide Maximilano, otro de los hermanos. «Cerca de casa estaba la fábrica Sarubbi y nosotros íbamos con 30 pesos y comprábamos ocho panchos cortos. Después los picábamos finito y estábamos tres o cuatro días comiendo lo mismo: arroz con panchos y huevo». Maxi remata cada una de sus intervenciones con una pequeña carcajada. «¡Pasamos cada una!», concluye.
Seguro que fue entonces cuando Luis descubrió el valor de la picardía para sobrevivir. Los que iban a pedir a las panaderías eran Maxi y Diego, los más chicos, porque a ellos les daban más. «Luis nos esperaba a la vuelta, en la esquina o en la pieza. Hoy lo contamos y hay gente que no nos cree. Pero nosotros sabemos lo que vivimos», dice Maxi.
Maxi vuelve a reírse. Termina cada una de sus historias duras y tristes con una pequeña risa, que no es irónica. En su relato, que me llega a través del teléfono, no parece haber reproches ni resentimiento ni rabia.
«Mi padre no nos dio mucha importancia después que se separó de mi madre… ahora lo vemos seguido, pero a nosotros nos hizo falta de chicos», recuerda y ríe otra vez. «Pero todo bien, sin remordimientos ni rencores hacia mi padre. Por suerte no nos peleamos entre nosotros: todos estamos casados, todos tenemos hijos, todos vivimos separados y todos nos llevamos bien y nos comunicamos mucho entre nosotros».
Esa temprana vida de sacrificios y privaciones marcó a Luis. A la edad en que otros niños solo saben de juegos y comodidades, Luis tuvo que endurecerse, pelear y rebuscarse para conseguir lo más elemental. Y si no peleaba lo suficiente o no se ingeniaba, podía no conseguirlas.
En unas breves respuestas que me envió por Facebook, Suárez escribió:
«Siempre intento dar el máximo en cada minuto, en cada segundo, porque sufrí mucho para llegar hasta acá y por eso mismo cada pelota, cada jugada, es todo para mí dentro de la cancha».
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Los hermanos Suárez llevaban el fútbol en la sangre, jugaban bien y soñaban con ser profesionales. La pasión con seguridad la heredaron de su padre. El talento no está tan claro.
Rodolfo Suárez era un brusco defensor del cuadro militar salteño. Llegó a estar en la selección departamental, más por su rudeza que por su virtuosismo.
«Mi viejo era malo jugando al fútbol», se ríe Paolo. «Jugaba de lateral derecho o izquierdo. Le decían el ‘Perro’ porque le ‘mordía’ los tobillos a los rivales. Mataba a patadas a todo el mundo».
Los cachorros del Perro, en cambio, eran buenos. Paolo, el mayor, pronto dejó claro que quería ser profesional. Sus padres le permitieron abandonar el liceo cuando no había concluido primero y dedicarse por entero al fútbol.
Cuando Luis tenía nueve años y jugaba en el club Urreta de baby fútbol, la liga infantil, Paolo con 16 años logró un lugar en el equipo de Basáñez, un club que jugaba en la segunda división profesional uruguaya.
Paolo hacía goles, muchos. Paco Casal, el principal contratista de fútbol uruguayo, dueño de las puertas de Europa, puso los ojos en él y comenzó a pagarle a través de Humberto Schiavone, su principal colaborador entonces. «Le estoy muy agradecido porque me ayudó mucho en ese momento. Yo le daba la mitad del dinero a mi madre, y lo otro me lo quedaba yo».
Pero ese adolescente no pudo sostener su rumbo. «Mis padres ya se habían separado y yo no tenía quién me pusiera mano dura, quién me corrigiera, y aparecieron amistades que no te llevan por buen camino, que se acercan porque uno tiene unos pesos. Yo no sabía cómo manejarme y salía, iba a los bailes, cosas así, hasta que fui perdiendo ese potencial que tenía».
Maxi, que también intentó ser jugador profesional, recuerda una anécdota que ejemplifica los obstáculos que atravesó el mayor de los Suárez en su intento por triunfar en el fútbol.
«Eran los tiempos en que mi viejo no aparecía por casa, y si aparecía lo hacía los sábados y los domingos cuando jugábamos. Entonces iba borracho a la cancha, nos gritaba, y nos sacaba mentalmente de los partidos. Me acuerdo que una vez, éramos chicos, y fuimos a ver a Paolo, que jugaba en Basáñez. Mi padre fue borracho a verlo y no paraba de gritar. Entonces Paolo se hizo echar, para poder irse de la cancha. Porque no lo podía ver así a mi padre».
Paolo se ríe al recordar aquella tarde. «Yo soy muy calentón y no soporté que mi padre me gritara todo el tiempo ‘dale Pao, dale Pao’. Quizás en aquel momento no lo entendí, pero ahora sí puedo entenderlo. Él recién se había separado de mi madre… Son cosas que uno va superando».
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Sin disciplina ni contención, la carrera de Paolo no tardó en naufragar. En ese ambiente fue que Luis Suárez realizó su propio intento de despegar en el fútbol.
Siempre se supo que Messi sería un superdotado: tenía cuatro años y la pelota ya le obedecía. Maradona tenía solo diez cuando el principal diario argentino informó de su increíble habilidad para el fútbol. A Cristiano Ronaldo lo fichó uno de los grandes de Portugal a los once. Desde muy chicos se supo que ellos habían nacido para llegar a la cima.
No es esa la historia de Luis Suárez. Lo que Luisito tenía era pasión por jugar a la pelota, por hacer goles y por ganar siempre.
«Empezó a jugar a los cuatro años», recuerda su madre. «Lloraba por la pelota, lloraba cuando perdía, lloraba cuando no hacía goles. Siempre tuvo esa desesperación. Todos los hermanos eran futboleros, pero él más».
Paolo recuerda un partido en que su hermanito salió llorando de la cancha porque Urreta había ganado 7 a 0 y él no había podido hacer ningún gol. Pero Luis no era Messi ni Maradona. Nadie nunca jamás imaginó que llegaría donde está hoy.
En cuanto a sus condiciones originales que mostraba, el más entusiasta es Paolo. Dice que siempre supo que su hermano triunfaría en el fútbol, pero admite que jamás imaginó hasta qué punto.
El resto de la familia es más crítico. Su mamá, por ejemplo, dice:
«Hay un amigo de la familia que siempre dice que Luis era el que jugaba peor de todos los hermanos. Lo que tenía Luis era, como decíamos nosotros, suerte para hacer goles».
«Suerte para hacer goles». Lo mismo me dijo Maxi.
El ambiente donde se criaba no lo ayudaba, la carrera de su hermano mayor que era su modelo había fracasado, sus condiciones eran buenas pero no excepcionales… ¿cómo llegó entonces Luis Suárez a ser lo que es hoy, el jugador que Steven Gerrard dice que está en el mismo plano que Messi y Cristiano Ronaldo? ¿Cómo se transformó en «un modelo a seguir» por todos los que chicos que quieren jugar al fútbol, como dijo el crack holandés Dennis Bergkamp?
Es una historia digna de ser contada.
* * *
Cazadores. Eso eran Wilson Pírez y José Espósito. Recorrían las canchas de baby fútbol en busca de captar a los mejores niños para el club Nacional, uno de los dos grandes del fútbol uruguayo.
Un día fueron a la canchita del Urreta. Iban detrás de un niño de nueve años llamado Camilo Correa, que prometía como mediocampista. Fue el padre de Camilo quien les sugirió que pusieran un ojo en otro niño del club, Luisito Suárez, centrodelantero y fanático de Nacional. Su hermano Paolo hacía goles en Basáñez.
A los cazadores Luisito les gustó. Fueron a hablar con sus padres.
«Hablamos con los dos, todavía no se habían separado. Vivían en la casa de la abuela, todos amontonados. Pero eran gente de bien», recuerda Espósito.
Los padres dieron el sí. Los encargados de los planteles infantiles de Nacional también dieron el visto bueno y Luis cumplió su sueño de ponerse la camiseta tricolor.
Era un niño simpático, entrador, siempre sonriente que sufría una metamorfosis cuando pisaba la cancha. Entonces se ponía serio y peleador, se enojaba mucho y lo cegaba una obsesión: hacer goles.
«Ya con diez años tenía el arco entre ceja y ceja», recuerda Espósito. «Agarraba la pelota y encaraba hacia el arco rival. El modo de arrancar hacia adelante, el protestar y pelear cada pelota a muerte, era igual que hoy».
Lo aceptaron, pero no era el mejor delantero de su generación. Su físico menudo no lo ayudaba. Era muy flaquito. Muchas veces era suplente.
Cuando hacía un gol volvía feliz a casa, a pesar de la larga caminata de 30 cuadras que hacía porque no tenía dinero para pagar un boleto. «Había un ropero, que era de todos, y Luis iba anotando los goles que iba haciendo. Hacía rayitas por cada partido y por cada gol», recuerda su hermano Diego.
Luis dejó atrás el fútbol infantil y entró a las categorías juveniles de Nacional. Estamos en el año 2000. Luis tiene trece años y en su generación hay dos centrodelanteros mejores que él: Martín Cauteruccio y Bruno Fornaroli. «Luis era uno más. De los tres nueves que había, el que jugaba menos minutos era él», recuerda Daniel Enríquez, gerente deportivo de Nacional durante la trayectoria de Suárez en el club. «Era buen definidor, pero era frágil físicamente. Su juego se basaba en arrancar hacia el arco rival con la pelota, pero no tenía la potencia suficiente para sacarse tres rivales de encima. Cauteruccio era más grande. Fornaroli bajaba a volantear, a armar juego mejor. Luis estaba detrás de ellos.»
Se necesitaba algo más que «suerte para el gol», pero Luis no lo veía así. Lo que él sentía era bronca porque el técnico no lo ponía.
El año 2001 es una odisea. Luis tiene catorce años y es un adolescente cada vez más rebelde. Todo le parece mal. Extraña Salto y no gusta del ritmo frenético de Montevideo y el modo de hablar de su gente. No acepta el divorcio de sus padres. El derrumbe de la carrera de Paolo. Que el técnico no lo ponga. Nada le gusta y reacciona evadiéndose. Comienza a salir de noche, ir a bailes, no estudia, falta a las prácticas. A fin de año, Nacional decide dejarlo libre, es decir, echarlo. Pírez y Espósito interceden y logran que la decisión sea pospuesta.
Una noche en la que Luis está por salir de farra, Paolo lo increpa.
¿Querés arruinar tu carrera como yo arruiné la mía?
«Yo le decía que mirara lo que me había pasado a mí, que no podía pasarle lo mismo a él. Como hermano mayor a veces tenía que hablar un poco fuerte y quedaba como el malo de la película. Por suerte Luis entendió rápido».
Ayudó mucho que, poco después, a los quince, Luis conociera a Sofía Balbi, una chiquilla de doce años, la única novia de su vida, su actual esposa y madre de sus tres hijos.
Se enamoraron siendo apenas adolescentes pero la pareja se afianzó y sorteó los escollos más difíciles. Wilson Pírez ha relatado que una vez lo vio a Luis «recogiendo monedas en la calle para poder comprarle un regalo a Sofía».
Ella lo enfocó en los estudios, en el fútbol no le iba mal porque no fuera bueno, sino porque no ponía todo, no se concentraba, no daba lo mejor de sí mismo. «Vos podés», le repetía una y otra vez Sofía a Luis, cuenta la periodista Ana Laura Lissardy, que los entrevistó a ambos, en su libro Vamos que vamos.
«Ella me dio mucha confianza y me ayudó a creer en mí mismo», ha contado Luis. En las breves líneas que envió por Facebook agregó: «Todo empezó con la relación con Sofía, mi mujer ahora. Ella tuvo mucho que ver en mi carrera, en mi vida».
El adolescente rebelde decidió entonces que no le pasaría lo mismo que a Paolo. «Si no reaccionaba me iba a quedar sin el fútbol», dijo en una entrevista con el periodista Jorge Traverso.
En la horrible Montevideo, con los horribles montevideanos, con sus padres divorciados, con las borracheras de su viejo, en la mayor de las pobrezas, pasando hambre, caminando para no gastar en boletos, compitiendo con Cauteruccio y Fornaroli, con el técnico que fuera, él sería titular en Nacional y llegaría ser alguien en el mundo del fútbol.
En algo lo ayudó la naturaleza: Luisito creció. Dejó de ser un flaquito desgarbado. Se volvió más ancho, más fuerte, más pesado. Ahora sus arranques hacia el arco rival eran verdaderos embates.
Lo otro comenzó a hacerlo solo, paso por paso. De a poco, comenzó a entender que jugar al fútbol no era solo jugar con pasión a la pelota. Cuando debutó en las juveniles de Nacional «era muy apresurado, se llevaba todo por delante con tal de arrancar directo al arco rival», recordó Ricardo Perdomo, quien fue su director técnico entonces. Pero poco a poco Luis fue aprendiendo a pensar más antes de pasar la pelota, a esperar el momento justo, a no agachar la cabeza cuando iba al ataque.
«Uno le indicaba y Luis aprendía muy rápido. Era muy inteligente para ver y captar las cosas. Entendía antes que los demás», recuerda Perdomo.
Y tenía una gran ambición. Enorme. Nunca estaba conforme. «Peleaba cada pelota. Quería jugar siempre. Si el técnico lo sacaba, aunque solo faltaran cinco minutos, salía enojado», recordó Enríquez.
En 2003 hizo más de 60 goles. La vida parecía sonreírle cuando recibió una noticia terrible. Debido a la crisis económica que vivía Uruguay, la familia de Sofía emigraría a España.
A partir de ahí, su ambición de triunfar se multiplicó: tenía que mejorar para ser crack en Nacional, tenía que ser crack en Nacional para ser convocado a las selecciones juveniles uruguayas, tenía que llegar a las selecciones juveniles uruguayas para poder emigrar al fútbol de Europa, tenía que emigrar al fútbol de Europa para poder reencontrarse con Sofía.
Parecía imposible. Luisito no había estado ni en la selección sub 15 ni en la sub 17. Pero uno a uno fue derribando los obstáculos.
Llegó al primer equipo de Nacional y se ganó la titularidad. Pero en la vida de Luis nunca nada resulta demasiado fácil. La hinchada no lo quería porque decían que erraba muchos goles. Sus terribles arranques contra el arco rival lo dejaban cuatro o cinco veces frente al golero adversario, pero Luis erraba el remate final. La «suerte para el gol» no lo acompañaba. No era el exquisito definidor que luego asombraría al mundo.
«Cuando Luis debuta en primera división, no me olvido más, la hinchada lo chiflaba, lo abucheaba», recuerda Enríquez, entonces gerente deportivo de Nacional. «La verdad es que erraba uno, erraba dos, y recién metía uno. A veces tenía cinco posibilidades y no hacía dos. La gente lo insultaba. Y como el técnico lo seguía poniendo, los insultos se sumaban. Pero Luis tenía una fuerza anímica enorme, un temperamento que ya traía de juveniles: no le importaba nada y no se doblegó».
Diego Jaume era uno de los jugadores de aquel equipo de Nacional. «Apenas lo vi me di cuenta de que no era un gurí cualquiera», recuerda. «Tenía una personalidad muy especial. Cuánto más lo criticaban, más pedía la pelota, más riesgos asumía. Hay algunos que se derrumban la primera vez que la tribuna los silba. Luis no. Tenía mucha personalidad».
Los hinchas no veían que esos goles errados eran oportunidades que creaba el propio Suárez con sus arranques. No jugaba mal, al contrario. Solo tenía que serenarse en el momento final, aprender a definir las jugadas.
Por supuesto, aprendió. Muy rápido.
Nacional fue campeón uruguayo en la temporada 2005-2006. Luis Suárez hizo 12 goles, incluyendo uno a Peñarol, el rival clásico, y uno en cada una de las dos finales del campeonato.
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La siguiente tarea cumplida en la lista de deberes de Luisito fue cruzar el océano para reencontrarse con Sofía.
Todos los futbolistas uruguayos sueñan con un contrato en Europa, pero Luis llegó a desearlo con toda el alma.
Jaume –un zaguero de juego recio, que ya tenía 33 años y había jugado varias temporadas en España– recuerda bien como Luis prestaba atención a sus experiencias y consejos. Cuando practicaban, Luis se quejaba y se enojaba mucho porque decía que Jaume le pegaba. Pero una vez que la práctica terminaba, la actitud cambiaba.
«Suárez era especial. Porque tenía mucha personalidad, sin dejar de ser humilde. Prestaba mucha atención a los que ya éramos mayores. Sabía escuchar».
En 2006, los dirigentes de un club holandés llamado Groningen vinieron a Montevideo a buscar a Elías Ricardo Figueroa, un jugador del Liverpool uruguayo cuyos padres, en su nombre, quisieron homenajear al célebre zaguero chileno que lució la camiseta de Peñarol en los años sesenta y setenta. Pero vieron jugar a Suárez y lo contrataron a él.
Luis no lo pensó dos veces. No era la liga más importante de Europa, no era un club grande, pero estaría más cerca de Sofía. Otra tarea cumplida.
El siguiente desafío alcanzado era un asunto pendiente que explotó apenas aterrizó en Holanda.
A Luis siempre le gustaron los dulces y la Coca Cola. Cuando le empezó a ir bien en las divisiones inferiores de Nacional, su primer contratista enviaba a su casa un surtido de alimentos cada semana. Diego, su hermano menor, recuerda que Luis compartía esa canasta –un verdadero tesoro para los Suárez–, salvo una única cosa que reclamaba para sí mismo: «Él se reservaba las galletitas Oreo. ¡Que nadie se las tocara porque se armaba lío!».
Por eso, cuando terminó de crecer y su físico alcanzó su desarrollo definitivo, se pasó de peso. En Nacional se lo hacían notar. Incluso le decían «el Gordo».
«El mayor problema que teníamos era hacerlo bajar de peso. Tenía un kilo o un kilo y medio de más, que en un futbolista puede ser mucho. Y ese kilo extra se le acumulaba en la cola», recuerda Enríquez.
En la primera práctica en Groningen, su nuevo técnico fue tajante: Si no baja dos kilos, no juega.
Suárez dejó los dulces, las galletitas, nunca más bebió Coca Cola. «Me acostumbré y hoy en día tomo solo agua», dijo en una entrevista.
Una vez, en una visita a Uruguay cuando ya era un futbolista reconocido en Holanda, fue a la sede de Nacional y se reunió con los responsables de las divisiones juveniles. Todos se asombraron de su nuevo físico: la cola grande había desaparecido. Pensaron que se trataba de algún trabajo personalizado que habían realizado los preparadores físicos europeos. «Nos imaginábamos que los holandeses tendrían especialistas, profesores, un sistema original de entrenamiento», recuerda Enríquez. Nada es de eso, les dijo Luis. «Solo dejé las harinas, los dulces y los refrescos».
Había adecuado su dieta porque era NECESARIO para seguir avanzando en el mundo del fútbol. Hay fotos del vestuario del Liverpool. Junto con su camiseta, a cada futbolista le dejan dos botellas, una de agua y otra de una bebida isotónica. Salvo a Suárez, a quien le dejan dos de agua.
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A partir de allí su carrera avanzó a ritmo de vértigo. «Luis mejoró cuando se fue a Holanda», dice Sandra, su mamá. «Acá en Nacional jugaba bien, pero erraba muchos goles». Los quince goles que hizo en Groningen lo llevaron al año siguiente al Ajax, el club más importante y popular del país. En 2007, fue convocado por primera vez a una selección uruguaya, la sub 20. Y ese mismo año debutó en la selección mayor.
Bruno Silva fue su compañero en Groningen y en Ajax. Los avances que hizo Suárez en su carrera no lo asombran, porque él lo vio trabajar para conseguirlo. «Llegó a Holanda y quería crecer, quería aprender», recuerda. Siempre querer saber más. Esa, según Silva, es una de las características principales de su ex compañero. «Cuando llegó a Holanda se lamentaba que no sabía pegarle al arco de lejos, ¡y ahora mete cada golazo de tiro libre! Es todo mérito de él. Porque se quedaba entrenando horas después de las prácticas. Hizo todo lo posible para lograrlo. Y lo logró. Ha tenido una evolución muy grande como jugador».
Lo de aprender a patear tiros libres y a rematar de larga distancia es una de las más asombrosas tareas cumplidas de Luis Suárez. Porque Luisito era horrible en eso. Paolo se ríe al recordarlo. «Yo lo iba a ver jugar en las juveniles de Nacional y en los tiros libres siempre lo ponían a tapar al golero rival o a buscar el rebote. ¡Nunca lo dejaban patear!»
Pero Luis tenía ambición. Él quería hacer goles también de tiro libre. Siempre pedía que le permitieran ejecutarlos y la respuesta era la misma: ¡No!
Enríquez también se ríe al evocarlo. «Yo, que lo conocía de niño, le decía: ‘Luis, no, por favor. Salí de ahí, no seas atrevido. No patees tiros libres, no sabés. Andá al área y hacé lo que sabés hacer, que es empujarla’. Y él se enojaba mucho.» El enojo ha sido un gran motor en la vida de Luis Suárez.
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Pero el enojo también es parte del problema. El mejor Suárez es un cóctel perfecto que combina la pasión por ganar todo siempre, la picardía aprendida en las calles de Montevideo y la rebeldía y ambición que lo impulsan adelante más allá de las circunstancias.
Cuando un ingrediente se pasa de medida, el trago puede volverse tóxico. Un exceso de picardía, por ejemplo, puede fastidiar al público y a los jueces y volverse en contra.
En las inferiores de Nacional, Luis abusaba de tirarse y fingir faltas que no existían. «Yo no quería que exagerara tanto. ¡Entraba al área, lo trancaba una hormiga y se tiraba al suelo!», recuerda Ricardo Perdomo, su técnico juvenil.
Perdomo cuenta que muchas veces tras las prácticas se quedaban conversando y él le advertía a Suárez y a otros chicos que soñaban con emigrar que en Europa ese tipo de avivada estaba muy mal vista.
Suárez lo descubrió apenas llegar a Groningen. Adelgazó como quería el entrenador, pero igual no lo ponían porque se tiraba mucho. Bruno Silva relata: «El técnico me pedía que le hablara a Luis, porque se caía, se tiraba, y eso a él no le gustaba».
Los otros ingredientes del cóctel que se le desbordan a Luis son la pasión y, en ocasiones, la rabia. A los 15 años, en Nacional, le pegó un cabezazo a un árbitro en una final que su equipo estaba perdiendo.
«Era un muchacho normal, correcto –dice Perdomo–, pero si no le salían las cosas siempre existía la posibilidad de que perdiera el rumbo, porque es muy pasional, más que lo habitual».
Por eso, a su viejo técnico no le sorprendió que mordiera a Ivanovic en un momento de ofuscación: «En la pasión que pone, cuando las cosas no le salen, en un segundo se le puede saltar la cadena».
Fue ahí que tuvo a toda la Rubia Albion en su contra, desde la anónima madre del niñito mordido en Gales hasta al primer ministro Cameron. Cualquier otro hubiera abandonado de inmediato un país donde tanta gente estaba en su contra. Nadie lo hubiera culpado si lo hacía, pero quizás entonces nunca se habría librado de la mala fama.
Paolo no quiere contar lo que conversó en esos días tormentosos con Luis. «Son cosas que quedan entre hermanos», dice. «Pero yo sabía que él se iba a quedar en Inglaterra, porque le gustan los desafíos grandes. Luis quería una oportunidad para demostrarle a la gente que la imagen que tenían de él estaba equivocada desde todo punto de vista. Y a puro pulmón, y a puro gol, se ganó el cariño que un año después le tenían todos los ingleses, no solo los de Liverpool».
Suárez se quedó una temporada más. A diferencia de lo que había ocurrido en Holanda cuando había reivindicado su dentellada a un rival, en el caso de Ivanovic se apresuró a pedir perdón. «Espero que a todas las personas a las que ofendí el pasado domingo en Anfield puedan perdonarme y quiero de nuevo pedir disculpas personales a Ivanovic», dijo en una declaración pública. Anunció que haría un esfuerzo por mejorar su conducta. Y que se concentraría en ser mejor jugador.
Cuando volvió de la suspensión que le aplicaron, lo hizo con una lluvia de goles de todos los colores y de pases de gol a sus compañeros, en otra nueva faceta insospechada de su carrera. «Aprendió, maduró y pudo quedarse», dijo Leonardo Ilich, a quien Suárez califica como su único verdadero amigo.
Contra todo pronóstico, logró cambiar el concepto que un país entero tenía sobre él.
En una votación popular fue elegido por los hinchas ingleses como el mejor jugador de 2013. Otra tarea cumplida.
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Paolo Suárez tuvo una segunda oportunidad y no la desaprovechó: reinició su carrera en América Central. Cuando se retiró en 2018 gozaba de prestigio como futbolista en El Salvador y Guatemala. Camilo Correa, el niño que los cazadores de talento fueron a buscar al Urreta, no llegó a jugar en primera división. Cauteruccio y Fornaroli, los dos centro-delanteros que eran mejores que Suárez en la séptima y sexta división de Nacional, hicieron buenas carreras, pero no llegaron a ser figuras de prestigio mundial. Elías Ricardo Figueroa, al que quería Groningen, jugó en clubes de segunda línea de Uruguay, Grecia y Chile.
En esta película, solo Luis Suárez llegó a la cima. «Si no lo viera jugar, no lo creería», dice su ex técnico Ricardo Perdomo, asombrado por la evolución de su discípulo. «Nunca pensé que fuera a llegar a tanto». La mamá de Luis admite que ella tampoco lo soñó nunca.
«Siempre hacía goles y sabíamos que iba a llegar, pero nunca nadie imaginó que estaría donde está hoy. Fue la fe en él mismo y su fortaleza lo que lo llevó tan alto», dice. «Yo soy creyente y sé que Dios lo eligió».
«Luis tenía oportunismo en el área y mucha ambición», concluye Enríquez. «Pero aprendió a cubrir la pelota, a girar con ella, a tirarla por entre los pies de los rivales, a patear de lejos… todo eso no lo sabía. Tampoco tenía la potencia de hoy. Maradona nació. Luis nació y se hizo a sí mismo».
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Cuando escribí esta crónica en su versión original, Suárez tenía 27 años. Hoy tiene 34.
El artículo fue profético en más de un sentido. Llevó como título “El uruguayo que mordía” y poco después de su publicación Suárez volvió a clavar sus dientes en un rival, el zaguero Giorgio Chiellini, esta vez delante de todo el planeta, en un partido por Copa del Mundo 2014 entre Uruguay e Italia.
La FIFA le aplicó una sanción monstruosa: lo expulsó del Mundial como a un leproso, le prohibió pisar cualquier cancha, vestuario o instalación deportiva por cuatro meses y lo suspendió de jugar por la selección uruguaya por nueve partidos oficiales, que tardaron casi dos años en cumplirse.
Suárez, sin embargo, no se quebró.
Bruno Silva dice que hay tres claves en el fenómeno Suárez: La principal es su autoconfianza, que es enorme. Me decía: ‘Yo pierdo la pelota diez veces, pero a la onceava paso y los clavo. Es decir, perder diez veces la pelota no le destruye la confianza, sino que al contrario, está seguro que la próxima será gol. Él es así: sigue, sigue, sigue, pelea y lucha, siempre». Las otras dos claves, según Silva, son su fortaleza física y su permanente deseo de mejorar.
Tras la suspensión, Suárez volvió mejorado. Y no ha vuelto a morder.
La otra razón por la cual este artículo fue profético fue porque vaticinaba que Suárez tendría muchos goles por delante.
“Con seguridad todavía realizará muchas veces el ritual que repite con cada gol: besarse el anillo de su casamiento con Sofía, el tatuaje en la muñeca con el nombre de su hija Delfina y hacer el número tres con los dedos, en referencia a Benjamín, su segundo hijo”, decía la crónica.
Solo hay que agregar que el gesto goleador ha sumado a Lautaro, el tercer niño de Luis y Sofía, nacido en 2018.
Este artículo se publicó poco antes del inicio de la Copa del Mundo de 2014. La actuación de Suárez estuvo en duda hasta el último momento debido a una operación de rodilla. Pero Luis se recuperó en un tiempo récord, que dejó con la boca abierta a los especialistas. Aún así, no pudo jugar el primer partido y Uruguay cayó 1-3 ante Costa Rica. Reapareció en el segundo partido, nada menos que contra Inglaterra, y Uruguay ganó 2-1 con dos goles del crack recién operado. Luego vino Italia, la mordida a Chiellini y su expulsión del Mundial: Uruguay sin Suárez se vino abajo y fue eliminado por Colombia 2-0 en la siguiente ronda.
“¿Qué le falta? Títulos”, decía esta nota hace siete años. “No ha ganado muchos. Ganó un Campeonato Uruguayo con Nacional y un par de copas menores con Ajax, pero no la liga holandesa. No fue campeón con Liverpool de la Premier League, aunque sí de una Copa de la Liga, de menos importancia. Con la selección uruguaya ganó la Copa América 2011, cuando lo eligieron el mejor del torneo”.
De su sed de copas hablaba su deseo mil veces repetido por aquel entonces de jugar la Liga de Campeones de Europa. «Es una espinita que tiene clavada», me había dicho Diego, su hermano.
Suárez llegó a Barcelona tras la sanción que le impuso la FIFA en 2014 y comenzó a conseguir todos esos títulos que le faltaban.
Ganó cuatro ligas, cuatro Copas del Rey y dos Supercopas de España, entre otros torneos. A nivel internacional, ganó una Supercopa de Europa, un Mundial de Clubes y por supuesto, una Champions, la “espinita” que tenía clavada y ya no la tiene.
Barcelona lo dejó ir y lo pagó caro. Suárez jugó la última temporada en Atlético Madrid. Por supuesto, ganó su quinta Liga.Le faltaban títulos. Ahora acumula 25.
No sé sabe cuánto tiempo más seguirá jugando. Pero sería bueno saber cuál es su lista de tareas para lo que viene por delante.
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Este texto se publicó también en la edición de junio de 2014 de la revista Bla y forma parte del libro Historias uruguayas.