En 1989, durante la primera Intifada palestina, escribí esta crónica tras pasar varios días recorriendo la región y entrevistando israelíes y palestinos en Jerusalén, Belén, Kiriat Arba, Hebrón y en un ómnibus rumbo a El Cairo. Se publicó en la edición de abril de 1990 en la revista Punto y Aparte con el título: "Los territorios ocupados, las ruinas circulares". Tal como fue publicada entonces, salvo un par de correcciones, se reproduce hoy aquí.
Territorios ocupados, ruinas circulares
En 1948 las Naciones Unidas votaron la partición de Palestina en dos estado: uno árabe y uno judío. El plan, que tuvo el apoyo de 33 países -Estados Unidos y la Unión Soviética incluidos- y la oposición de 13 -la mayoría pertenecientes a la Liga Árabe- excluía la ciudad de Jerusalén del reparto, manteniéndola como zona internacional.
Los judíos lo aceptaron.
Los árabes de Palestina, no. Eran mayoría en el país (los judíos lo habían sido siglos atrás antes de que los romanos los dispersaran por el mundo) y sostenían tener derecho a un estado soberano propio en toda Palestina. Los países árabes vecinos les prometieron arreglar el problema con una rápida victoria militar. Muchos palestinos dejaron sus casas pensando en volver muy pronto.
El 15 de mayo de 1948 Egipto, Siria, Jordania, Líbano, Arabia Saudita e Irak mandaron sus tropas a cumplir sus promesas. Tenían todo -incluyendo una abrumadora superioridad numérica- para ganar la guerra, pero la perdieron. El estado árabe palestino no llegó nunca a conformarse. Tras la guerra los judíos victoriosos retuvieron parte de la tierra consolidando la existencia de Israel. El resto quedó en manos de estado árabes: Egipto retuvo la Franja de Gaza, donde se habían refugiados 190.000 palestinos. Jordania se quedó con Cisjordania, incluyendo la parte sagrada de Jerusalén y otros 280.000 refugiados.
En 1967, tras una brillante gesta militar, Israel conquistaría conquistará ambos territorios. Seis días apenas llevó a los israelíes ganar aquella guerra. En cambio, para comprender lo duro que puede ser el peso de algunas victorias, han demorado 22 años.
"Ciudad de mierda"
Jerusalén. Declarada "capital eterna" de Israel por su parlamento. Como en cualquier otro lugar del país, los chicos y chicas de 18 años no llevan libros sino una ametralladora en la espalda. En Tel Aviv, sin embargo, uno casi puede olvidarse de la guerra. Basta salir a pasear por su centro tan europeo, basta no prender el televisor, no leer el diario. En Jerusalén no. No se puede olvidarla.
"Esta es una ciudad de mierda", dice Mónica, una joven judía proveniente de América del Sur. "No veo la hora de irme Hace dos años que vivo acá y nunca pude entrar a la ciudad antigua. Tenés miedo. La situación es horrible, vivís pensando cuántas bombas, cuántos muertos va a haber cada día".
Un impresionante despliegue militar garantiza la seguridad de los judíos que van a rezar al Muro de los Lamentos. En el resto de la ciudad antigua casi no se ve un solo israelí, excepción hecha, claro, de las patrullas del ejército.
Signos
Una milenaria muralla divide la ciudad árabe antigua de la judía moderna. Entre 1948 y 1967 ese fue el límite entre Israel y Jordania.
Es última hora de la tarde. Dentro de la antigua ciudad amurallada no hay nadie. Solo silencio. Demasiado silencio. Cualquiera que hubiera estado allí un par de años antes no podría reconocer la vieja Jerusalén. El bullicio oriental de sus callejuelas ya no existe, las tiendas están cerradas al igual que el mercado árabe. Ya no se escuchan los gritos, el regateo de precios, el árabe, el inglés ni el hebreo. De los miles de turistas parece no quedar ninguno.
Las amarillentas paredes están tapadas de graffitis. Los tacharon y los volvieron a pintar varias veces. Son frases indescifrables en árabe. Sin embargo hay dos signos que se repiten una y otra vez y que son fácilmente identificables: uno es la bandera Palestina; el otro es la V de la victoria.
Centímetros sagrados
Las callejuelas serpentean. Apenas un recodo divide una zona judía de una árabe. Los judíos rezan con fervor en el Muro de los Lamentos. A menos de 100 metros, en la mezquita de cúpula dorada de Omar, los musulmanes le piden a Alá las mismas cosas para sus familias, las opuestas para el país. Es una guerra por distancia de centímetros.
A pocas cuadras de allí, tres jóvenes dejan pasar el tiempo contra una pared. Uno que sabe hablar inglés señala uno de sus compañeros.
-El hermano de él está preso.Se lo llevaron de esta casa. Lo acusaron de hacer bombas y ponerlas del otro lado de la ciudad.
-¿Y era cierto?
Se miran. El hermano del preso desconfía. Está muy serio.
-Sí, trabajaba para la OLP.
La conversación se ve interrumpida por una patrulla de tres soldados. Dos llevan ametralladoras, el otro un lanzagranadas. Los cinturones y los bolsillos van repletos de municiones. Les pidan los documentos. Preguntan qué están haciendo. Ellos responden en perfecto hebreo.
Buena vecindad
No importa cuánto se odien. Ambos pueblos conviven bajo este sistema desde 1967. Decenas de miles de palestinos abandonan todos los días los territorios ocupados para ir a trabajar a Israel. En sus pueblos arrojan cócteles molotov y piedras a los israelíes; fuera de Gaza y Cisjordania trabajan para ellos. Como mozos, en la construcción, en todos aquellos trabajos que los israelíes desprecian.
-Mirá, éste es nuestro mercado de esclavos -dice irónico David, un israelí de 27 años, uno de los que sostienen que "los palestinos tienen razón".
A pocas cuadras del centro de la Jerusalén judía, una decena de palestinos muy pobremente vestidos esperan parados en una vereda que algún israelí se acerque para contratarlos para una mudanza, cargar bolsas de arena o cualquier otra cosa. La paga invariablemente será miserable.
Los que tienen más suerte pueden escapar del mercado de esclavos y conseguir en Tel Aviv un empleo algo mejor.
"Yo trabajo en un salón de fiestas en Te Aviv y tengo muy buenos amigos judíos, buenos tipos que van al ejército solo porque los obligan", dice un chico musulmán de 16 años. Como todos los palestinos, teme dar su nombre. Recostado contra una pared de la ciudad vieja, participa de una escena poco común para los tiempos que corren. Despreocupadamente él, un chico árabe cristiano y otro joven judío hablan de fútbol.
En la conversación se mezclan amigablemente el árabe y el hebreo. El musulmán habla: "La situación es mala muy mala. El hermano de él -señala al cristiano- está preso desde hace un mes porque estaba sin cédula en la calle. Esa es la razón de la Intifada: te llevan preso por nada. Entonces es mejor que nos lleven por tirar piedras", dice. "Los soldados israelíes son lo peor, pero no todos los judíos son así. Nosotros solo queremos vivir en igualdad. Con eso bastaría para que todo estuviera bien, pero las diferencias son demasiadas: ellos pueden tener armas, nosotros no; nosotros trabajamos para ellos, pero ellos no trabajan para nosotros".
El judío tiene 16 años, es inmigrante colombiano. Escucha lo que dicen sus amigos sin hablar.
"Qué querés que te diga. Yo estoy acá, vos ves que no hago diferencia con mis amigos. Pero yo no decido a nada. Es el gobierno, es su asunto. El día que me llamen al ejército voy a ir".
El color de mi cédula
-¿Cómo te llamas?
-No, el nombre no. Poné Mohammed, el nombre del profeta,
Se ríe. Tiene 20 años. Su inglés es excelente. Era estudiante universitario, pero desde el comienzo de la Intifada, todas las universidades en los territorios ocupados cerraron. Sus calificaciones -recuerda- eran sobresalientes. Ha intentado continuar su carrera en Estados Unidos, pero no consiguió la visa. "Nunca se la dan un palestino", se resigna.
-Nosotros le debemos todo a la Intifada. Muchas veces, de muchos modos, habíamos intentado conseguir nuestra liberación sin éxito. La Intifada ha cambiado la opinión pública mundial. Ahora son muchos los que están de nuestro lado. Entienden que luchamos por lo que nos corresponde. Somos un pueblo, una nación, no podemos estar siempre bajo el gobierno de otro. Creo que hemos encontrado el camino. La OLP ofrece ahora la paz. Pese a lo duro que la Intifada está golpeando a los judíos, dice: queremos la paz, queremos compartir esta tierra con ustedes. Porque queremos la paz. Quiero vivir en un lugar donde no me paren todos los días los policías que pasan por la calle, donde no tenga una cédula de un color distinto, donde no sea un ciudadano de segunda. En una verdadera democracia. No sé quién tiene más derecho sobre esta tierra. Ya no importa. Podemos compartirla sí es en igualdad.
-La ONU en 1948 dividió el país en dos estados. ¿No era una buena solución?
- Sí, era buena. No sé qué pasó entonces que nos quedamos sin nada.
Tatuaje falso
Mohammed nos guía entre el laberinto de calles. Quedamos en volvernos a encontrar. En un comercio, extrañamente abierto, un hombre mira el noticiero en un pequeño televisor. Empieza con la fórmula habitual: el informe de los muertos del día. Hoy: dos palestinos muertos y nueve heridos en Nablús. Mohammed se despide. "Si querés ver la Intifada tenés que ir ahí a Belén o Hebrón, Esta es la capital y hay demasiado soldados. Tratan de conservar el poco turismo que va quedando. Y acá casi no hay piedras en la calle".
Antes de seguir el consejo, consulté al corresponsal de la agencia EFE en Jerusalén, el experiente periodista Elías Zardívar. "yo antes iba mucho a los territorios ocupados. Ahora ya no. Los palestinos desconfían mucho, incluso de los periodistas. Hace poco fueron a Belén cuatro soldados israelíes disfrazados de periodistas: carnés, grabadores, cámara de fotos. Nadie sospechó. Después sacaron una ametralladora y mataron a uno en el mercado. Ya no creen en los periodistas. Tenés que tener mucho cuidado.
-¿Vos sabés hablar hebreo?
-Algo.
-No se te vaya a escapar una palabra.
Bienvenidos
Los soldados me interrogan. Tantas vueltas en espera de Mohammed, que ha prometido acompañarme a Belén ("conviene que ahí andes con un árabe") han llamado su atención. Desconfían de mí. Luego de largos minutos de preguntas me devuelven el pasaporte y tratan de ser corteses.
-¿Toda su familia vive allá en África?
Mohammed ha faltado a la cita. Debo ir a Belén solo. La terminal de ómnibus árabes está a pocas cuadras. De allí parten los coches a sus pueblos en los territorios ocupados. Son vehículos viejos, notoriamente peores que los ómnibus israelíes.
El coche que va a Betlehem -nombre árabe y hebreo de Belén- arranca. Su destino final es Beith Saur, una pequeña localidad árabe cristiana sitiada por el ejército y vedada a cualquier visitante, incluida la prensa. Allí han inventado un método no violento y especialmente temible de rebelión contra la administración israelí: no pagan sus impuestos.
Por fin arranca. No hay en todo el pasaje una sola persona con aspecto occidental. Al pasar frente a una iglesia la mayoría se persigna: son cristianos. En pocos minutos el vehículo llega al límite de Jerusalén. Hacia un costado se puede ver uno de los barrios más nuevos de la ciudad: zona judía. Por la ventanilla del conductor ya se vislumbra Belén. Menos de diez kilómetros separan el fin de la capital eterna hebrea del comienzo de uno de los principales focos de la Intifada palestina.
La mínima "tierra de nadie" termina pronto. El árido paisaje muestra ahora las primeras casas de Belén. Al llegar a algo parecido a una terminal de ómnibus, bajo. La puerta del coche se abre solo para mí. Me recibe el cañón de una ametralladora.
-Andate de acá.
El soldado mueve su arma frente a mi cuerpo, reforzando el sentido de sus palabras. Contra una pared cuatro compañeros suyos tienen a diez o doce árabes con las piernas y los brazos extendidos.
-Andate de acá.
-Soy periodista.
-Andate.
Obedezco y cruzo la vereda. La terminal de ómnibus es una desierta explanada de concreto. No hay ningún coche. Ningún pasajero. A unos 150 metros un fotógrafo rubio dispara nervioso su cámara. Un cartel anuncia unos lugares más sagrados del cristianismo: "Iglesia de la Natividad a 500 metros". De pronto, una lluvia de piedras empieza a caer sobre los soldados. No se ve a nadie en la calle. Por sobre las azoteas solo se ve el cielo celeste y el abrumador sol del desierto. Pero las piedras siguen cayendo. Bienvenido a la Intifada.
El rebaño
El lugar donde nació Cristo se encuentra en una plaza. No es una plaza cualquiera, es casi una fortaleza. A su frente se ubica el el cuartel de la policía israelí. Está rodeado por una enorme alambrada de unos tres metros de altura. En un costado hay un camión del ejército, rodeado de soldados armados a guerra. Varias casas que rodean la plaza tienen, en sus azoteas, puestos del ejército con hombres armados.
Las excursiones con turistas llegan a la plaza. Los pasajeros reciben instrucciones claras: deben bajar en fila. Sin salirse de ella, entrar a la iglesia. Terminado el paseo, retornar, todos juntos al ómnibus. El conductor arrancará rápidamente de regreso a Jerusalén.
La mayoría de los comercios que rodean la plaza están cerrados desde hace mucho tiempo. Los turistas ya no se acercan, ni visitan tampoco el resto de la ciudad.
-Mire, mire lo que están haciendo de este país.
Una monja me habla y señala la gigante valla de alambre. "Mire lo que han hecho, mire esos pobres muchachos..."
En la comisaría, detrás de las rejas, cuatro jóvenes están arrodillados en el piso. Tienen las manos atadas a su espalda. Los ojos mirando a una pared gris. El sol cayéndoles a plomo sobre sus cabezas. Un soldado monta guardia.
"Usted mire, mire y cuente. Yo ahora no puedo hablar. Pero usted hágalo por nosotros".
La monja se va.
Un vehículo del ejército, mezcla de jeep y camión, llega.
Los detenidos son sacados de la comisaría y llevados hacia él. Uno de ellos tiene como mucho 10 años, quizás 9, quizás 8. Los van subiendo de a uno. El carro militar es alto, y sin poder utilizar sus manos -las tienen atadas- los detenidos tienen problemas para subir. Hay cinco mujeres árabes que se han parado a unos diez metros de la escena y la contemplan, rígidas. Los pocos habitantes de Belén que están en las calles miran en silencio. Solo los turistas siguen cumpliendo, sin cambios, su ritual de folletos y cámaras de fotos. Ahora llega el turno del niño. Con las manos atadas, va rodeado por los soldados. Diez, nueve, quizás ocho años. Las mujeres explotan:
-Animales.
-Animales.
-¡Animales animales, animales!
El límite
Los israelíes han atravesado muchas guerras. En cada una de ellas murieron cientos de sus soldados, a veces miles. Sin embargo, nunca un joven se había cuestionado la prestación del servicio militar. Debían ir al ejército, y también a la guerra, por causas justas, moralmente superiores, porque sus enemigos no les daban más remedio, entendían.
Desde el comienzo de la Intifada eso ha cambiado. Por primera vez jóvenes israelíes prefieren la cárcel a tener que cumplir con su servicio en los territorios ocupados.Rami Hasson ha pasado 140 días en la cárcel desde diciembre de 1987, en que se negó por primera vez a tomar parte en la represión de la Intifada. Ahora ha sido convocado nuevamente para ser carcelero en Hebrón. "Prefiero ser un prisionero en una cárcel militar que un carcelero en los territorios ocupados", dice. Es activista de un movimiento llamado Yesh Gvul, que en hebreo quiere decir "hay un límite".
De todos modos la gran mayoría del país sigue cumpliendo con sus servicios militares.
"Es un trabajo sucio. Yo me siento como un monstruo de dos cabezas. Con una hago todo aquello para lo que he recibido órdenes y con la otra hago todo lo que tengo que hacer para que no me maten. Se supone que tenemos que correr a los chicos que nos tiran piedras. Cuando lo hago, las botas me pesan, y la ropa, y el fusil. Ojalá siempre lograran escaparse. No me gusta eso de tener que arrestar nenes de 10 años".
La prensa israelí sigue siendo independiente. El testimonio lo recogió, de boca de un oficial del ejército, el periodista Mijail Myron en la Franja de Gaza en los mismos días en Punto y Aparte estuvo en Cisjordania.
Pero no todos los soldados se muestran tan contemplativos. El mismo periodista israelí recogió otro caso. Un hombre palestino llevaba en Gaza un tatuaje con la V de la victoria. Los soldados lo detuvieron.
"Me hicieron tirar al piso. Me palparon de armas. Uno pisó mi codo izquierdo, mientras el otro buscaba algo en su bolsillo. Creí que buscaba una lapicera, que me iba a pedir el nombre, documentos o algo así. Pero sacó una navaja y comenzó a arrancarme el tatuaje, con carne y músculos. Grité del dolor, que era horrible. Mi hija me miraba desde el umbral. Y decía: 'Papá, papá'. Salió mi mujer y también se puso a gritar. La golpearon con un bastón de madera".
Myron fue enviado a Gaza dos días después de que un niño palestino muriera baleado en el campo de Shati. Un niño de 3 años.
Error
El jeep se ha ido. El silencio vuelve a Belén. Uno de los soldados que monta guardia en la plaza se acerca, mira mi carné de periodista y me canta: "hijo de puta, hijo de puta". Llega un oficial. Con calma despliega un papel escrito en hebreo ante mis ojos.
-Desde hoy a las 11 Belén ha sido declarada zona militar cerrada a la prensa. Debe irse. No puede estar acá.
Pegado a las paredes bordeo la plaza alejándome del oficial, del puesto militar y de la Iglesia de la Natividad. La ciudad se abre, al otro lado de la plaza. Tratando de disimular, escondiéndome de la vista de los soldados, dejo la plaza y me meto en una callecita. El aspecto es desolador. Las calles mugrientas y abandonadas. Casi no hay nadie. Algunos, escondidos detrás de una esquina, siguen mirando el lugar desde donde recién partió el camión militar con sus presos.
Camino solo. La tensión se respira en el aire. Las ropas me denuncian. Cualquier soldado sabrá que soy un no residente violando el estado de sitio. Los árabes saben que no soy uno de ellos: solo puedo ser un periodista o un agente israelí. Espero no convertirme en un "error" de la Intifada. Los Comités Populares y de Choque que la conducen han ordenado el asesinato de presuntos colaboradores con las autoridades. Pocas pruebas, ningún juicio y acciones rápidas. Muchas ejecuciones luego fueron admitidas como "errores".
El quinto hijo
Hay dos mujeres árabes en la esquina. Al verme empiezan a hablar con nerviosismo. Gesticulan. Creo reconocer entre sus frases la palabra sahafi, que en árabe quiere decir periodista. Es imposible estar seguro. Una se va. La otra queda parada en una esquina. Yo enfrente.
La mujer vuelve con una chica. Ésta intenta hablar en inglés, pero apenas si sabe algunas palabras: soldados, madre, muertos. Me pregunta si quiero ir.
Ellas van adelante. En cada esquina miran para los dos lados. No hay casi autos en Belén. Esquivan soldados. Llegamos a una puerta. Entran. Entro.
Es una pieza casi vacía. Una cama, una mesita, algunas sillas. En una pared, la foto de un joven con una leyenda en árabe. Hay una mujer que llora. Nunca había visto llorar así. Grita. Sacude los brazos y llora siempre otra vez. En la cama hay tres muchachos jóvenes. Al lado de la mujer, hay otra. En un costado hay un anciano. Me quedo parado en un rincón. Me ofrecen un banquito. Quieren hablar pero no saben inglés. Quiero hablar pero no sé árabe. Los gritos de la mujer no escuchan los consuelos de quienes la acompañan. A veces dice algo y la otra mujer también se pone a llorar.
Miro impotente las paredes y la única foto que adorna el cuarto y espero. Cada minuto es eterno. Una joven de unos 20 años, morocha y bastante bonita, llega a la casa. Dice algo y los otros me señalan. Después sonríe y saluda en perfecto inglés.
Hablan. Los jóvenes sentados en la cama son tres de los cinco hijos de la mujer que todavía llora. Uno de los muchachos que se acaba de llevar el camión del ejército israelí es uno de los dos hijos que no están presentes.
Descargan todas unas palabras atragantadas y la chica casi no puede traducir tantas cosas que le dicen. Las palabras se mezclan con los llantos. "Mire lo que es esta casa, acá acá vivimos 14 personas". Llanto. "Los muchachos no pueden salir a trabajar porque cualquier joven que anda por la calle termina preso". Llanto. "Entran a las casas, le pegan a las mujeres. Dicen que son una democracia, pero qué democracia es esta que se lleva a niños presos". Llanto.
La mujer se seca las lágrimas y señala la foto que está en la pared. El coro de familiares y vecinos se detiene un segundo. "Este era mi otro hijo, el quinto. Tenía 18 años. Lo llevaron preso. Una semana antes de que terminara la condena... una semana antes... en la cárcel, lo mataron".
Uno de sus hijos vivos trata de consolarla. Los otros bajan la vista con impotencia. Las venas de los brazos parecen a punto de estallar. La mujer apenas recupera el aliento para agregar, llorando de nuevo: -Y al que se llevaron hoy también me lo van a matar...
Círculo I
"El problema acá es que pasan los meses pasan los años y las soluciones no llegan. Medio país está dispuesto a negociar con la OLP y el otro medio país lo impide. Estamos estancados en ese punto. Indefectiblemente, negociar con la OLP implica la creación, a corto plazo o mediano plazo, de un estado palestino independiente. Y acá nadie está seguro de lo que eso puede implicar. Porque ya tuvieron un estado en 1948 y no les sirvió y nos invadieron siete países. Porque en el 67 quedaron bajo gobierno de Jordania Y tampoco fue la solución y vino el terrorismo. Quizás ahora, después de vivir tantos años de miseria y de opresión, haya comprendido que la paz se encuentra siempre en alguna solución intermedia. El dilema de Israel es cómo saber si realmente es así. Mientras tanto la Intifada sigue y nuestro desgobierno también. Si la derecha pudiera hacer lo que quiere, ya habría matado a todos los que tiran piedras. ¿Y qué? El problema reaparecería con mayor violencia dentro de unos años. Si la izquierda fuera gobierno, ya les habría dado su estado independiente. ¿Sería esa la solución definitiva o el comienzo de un nuevo conflicto? Eso es lo que te deprime de vivir acá: ver que no hay soluciones, que no hay salida", dice angustiado un israelí de 30 años.
Círculo II
Después de unos minutos los ánimos en la habitación de Belén se han tranquilizado algo. Una niña trae un refresco envasado en Cisjordania (los palestinos realizan un monolítico boicot a la industria israelí). Ellos toman café. Son hospitalarios. La mujer ha dejado de llorar. Le digo a la chica traductora que les pregunte si aceptarían, como solución de paz, compartir el país con los israelíes. Ella traduce. Lamento haber hecho la pregunta. La mujer explota otra vez en su locura de gritos y lágrimas.
-Después de que han matado a mi hijo, ¿cómo puedo compartir el país con ellos? No tienen alma.
Descansa en paz
Jerusalén, Tiberíades, Safed y Hebrón son las cuatro ciudades santas para los hebreos. En ellas la vida judía no sufrió interrupción alguna desde la época bíblica
El 24 de agosto de 1929 Hebrón quedó sin judíos por primera vez en 5000 años. Una revuelta árabe mató a 59 de ellos, incluyendo mujeres y niños. De ellos al menos 23 fueron torturados, mutilados, y luego, descuartizados. Los pocos sobrevivientes escaparon
Tras la independencia israelí, Hebrón quedó en mano jordanas. Cuando los israelíes volvieron a la región en 1967 fundaron, a un kilómetro de ella, una nueva ciudad: Kiriat Arba.
Hebrón sigue siendo sagrada, tanto para los musulmanes como para los judíos: allí está la tumba de Abraham, el primer monoteísta de la humanidad.
El ómnibus para Kiriat Arba sale desde Jerusalén. Como todos los ómnibus israelíes es confortable y moderno. Sin embargo tiene un detalle curioso: todos los vidrios de las ventanas están rajados.
La temperatura es alta, el sol cae a plomo sobre el coche. A pesar de ello, apenas abandona los límites de Jerusalén y se interna de los territorios ocupados, los pasajeros cierran sus ventanillas. La temperatura sube. Espero que las piedras se estrellen de un momento a otro punto, que los vidrios vuelen. Esta vez no lo hacen.
Kiriat arba es una ciudad de edificios todos iguales. Una especie de Parque Posadas en la mitad del desierto. Está completamente rodeada de altas alambradas y torretas de vigilancia. Desde su entrada principal se ven las primeras casas de Hebrón.
-Antes vivíamos en buena vecindad con los árabes. Tenía amigos árabes que venían a mi casa. Después empezó la Intifada y todo se arruinó. Si ellos tiran piedras, ¿qué podemos hacer nosotros?
La ciudad aplasta. El calor es insoportable. Caminar no tiene sentido. Hacia cualquier lado solo se ven los mismos, idénticos, edificios y se adivina el desierto y un alto enrejado entre él y nosotros.
Las calles de la ciudad son todas son recorridas una y otra vez por jeeps del ejército. Sus radios no dejan de transmitir claves. Los soldados se detienen a comer algo en un bar. Su dueña lo tiene decorado un modo particular. Un cartel dice: "Amo a todos los judíos". Otro muy grande pregunta: "¿Qué bandera prefiere para su país?" Las opciones son dos: la bandera de Israel o la Palestina con una calavera en el medio.
Dos chicas están sentadas en la vereda. No sienten especial placer en hablar para un periodista extranjero acerca de la Intifada
-¿Intifada? Ellos tiran piedras y nosotros contestamos. Que no se quejen. ¿Qué quieren Si antes tenían de todo.
-No tenían independencia.
-Este es nuestro país. Si quieren independencia que se vayan a otro.
Los soldados del puesto de vigilancia miran extrañados. No es común que alguien cruce las alambradas de Kiriat Arba para ir caminando a Hebrón. Yo apenas espero que ningún árabe me haya visto salir de la ciudad judía.
Apenas un kilómetro separa una ciudad de otra. El estado de Hebrón es todavía más calamitoso que el de Belén; recuerda, dicen los que han estado allí, a Beirut. Las calles están vacías y llenas de escombros. No hay un solo comercio abierto. Es la desolación absoluta. El grueso de los soldados israelíes en la ciudad están atrincherados en una plaza frente a la mezquita de Abraham, por si algún turista o fiel judío quiere visitar su tumba. Adentro del lugar santo, a pesar de ello y salvo los soldados, todos son musulmanes.
La tumba está recubierta por un lienzo de terciopelo bordado con una leyenda en árabe. Dice: "Esta es la tumba del profeta Abraham, que descanse en paz".
Difícilmente alguien puede hacerlo en Hebrón.
El velorio
El abandono de Hebrón es indescriptible. Escombros. Casas ruinosas. Una pintada en cada centímetro de pared disponible. Como siempre: tachadas y vueltas a pintar. Tantas veces como sea necesario.
Por algún altoparlante suena el llamado a la oración de los musulmanes. Lo reciben las calles desiertas.
El carné de periodista colgado de mi cuello no alcanza. Las pocas personas que andan por la calle me miran con desconfianza. Sus miradas aterran.
"Hey, periodista".
Cinco o seis muchachos, de unos 20 años, se me acercan. Me preguntan qué hago.
-Sahafi
En inglés me invitan a ver al padre de uno que mataron.
Lo sigo. Subimos y subimos por calles bíblicas y estrechas. "Acá nos animan a venir los soldados", dicen. Espero una escena parecida a la de Belén: una casa, una madre llorando. Pero al dar vuelta el enésimo recodo de una esquina, el espectáculo es bien distinto. Cientos de personas están reunidas alrededor de una casa. Banderas palestinas flamean en su techo y en los de las casas vecinas. Un gigantesco pasacalle, con letras árabes, cuelga desafiante. La casa tiene más banderas en sus ventanas. Hay fotos de Yasser Arafat y del asesinado líder palestino Abu Nidhal. Sobre la puerta hay una foto de un chico muy joven, desconocido.
Cincuenta, sesenta palestinos me rodean. Los muchachos que me habían llevado hasta allí discuten con ellos. Las voces de los otros suenan más altas. Por fin uno me habla.
-Tiene que irse de acá.
-¿Usted quién es?
-El tío.
Imbécil. Espero que no sea tarde para haber entendido. Los muchachos me habían llevado a ver al padre de "uno que mataron". Pues ahí estoy: en su velorio. Es el chiquilín de la foto. Me disculpo lo más amablemente posible. Ninguno de los hombres que me rodean se mueve. Unos me miran por sobre los hombros de los otros. Las banderas palestinas flamean sobre nosotros. Por fin el tío me habla.
-Tiene que irse -dice.
Y agrega:
-No queremos a nadie de Israel acá.
Busqué con la vista a los jóvenes que me habían llevado allí. Así. ¿Qué habían dicho de mí? No los vi. Saqué tan rápido como pude el pasaporte uruguayo y los carné de periodista. Fueron de mano en mano. El tío los miró largo rato. Todos esperaron el veredicto en silencio. Lo pronunció mirándome a los ojos.
-Eres bienvenido.
Italia '90
Dentro de la casa cubierta de banderas palestinas solo hay hombres. El cuerpo ya fue enterrado. Las mujeres -me explican- se reúnen en casa del asesinado para acompañar a su madre. El chico tenía solo 15 años.
El padre del joven muerto saluda a los presentes. Es un hombre mayor con la piel oliva curtida por el sol del Medio Oriente. Está vestido del modo tradicional árabe. Tiene los ojos llenos de lágrimas.
Cuando me voy los muchachos que me habían llevado allí me acompañan.
"Lo mataron ayer. Estaba pintando un graffiti. Un auto con chapa árabe se le acercó. (Las matrículas de los autos israelíes son amarillas mientras que los residentes de los territorios ocupados son celestes). Uno sacó una ametralladora y lo mató. Iban vestidos de civil.
El Jerusalén Post, un diario independiente, publicó al otro día las dos versiones del caso. El ejército negó los cargos, dijo que no hubo muertos ese día en choques con sus tropas y que solo conocía el caso de un chico herido durante un enfrentamiento con los soldados. Fuentes militares dijeron al post que chicos enmascarados habían tirado piedras a una patrulla. Los soldados dispararon al aire y luego las piernas de los atacantes de sus atacantes. Uno de los jóvenes habría sido herido en una pierna.
La versión recogida por el diario de boca de residentes locales coincidía con la del velorio. Cerca de su casa, un auto Subaru llevando soldados vestidos de civil se acercó al chico y le disparó en una pierna cuando cayó herido los soldados bajaron y dispararon al menos dos veces a quemarropa.
Caminamos. Ahora estamos en el lugar donde el joven cayó muerto. Alguien ha dejado unas piedras y una flor de plástico.
-¿No les da miedo andar por la calle? -les pregunto.
-Miedo tienen ellos.
El espectáculo es deprimente. Las calles están en muchos casos tapiadas por murallas hechas con barriles. "Las hace el ejército para que los que tiran piedras no puedan escaparse tan fácil". Ahora estamos en la casa del chico muerto sobre la que también flamea la bandera palestina. "Ayer dejamos ciego a un soldado tirándole ácido en los ojos"; "cada día matamos a uno acuchillándolo"; "acá el 70% de los jóvenes somos de Hamás", dicen. Hamás es una organización antiisraelí más radical que la OLP que se alimenta de un creciente fundamentalismo islámico y de los pocos éxitos concretos que la nueva estrategia de la OLP ha conseguido. Su crecimiento es mayor cada día, mientras los israelíes se niegan a dialogar con Arafat.
-¿Qué les parece que la OLP haya reconocido la existencia de Israel y busque un acuerdo de paz?
-No creemos en la paz con Israel. La OLP lucha bajo las órdenes de Arafat. Nosotros combatimos bajo las órdenes de Alá. El Corán dice que debemos matar a todos los judíos. Y los vamos a matar.
Caminamos en silencio por calles vacías. Tras una barricada de barriles aparece una desierta canchita de fútbol. Su aspecto resume una insondable tristeza. Es imposible imaginarse a un niño corriendo con la única preocupación de fusilar al golero. El piso es de arena. Uno de mis acompañantes, que me asesinaría apenas adivinara mi origen familiar, me pregunta, sonriendo:
-¿Uruguay se clasificó al Mundial?
Fin
Un ómnibus de Israel a Egipto, de Jerusalén a El Cairo. Algo que fue impensable y hoy es posible.
El pasaje es variado. Desde dos rubios soldados finlandeses, cascos azules de la ONU de vacaciones de su servicio en el Líbano, hasta un matrimonio uruguayo de origen árabe que por primera vez va a Egipto.
Hay egipcios e israelíes. Hay un grupo de chicas y muchachos árabes israelíes, de la ciudad de Haifa. Van impecablemente vestidos. Viven la Intifada como algo lejano. "¿Es cierto que les pegan?"
Hay un profesor palestino. Viaja a El Cairo invitado por la Unesco para dar una conferencia. Vive cerca de Nablús y asegura que allí es todavía peor que en Hebrón. Estuvo en Jordania cuando su ejército atacó a los palestinos. "Fue muy duro, muy duro", dice, pero prefiere no agregar más y mirar por la ventanilla.
Cuando se llega a la frontera hay que dejar el ómnibus israelí y pasar a uno egipcio. Antes hay que pasar por el control de pasaportes todos toman el suyo. Estamos en Rafah, Rafíah en hebreo.
El pasaporte del profesor palestino es de un país que ya no administra el territorio donde fue expedido. Lo consiguió cuando Cisjordania era parte de Jordania, antes de 1967.
Los finlandeses, ingleses, uruguayos, egipcios e israelíes, incluidos los chicos árabes de Haifa, cruzan la frontera sin problemas. El profesor, en cambio, es retenido. Su origen, su domicilio, su viejo documento, hacen que deba someterse a mil revisaciones e interrogatorios. Él es distinto a todos nosotros. Su país no existe en los mapas. Por fin, los israelíes lo dejarán cruzar la frontera pero su demora ha sido muy larga. Nuestro ómnibus ha partido rumbo a El Cairo. Él deberá viajar en el próximo.
El nuevo ómnibus tiene asientos reclinables, pero nadie puede dormir ya que por los altoparlantes no deja de sonar música árabe a todo volumen. Todos viajan felices. Un guía egipcio da la bienvenida a todos en árabe y en inglés. Luego se disculpa frente a los israelíes por no poder darla en hebreo: no conoce el idioma. Es un muchacho de unos 18 años, muy simpático. Un turista israelí intenta enseñarle. El guía lo intenta y le sale mal. El israelí vuelve a ayudarlo y el guía lo intenta otra vez. Casi, casi. Al tercer intento el egipcio da a los israelíes una cálida bienvenida en un casi perfecto hebreo. Los israelíes aplauden.
Ha sido un reconfortante espectáculo. Lástima que el profesor no estuviera para verlo.