El 17 de agosto falleció Armando Miraldi.
Profesor de historia e historiador, lector empedernido, con una enorme cultura general, un fino sentido del humor y una conversación siempre interesante. Los que fueron sus alumnos, en Secundaria o en la Facultad de Arquitectura, entre otras instituciones, lo recuerdan con admiración y cariño.
Miraldi fue autor de varios libros. Entre ellos Historia del movimiento obrero del Uruguay. Desde sus orígenes hasta 1930 (en coautoría con Germán D´Elia) y El golfo Pérsico, síntesis histórica de una crisis. También escribió cuentos, algunos de ellos publicados y premiados. Uno de ellos relata la trágica historia de la muerte de Simón Berreta.
Lo entrevisté muchas veces, en especial entre 2010 y 2011, durante la investigación que derivó en el libro Milicos y tupas. Miraldi es uno de sus tres protagonistas. Los otros dos son Carlos Koncke y el coronel Luis Agosto.
En aquel tiempo, el profesor vivía en una casa de altos en la calle Ejido, en el barrio Sur, con su señora y un perro que amaba. Todas las paredes de la vivienda estaban tapizadas de estantes y cientos y cientos de libros. Tenía también fotos de Marx, Lenin, el Che, varias de Sendic y una de Zelmar Michelini.
Armando Miraldi y su hijo Mariano |
Miraldi había integrado el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros. En Milicos y tupas contó cómo habían sido sus años de tupamaro y de preso durante la dictadura. No era un arrepentido. Decía que en iguales circunstancias, volvería a hacer lo mismo una vez más. Pero era inteligente y honesto. No ocultaba errores ni horrores, ni propios ni de la organización. Le había tocado estar en un par de episodios importantes. Había sido elegido por la dirección del MLN-T para trabajar junto con los militares en la siempre negada, soslayada o tergiversada tregua con el Ejército en 1972. Lo que contó sobre lo que vivió en aquel momento, sumado a los otros testimonios que aporta el libro, es clave para cualquier estudio serio sobre el pasado reciente.
También había vivido muy de cerca el caso de Roque Arteche, un preso común primero reclutado y luego ejecutado a sangre fría por el MLN-T. Él en persona lo había dejado en manos de la dirección de la Orga. Le habían prometido respetar su vida. No perdonaba que le hubieran mentido.
De todo eso y mucho más, Miraldi habló en Milicos y tupas.
También de los años de cárcel, durante los cuales escribió un meticuloso diario y leyó cientos de libros, cuyos títulos anotó uno por uno. Más que de la tortura, que sufrió, prefería recordar anécdotas y momentos de absurda comicidad que también vivió en los años de encierro.
Nunca lo vi de mal humor. Cuando Milicos y tupas se publicó, me envió algunas correcciones menores sin el menor atisbo de enojo o reproche. Cuando el libro desató una ola furibunda de enojos y descalificaciones, seguía divertido y con atención mis polémicas con la larga fila de ofendidos (Zabalza) y celosos defensores del relato único y la historia oficial (Fernández Huidobro, su secretario Roberto Caballero, Marcelo Estefanell, etc, etc.). Él solo tenía felicitaciones.
Nunca pude cumplirle su deseo de hacer un libro basándome en lo que llamaba su "maletín negro", que me regaló. Era una valija llena de recortes de diarios y anotaciones propias sobre asesinatos no aclarados. Un tema que lo obsesionaba. Intentaba establecer nexos y conexiones entre casos misteriosos e impunes, que en Uruguay son demasiados. En cambio, sí participé de una actividad nada frecuente que organizó en el pueblo Agraciada, en Soriano: una conferencia donde el coronel Agosto, Miraldi y yo nos sentamos en una misma mesa, en una biblioteca municipal, años después de publicado Milicos y tupas, para hablar de las heridas de pasado reciente.
La última vez que lo vi fue no hace tanto. Mientras investigaba para escribir Caraguatá. Una tatucera, dos vidas, lo fui a visitar. Yo sabía, porque me lo había contado años atrás, que él había llevado, en sucesivos viajes en camión a la cabaña Spartacus, buena parte de los materiales que se usaron en la construcción de aquel sofisticado y trágico escondite. Hacía unos años que no lo veía. Lo encontré mucho más achacado, con dificultades importantes para moverse. Queriendo alcanzarme algo, tropezó y se cayó.
Me fui con un puñado de anotaciones y una tristeza enorme.
Hasta siempre, Armando. Y gracias.