Escribí esto hace ya diez años, luego del entierro de los restos del general Líber Seregni.
En estos días se habla mucho del legado de Líber Seregni. Pero, en parte por la admiración que despierta el fallecido y en parte por la tradicional autocomplacencia uruguaya, se soslaya lo poco que su ejemplo es hoy tomado en cuenta.
Seregni había sido desplazado del liderazgo de su propio partido, el Frente Amplio. Su visión de la realidad era rechazada por la mayoría de sus dirigentes. Cuando el Frente cumplió 30 años le impidieron subir al estrado. Hace pocas semanas se le negó el honor de encabezar todas las listas en las elecciones internas. Antes, el diputado socialista Roberto Conde lo menospreció, llamándolo "otrora gran conductor". Los radicales lo acusaron de ser "servicial" y "colaboracionista" con el gobierno. Llegaron a insinuar que estaba chocho y preparando su regreso al Partido Colorado. El diputado Raúl Sendic preguntó: "¿no tiene algún amigo que le diga que se calle?". Ahora debe estar contento. Seregni no lo incomodará más.
Tantos agravios fueron producto de la sinceridad de Seregni, de su osadía de buscar el beneficio del país por sobre intereses electorales menores. Como la mayor parte del Frente Amplio, Seregni apoyó la redacción de la ley que permitía asociar a Ancap con capitales privados. Pero cuando vino la embestida sindical no se dio vuelta, como sí hizo la plana mayor de la coalición. Por ejemplos como ése fue que Seregni dijo más de una vez que el Frente Amplio no estaba preparado para gobernar.
Algunos de esos dichos fueron festejados por dirigentes de los partidos tradicionales, con una miopía que ya parece ceguera. No veían que el ejemplo de Seregni también los dejaba a ellos en falsa escuadra. ¿Qué partido tiene hoy políticos capaces de ir contra la corriente, de hablar con sinceridad de los problemas propios, de buscar la verdad sin consultar antes lo que dicen las encuestas? Los poquísimos que hay están tan aislados y en minoría en sus propios partidos como lo estaba Seregni en el Frente.
Seregni dedicó sus últimos años a su Centro de Estudios Estratégicos 1815, pero antes de morir tuvo la precaución de cerrarlo. Quizás sintió la certeza de que no habría nadie capaz de dirigirlo: la palabra "estrategia" provoca pavor en nuestros políticos. La nota de tapa de esta edición, que explica cómo décadas de desidia, improvisación y derroche terminaron en el actual desastre energético, es buena prueba de esta afirmación.
El Centro de Estudios Estratégicos 1815 hizo en 2001 un seminario sobre la reforma de las empresas públicas. Allí Tabaré Vázquez dijo que aceptaba la asociación de estas compañías con capitales privados. Después apoyó los plebiscitos de Ancap y OSE. Allí el presidente Jorge Batlle dijo que muchos de los que dirigían las empresas públicas no sabían nada. Después los dejó en sus puestos tres años más, hasta hoy. Allí todos los grandes dirigentes de los tres grandes partidos mostraron una gran coincidencia sobre cómo modernizar nuestro gran Estado; la prensa festejó con grandes titulares. Después no se pusieron de acuerdo en nada. Y no modernizaron nada.
Pobre Seregni. Le habría ido mejor si en lugar de un centro de estudios estratégicos hubiera creado uno de estudios para el clientelismo, o de marketing y fomento de las encuestas.
El frustrado aporte del Centro 1815 es apenas una faceta de la prolífica vida del general. Pero, por sobre sus luces y sombras, hay algo que eleva a Seregni a una categoría de héroe que ningún otro político de hoy puede aspirar. Fue aquel día de 1984, en el balcón de bulevar Artigas, cuando tras diez años de injusta prisión y ante la multitud excitada, Seregni usó un megáfono para pedir por la paz, por la construcción de un país mejor, por la democracia, y no por la revancha. "Ni una sola palabra negativa, ni una sola consigna negativa", exhortó. Y la multitud le hizo caso.
El gran ejemplo de la vida de Seregni es el de la tolerancia, el de haber dejado en un segundo plano sus dramáticas peripecias personales para ayudar a conseguir el bien común.
De eso hablaba Leonardo Guzmán en el cementerio cuando lo hicieron callar. El ministro había señalado que Seregni hizo "uno de los sacrificios más grandes y más notablemente llevados que hayan visto las generaciones hoy vigentes". Luego, quizás con algún rodeo excesivo pero en perfecta consonancia con el espíritu de Seregni, alcanzó a decir: "todos tenemos para perder en la confrontación". Entonces la silbatina y los cantos de miles de intolerantes lo obligaron a callar. Antes, algunos habían intentado que Stirling no pudiera entrar al cementerio. Otros le pegaron a Yamandú Fau y a su esposa.
El sectarismo es una plaga que mina la democracia uruguaya. Existe en todos los sectores y en todos los partidos. No puede sorprender que esa intolerancia aflore en el Frente Amplio, cuyos militantes de La Teja llegaron al repugnante extremo de obligar a abandonar el barrio a
Hugo Batalla, el abogado que tuvo el coraje de defender a Seregni y a Sendic frente a la Justicia Militar en los tiempos más tenebrosos de la dictadura.
Pero que la intolerancia aflorara en el entierro de Seregni fue doblemente doloroso. Fue triste, como todo acto de fanatismo. Fue penoso porque mostró hasta qué punto el extraordinario ejemplo de Seregni no es comprendido, ni siquiera por los que se dicen sus seguidores.
Cuando Guzmán fue acallado, la televisión dejó de transmitir desde el cementerio. Ya no pudimos ver las imágenes de los políticos amontonados en primera fila para tratar de ganar un puntito en la encuesta de mañana. En los estudios de
TV Libre, y con cara de consternación, el periodista Antonio Ladra dijo: la memoria del general Seregni no merecía un final así. Es cierto.
Que Seregni se haya muerto es triste. Pero lo que más duele es que nadie recoja su herencia.
Columna publicada en el suplemento Qué Pasa del diario El País el 7 de agosto de 2004.