Ya nadie discute que Uruguay tiene un problema de seguridad. Lo que se discute ahora son las razones, las responsabilidades y el eventual modo de salir de esta locura que cada día nos depara una noticia peor que la otra.
Como ocurre con todo problema complejo, en la crisis de la seguridad pública las causas son múltiples y variadas. El calamitoso estado de las cárceles, la decadencia de la Policía, la corrupción tolerada y escandalosa en el INAU sin duda son algunas de ellas. Son problemas que décadas y décadas de desidia política han agravado hasta los límites intolerables del presente.
Pero sin desmerecer la influencia de estos y otros fenómenos, existe otro ingrediente que juega un rol muy importante en la crisis de la seguridad y del cual no se habla. Es una causa obvia y oculta a la vez: ocurre que un número muy grande de uruguayos, un porcentaje mayor al que nadie está dispuesto a admitir, no siente que el robar sea algo necesariamente condenable. Dicho en otras palabras: muchos, demasiados, uruguayos no condenan el delito. Ser delincuente no está necesariamente mal visto en Uruguay.
Las razones por las cuales esto es así tiendo a creer que son complejas. Por un lado, algo de eso hay en nuestro ADN histórico. Fuimos tierra de conquistadores que llegaron con la ilusión de llevarse mucho y construir poco. En nuestra historia, además, hay mucho bandolerismo maquillado, oculto, incluso glorificado. Los malones charrúas, el gauchaje que vivía de lo que podía tomar aquí y allá, los abusos de las tropas de Artigas cuidadosamente borrados de los libros de texto, los paisanos que en Rocha prendían fogatas en la costa para engañar a los barcos, hacerlos encallar y robar las pertenencias de los náufragos. Sin olvidar las “expropiaciones”, eufemismo con el cual el MLN llamó y llama a los asaltos con los que financió su fallida revolución.
La idea central implícita que justifica todos estos abusos es que los pobres, los desamparados, tienen derecho a robar. Es un discurso histórico que sigue vivo porque lejos de combatírselo se lo ha alimentado y reforzado. Durante décadas ciertos grupos políticos han insistido en la idea de que la pobreza justifica el delito. A lo largo de muchos años desde el regreso de la democracia, mientras la vida en el Uruguay iba poco a poco perdiendo su histórica calma, se insistía con el mismo argumento: ¡cómo no va a aumentar el delito si cada vez hay más pobres! El vicepresidente Danilo Astori admitió en una reciente entrevista que el Frente Amplio propaló durante mucho tiempo esa idea “equivocada”.
Lo cierto es que el efecto de ese discurso ha impregnado la mente y el corazón de los uruguayos: el delito no se condena porque lo cometen los pobres desgraciados que nada tienen. Así se piensa.
Por supuesto, el argumento era falso en 1985, en 1995, en 2005 y lo es hoy también como –más vale tarde que nunca- Astori acaba de reconocer. Si fuera así, en países como Haití, Nepal y Burkina Faso todos serían ladrones. Sin embargo, en Uruguay esta manera de pensar prendió con tanta fuerza que algunos recién se desayunan ahora de su falsedad. ¿Cómo es posible que la pobreza haya caído notoriamente y los delitos sigan subiendo? ¿Cómo puede ser que Uruguay tenga el menor índice de desempleo en muchas décadas y día por medio maten a un comerciante, un vigilante, un policía o un taxista en un asalto? El ministro Bonomi, que como buen tupamaro ayudó militantemente en estos últimos años a instalar la idea de que la pobreza justificaba el delito, ahora ensaya triples saltos mortales en un intento imposible de conciliar su viejo discurso con la actual realidad: la gente -ha dicho- antes robaba para comer, y ahora para tener championes.
Mirá vos. Qué lindo que es ser tupamaro para encontrarle siempre una explicación sencilla a todas las cosas.
Pero el problema no es Bonomi. El problema es que la gente no le sigue el paso a Bonomi. La mayoría continúa pensando que el delito no es algo condenable. Que ser pobre lo justifica. Es la reedición de la lucha de clases en su versión más decadente y resentida: pobres planchas contra ricos chetos, con música de los Wachiturros de fondo. Por eso hubo tantos uruguayos que gozaron (sí, gozaron) al enterarse que un padre de Carrasco había matado a su hija creyendo estar disparando contra un ladrón. Es triste y es penoso, pero es así.
Este “estado del alma” del país nos trae varios problemas. Por un lado, muchos uruguayos sienten que no hay nada de malo en incursionar en el delito, las pruebas están a la vista.
Otros no salen a robar con revólver, pero se llevan todo lo que pueden de su lugar de trabajo. Hace unos meses vimos a un sindicato importante del PIT-CNT ir al paro en defensa de uno de sus trabajadores que había sido filmado robando. Pocas semanas atrás dos jueces de Maldonado fallaron en favor de dos trabajadores que habían sido despedidos del hotel Conrad, uno por llevarse a su casa alimentos de la cocina del establecimiento; el otro por quedarse con una pertenencia de un huésped. Dos casos que para el diccionario entran en la categoría de robo. Pero que para la Justicia uruguaya ni siquiera configuraron una notoria mala conducta.
De los bienes públicos que están en la calle, ni hablemos. Tenemos el récord mundial de robo de cables. Se llevan las canillas, las tapas de OSE, la arena de las playas, las plantas de los canteros, las letras de bronce de los monumentos, las placas de los cementerios.
Otros no roban directamente, pero como el delito no les parece algo condenable, para ellos no es un ningún problema comprar cosas robadas. Nadie ve al celular ajeno como un objeto de horror. Nadie ve miedo, pánico, sangre, muerte en un plasma que llegó al mercado a través de un asalto. No. Es tan solo una oportunidad, una oferta, la posibilidad de sumarme yo mismo a la cadena de viveza criolla. Si todos roban, los políticos son corruptos, los ricos son explotadores, ¿por qué yo, que soy más pobre que ellos, no voy a tomar mi pequeña tajada? Ni que decir que un razonamiento similar utilizan muchos para justificar sus evasiones impositivas.
Así funciona el círculo infernal en el que estamos metidos.
Si el delito no está mal visto, quizás eso explique por qué existe tan poca preocupación por sus víctimas. La Policía muchas veces arroja sospechas sobre los asaltados, los muertos, los desaparecidos de la democracia, como Nadia Cachés, de la que nadie habla y ningún equipo busca: gente imprudente que andaba con dinero, o con un reloj caro, o con vidrios polarizados, o en bicicleta como Nadia, o con armas, o sin armas, que quiso defenderse, o que no tomó lecciones de cómo enfrentar a un delincuente justiciero. La prensa cada vez más reproduce cualquier cosa que le dice la Policía sin ponerse un segundo en la piel de la víctima o de su familia.
Así funciona el círculo infernal en el que estamos metidos.
Si el delito no está mal visto, quizás eso explique por qué existe tan poca preocupación por sus víctimas. La Policía muchas veces arroja sospechas sobre los asaltados, los muertos, los desaparecidos de la democracia, como Nadia Cachés, de la que nadie habla y ningún equipo busca: gente imprudente que andaba con dinero, o con un reloj caro, o con vidrios polarizados, o en bicicleta como Nadia, o con armas, o sin armas, que quiso defenderse, o que no tomó lecciones de cómo enfrentar a un delincuente justiciero. La prensa cada vez más reproduce cualquier cosa que le dice la Policía sin ponerse un segundo en la piel de la víctima o de su familia.
La sociedad uruguaya defiende a las víctimas de la dictadura, de la violencia doméstica, incluso a los animales maltratados, porque la dictadura, la violencia doméstica y el maltrato animal están mal vistos, por suerte. Pero al mozo de Los Francesitos que quedó casi parapléjico porque un delincuente le pegó un balazo con una bala preparada para hacer más daño, a él, como a cientos de víctimas de los delitos de cada jornada, a ellos no los defiende nadie. Nadie.
Y no los defiende nadie porque el delito común no está mal visto por una enorme cantidad de uruguayos. Esa es la verdad. Ése es nuestro terrible ADN. Esa es nuestra desgracia, la prueba de nuestra brutalidad, de nuestro atraso.
Podrán cambiar mil veces los ministros. Pero hasta que eso no cambie, no cambiará nada.
el.informante.blog@gmail.com