No había política ni políticos. No se juntaban firmas, ni se organizaban marchas, ni se protestaba por nada. Los noticieros se dedicaban a la lectura de los comunicados del gobierno cívico-militar. Los diarios apestaban. No había revistas uruguayas. El mundo tenía dos tipos de países: democráticos y comunistas. No había rock uruguayo ni nada que se le pareciera. De la existencia del punk, de los Sex Pistols y The Clash, me enteraría con casi diez años de atraso, gracias a Los Estómagos. Tampoco existía lo que luego se llamó canto popular. No se podía nombrar a Zitarrosa ni al Sabalero ni a tantos otros. La marihuana era un tabú. El sexo también, y se debutaba indefectiblemente con una prostituta. Estar en la calle con los amigos era un peligro: tres veces pasé una noche preso solo por estar con amigos en una vereda.
En medio de ese panorama desolador, de ese desierto existencial, de esa nada, un día llegó Mena, el profesor de historia.
Venía precedido de una fama de lunático, transmitida por sus alumnos anteriores. Se contaba que una vez, cuando el pago de sueldos se había atrasado, Mena había llegado a clase con una guitarra y se la había pasado cantando. Y que a veces, cuando tenía un ataque de furia, le pegaba a los alumnos con su paraguas. Su andar encorvado potenciaba la leyenda. Así lo vimos llegar un día a nuestra clase. Estábamos en cuarto y ya nunca nada fue lo mismo que antes.
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Aunque se supone que estaba prohibido, y ningún otro profesor lo hizo nunca, Mena nos habló por primera vez de política. Nos explicó lo que eran los blancos y los colorados. Nos habló de su amado Aparicio Saravia y también de Batlle, de sus vidas, sus ideas y de los valores que representaban. Nos abrió los ojos a un mundo que cuidadosamente nos habían ocultado. Nos contó miles de historias: de las matanzas del Goyo Jeta a los históricos negociados del Banco Comercial: descubrimos que Uruguay no era la nada: era un país con su historia, sus cretinos y sus héroes, como cualquier otro.
También nos hizo ver que la política volvería tarde o temprano, que la dictadura no duraría para siempre. Recuerdo que el día en que el general Gregorio Álvarez asumió la Presidencia se dedicó a analizar esa noticia, yendo mucho más allá que los diarios y los noticieros. Nos habló de sus esperanzas de una reapertura democrática, y nosotros con la boca abierta.
No recuerdo en qué curso fue, pero una vez nos mostró el libro de texto oficial del curso recomendado por las autoridades de Secundaria y nos aconsejó vivamente que no lo compráramos, nos advirtió que él no lo usaría porque aquel libro era un “vómito”. Lo dijo y lo reafirmó tomando un ejemplar del pupitre de una de nuestras compañeras y estrellándolo contra el piso. Anunció que él daría las clases y listo, sin texto. Así que el mundo no era solo obedecer y cumplir órdenes.
Nos recomendaba, en cambio, los libros de Alfredo Traversoni, que estaban prohibidos y proscriptos como su autor. Nos enseñaba a pensar, a razonar, ser críticos ante todo, algo que en la dictadura no te aconsejaban en ningún lado. Varios amigos recuerdan el día que nos pidió: "Recuerden que la Historia la escriben los vencedores, la niegan los vencidos y la creen los tontos”.
Es cierto que Mena se enojaba. A veces podía exhibir un mal humor muy amenazante y otras veces era irónico, sarcástico, incluso cruel, con quienes no captaban el espíritu crítico que deseaba transmitirnos. Sentía una verdadera fobia contra aquellos que estudiaban las lecciones de memoria. Una vez una estudiante no muy avispada habló en clase del “impuesto al sol”, cuando debía haber hablado del “impuesto a la sal” que se cobró en diversos lugares y momentos históricos. Mena se percató que aquella chica no entendía de qué estaba hablando, que solo repetía una lección mal memorizada. “¿Es un impuesto que se paga cuando alguien va a la playa y toma sol, por ejemplo?”, le preguntó. La alumna no dudó: “Sí, claro”. La voz de Mena atronó en todo el salón: “¡Qué estupidez! ¡Qué estupidez! ¡Qué estupidez!”.
Eso también: Mena era políticamente incorrecto de un modo glorioso. Hoy, cuando lo políticamente correcto lo ha invadido todo hasta la imbecilidad, cuando está mal llamar “chico” o “menor” a un niño, cuando para decir uruguayos hay que decir “uruguayas y uruguayos”, recuerdo que tener clase con Mena era siempre un desafío a las convenciones y un reto a la inteligencia. Con él las cosas nunca tenían que ser como se esperaba que fueran. Sin duda, detrás de su voz cascada y de su desatada ironía, sentía una gran ternura por esos adolescentes obligados a crecer en el espantoso Uruguay modelo 1970.
El profesor Celiar Enrique Mena Segarra falleció el domingo 22, en Montevideo. Tenía 75 años. Se calcula que tuvo 10.000 alumnos. Tuve la suerte de ser uno de ellos durante tres cursos: cuarto, quinto y sexto. Mena, con sus buenos y malos humores, sus risotadas y su paraguas, su guitarra y sus arranques de bronca, me abrió los ojos a un mundo enorme y complejo, mucho más rico e interesante de lo que yo nunca había imaginado.
Y eso es algo, querido profesor, de lo cual no voy a olvidarme nunca.
Artículo de Leonardo Haberkorn
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