La revista
Bla me encomendó contar la historia de un dominicano en Uruguay. El resultado es la historia de Víctor Feliz Feliz, que ahora es feliz por partida triple. Se publicó en la edición de diciembre de 2014.
Hace un año, cuando se acercaba la Navidad 2013, los hijos de Víctor Feliz Feliz comenzaron a pedirle que de regalo por las fiestas les comprara zapatos y ropa nueva, porque de verdad les hacía falta.
Le pedían por favor, porque sus prendas estaban viejas, gastadas, incluso rotas. Víctor sabía que sus hijos no mentían, pero no tenía dinero. Lo que ganaba como obrero de la construcción en su ciudad -Santo Domingo, la capital de República Dominicana-, se le iba todo en abonar el alquiler del hogar familiar y la comida, y a veces ni siquiera alcanzaba para eso. En la empresa donde estaba empleado como segundo oficial albañil le pagaban el equivalente a 162 dólares por quincena, 324 al mes. No le sobraba nada. No tenía un cobre en el bolsillo.
Los hijos de Víctor, que hoy tienen 11, 13 y 15 y entonces tenían un año menos, se pusieron a llorar. Por favor, le rogaban.
A Víctor se le partía el corazón. “Me daba mucha pena. En diciembre no pude comprarles nada, nada”, dice y deja escapar un “ay”. Todavía duele.
De aquel dolor nació el coraje que le faltaba para decidirse. Varios amigos le decían que tenía que emigrar a Uruguay, donde ellos sabían por otros amigos que ya habían emigrado que los sueldos son mejores, el doble o el triple incluso.
A Víctor le costó tomar la decisión porque no quería separarse de su familia y porque dejar su país tenía sabor a derrota después de 25 años de batallar a diario contra la adversidad.
En esos días de angustia, Víctor repasaba su vida. Sus padres habían muerto cuando él era un adolescente y a los 15 años había tenido que dejar de estudiar y ponerse a trabajar.
“Yo había luchado toda la vida, siempre echando
pa´lante, siempre
pa´lante, pero allá no podía, no podía”, cuenta. “En mi país se trabaja mucho y el dinero no alcanza para nada”.
Lo que lo decidió a hacer las valijas fue asumir que si no juntaba coraje y partía, el destino de sus hijos terminaría siendo más o menos similar al suyo. No podrían estudiar ni progresar. Vivirían para trabajar y sobrevivir, como él.
Pa´lante y
pa´lante y siempre en el mismo lugar.
Víctor soñaba con regalarles una computadora, para que aprendieran, para que tuvieran el mundo a su alcance. Pero si no podía comprarles calzado, ¿de dónde sacaría dinero para una computadora?
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Víctor Feliz Feliz llegó a Uruguay el 6 de junio, hace apenas seis meses, la fecha la recuerda de memoria. Fue uno de los 2.500 dominicanos que llegaron al país en los primeros seis meses de 2014, según datos de la Dirección Nacional de Migración publicadas por el diario
El Observador el 1º de setiembre. En 2013 habían llegado 1.870.
“Vine a buscar una mejor vida para mi familia”, dice Víctor. Aterrizó con poco equipaje y menos dinero, con su oficio de medio oficial albañil y sus 39 años, la piel oscura, el pelo corto y con entradas, los ojos chicos, las manos grandes, su boca también grande y con una eterna media sonrisa, reflejo de su optimismo. Víctor es un hombre con mucha fe, muy creyente. “Yo siempre fui una persona de suerte, gracias a Dios”, me dice.
Los primeros días, sin embargo, fueron terribles: hacía mucho frío y las jornadas se le escapaban en trámites burocráticos, gestionar la cédula de identidad uruguaya, sacar el carnet de salud. Víctor iba de oficina en oficina, con un frío tan ajeno que le costaba entender cómo podemos vivir tan al sur. Tampoco comprendía las costumbres de los uruguayos. Sentía en falta las comidas típicas de su país, los platos con arroz, habichuelas rojas o blancas y pollo, los ensopados, el plátano frito. Extrañaba a su esposa y a sus hijos.
Víctor pensaba en regresar a su tierra y a su viejo trabajo. ¿Pero cómo? ¿Con qué dinero? ¿Y para qué? El llanto de sus hijos todavía le dolía en el alma.
La angustia duró hasta que -nuevamente “gracias a Dios”- conoció a Rinche Roodenburg, una holandesa que dirige la ONG Idas y Vueltas, que se dedica a ayudar a los emigrantes que llegan a Uruguay y a los uruguayos que retornan luego de haber vivido años en el extranjero.
Rinche y sus compañeros enseñan a los recién llegados a obtener los documentos uruguayos, los orientan en la búsqueda de empleo, tratan de ayudarlos a adaptarse a las costumbres orientales. “Hacemos talleres de reinserción laboral. Una vez por semana tenemos un psicólogo. Los otros días tomamos un café, los oímos, nos reímos”.
La holandesa recuerda a un dominicano que llamó para postularse a un empleo delante de ella. Lo atendió una mujer y el caribeño comenzó la conversación con el saludo de “buen día, hermana”, un giro que se usa en República Dominicana pero que en Uruguay suena raro, mezcla de exceso de confianza y secta religiosa. “Tratamos de enseñarles ese tipo de cosas”, explica.
Rinche habla de Víctor con cariño y él habla de ella con enorme agradecimiento, dice que ha sido como una madre para él en la República Oriental.
La holandesa sostiene que muchos dominicanos llegan engañados por gente que les vende los pasajes con la promesa de que aquí ganarán sueldos altos en dólares. La realidad es que la mayoría termina trabajando por un puñado de pesos en empresas de vigilancia o limpieza, las mujeres como empleadas domésticas. “Casi todos tienen trabajo y eso ayuda a que no se sientan tan angustiados como cuando llegan. Pero ganan poco y la mayoría está empleada debajo de sus posibilidades. A veces nosotros podemos darles un empujoncito hacia algo mejor”.
A Víctor Feliz le dieron el empujoncito que cambió su vida. Gracias a un contacto de Rinche y a su experiencia laboral en su país, Víctor consiguió empleo como medio oficial en Calpusa, una importante empresa constructora, un rubro donde los salarios mínimos duplican los de vigilantes y limpiadoras. Desde entonces, su vida dio un giro total. El sueldo de Víctor hoy es de unos 24.000 pesos, más los beneficios sociales. Además, “gracias a Dios”, la compañía le permite usar -sin tener que pagar alquiler- una vivienda que tiene en Santiago Vázquez, donde Víctor vive de lunes a viernes junto a otros compañeros de trabajo. Los fines de semana, por lo general, se queda en la Ciudad Vieja, en casa de compatriotas, haciendo un poco de vida social.
El detalle de la vivienda es importante y no solo por el alquiler que se ahorra. También le permitió a Víctor escapar al destino habitacional de casi todos los dominicanos en Uruguay: una triste pieza de pensión. Eso es así porque aunque consigan un trabajo que les permita pagar un alquiler, es casi imposible que un inmigrante logre obtener las garantías que se exigen como requisito ineludible para poder alquilar.
Hoy Víctor ha multiplicado por tres o por cuatro el dinero que ganaba en su país y se siente feliz de poder girarle a su familia cantidades que nunca había imaginado. Con el dinero que ha cobrado en estos seis meses en Uruguay, su esposa ya pudo comprar una heladera con freezer, un juego de comedor con seis sillas y, por supuesto, las prendas de vestir que sus hijos necesitaban y por las que habían llorado.
En el Facebook de Víctor Feliz Feliz hay una foto de su esposa y sus dos hijos varones, los tres riendo y con ropas nuevas. Víctor colocó la imagen sin ningún comentario. La foto habla por sí sola. Dice felicidad.
“Hoy le mandé la plata a mi señora para que se compre un celular que tenga
guasáp, así podemos comunicarnos más y gratis”, cuenta Víctor, con orgullo y alegría. Él mismo anda con dos teléfonos móviles. Uno rústico que se compró al llegar. Y otro inteligente y más sofisticado que pudo comprarse poco después, con internet y
guasáp.
“Lo que yo quiero ahora –dice, pensando en el futuro- es que Dios me ayude a tener mi casita allá, porque siempre he vivido alquilando, así me aseguro un techo para la vejez”.
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Para Víctor, que tiene 39 años, el empleo que consiguió en Uruguay ha sido una bendición y no solo por el sueldo, también por el ambiente laboral de la empresa y sus compañeros de trabajo.
“Todos los uruguayos han sido y son muy buenos conmigo. Nadie me hace sentir diferente. En la casa donde vivo son todos uruguayos y nadie me trata distinto. En el trabajo todos me respetan y a la hora de comer, comemos todos juntos como hermanos. Y yo soy muy morocho, ¡muy morochito (se ríe)!.., y nadie me trata diferente por eso. Siempre me trataron como uno más, como a un hermano”.
Claro no a todos los dominicanos les va tan bien. Víctor lo sabe por los cuentos que escucha de boca de sus compatriotas los sábados y domingos en la Ciudad Vieja.
“Hay muchos que están trabajando pero ganan muy poco, trabajan en empresas de limpieza o como vigilantes, ganan 10.000, 11.000 pesos y tienen que pagar 2.000, 3.000 o 4.000 para vivir en una pieza compartida de pensión. Yo los veo y siento su angustia y preocupación. Algunos me dicen que se quieren ir, pero no tienen para el pasaje. Porque para venirse para acá vendieron todo, algunos pidieron préstamos, otros hasta empeñaron sus casas”.
Lo cierto es que una parte de los que llegan, casi un tercio, se va. En los primeros seis meses de 2014, 724 dominicanos se fueron de Uruguay, según el citado informe de
El Observador.
Los hermanos de Víctor viven en una ciudad llamada Barahona, 204 kilómetros al oeste de Santo Domingo. De Barahona es Renny Belisario, un dominicano de los que aterrizaron en Uruguay con menos suerte que Víctor.
Renny tiene 26 años y en su país era empleado de la compañía ferroviaria. Una pelea con su superior lo decidió a emigrar. Llegó hace un año. Hoy trabaja en una empresa de vigilancia y hace de patovica en la puerta de los boliches los fines de semana. Ha llegado a trabajar 15 o 20 días de corrido con tal de poder enviar 5.000 pesos a fin de mes a su mujer y su hija de tres años. Es poco para tanto sacrificio.
“¡Ni una media he podido comprarme aquí trabajando todo un año sin descansar! ¡Ni una media!”, exclama.
Sin embargo dice que él no vino engañado. Sabía lo bajos que son los sueldos en las empresas de vigilancia en Uruguay, donde trabajan muchos de sus compatriotas radicados aquí, y lo cara que es la comida. “Muchos dicen que vinieron porque les mintieron, pero no es cierto. Vienen porque el dominicano es salir detrás de la aventura, y porque tienen la esperanza de ahorrar aquí el dinero para irse a España. Después, cuando la cosa no resulta, dicen que vinieron engañados”.
Renny ha intentado conseguir un empleo mejor pago, sin suerte. “He dejado muchísimos currículums en las empresas de la construcción, pero no me llaman. Lamentablemente los dominicanos no hemos creado una muy buena imagen aquí. Entre algunas mujeres que son prostitutas y otro que hizo una rapiña, algunos piensan que somos todos así”.
Riche, la holandesa de la ONG Ida y Vuelta, cuenta que otro campo laboral donde algunos dominicanos han logrado insertarse, con mejores sueldos que en las empresas de servicios, es el de los restaurantes, como mozos o ayudantes de cocina.
Renny se quiere volver. Varios de sus amigos dominicanos ya están haciendo planes para irse al Brasil, pero él prefiere regresar a su hogar.
“Si hoy consiguiera el dinero, volvería a mi país”, dice. El asunto es que, mientras mantenga sus actuales empleos, no vislumbra ninguna manera de poder ahorrar el dinero para el pasaje de avión.
Renny extraña mucho a su familia, sobre todo a su hija de tres años. Ese punto de la historia lo iguala a Víctor. Porque la felicidad del señor Feliz no es completa por lo mucho que siente la ausencia de los suyos.
Cuando lo entrevisté, a Víctor Feliz acababan de avisarle que en su país había fallecido su querida prima Sonia. “Así como me ves, yo estoy de duelo. Ella era joven, tenía solo 44 años, pero tenía un cáncer de mama. Y eso me tiene un poco destrozado, lejos, sin poder estar allá con mi gente”.
Puso una foto de su prima y un lazo negro en su cuenta de Facebook con la leyenda: “Siempre te recordaremos, Nenena”.
Pese a ese sinsabor y a diferencia de lo que le ocurre a su compatriota Renny, para Víctor el balance de la aventura uruguaya es muy positivo y para nada se arrepiente de haber venido. Al contrario. Incluso no descarta traer un día a toda su familia, como le reclaman algunos compañeros de trabajo.
Ya tiene amigos uruguayos. Le gusta comer asado y también guiso.
“Ahora tengo muchísimos amigos que me dicen ‘vos de acá no te vas’, y me piden que traiga a mi familia, me dicen que ellos me van a ayudar. El capataz me insiste mucho con eso. Pero vamos a esperar un poco, que el tiempo vaya corriendo y ver cómo van surgiendo las cosas. De verdad estoy muy agradecido con todos”.
Nunca le tocó vivir ni el más mínimo episodio de racismo o xenofobia. Otros dominicanos le han contado que a ellos sí les ha pasado, pero a Víctor no. “Me han dicho que algún racismo hay, pero yo no lo he visto, para nada, al contrario. Todos me tratan como un igual, como un hermano”, dice. “Será que soy una persona con mucha suerte, gracias a Dios”.
Víctor le dio una enorme alegría a Rinche hace unos días, cuando le confió que había logrado hacer realidad uno de sus mayores anhelos: comprar una computadora para sus hijos.
“Mis hijos ya empezaron a tomar clases de informática para aprender a usarla”, me cuenta, feliz.
“Ahora soy feliz por partida triple. Yo era Víctor Feliz Feliz. Ahora soy Víctor Feliz Feliz feliz”, me dice y larga una sonora carcajada.
En su cuenta de Facebook, que abrió al llegar a Uruguay, dice “localidad natal: Montevideo”, quizás porque aquí nació por segunda vez.
Allí Víctor escribió el 6 de octubre:
“Gracias mi Dios por la oportunidad que me has dado en este país. Y ha todas las personas que estuvieron conmigo en los momentos difíciles”.
Amén.