12.7.09

Todas las muertes de los Rovira Grieco

La noticia se publicó el viernes 10 en La República. “Pareja con más de 50 años de casada decidió matarse. Su hijo tupamaro fue acribillado por las fuerzas conjuntas en 1972”.
Fue la noticia más leída ese día en la edición digital del diario. Pero pronto será olvidada. En un país cuyos principales líderes políticos no pueden asumir su propio pasado, el suicidio del matrimonio Rovira Grieco es una incomodidad que conviene barrer rápido bajo la alfombra.
Carlos Rovira tenía 78 años. Filomena Grieco 81.
Oí hablar por primera vez de ellos cuando entrevistaba a ex integrantes del MLN para escribir mi libro Historias tupamaras. Luis Nieto y Kimal Amir me refirieron su triste peripecia con pesar.
Cito la parte del libro que cuenta esta historia, solo una de tantas. Recurro a lo ya escrito; me cuesta encontrar nuevas palabras.

El MLN y sus mitos, tupamaros, Rovira GriecoNieto conoce también la historia de los Rovira-Grieco, un matrimonio que perdió a su único hijo aquel desgraciado 14 de abril de 1972. Horacio Rovira integraba la Columna 15. Tenía solo 18 años cuando fue asesinado por la Policía.El matrimonio Rovira-Grieco ha dejado testimonio de lo que vivió en un libro muy particular. En realidad son tres libros en uno.
La primera vez que lo editaron se llamó simplemente
14 de abril de 1972. Es el relato de Filomena Grieco, la mamá de Horacio, de todo el horror que les tocó vivir a ella y a su esposo Carlos a partir de aquel terrible día. Estuvieron más de un mes presos, maltratados, humillados, primero les ocultaron que habían matado a Horacio, luego se los comunicaron con crueldad. Ni siquiera los dejaron despedirse de su hijo muerto, ni verse entre ellos para abrazarse y llorar juntos.
Ellos no sabían que Horacio era tupamaro. Estaban al tanto de que su hijo era un estudiante militante y comprometido con las luchas sociales, pero no tenían idea de que había ingresado al MLN. Horacio les mentía. Les decía que iba a nadar al Neptuno y volvía mojado a casa, pero no iba a la pileta. Traía a su casa a muchachos que presentaba como sus compañeros de estudio, pero luego –cuando la Policía les mostró las fotos- descubrieron que esos dos jóvenes tan simpáticos y atentos que decían llamarse Rodolfo Martínez y Marcos Gambardela eran Alberto Jorge Candán Grajales y Armando Blanco Katrás, dos de los principales cuadros militares de la Columna 15.
El libro comienza con un verso de Daniel Viglietti: “se precisan niños para amanecer” y está dedicado a Horacio y a los otros tres tupamaros que murieron acribillados aquel 14 de abril de 1972 en su casa de la calle Pérez Gomar.
Todo ese primer volumen es un canto de dolor por la muerte de su único hijo y de odio a sus asesinos.
En un pasaje del libro, Filomena Grieco repasa las leyendas que ve pintadas en los muros de Montevideo: “Adelante tupamaros”, “Las Fuerzas Conjuntas con los ricos, los tupas con el pueblo”, “Habrá patria para todos o para nadie”. Y escribe: “Esta literatura en las paredes está escrita por muchachos heroicos que lo arriesgan todo, porque saben que la guerra no ha terminado”.
El libro termina con los padres de Horacio proclamando que abrazan los principios de su hijo. “Las cosas que él quería, los ideales que él defendía los heredamos nosotros. Es una herencia al revés”.
La obra ganó un premio de Casa de las Américas, en Cuba. Los padres de Horacio cumplieron su promesa. Terminaron exiliados en la isla, primero; luego en Argentina.
Lo que siguió en sus vidas está relatado en dos nuevos libros, o dos nuevos capítulos que agregaron a su libro original. El primero, escrito en 1992, se llama
Veinte años después. El segundo, de 2002, se titula Treinta años después. No ganaron premios.
En ambos, los padres le escriben con ternura y sinceridad a su hijo muerto, le cuentan las vivencias de los años que no pudieron compartir. El matrimonio Rovira-Grieco vio demasiadas cosas que no puede callar. El entusiasmo de llegar a Cuba, pero la tristeza de ir descubriendo con los meses que aquello era una vulgar dictadura. Enterarse que en 1972 la cúpula presa de los tupamaros había negociado una salida política con los mismos militares que habían asesinado a su hijo. Le preguntan a Horacio quién decidió esa negociación y en nombre de quién. “Somos los anónimos, los comunes, los usados. Las pilas de cadáveres sobre las que se encaraman los vencedores de todas las batallas, que tendrán estatuas de bronce y figurarán en los libros de historia; son la única y cruda realidad. Y tú, yo, él, nosotros los anónimos, ¿cuándo fuimos consultados?”
Con la reapertura democrática, en 1985, volvieron a Uruguay. Lo que encontraron los volvió a desilusionar: los mismos políticos, las mismas consignas, los mismos vicios. Le cuentan a Horacio: “en el gremialismo, con escasas variaciones, los mismos dirigentes vitalicios diciendo las mismas cosas. ¡Horacio, se hacían paros invocando reconquistar el salario de 1968! ¿Y por qué en el 68 hacíamos huelgas, si estábamos tan bien que ahora se aspiraba a aquel salario? ¿Cuándo nos engañaron, antes o ahora?”.

Nunca nadie respondió a las preguntas de los Rovira Grieco.
Los que escribieron el guión de aquella historia nunca jamás han dicho: yo me siento responsable.
No se hablará más de los Rovira Grieco.
Silencio cómplice, mientras el barro se hace bronce.

el.informante.blog@gmail.com

2.7.09

El último Hitler uruguayo



Por Leonardo Haberkorn


Hitler vive en Uruguay. Sí. En esta república oriental de Sudamérica viven Hitler Aguirre y Hitler Da Silva. Viven Hitler Pereira y Hitler Edén Gayoso. Vive hasta un Hitler De los Santos. Y aunque en la guía telefónica del país sólo aparecen seis ciudadanos llamados así, es difícil saber cuántos otros no tienen teléfono o cuántos prefieren figurar con otros nombres para evitar que los califiquen o que se burlen de ellos. Llamarse como se apellidó el mayor genocida del siglo XX, o sea Hitler, ¿no es acaso una razón para vivir avergonzado?
“Nadie sabe que me llamo así”, confiesa en el teléfono Luis Ytler Diotti, que guarda su segundo nombre como un secreto familiar, tal como le aconsejó su padre cuando todavía era un niño. Todos lo conocen como Luis y punto.
Con Hitler Pereira pasa algo parecido: quienes lo conocen lo llaman Waldemar, que es su segundo nombre. Su hijo, que atiende el teléfono, se niega a comunicarme con su padre: no hay nada que comentar.
Juan Hitler Porley rechaza tomarse una fotografía: “Yo de esto no quiero hacer propaganda”, dice, desconfiado.
A Hitler De los Santos lo entrevisté en 1996 y entonces ya había empezado los trámites para cambiarse el nombre. Tal parece que lo logró, porque ahora es imposible ubicarlo en la guía telefónica.
Pero hay quienes llevan el nombre Hitler sin pudor y hasta con orgullo. Hitler Aguirre, por ejemplo, nunca quiso cambiarse el nombre. Llamarse así le parece de lo más normal, pues no encuentra en su nombre motivos para avergonzarse. Hablar con él es algo inquietante: este comerciante, dueño de un almacén de Tacuarembó, una pequeña ciudad en el norte del país, dice ser un hombre de izquierda, que incluso fue perseguido por sus ideas, pero al mismo tiempo insiste en que Hitler es un nombre como cualquier otro. Tan normal le parece, que a su hijo primogénito también le puso Hitler.
Todos los Hitlers uruguayos (al menos los de la guía de teléfonos) son ancianos. Todos nacieron poco antes o durante la Segunda Guerra Mundial, cuando el dictador alemán Adolf Hitler dividía al mundo entre sus simpatizantes, sus detractores y sus víctimas. Todos los Hitlers uruguayos pertenecen a esa época, menos uno. Hitler Aguirre junior, el hijo mayor de Hitler Aguirre, tiene 38 años y es la única excepción. ¿Vivirá a gusto con su nombre?

TRADICIÓNEs conocido que en Uruguay los nombres raros son una tradición centenaria. Hoy el jefe de la guardia del Parlamento es el comisario Waldisney Dutra. Y un político de apellido Pittaluga se llama Lucas Delirio. Casos parecidos ocurren en otros países. En Venezuela hay un debate para prohibir nombres como Batman, Superman y Usnavy. En España, el pueblo de Huerta del Rey se jacta de ser La Meca de los nombres raros porque 300 de sus 900 habitantes han sido bautizados con nombres tales como Floripes y Sinclética. Pero en cuanto a la extrañeza del nomenclátor ciudadano Uruguay va a la cabeza.
El principal historiador de la vida privada en este país, José Pedro Barrán, dice que los nombres extravagantes comenzaron a multiplicarse a principios del siglo XX, cuando el presidente anticlerical José Batlle y Ordóñez impulsó un temprano laicismo y la gente descubrió que no estaba obligada a bautizar a sus hijos usando los nombres de los santos y mártires cristianos.
Por esa época, el médico Roberto Bouton recorría el país ejerciendo su profesión y conocía a paisanos de nombres tan alejados del santoral como Subterránea Gadea, Tránsito Caballero, Felino Valiente, Clandestina Da Cunha, Dulce Nombre Rosales y Lazo de Amor Pintos. También trató a un señor llamado Maternidad Latorre y a otro bautizado Ciérrense las Velaciones. Entonces la ley permitía que los padres eligieran para sus hijos el nombre que se les antojara, no importa lo espantoso que éste fuera. El Registro Civil certifica la existencia de Pepa Colorada Casas, Roy Rogers Pereira, Caerte Freire y Selamira Godoy, entre muchos otros. Mientras que en la Corte Electoral figuran como ciudadanos uruguayos Feo Lindo Méndez, No Me Olvides Rodríguez, Democrática Palmera Silvera, Filete Suárez, Teléfono Gómez y Oxígeno Maidana. Ponerle el nombre a un hijo, por aquellos años, parecía una demencial competencia de ingenio. Una lapidación anticipada. ¿Qué otra cosa pude decirse de los padres que decidieron llamar Tomás a un niño de apellido Leche?
Pero la razón también ha tenido sus héroes. Hay funcionarios que bien podrían ser condecorados por haberse negado a registrar nombres denigrantes. A mediados del siglo XX, el juez Oscar Teófilo Vidal, que ejercía su oficio en el remoto pueblo de Cebollatí, en el este del país, cerca de la frontera con Brasil, anotó en un cuaderno todos los nombres que logró evitar durante su carrera. La lista, que fue publicada en 2004 en un diario local, incluía a Coito García, Prematuro Fernández, Completo Silva, Asteroide Muñiz, Lanza Perfume Rodríguez, Socorro Inmediato Gómez y Sherlok Holmes García.
Por supuesto, una cosa es querer llamar Sherlock Holmes a tu hijo y otra muy distinta es condenarlo a llamarse Hitler.

NOTICIAS DE LA GUERRA
Los historiadores de Uruguay creen que hay claves racionales para explicar la abundancia de Hitlers en este país. La mayor parte de la población desciende de inmigrantes; en general de españoles e italianos, pero también de alemanes, franceses, suizos, británicos, eslavos, judíos, sirios, libaneses y armenios. Estas colonias prestaban mucha atención a lo que ocurría en sus tierras de origen. “Uruguay siempre vivió con pasión lo que pasaba fuera de sus fronteras, porque somos un país de inmigrantes. La nacionalidad uruguaya está fundada en un ideal cosmopolita y abierto”, dice el historiador José Pedro Barrán, con cierta molestia, como remarcando lo obvio.
A principios del siglo XX Uruguay era un país orgulloso de estar abierto al mundo, dice José Rilla, otro historiador. Las escuelas públicas llevaban nombres como “Inglaterra” y “Francia”. Los feriados reflejaban fechas extranjeras, como el 4 de julio, el día de la Independencia de Estados Unidos. No existía resquemor hacia lo extranjero y la prensa dedicaba sus primeras planas a las noticias internacionales. En los años 30, por ejemplo, la invasión de Italia a Etiopía fue seguida con pasión en el Uruguay. Este interés comenzó a notarse en los nombres que los inmigrantes italianos y otros uruguayos les ponían a sus hijos. Más de medio siglo después, en la guía telefónica aún sobreviven once ciudadanos que se llaman Addis Abebba, como la capital etíope, y dos Haile Selassie, como el príncipe que se enfrentó a las tropas de Benito Mussolini.
A Addis Abeba Morales, que nació en 1936, le encanta su nombre. Pero sus conocidos prefieren llamarla Pocha. “Mi nombre fue idea de mi madrina —dice con orgullo—. Ella estaba con mi madre en las tiendas London Paris, en el centro de Montevideo, y había un aviso luminoso que pasaba las principales novedades de la guerra. Mi madre estaba embarazada y, mientras leían las noticias, se decidieron: ‘Si es nena, le ponemos Addis Abeba y si es varón, Haile Selassie’.”
En el extremo opuesto de ese campo de batalla imaginario, otros padres bautizaban a sus hijos con el apellido del dictador italiano. Hoy Manuel Mussolini García es un bancario jubilado de setenta años, que a veces se entretiene desentrañando los misterios de su nombre. “Mussolini era un héroe. Después, en 1942, cuando se alió con el bandido de Hitler, se transformó en un hombre indigno, pero yo ya tenía su nombre”, dice resignado. Luego cuenta que su hija se ha casado con un muchacho de apellido Moscovitz. “Mire lo que son las paradojas de la vida: yo, Mussolini, ahora tengo un nieto judío”.

UN NOMBRE FAMOSO
Al igual que la guerra de Etiopía, la turbulenta política de Europa de los años 30 y 40 producía noticias que en Uruguay se seguían con la misma fruición con que hoy se siguen las telenovelas. Y a continuación, por un mecanismo de imitación en cadena, nacía una ola de Hitlers en este país apacible de Sudamérica.
“Yo nací en 1934 y entonces mi madre ya había tenido once hijos. Se le habían acabado los nombres. No sabía cómo ponerme y justo leyó Hitler en el diario y le gustó ese nombre”, dijo Hitler Edén Gayoso la tarde en que conversé con él a través del teléfono. “Ella no conocía de política, vivía en la mitad del campo, ¿qué iba a saber quién era Hitler?”.
Algo parecido le ocurrió a Luis Ytler Diotti, que también nació en 1934, y es hijo de un inmigrante italiano. Su padre quiso ponerle el nombre de Hitler, pero el niño fue inscripto Ytler por motivos que ahora éste desconoce. “Yo nací cuando Hitler fue nombrado jefe del gobierno de Alemania. Ese nombre llamó la atención de mi padre. En ese momento le pareció que ponerle Hitler a su hijo era algo bueno. Pero después él mismo se dio cuenta de que no había sido una gran idea”.
Juan Hitler Porley, que de joven fue futbolista, nació en 1943, cuando el tétrico perfil del führer ya estaba más claro para el mundo. Sin embargo, él asegura que su padre no era nazi. “Nunca le pregunté por qué me puso este segundo nombre –dice a través del teléfono–. Yo pienso que creyó que Hitler era un nombre famoso cualquiera, como ponerle Palito a un niño, por Palito Ortega».
Las historias de Hitler Edén Gayoso, Luis Ytler Diotti y Juan Hitler Porley tienen algo en común: los tres cuentan que sus padres eligieron sus nombres por novelería o ignorancia. Los tres parecen sentir cierta incomodidad cuando se les toca el tema.
Los casos de Hitler Aguirre y Hitler Da Silva son distintos. Sus padres sí creyeron en Hitler y en su ideología.
Ambos son protagonistas del documental Dos Hitleres, de la cineasta uruguaya Ana Tipa.
Tipa, que vivía en Alemania, observó allí lo chocante que es para los pueblos involucrados en la Segunda Guerra Mundial el nombre de Hitler. Pensar que una persona se llame Hitler, como ocurre en Uruguay, les parece un horror imposible. Entonces hizo la película.
Hitler Da Silva nació en Artigas, una ciudad de una única avenida en la frontera norte con Brasil. Su padre era un oficial de la policía que desbordaba de admiración por el líder nazi. “Le gustaban sus ideas, su forma de ser, las cosas que hacía”, cuenta en una noche de lluvia, vestido con jeans, en el modesto departamento de su hija, en Montevideo. “Mi padre escuchaba las noticias, guardaba recortes y todo lo que podía conseguir sobre Hitler. Si alguien lo criticaba, él lo defendía a los gritos. Cuando yo nací, en 1939, me puso Hitler como había prometido, a pesar de la oposición de mi madre”. Luego –dice– quiso ponerle Mussolini a su segundo hijo, pero su esposa, que era analfabeta, se negó con firmeza. Ella prefería los nombres corrientes.
No muy lejos de allí, en el departamento de Tacuarembó, y durante la misma época, los hermanos Aguirre discutían sobre política internacional, tal como era habitual en aquellos años. ¿Quién era “mejor” –se preguntaban–, Hitler o Mussolini?
“Los viejos brutos se ponían a discutir quién mataba a más gente, ¡qué barbaridad! Al final mi tío le puso Mussolini a su hijo y mi padre me puso Hitler a mí”, cuenta Hitler Aguirre, que ahora es un comerciante en la ciudad de Tacuarembó. Él es el inquietante Hitler de izquierda que nunca se quiso cambiar el nombre.
–Si su padre le puso a usted Hitler por bruto, ¿por qué usted también le puso Hitler a su hijo?
—Por tradición. ¡Qué bruto!

EL RECHAZO
Ahora se sabe que las ideas y actos de Hitler causaron la muerte de decenas de millones de personas. Cuando los crímenes cometidos por el ejército nazi empezaban a conocerse en todo el mundo, llamarse como él pasó a ser un estigma. El padre de Luis Ytler Diotti, por ejemplo, se arrepintió pronto del nombre que había elegido para su hijo. “Le pesaban las barbaridades que había hecho ese hombre. Mi nombre había tomado un concepto que no tenía nada que ver con lo que él había pensado cuando me llamó así. Se asesoró sobre los trámites que había que seguir para cambiarme el nombre, pero vio que no era sencillo. Yo era un niño grande cuando me dijo: ‘Nunca más uses este nombre, ni firmes con él’. Desde ese día, no lo menciono nunca”.
A Hitler Da Silva sus compañeros de escuela lo molestaban todo el tiempo. Lo perseguían y se mofaban de él: ¡Alemán! ¡Asesino! Eso le decían.
Un día Hitlercito volvió muy enojado a casa y, con rabia, increpó a su padre por el nombre que le había puesto. El padre lo miró, le acarició la cabeza y le dijo que algún día se sentiría muy orgulloso de llamarse así.
Pero ese día nunca llegó. Hitler Da Silva fue policía como su padre y hasta llegó a enfrentarse a balazos con los guerrilleros tupamaros en los años 70. En su ciudad natal de Artigas todavía muchos lo saludan: Heil, Hitler. Pero él, un hombre alto, de abundante pelo blanco y rasgos que podrían pasar por “arios”, no se siente orgulloso de eso. “Ese hombre tenía ideas descabelladas: el despreciar a la gente por su piel o su raza, lo que le hizo a los judíos, el Holocausto. Eso no está en mi criterio”, dice sin consuelo.
A Da Silva el nombre de Hitler no le trajo suerte. La dureza con que lo ha tratado la vida se le nota en la mirada. No hizo carrera en la Policía y hoy, ya jubilado, vive con casi nada. Ni siquiera tiene teléfono en su casa. Dice que más de una vez ha sentido el rechazo que provoca el nombre Hitler y que por eso jamás pensó en llamar así a sus hijos. Una vez visitó Buenos Aires: cada vez que mostraba su documento de identidad para ingresar a un hotel le decían que no quedaban más habitaciones.
Hitler Aguirre, en cambio, insiste en que nunca tuvo ningún problema con su nombre, nunca sintió ningún tipo de rechazo. El juez que lo inscribió no se opuso. Tampoco el sacerdote que lo bautizó. El único que intentó convencerlo de que se cambiara el nombre fue el director del hospital de Tacuarembó, que fue su profesor en el liceo. Entonces Aguirre tenía unos trece años, y averiguó que el trámite para cambiarse de nombre era muy costoso. Su familia era muy pobre. “Entonces nunca me quise cambiar el nombre”, dice, reafirmando su decisión de entonces. “El doctor Barragués me contaba las cosas que había hecho Hitler, pero la verdad que a mí no me importaba. Y cuando nació mi primer hijo le puse Hitler, como marca la tradición. Yo opino que eso no es nada de malo”.
Durante tres largas conversaciones telefónicas, le pregunté a Hitler Aguirre por los horrores del nazismo de todas las maneras posibles. Pero el nombre de Hitler no le provoca nada.
“Francamente no me importa lo que haya hecho Hitler. Yo me dedico a mi vida. Lo que pasó, bueno. Yo no tuve nada que ver. Cada persona hace su propia historia y no importa el nombre que tenga”.
¿Ha visto alguna de las películas que narran el horror del Holocausto? Hitler Aguirre dice que jamás va al cine y que nunca mira la televisión. No tiene video, ni DVD. No usa computadora. Nunca sale de la pequeña Tacuarembó. Sólo un par de veces en su vida ha ido a Montevideo, para ver al médico. “Yo me encerré a trabajar de bolichero a los 17 años, día y noche, sábado y domingo de corrido”, cuenta.
Trabajando así, logró tener uno de los bares más grandes de su ciudad. Hitler Aguirre había empezado a votar por el Frente Amplio, un partido de izquierda, como protesta contra el voto obligatorio en Uruguay. Cuando en 1973 una dictadura militar tomó el poder, él quedó en la mira como todas las personas de izquierda. Estuvo cincuenta días preso acusado de usura. También le enviaron una inspección impositiva tras otra, hasta que le pusieron una multa tan grande que se vio obligado a cerrar el bar, venderlo e irse a vivir al campo. La jefa de ese equipo de contadores que lo inspeccionó era judía. Cuando Hitler Aguirre va recordando aquellos días, lo invade la furia y el odio que sintió en aquel momento. “Yo digo, si Hitler hubiera matado siete millones de judíos —dice—, esa contadora no hubiera existido. Y no me hubiera jodido».

SIMPLEMENTE H
Hitler Aguirre no consultó a su esposa para elegir el nombre que habría de llevar su primogénito: Hitler. Como su abuelo y su padre habían hecho en su momento, Aguirre decidió solo. El que manda es el dueño de casa, explica. A otro de sus hijos lo quiso llamar Líber Seregni, en honor del primer líder del Frente Amplio, un militar que estuvo preso más de una década durante la dictadura de la derecha. Ahora recuerda que una enfermera lo convenció de que mejor lo llamara sólo Líber.
A Hitler Aguirre junior todos lo llaman Negro. Al igual que su padre, el Negro Hitler nunca le reprochó a su progenitor el nombre que éste le puso, ni se siente incómodo llamándose así, ni ha tenido ningún inconveniente por ese motivo. Una oculista que él frecuenta en Montevideo le dice que lo va a llamar simplemente H. Él piensa que sólo se trata de una broma de esa doctora. “Nunca tuve un problema con el nombre –dice—. A la gente le llama la atención la novedad. Pero a mí no me afecta en nada. En aquel tiempo Hitler debía ser famoso”.
A Hitler Aguirre junior nunca le gustó estudiar. Terminó la escuela, cursó un año de clases en un instituto politécnico y luego abandonó las clases para irse a trabajar al campo. Hoy cría vacas y ovejas.
A diferencia de su padre, Hitler Aguirre junior sí vio algunas películas sobre el líder nazi. “¡Unas matanzas bárbaras!”, dice. ¿Lo conmueve enterarse de los crímenes de su homónimo más famoso? “Sí me conmueve lo que hizo —reconoce sin cambiar el tono de voz— pero el nombre no, el nombre no me perjudica para nada. Quizás en Montevideo la gente lo vea distinto, pero acá en Tacuarembó el mío es un nombre como cualquier otro”.
¿No es paradójico que a una persona llamada Hitler le digan Negro? Él se ríe. Dice que en su tierra nadie anda calibrando ese tipo de sutilezas.
El caso de los Hitler uruguayos (y de los Haile Selassie y los Mussolini) debe ser entendido en su contexto histórico, explica el historiador Rilla. “En aquellos años había una confianza en la política, en los grandes líderes, en el progreso —explica en el instituto universitario donde da clases—. Hoy los líderes políticos han perdido esa dimensión profética. Nadie le pone a su hijo Tony Blair. Los políticos hoy no recaudan adhesiones mayores”. Si lo que afirma Rilla es cierto, en poco tiempo los Hitler se extinguirán en Uruguay y no serán sucedidos por otros niños llamados George Bush, Vladimir Putin, Hugo Chávez u Osama Bin Laden. El país ha cambiado: ya no es tan cosmopolita como antes, ya no recibe inmigrantes, los diarios venden diez veces menos que hace medio siglo y la política internacional dejó de encender las ilusiones colectivas. Ya casi nadie cree en un líder que vendrá a salvar el mundo. Hoy los padres se inspiran en los personajes de la televisión a la hora de bautizar a sus hijos. En el Registro Civil los funcionarios recuerdan que en los años noventa hubo una ola de niños llamados Maicol, en honor al protagonista de la serie de televisión estadounidense El auto fantástico. Luego hubo miles de niñas llamadas Abigail, como la heroína de una telenovela venezolana.
En el medio del campo, Hitler Aguirre junior, el Negro, también tiene televisor. Y a pesar de las películas que ha visto sobre los nazis y sus matanzas, su sueño era tener un hijo varón para llamarlo Hitler, como se llama él y como se llamó su padre. “No lo decidí porque fuera fanático, ni nada. Es la tradición y hay que seguirla”, explica. Pero como los tiempos sí han cambiado en algunas cosas, él lo consultó con su esposa. Ella aceptó y sólo pidió que el niño tuviera un segundo nombre. Lo iban a llamar Hitler Ariel y habría sido el único Hitler del mundo con nombre judío. Pero no fue. Dos veces su esposa quedó embarazada, y las dos veces alumbró una niña: Carmen Yanette, que hoy tiene 16 años, y María del Carmen, de 12. El Negro se ríe al contar estos hechos. Quería un varón pero ya se resignó, le salieron dos niñas, a las cuales adora. Ahora ya no quiere tener más hijos. “La fábrica está cerrada”, dice.
Con él la dinastía parece haber llegado a su fin.
 
 

Artículo de Leonardo Haberkorn. Publicado en la revista peruana Etiqueta Negra en diciembre de 2007 y mayo de 2008 (edición aniversario de "Grandes Éxitos"), en la revista C del diario Crítica de Buenos Aires el 3 de agosto de 2008, y en el diario uruguayo Plan B el 11 de enero de 2008.
Integra el libro Un mundo sin Gloria (Editorial Fin de Siglo, Montevideo, 2023).
Fue incluido también en los libros Antología de crónica latinoamericana actual (editada por Darío Jaramillo Agudelo, Alfaguara, Madrid, 2012); Crónica número 1 (Universidad Nacional Autónoma de México, UNAM, Ciudad de México, 2016) y, traducida al polaco, en Dziobak literatury. reportaże latynoamerykańskie (Dowody na Istnienie, Varsovia, 2019).


27.6.09

El regreso de la publicidad oficial

Hay dos cosas irritantes en la campaña publicitaria de Ancap que tiene como eslogan: “se mueve Uruguay, se mueve Ancap”.
La idea que se transmite es que el avance del Uruguay y el de la empresa Ancap van juntos, que uno implica el otro y viceversa. Que el bien de esta empresa pública conlleva necesariamente el bien nacional.
Ancap fue fundada en 1931. Desde entonces a la fecha, la compañía ha llevado, en general, una línea de fuerte crecimiento, sumando industrias, actividades, funcionarios y privilegios para esos funcionarios.
Todo eso ocurrió a pesar de que Ancap nunca logró cumplir con algunos de sus más importantes objetivos: no encontró petróleo en Uruguay ni pudo producir un combustible alternativo basado en el alcohol que le diera independencia energética al país. Pero semejantes fracasos no impidieron que la empresa creciera para su propio beneficio y el de sus integrantes. Avanzó Ancap. ¿Avanzó el Uruguay?
Cuando fue fundada Ancap, Uruguay era un país privilegiado en el mundo. En 1930 Uruguay recibió 14.600 inmigrantes, personas que se radicaban aquí porque acá existía la promesa de un horizonte mejor. La población crecía: en 1922 Uruguay tenía 1.560.000 habitantes; en 1930 ya eran 1.900.000. Hoy, luego de todos los avances de Ancap, el Uruguay no recibe prácticamente a nadie. Al contrario, miles se van porque acá no tienen un futuro. Hace décadas que la población es siempre la misma.
En 1930 la balanza comercial uruguaya tenía un fuerte superávit. Uruguay era un país digno de ser elegido para organizar la primera Copa del Mundo. El estadio Centenario se levantó en apenas seis meses. La obra fue realizada por uruguayos y para dirigir un proyecto tan ambicioso y urgente se recurrió simplemente al director de Paseos Públicos de la intendencia de Montevideo, el arquitecto Juan Scasso.
Hoy el Uruguay no puede levantar ni siquiera un edificio cualquiera en seis meses. Acabamos de inaugurar el Palacio de Justicia, ahora Torre Ejecutiva, una obra que demoró 46 años. Y hasta una simple reforma, como la del hotel Carrasco, nos paraliza durante lustros.
Así avanzó Uruguay mientras Ancap importaba petróleo y edificaba su propia gloria.
Con todo, lo más irritante no es la falsedad del eslogan. Eso puede llegar a comprenderse.
Lo que no se tolera es la manifiesta inutilidad de tanta publicidad, ahora sepultada (¿por un rato?) por el aluvión electoral. ¿Para qué necesita una empresa pública y monopólica realizar una campaña tan intensa y, en consecuencia, tan costosa? El siempre escaso dinero del Estado uruguayo, ¿es necesario gastarlo así?
Una de las pocas cosas rescatables del anterior gobierno fue la decisión del presidente Jorge Batlle de abatir los gastos de publicidad oficial. Esa política, supuestamente, fue mantenida por el actual gobierno. El ministro de Industria, Daniel Martínez, por ejemplo, dijo en un seminario organizado por el grupo Medios y Sociedad, que la publicidad oficial debe asignarse en función de las necesidades de los organismos públicos y no en base a intereses políticos partidarios.
La actual campaña de Ancap, sin embargo, parece ser todo lo contrario. Es imposible no acordarse de algunos ex directores de empresas públicas que quisieron lanzar su carrera política desde sus despachos y en ancas de la publicidad oficial. Ninguno llegó. Ninguno tiene influencia en la vida política del Uruguay. Ni siquiera para eso sirvió el derroche.
Ancap va a seguir avanzando, así haga bien o mal las cosas. Los monopolios estatales son así.
Uruguay, en cambio, con suerte algún día dejará de retroceder. Ayudaría dejar de repetir eslóganes baratos. Y que el dinero público dejara de tirarse a la marchanta.

Artículo de Leonardo Haberkorn
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15.6.09

Hackenbruch con faldas


Daisy Tourné quería ser la Mujica femenina, dijeron a El País voceros del Partido Socialista. Pero terminó siendo la Tabaré Hackenbruch del Frente Amplio.
Lo peor del triste show que Daisy Tourné ofreció para los jóvenes socialistas no fue lo ordinario y soez de su lenguaje. Lo peor fue la extrema frivolidad con la que abordó un problema que angustia legítimamente a tantos ciudadanos.
Lo peor de Hackenbruch en su último período como intendente de Canelones no era el abandono extremo al que nos había condenado a quienes vivimos en la Ciudad de la Costa. Lo peor era verlo reírse de nuestros justos reclamos en los noticieros de la TV, sonreírse con sarcasmo ante las quejas de los que sufríamos su pésima tercera gestión. "Están desesperados haciendo política ahora porque saben que en el 2005 les gano de vuelta", decía. "En la Costa de Oro siempre hubo pozos", repetía.
Le salió caro el chiste: en un solo período pasó de ser el político más popular del departamento a ser un cadáver político irrecuperable. También le salió muy caro al Partido Colorado no haber sabido frenar a tiempo sus desbordes. Al menos una parte de actual desastre colorado y la virtual extinción del Foro Batllista son responsabilidad de esa explosiva mezcla que conforman una pésima gestión y una sonrisa socarrona en el informativo de las siete de la tarde.
Tourné hizo lo de Hackenbruch. Al parecer, nunca llegó a comprender lo que significa estar al frente del Ministerio que debe garantizar la seguridad de la gente. Donde se atienden violaciones y asesinatos no es el lugar ideal para andar haciendo chistes.
Sin embargo, mientras cientos de ciudadanos sufrían la gama más variada de atentados a su integridad, Tourné colgaba fotos y comentarios de doble sentido en Facebook. Lo intolerable, sin embargo, llegó cuando llevó su burla a las pantallas de televisión. "El sueño dorado del uruguayo no es tener la casa propia; es tener el policía propio”, dijo, mofándose de quienes, con todo derecho y legitimidad, reclaman vivir en una sociedad con mayores niveles de seguridad.
Como a Hackenbruch, a Tourné le salió caro el chiste. Habla bien del presidente Tabaré Vázquez la rapidez con que envió a la ministra a divertirse a su casa. Ahora el pitorreo podrá seguir en Facebook, para los más íntimos.
El Partido Socialista, en cambio, exhibe la misma vocación suicida del Foro Batllista. Tres de sus ministros salieron a defender a la ex ministra.
El secretario de Industria, Daniel Martínez, dijo: “Acá no hay que payar, tirar bolazos o tirar efectismos para radicalizar las posiciones”. Y agregó que la culpa de la inseguridad la tiene el neoliberalismo. "Por eso este gobierno en vez de darle un chumbo a cada ciudadano ha preferido darle un laptop a cada niño uruguayo".
Sigamos repartiendo laptops y un día ya no habrá más delito. El pensamiento naif-progresista es enternecedor. Así le ha ido a este gobierno tratando con delincuentes.
Sería bueno que Martínez explicara lo que pasa en Venezuela, donde desde hace más de diez años hay un gobierno de izquierda revolucionaria.
La ola de violencia en la Venezuela de Hugo Chávez es mucho peor que la de Uruguay, y eso que aquí la influencia “neoliberal” duró hasta mucho más recientemente.
Cifras de la organización no gubernamental Observatorio Venezolano de la Violencia, citadas por AFP, sostienen que en ese país en 2008 las muertes violentas llegaron a 50 por cada 100.000 habitantes, frente a un promedio mundial de 8,8. Se estima que 14.000 venezolanos fueron asesinados en 2008. La cifra es consistente con la última estadística oficial conocida que registró 9.653 asesinatos de enero a setiembre de 2008. Una ONG destinada a monitorear la violencia en el país dijo que en el primer trimestre de 2009 hubo 844 homicidios, lo que representa un aumento del 31% respecto al mismo período de 2008.
En 2008 los venezolanos gastaron 30 millones de dólares en blindar autos. En 2005, cuando Chávez llevaba seis años como presidente, se blindaban 30 autos al mes. Hoy, con cuatro años más de Revolución Bolivariana, se blindan 200 por mes. Los asesinatos de jóvenes son algo tan frecuente, que los entierros se han transformado en fiestas sociales con reggeaton, acrobacias en motos, partidos de básquetbol y baile alrededor del ataúd de la víctima.
Sería bueno que Martínez explicara cómo si la violencia que hoy vivimos tiene como causa principal el neoliberalismo, en la Venezuela de Chávez, luego de más de diez años de pretendidas políticas de izquierda, la situación es ésta.
Quizás abordar con éxito la creciente ola de violencia y delincuencia de nuestra sociedad requiera de un enfoque más científico y menos ideológico. Quizás repartir laptops no tenga ningún efecto concreto sobre este tema. Quizás soltar a los presos antes de tiempo no sea una buena idea. Quizás ya baste de igualar pobreza a delincuencia, y de justificar a los que roban. Quizás necesitemos ministros que asuman que, en un asunto tan grave, “no hay que payar, tirar bolazos o tirar efectismos para radicalizar las posiciones”. Y si no pueden llegar a tanto, por lo menos que no se rían de la gente.

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8.6.09

Whisky Ancap: una metáfora del desarrollo latinoamericano

Hace cien años que el estado uruguayo se propuso inventar un carburante nacional en base a alcohol. Nunca lo logró y en su lugar terminó fabricando whisky.

"Una manga de ladrones del primero hasta el último". En aquella entrevista que se hizo famosa en 2002 por aquel exabrupto luego enjuagado en lágrimas, el entonces presidente de Uruguay Jorge Batlle también dijo otra cosa: no podía ser que el Estado uruguayo perdiera millones de dólares por fabricar whisky.
Ese año el déficit fue de 2,7 millones de dólares.
La historia de cómo el Estado oriental llegó a tener su propio whisky es toda una metáfora del desarrollo al estilo latinoamericano. En ella se destilan tres ingredientes principales: los vaporosos anhelos de un presidente que soñó con que Uruguay tuviera un combustible propio, el brazo todopoderoso de las multinacionales del petróleo y el gusto por el whisky que distingue a los uruguayos.

Movido a alcohol

Todo comenzó casi cien años atrás, cuando el presidente era el tío abuelo del explosivo Jorge Batlle.
José Batlle y Ordóñez, el más influyente de los gobernantes uruguayos, creía que el alcohol sería el combustible del futuro. Pensaba que sustituiría al petróleo. Soñaba con un "carburante nacional" que le diera independencia económica al Uruguay.
En 1912 creó el Instituto de Química industrial, una dependencia estatal a la que le encomendó desarrollar un combustible en base a alcohol. La misión era clave para un país que hasta hoy nunca encontró una gota de petróleo propio.
Entrevistada en su escritorio de la Facultad de Humanidades de Montevideo, la historiadora María Laura Martínez relató que en 1917 se comenzaron a hacer pruebas de diversos combustibles que mezclaban alcohol y nafta, y ya en 1923 se consiguió fabricar uno que funcionaba. Ese año se hicieron diversos ensayos exitosos: el auto del propio presidente Batlle y Ordóñez, un Renault, y los de otros importantes políticos (un Buick, un Ford y un Studebaker) fueron movidos con un carburante local que mezclaba alcohol y nafta en mitades.
Sin embargo, cuando el éxito estaba al alcance de la mano, las experiencias se suspendieron. La historiadora Martínez dice: "El proceso se diluyó a pesar de que los resultados parecían haber sido satisfactorios".

Una idea brillante

En 1931, Batlle y Ordóñez (que había fallecido en 1929) tuvo más suerte con otro de sus sueños. Ese año se creó Ancap, una empresa estatal a la que se le confiaron tres monopolios: la refinación de petróleo, la destilación de alcohol y la elaboración de portland.
Que el Estado tuviera el monopolio alcoholero era un viejo sueño de Batlle y Ordóñez, quien creía con enorme entusiasmo en las virtudes de las empresas públicas. Pretendía que las ganancias del negocio no escaparan al exterior, y también mejorar el precio que se le pagaba a los agricultores por los cultivos empleados para hacer alcohol.
Cuando se creó Ancap, se le volvió a encomendar que desarrollara un combustible uruguayo que, basándose en el alcohol, fuera capaz de sustituir al petróleo.
Como esas investigaciones se suponían caras y deficitarias, se tuvo una idea explosiva: que Ancap fabricara bebidas alcohólicas cuya venta dejara ganancias que permitieran financiar el desarrollo del carburante nacional.
El tema se discutió en el Parlamento. El entonces diputado y futuro presidente Luis Batlle Berres (sobrino de Batlle y Ordóñez, padre de un niño llamado Jorge Batlle) dijo en la Cámara que había que apostar al alcohol, "un combustible líquido cuya producción depende únicamente de la capacidad agrícola del país".
Pero el diputado socialista Emilio Frugoni exhibió su temor de que el alcoholismo -ese "terrible flagelo social"- se propagara como consecuencia de que el Estado fabricara y promocionara sus propias bebidas alcohólicas.
A Frugoni le respondió el diputado Arturo González Vidart: con el Estado controlando la industria alcoholera, se podría llevar al público a una "evolución de las costumbres" en el beber. El Estado haría que los orientales comenzaran a tomar más vino, cerveza y jugos de fruta "en lugar de líquidos destilados de alta graduación alcohólica".

Carburante no, whisky

Una parte del plan se cumplió a la perfección. En 1932 Ancap ya estaba fabricando sus propias bebidas alcohólicas. Se empezó por la grapa. En 1934 se sumó la caña. Las bebidas eran de buena calidad, una novedad en el mercado uruguayo. En 1936 ya se fabricaba toda la caña y la grapa que se consumían en el país y hasta se exportó a la Argentina.
Pero la segunda parte del plan se olvidó por completo. La historiadora Martínez, que ha estudiado el asunto, explicó que Ancap nunca intentó desarrollar un combustible basado en el alcohol. En 1939, el gobierno intervino la empresa y el interventor, el coronel José Trabal, fue categórico en su dictamen: "Ni siquiera se ha estudiado jamás, con alguna base seria, el problema vital del Carburante Nacional". Trabal, según recoge Martínez en sus investigaciones, acusó a Ancap de haber "defraudado el interés nacional".
Pero la intervención de Trabal concluyó y nada cambió. Ancap siguió importando petróleo y refinándolo, repartiéndose el mercado con las grandes empresas petroleras, con las cuales había firmado acuerdos secretos. "Uno tiene que ser cuidadoso con las conclusiones que saca, pero yo creo que aquí hubo un problema de intereses", dice la historiadora.
En 1942, el gobierno volvió a reclamarle a Ancap que hiciera un carburante nacional en base a alcohol porque el petróleo escaseaba como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial. Pero el entonces gerente general de la compañía, Carlos Vegh Garzón, consideró que no valía la pena. Sus excusas se revelan hoy como falsas para el análisis histórico. Dijo que faltaba materia prima, pero bien se podía plantar más cereales o comprarle maíz a la Argentina, que tenía grandes excedentes que vendía a bajo precio.
"A uno le queda la sensación de que siempre hubo un entramado de intereses que no dejaron que el carburante nacional funcionara", insiste la historiadora Martínez.
En aquellos años un uruguayo llamado Alejandro Muzzolón había inventado un carburador especialmente diseñado para funcionar con una mezcla de alcohol y nafta. Este ingenio fue probado con éxito, pero nunca pudo ser fabricado en serie debido a la oposición de las petroleras y la desidia de las autoridades uruguayas. Muzzolón escribió un libro contando su pesadilla. Allí narra que un jerarca de Ancap le confió una vez: "No podemos hablar del alcohol carburante porque es mala palabra".
En cambio, lo que nunca se detuvo fue la fabricación de bebidas alcohólicas. Convertida ya en un fin en sí misma y sin ninguna vinculación con el olvidado carburante nacional, la producción siguió adelante.

Whisky sanitario

La tercera parte del plan tampoco salió del todo bien. Si bien el estándar de calidad que se fijó Ancap ayudó a que la producción local de licores mejorara, el Estado no logró que los uruguayos bajaran su alto consumo de bebidas de alta graduación alcohólica, whisky en particular, un hábito que aún hoy continúa.
Hoy se bebe más whisky en Uruguay que en cualquier otro país del Cono Sur. En América del Sur, los uruguayos solo son superados por Colombia y Venezuela, que hoy compite por el primer puesto en todo el mundo.
En promedio cada uruguayo toma bastante más de un litro de whisky por año. El país tiene tres millones de habitantes y en 2008 se vendieron 4,4 millones de litros de whisky en almacenes, autoservicios, supermercados y bares en localidades de más de 5.000 habitantes, dijo Gustavo Rodríguez, de la consultora Id Retail, que monitorea el mercado de bebidas espirituosas.
Pero Rodríguez explicó que el consumo real es aún mayor, porque estas cifras no toman en cuenta lo que se vende en los free shops de las localidades fronterizas, como el Chuy. Estas tiendas tienen prohibido vender a los uruguayos, pero lo hacen en forma habitual. "Y por cada botella que se vende en un bar o un supermercado, se venden diez en los free shops", dice Rodríguez.
Este altísimo consumo de whisky tiene una explicación lógica según Celso Domínguez, propietario de la licorería Los Domínguez, la más tradicional de Montevideo.
"Las bebidas alcohólicas que se fabricaban en Uruguay siempre fueron de muy mala calidad, insalubres en muchos casos. El vino era malo, artificial. Los padres y los abuelos de los bodegueros que hoy ganan medallas iban presos dos por tres por las chanchadas que se mandaban", relata. "Entonces, ante ese panorama, el público se refugió históricamente en el whisky importado".
Por eso, el consumo de whisky en Uruguay es mucho mayor que en el resto de los países de la región. "En Argentina –continúa Domínguez- siempre hubo buen vino, buena ginebra, buen fernet, por eso el consumo de whisky siempre fue mucho más bajo".
Con ese panorama, no fue raro que Ancap comenzara a fabricar whisky, además de caña, grapa y cognac. La primera partida se vendió en 1946. (Un par de años más tarde también se comenzó a producir ron).
Hubo algunas críticas, pero la empresa siguió adelante. Silvio Moltedo, vicepresidente de la compañía en 1953, dijo entonces: "A veces se toma el término de ‘bebidas destiladas’ como una mala palabra para la institución, pero debemos hablar claro. Si la Ancap no fabrica bebidas destiladas, las bebidas destiladas vienen del extranjero y se venden dentro del país, y si no vienen del extranjero por la aduana, vienen de contrabando, sin tener más finalidad que la del lucro. Por el contrario, si las bebidas destiladas las hacemos desde el Estado, tienen como finalidad básica y primordial que (…) sean higiénicas porque nos interesa primero la salud del consumidor y después evitar que haya fuga de divisas".
En aquellos años de vacas gordas, la fabricación de brebajes alcohólicos estatales no era una rareza: era la expresión de un modelo que veía al Estado participando en toda actividad económica. El hoy diputado del Frente Amplio Juan José Bentancor trabajó décadas en la refinería de petróleo de Ancap. "Fabricar whisky hoy puede parecer exótico, pero para nosotros no lo era. Ancap tenía también una estupenda bodega que hacía vinos y hasta una zapatería que nos reparaba el calzado a todos los empleados".

Partidas distintas

La aparición de un whisky barato y condiciones sanitarias garantizadas por el Estado fue un éxito comercial y las ventas crecieron: de 3.000 litros en 1960 se pasó a 332.000 en 1970.
Había dos marcas: el Añejo se hacía con maltas uruguayas, el Mac Pay con escocesas.
No era fácil hacer whisky en una dependencia del Estado. Respetando las normas que rigen a la administración pública, las maltas escocesas usadas para elaborar el Mac Pay se importaban mediante licitaciones a quien ofrecía el mejor precio en cada ocasión.
"Eso hacía que tuviéramos muchos altibajos, no lográbamos la uniformidad del producto, las partidas no eran todas iguales", recuerda Ricardo Petrone, quien trabajó en la fábrica entre 1983 y 2008, primero como gerente de comercialización, luego como gerente general.
Petrone recordó que en los años 80 se firmó un acuerdo con una firma escocesa para que siempre proveyera a Ancap de la misma malta para hacer el Mac Pay. La calidad del producto se uniformizó y mejoró. Las ventas en 1988 llegaron al récord de 2.076.000 litros. "Pero –recuerda Petrone- teníamos unos líos tremendos con el Tribunal de Cuentas, que pretendía que volviéramos a comprar por licitación".
Para ese entonces, el whisky ya había superado a la grapa y a la caña, y se había transformado en la bebida alcohólica más vendida por Ancap. El Mac Pay llegó a ser líder del mercado.
"No es un mal whisky, su calidad es aceptable, e incluso es mejor que los escoceses más baratos", dice Celso Domínguez. "Pero la marca se impuso como líder gracias a una campaña publicitaria muy intensa y muy costosa, que pagamos todos los uruguayos con el precio de nafta de Ancap". En la voz todavía se le nota un poco de bronca.

Caipirinha estatal

El orgullo de ser el número uno no duró mucho. En los años 90 pasaron muchas cosas: el precio del dólar bajó y los whiskys escoceses se hicieron más accesibles; se crearon los free shops en la frontera; otras marcas uruguayas irrumpieron en el mercado; el Mercosur hizo que el whisky argentino Criadores entrara a Uruguay con arancel cero. Cada uno de esos factores jugó en contra y la fábrica estatal de bebidas alcohólicas comenzó a dar pérdidas.
En un intento por recuperar terreno, la compañía apeló al marketing: la grapa Ancap fue rebautizada San Remo y la caña pasó a llamarse "de los Treinta y Tres". Además, Ancap lanzó al mercado nuevos productos, como Bella Flor, con seguridad la única caipirinha estatal del mundo.
Pero los números siguieron siendo rojos. En 2002, cuando Jorge Batlle era presidente y la crisis económica puso al Uruguay al borde de la bancarrota, la fábrica de bebidas alcohólicas fue separada de Ancap y con el nombre de CABA (Compañía Ancap de Bebidas y Alcoholes) pasó a ser administrada por el derecho privado. No fue, sin embargo, una privatización ya que Ancap conservó el 100% de las acciones.
"Lo hicimos para aumentar la eficiencia", dice Pablo Abdala, entonces integrante del directorio de Ancap y hoy diputado del opositor Partido Nacional. "Además relanzamos al Mac Pay con una campaña publicitaria que anduvo bárbaro. Nos ayudó mucho que el dólar había subido mucho y encarecía mucho a los whiskys escoceses. Dejamos de dar pérdidas y hasta tuvimos alguna ganancia".
Pero en los últimos dos años el dólar volvió a bajar y los whiskys importados recuperaron terreno. Hoy, según la consultora Id Retail, Ancap retiene apenas el 8% del mercado whiskero uruguayo. Son unos 350.000 litros anuales, una sexta parte de lo que se llegó a vender en los años 80. Según Domínguez, la mayor parte de los actuales clientes de Mac Pay son bebedores que han visto caer sus ingresos y "tienen que bajar un cambio".
Petrone, el ex gerente general, se siente muy orgulloso de la calidad de cognac Juanicó que fabrica Ancap, una bebida a la que considera de primer nivel en cualquier lugar del mundo. El Mac Pay, en cambio, le parece un producto correcto y "competitivo". Sabe que cuando se creó Ancap la idea era destinar las ganancias que dieran las bebidas para financiar el elusivo carburante nacional. "Pero el propio devenir de las cosas fue modificando ese propósito. Es muy difícil obtener fondos con el margen que dejan unas bebidas que están en el mercado y deben competir con otras marcas".
"¿Este tema le interesa a alguien?, pregunta a través de su celular el presidente de la empresa, Raúl Sendic (hijo del fallecido líder tupamaro de igual nombre). Le asombra que un periodista lo interrogue por la fábrica de bebidas alcohólicas. De todos los negocios que tiene Ancap, explica, CABA es el menor. En una época trabajaron en esa dependencia casi 1.200 personas, hoy quedan apenas 60.
Pero Sendic asegura no hay intenciones de cerrar ni de vender la fábrica. "Hemos logrado estabilizarla. Venía dando pérdidas, pero el año pasado dio un pequeño superávit. Nuestro plan es seguir adelante, sin grandes inversiones".
Para el presidente de Ancap el esfuerzo por introducir un 5% de alcohol en la nafta que se vende en Uruguay es un asunto más interesante que los avatares de la pequeña fábrica de whisky.
Hace mucho tiempo que un tema dejó de estar relacionado con el otro. Para bien o para mal, Ancap ya sabe que puede fabricar whisky. Lo del alcohol carburante, en cambio, hace un siglo que está por verse

Reportaje de Leonardo Haberkorn publicado el domingo 12 de abril de 2009 en la revista C, suplemento dominical del diario Critica de Buenos Aires, y en la edición de mayo del mismo año de la revista uruguaya Bla. Incluido en el libro Historias uruguayas

Historias uruguayas, libro de Leonardo Haberkorn
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4.5.09

Salsa charrúa

Los charrúas fueron una nación de cientos de miles de individuos organizados democráticamente. Eran respetuosos de los derechos de la mujer y cuidadosos del medio ambiente. Conocían la agricultura y tenían altos conocimientos musicales, médicos y matemáticos. Levantaron decenas de monumentos de piedra, incluyendo una catedral en Salto. Eso, al menos, es lo que sostienen dos obras de reciente publicación, una de ellas auspiciada por el gobierno. Ambas han provocado gran polémica entre los científicos, que temen que esa "Charrulandia" llegue a las escuelas.


Hubo un tiempo en que, prácticamente, no se los consideró humanos. Rodolfo Maruca Sosa, en su libro La Nación Charrúa, cuenta que un historiador escribió que tenían “ojos de expresión animal”. Otro sostuvo que “marchaban en bandas como los lobos”.
También en Tabaré, Juan Zorrilla de San Martín les negó la condición de humanos. Hijo de una española y un charrúa, Tabaré es una criatura especial:
“¡Extraño ser! ¿Qué razas da sus líneas a ese organismo esbelto?
Hay en un cráneo lugar para la idea.
Hay en su frente espacio para el genio.
Esa línea es charrúa; esa otra… humana”.

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Luego muchos historiadores, antropólogos y arqueólogos se encargaron de relativizar aquellos juicios basados, muchas veces, en descripciones de curas despechados por la imposibilidad de convertir a los charrúas, o de enemigos incapaces de vencerlos. Si se eliminaban de las crónicas las falsedades alimentadas por el odio y la subjetividad se podía ver otra realidad. Los charrúas eran pocos, nómades, guerreros indómitos que vivían de la caza, no conocían la agricultura, el metal ni la rueda. No sabían tejer, no tenían ciencia ni industria. Pero no era cierto que no quisieran a sus hijos. Ni que no supieran reír. Eran hombres, no animales.

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Ahora dos obras recién aparecidas brindan una nueva versión. En su libro El pueblo jaguar, el geógrafo Danilo Antón sostiene que los charrúas fueron cientos de miles. Que conocieron la agricultura, el calendario y dieron gran importancia a la mujer. Que tenían una sociedad democrática y ética.
Por otra parte, en una serie de fascículos titulados El laberinto de Salsipuedes, publicados por el diario La República, el periodista Rodolfo Porley habla de una cultura de alta espiritualidad, respetuosa del medio ambiente, dueña de un complejo conocimiento matemático y que construyó cientos de monumentos de piedra, incluyendo una “Catedral Pétrea Charrúa”.

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¿Cuántos eran?

Antón tiene 57 años y es un geógrafo y geólogo reconocido, con libros traducidos a varios idiomas. Vivió en muchos países y fue en Canadá –asesorando proyectos gubernamentales de ayuda al tercer mundo- donde comenzó a interesarse por la historia y por los indígenas.
Desde entonces ha publicado tres libros de tono revisionista sobre la historia uruguaya. El primero –Uruguaypirí- dice: “Los amos, los opresores, los tiranos, los genocidas y los torturadores han gozado de una total impunidad en la versión oficial de la historia, vanagloriados en cientos de calles, monumentos, ciudades, departamentos. Los luchadores, los patriotas, los libertarios fueron ignorados, vilipendiados, menospreciados, eliminados por una conspiración de personas ilustres: de ‘historiadores’, de ‘doctores’, de ‘poetas’, de ‘patricios’, de ‘generales’ y de ‘escritores’. El público le ha respondido: desde 1994 ya se han publicado seis ediciones de Uruguaypirí.
Ahora, en su nueva obra, Antón ha centrado su atención en los charrúas: “No es un libro de historia o de antropología, es un ensayo con aspectos literarios mezclados con otros históricos y antropológicos”. El libro se llama El pueblo jaguar y también habla de una conspiración.

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Eran muchos y conocían la agricultura

El dato hasta hoy tenido por cierto, respecto a que los charrúas nunca fueron más que unos pocos miles, es para Antón fruto de “un profundo racismo inconsciente”.
Antón razona comparando la población de pueblos nómades africanos y concluye que los charrúas fueron “por lo menos unos 100.000”. El autor sostiene que la riqueza de esta tierra permitía alimentar esa población sin problemas. Además –contra toda la cátedra- afirma que los charrúas conocían la agricultura. “Los pueblos del sur poseían una sabiduría agrícola extendida y de alta sofisticación”. “Hay numerosos indicios que muestran que en muchos lugares de nuestro país se practicaba la agricultura rutinariamente. Se plantaba maíz, los porotos, el zapallo, la mandioca (…) La aptitud agrícola de los charrúas y otros pueblos pampas está documentada y ratificada por el sentido común”.
Si los charrúas no se dedicaban de lleno a los cultivos era porque “la comida era tan abundante que se podía prescindir de la agricultura”. Y si bien reconoce que no hay “descripciones concretas de cultivos en las aldeas charrúas” eso se explica porque plantaban en “pequeñas chacras escondidas en los montes”.
Como existen referencias de que comían brotes de ceibos, Antón dice que “es de imaginar que los charrúas debían plantar ceibos en las zonas bajas y costas donde residían”. Este concepto está presente también en la obra de Porley, que afirma que “el río Yi conserva en sus montes la flora que nuestros indígenas supieron cultivar y cosechar a su manera”. Eduardo Abella, otro divulgador de lo charrúa citado por Porley, habla de una “agricultura invisible”.

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Eran pocos y no conocían la agricultura

Para el antropólogo Daniel Vidart hablar de 100.000 charrúas es disparatado. “No hay ningún documento que lo avale. ¡Y si hubieran sido 100.000 acá nunca hubiera bajado un gallego: habrían acabado con todos!”
El catedrático de antropología de la Facultad de Ciencias, Renzo Pi Hugarte, coincidió con Vidart. “Los charrúas eran cazadores recolectores. Y si nos atenemos a la proporción de cazadores recolectores que pueden subsistir en un espacio, en la antigua Banda Oriental no debieron pasar nunca de 5.000. La base técnica que fundamenta estas economías no permite poblaciones grandes. Acá no había ganado y si hay que vivir de cazar un carpincho o un apereá, se necesitan muchos kilómetros cuadrados para sobrevivir. Además, todas las poblaciones eran más chicas. Cusco, que era un centro urbano importante, basado en una agricultura extensiva, probablemente nunca tuvo más de 25.000 habitantes”.
Para Pi, los charrúas “decididamente no conocieron la agricultura. Abundan los documentos que lo demuestran. Además, donde hubo agricultura, se encuentran rastros. Por ejemplo, se habla de que se cultivó la mandioca, que en su estado natural no es comestible. Los indios de la selva aprendieron a rallarla y a poner su pasta al sol o al fuego, para que se evapore un elemento venenoso que contiene. Pero ese proceso supone la existencia de ralladores y exprimidores. Y acá nunca se ha encontrado ninguno”.
Tampoco Vidart comparte lo señalado por Antón y Porley. “Todo indica que de ninguna manera conocían la agricultura. No hay ninguna prueba que permita pensarlo”. Lo mismo sostuvieron el investigador Eduardo Acosta y Lara y el arqueólogo Jorge Femenías: “Todas las fuentes y los datos lo niegan”.
Antón insistió: “Siendo tan fácil cultivar el maíz y siendo un cultivo que existía desde Canadá hasta el sur, ¡no cabe en la cabeza de nadie que no supieran cultivarlo! ¡No es posible!”.

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Democracia ecologista

Antón sostiene que la sociedad charrúa tuvo “carácter democrático” y un fuerte componente ético. Estaba organizada en un “sistema político basado en la libertad de los individuos y las comunidades”. En ella “la función que cumple la mujer es esencial, su participación en la toma de decisiones es predominante, y los sistemas espirituales están claramente influidos por esta situación de predominio femenino”.
Luego, sostiene Antón, la llegada de los españoles cambió las cosas. “El pueblo charrúa invadido fue obligado a cambiar radicalmente su modo de vida y a llevar una existencia guerrera”. Por eso se hicieron nómades por necesidad y “a partir de ese momento los roles centrales recayeron en los varones”.
Antón también sostiene que charrúas tuvieron “formas de relacionamiento con los ecosistemas muy sofisticadas y armónicas” que “permitieron mantener la riqueza y fecundidad de sus territorios”. Incluso para Porley el “nomadismo” charrúa “probablemente consistía en una movilidad sistemática para un manejo de ecosistemas en áreas mucho más extensas que las que nos hemos habituado a concebir. Tenían, dice, una gran “sabiduría ecológica”.

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Vidart y Pi Hugarte creen que no se puede hablar de democracia charrúa. “La vida en la sociedad tribal –explicó Pi- es bastante igualitaria, pero hay imposiciones de unos sobre otros. El respeto por la palabra empeñada, que puede considerarse un principio ético, es natural en todos los pueblos que no escriben, no es exclusivo de los charrúas. Y no es seguro que tuvieran una ética elaborada, como filosofía de vida”.
Para Vidart “hablar de democracia entre los pueblos cazadores es una extrapolación peligrosa. Hay sí igualdad, un sentido muy acendrado de la ayuda mutua, pero no democracia, porque ella entraña la existencia del pueblo, los poderes y una organización constitucional que no existía”.
Ambos antropólogos rechazaron también que los charrúas se hicieron guerreros debido a la invasión europea: “Ya antes guerreaban contra otros grupos, es indudable. No eran pacíficos”.
Pi descartó que la conquista haya alterado el rol de la mujer charrúa. “Tenía un rol sometido como en casi todas las sociedades de ese tipo, donde la mujer es un animal de carga, o se encarga de pulir piedras o cerámicas. Son muy pocos los pueblos donde la mujer participaba en asambleas decisorias. Han existido, pero no hay ninguna referencia de que haya sido aquí. Pensar otra cosa es una extrapolación con la idea de hoy de feminismo”.

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Sobre las cualidades ecológicas de los charrúas las diferencias de enfoque son notorias. Para Antón “el camino charrúa es por sobre todas las cosas un camino de la naturaleza. Un camino de respeto a la vida, de amor a los ríos, a los montes, a las praderas, a los cerros de piedra sagrados, es un camino que nace cada invierno cuando las siete estrellitas anuncian el regreso del sol. Es el camino de la madre, de la abuela tierra, un camino pradera, un camino-mujer”.
Pero para Pi hablar en esos términos es hacer “otra extrapolación con conceptos que no existían entonces”.
“La idea de que los indios protegen a la naturaleza –señaló- es totalmente errada y falsa. Si ellos hubieran tenido nuestra técnica, destruyen la naturaleza igual que nosotros. Déle una sierra mecánica a un indio selvático que vaya a hacer un plantío de mandioca y va a ver como liquida el monte en un santiamén. Lo que pasa es que sin sierra mecánica no es tan fácil cortar esos árboles”.
Para Vidart “los pueblos mal llamados salvajes administran muy bien el patrimonio de los ecosistemas pero no son ambientalistas y también hacen daño en la naturaleza”.

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Año nuevo charrúa

Hay otras diferencias entre Antón y los antropólogos. Para Antón “es seguro que los charrúas basaban su calendario en las fases de la luna (...) y es probable que festejaran su fin de año inmediatamente después del solsticio de invierno, alrededor del 23 o 24 de junio”.
Para Pi ése es un error. “Conocer el movimiento de los astros es un logro de los mayas, pero no de los indios de acá. Un calendario supone conocimientos complejos que son propios de los pueblos con una agricultura avanzada”.
Vidart pide pruebas: “Sería muy interesante saber cómo se ha llegado a determinar que había un calendario charrúa y una fecha de año nuevo. Yo no conozco ningún elemento”.
Porley también señala un alto conocimiento matemático charrúa (“el pensamiento matemático charrúa emparentado con una cosmovisión en códigos conjuntos cuaternarios, similares a los de varios pueblos amerindios, africanos y asiáticos, con capacidad de contar hasta mil o más”) desconocido hasta hoy por la ciencia.

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Valle del hilo de la vida

Pero el aspecto más promocionado de los fascículos de Porley es el descubrimiento de cientos de construcciones de piedra indígenas, incluyendo una “Catedral Pétrea Charrúa”. El periodista da cuenta de que en pocos días realizó decenas de hallazgos: “No hubo necesidad de tocar nada para reconocer rastros de culturas indígenas en cada sitio (…) Más parece necesario tener el corazón expuesto”.
Entre los hallazgos, Porley destaca dos conos de tres metros de altura, construidos con piedras sólidamente estructuradas entre sí.
Ambos parecen haber sido ya descritos en 1949, en una historia de Minas, en la cual Santiago Dossetti apuntó que en los valles cercanos a esa ciudad “hay todavía hornitos o parrillas donde los españoles tostaban el material para separar la pepita áurea del cuarzo”.
Pero Porley descarta rápidamente esa explicación. “Prácticamente todo revela origen indígena”, dice. Aunque elude decir directamente que los conos –a veces llamados “pirámides” o “conos piramidales”- fueron levantados por los charrúas, lo da a entender varias veces. “Descubren más de un centenar de conos pétreos en esta Tierra Charrúa”, dice el título de uno de los fascículos, acompañado por la foto de uno de ellos. En otra oportunidad afirma: “Esos mismos cerros donde se han localizado las construcciones fueron los sitios preferidos para los ejercicios espirituales practicados a cielos abiertos por la cultura charrúa”.
Porley bautiza el sitio donde se encuentran los conos como “Valle del Hilo de la Vida”. Caminar allí le produjo a él y a sus acompañantes “cierta sensación de serenidad, pero que a la vez tenía algo de estimulante. Allí las voces suenan limpias. “Comenzamos a sentir que encontramos el anfiteatro más apropiado para la música de espiritualidad charrúa”. Un “pedagogo especializado en yoga” comentó que “sutiles energías presentes en el lugar, intentando mantener vivo en nuestros corazones cierta conexión con los antiguos pobladores de estas tierras”.
Además “hay quienes percibieron un aire ‘andino’ en estas singulares petroconstrucciones conoides (…) Expertos franceses le hallaron semejanzas con las estelas funerarias del Tíbet”.

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Catedral Pétrea Charrúa

Porley también encontró un cerro “que en el corazón de Salto es asiento de la Catedral Pétrea Charrúa”. El lugar, dice, alberga decenas de amontonamientos de piedra indígenas y una catedral charrúa con “naves” y “columnatas”. La foto de las supuestas columnas de la catedral se luce en la tapa de otro de los fascículos.
El periodista dice que las “columnatas” “parecen ser parte de la estructura del mismo cerro” pero también “hay bloques que parecen haber sido colocados”. Según concluye la obra charrúa está realizada “en indescifrable simbiosis con la estructura rocosa del tal cerro sagrado”.
Charrúas, charrulandia
La supuesta catedral charrúa.
“Es tan fuerte el impacto de una simbiosis de estructura natural con arreglos de mano indígena que –agrega- es muy difícil no pensar que todo el cerro fue construido o que el logro de tal combinación potenció uno de los santuarios charrúas más intensos”.
Porley, que a lo largo de si obra cita repetidamente a Pi Hugarte y a Vidart, así como a Femenías, también atribuyó a los indígenas haber levantado decenas de supuestos dólmenes y otros “monumentos megalíticos” que vinculó con hallazgos arqueológicos europeos y con los de San Agustín, en Colombia.

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Charrulandia

A Femenías algunas personas lo han felicitado por aparecer en los fascículos de Porley, y a Pi Hugarte también.
Pi, que tiene 62 años, recibió una carta de una ex compañera de liceo a la que no ve desde entonces. La misiva dice: “Cuánto me alegra saber que estás luchando por la causa de nuestros queridos charrúas”. Eso lo decidió a enviar una carta a La República (el 7 de febrero) aclarando que “no comparto las tesis sostenidas por Porley a propósito de las antiguas culturas indígenas del Uruguay”.
El mismo día, en El Diario, Vidart denunció la existencia de una “guerrilla fundamentalista” empeñada en recrear una “fantasmagórica y a la vez totalitaria Charrulandia”.
“Lo malo es que hoy, cuando la arqueología y la antropología general han avanzado tanto, un sector contestatario de indiófilos criollos propone explicaciones que vacían de sentido las conquistas de la razón y los avances del conocimiento. Esta actitud, que conlleva un acre repudio a la Universidad a la par que supone un retorno a la Tradición de los Antiguos, ha hecho pie en un sector inconformista del colectivo uruguayo. Antes la madrina de los dislates era la ignorancia: hoy lo es el afán de revivir la sabiduría infalible de los benditos analfabetos”.

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Para Vidart no hay nada nuevo cuando se habla de los amontonamientos de piedra que los charrúas realizaron en los cerros. Es conocido y ha sido referido por decenas de autores desde el siglo pasado. Estos rústicos amontonamientos fueron llamados “vichaderos”, porque se creía que los indios los usaban para vigilar los alrededores. Luego –como creen Vidart y Pi Hugarte- se impuso la idea de que eran sitios destinados a prácticas chamánicas. “Allí se hacen mil heridas en su cuerpo y sufren una vigorosa abstinencia hasta que se les aparece en su mente algún ser viviente, al cual invocan en los momentos de peligro como un ángel de la guarda”, relató el criollo Benito Silva que en 1825 vivió entre los charrúas.
“Lo que hacían era buscar lo que hoy llamaríamos un estado de conciencia alterada a través del sufrimiento, el dolor, el ayuno”, explicó Pi.
Sin embargo, hasta hoy solo Daniel Granada, en su Vocabulario rioplatense razonado de 1896, había consignado la existencia de amontonamientos de piedra de hasta tres metros. Por lo demás, los conos fotografiados por Porley lucen más sólidos y prolijos que los amontonamientos hasta hoy conocidos. “Tengo serias dudas de que sean indígenas. Pueden ser hornos para quemar cal o para fundir metal, lo que los pondría en la época de la colonia o hasta de la república”, dijo Pi Hugarte.

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El arqueólogo Femenías acompañó a Porley a ver los polémicos conos. “Es algo espectacular, nunca había visto nada así. Pero hay una referencia respecto a que eran obras mineras españolas y –aunque no parecen hornos- hay que investigarlo. Tampoco sabemos si son antiguos o modernos. Son un amontonamiento artificial de piedras y, de todas las fuentes históricas que hacen referencia a los amontonamientos indígenas, solo Granada les otorga hasta tres metros. Y uno no puede descartar todas las otras citas y quedarse con la que le conviene. No descarto que sean indígenas, pero tampoco lo puedo afirmar”.
Acosta y Lara, de 80 años, uno de los más respetados especialistas sobre charrúas, lo duda. “Fíjese que en Minas hace por lo menos 200 años que no hay indios. Si esas pirámides fueran de esa época, la gente ya las habría destruido, buscando algo adentro. Cosas así se mantienen en lugares muy aislados, pero no es el caso. No me atrevería a decir si eran indígenas o no, porque no se puede decir cualquier cosa. Todo lo que se dice fuera de la documentación es tocar la guitarra”.
En cuanto a las columnas de la catedral, Pi y Femenías coincidieron en que no son otra cosa que formaciones naturales. “En su afán por reivindicar a los charrúas, Porley cae en el mayor de los eurocentrismos, tratando de adjudicarles las mismas cosas que hacían los europeos. Aunque los charrúas no hicieran catedrales, que no hicieron porque esto es falso, su cultura igual tiene importancia”, dijo el arqueólogo que también catalogó como formaciones naturales los supuestos dólmenes.
Pi afirmó que los pretendidos vínculos con hallazgos celtas o del Tíbet no tienen sentido. Vidart coincidió: “Esas relaciones no se pueden aceptar, es muy aventurado. ¡Estamos haciendo una Charrulandia!”.
Femenías advirtió que no es tan sencillo catalogar como charrúa o indígena cualquier objeto. “¿Con qué criterio se vincula una piedra o una roca con los charrúas? De repente son naturales y tienen miles y miles de años de antigüedad: entonces no estamos hablando de los charrúas. Acá se toman todas las manifestaciones arqueológicas del país como sinónimo de charrúas y ése es un error gravísimo”.
En idéntico sentido se manifestó Vidart. “Hay quienes piensan que todo lo prehistórico es charrúa, pero no es así. Los charrúas eran parte de los pueblos pámpidos que, según parece, entraron aquí en el año 1500 antes de la era cristiana. Lo que tiene 11.000 años de antigüedad no es charrúa”.

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La luz de la Luna

Los charrúas nunca aceptaron el cristianismo. Cuando un sacerdote que acompañaba al misionero Cattáneo amenazó a un charrúa con las llamas del infierno, éste respondió: “Mejor, así no tendré frío cuando me muera”.
Por lo que se conoce, veneraban a sus muertos, se mutilaban los dedos y se herían los brazos cuando fallecía un pariente y practicaban ceremonias chamánicas.
Pero, además de eso, “poco o nada sabemos de las creencias de los charrúas en el campo de lo sagrado, lo sobrenatural o lo sobrehumano, por no hablar de lo religioso”, anota Vidart en su recién publicada obra La trama de la identidad nacional.
Porley dice “entrever la fuerza y belleza de la espiritualidad de nuestros indígenas”. Sostiene que las “construcciones de piedra” en las cumbres de los cerros oficiaban como “zonas de retiro”. Y que donde estaba la “Catedral Pétrea Charrúa” “es como si se canalizara toda la fuerza o energía de esos parajes y se pudiera dialogar con las nubes, la inmensidad celeste, el sol, como la luna y estrellas. Sin duda una o más de esas construcciones sobresalían creando vórtices de energía convocantes de la vista y corazones a mucha distancia”.
Pi Hugarte sostuvo que “pretender que eran místicos al estilo de san Juan de la Cruz es un dislate. Y que eran una especie de gurúes que se pasaban meditando en los círculos de espiritualidad –como dice Porley-arriba de los cerros, ¡no! La vida tribal es una vida dura, no es fácil. Todos los días hay que luchar por el alimento, contra la naturaleza, contra un montón de circunstancias. La gente tenía que comer, que cazar, que luchar y que huir… no era la India, de ninguna manera”.
Pero para Porley los académicos no se han molestado en estudiar lo suficiente. Para él –un periodista de 51 años que hizo sus primeras armas como cronista en el diario comunista El Popular- los datos están ahí, basta con salir a hablar con la gente de campaña, cosa que no han hecho los académicos. Por ejemplo, la costumbre de campo de tomar mate alrededor de un fogón puede ser, anota, un antiguo rito charrúa: “Quizá podríamos preguntarnos si estamos frente a alguna pervivencia de la cultura charrúa agauchada”.
Porley entrevista a la psicóloga Solange Dutrenit –que dice tener ascendencia charrúa- que relata que una paciente –también descendiente de la tribu- le contó un rito charrúa que ha pervivido de generación en generación: presentar a los recién nacidos a la Luna.
Dutrenit explicó su importancia: “Al final te terminás dando cuenta que si no pasás, si no vivís es experiencia de relación, quedás totalmente aislado de la conexión energética más fuerte que tienes en el Universo. Si no sentís era relación, en particular las mujeres (…) sobrevienen más frecuentemente problemas de cáncer de útero”.

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Conspiración anticharrúa

Para Porley ha existido una verdadera conspiración tendiente a ocultar “hasta con sangre” la verdad sobre los charrúas. El periodista acusa de ella al Estado uruguayo (y paradójicamente sus fascículos son auspiciados por el gobierno a través del Ministerio de Vivienda, y por las intendencias de Maldonado, Flores y Tacuarembó). “Uruguay –sostiene- vivió desde su nacimiento como Estado (y más precisamente desde (la matanza de) Salsipuedes en 1831) una conspiración anticharrúa, natural prolongación de la antiartiguista, que intentó devaluar a esta cultura”. La Universidad, sus egresados y los organismos oficiales de los cuales depende la investigación arqueológica e histórica son culpables, según Porley, por no haber hecho los estudios necesarios para descubrir la verdad.
“No admitimos que se descalifique a los charrúas, que se los borre, sin que se haga una investigación que nunca se hizo, dijo el periodista a Tres. Y en sus fascículos señaló que “son los cuestionadores, no los que atribuimos a los charrúas la construcción y la creación artística, los que deberían probar sus hipótesis”.
Antón se burla de las descripciones tradicionales de los charrúas y sostiene que ha existido “una leyenda infame” que “llevó a que se creara un estereotipo del charrúa salvaje, incivilizado, primitivo, nómada”.
Pi Hugarte no cree en eso. “Nos dicen que hubo una conspiración para ocultar la grandeza y el brillo de la civilización charrúa. Es una visión conspirativa de la historia: la culpa de los males del mundo siempre la tienen los malos, que pueden ser los judíos, los comunistas, los masones o los que no quieren que se sepa la verdad sobre los charrúas”.
“No entiendo por qué no quieren reconocer que fueron salvajes, que no conocieron la agricultura, que fueron cazadores nómadas. No es ninguna vergüenza, es un estadio natural en la historia de la humanidad”.

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El camino del mayor saber

Si en algo coinciden todos es en reconocer que de los charrúas se sabe poco.
En cambio, no hay coincidencias a la hora de plantearse cómo hacer para que se conozca más.
“Yo escribí en El Uruguay indígena que se sabía poco de los charrúas y que nunca se iba a saber. Que aparezca un documento importante desconocido, es muy difícil. El otro camino es la arqueología, pero tampoco es fácil”, explicó Pi Hugarte.
Tanto el antropólogo como Femenías coincidieron en que no es sencillo adjudicar a un pueblo cualquier hallazgo. “¿Cómo se distingue si un esqueleto o una boleadora es charrúa o es chaná?”. Aún así, Pi “es partidario de explorar por ahí y no mitificando espiritualidades imaginarias que –si existieron- no podemos saber cómo eran”.
En cambio, Porley cree que hay muchas cosas que están “a flor de piel”, esperando ser rescatadas por quienes tengan la sensibilidad necesaria. “Identificamos varios indicios de que muchas claves culturales charrúas han sobrevivido gracias al secreto, diríase que sagrado (…) Es probable que se abran más puertas de la memoria y la tradición oral, como se prefiera denominarlas, ya que hay quienes perciben sueños, intuiciones varias”.
Según Porley, para avanzar en el conocimiento sobre los charrúas “es imperioso convocar a profesionales capaces de articular una ciencia con conciencia, que incorporen no solo la ética y la responsabilidad, moral y social. Que se abran al mito y a la espiritualidad…” Siguiendo al autor francés Edgar Morin, reclama revalorizar los mitos, contra la “racionalización ciega” y el “neoliberalismo globalizante”. No hay que abandonar la ciencia, pero hay que combinar, dice la “precisión matemática con un enfoque más global y holístico, que se aproxime a las tradiciones orientales y a las de nuestras culturas amerindias”

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En la carta que envió a La República para deslindarse de la obra de Porley, Pi señaló que “es penoso que suponga que ese saber definitivo habrá de surgir de superficiales elucubraciones sin mayor estudio, por mejores que sean las intenciones”.
“No podemos –protestó Vidart- decir que la Universidad es perversa, que el saber libresco es malo y que mucho mejor es tener contacto con las divinidades. Es una exageración fundamentalista”.
Pi señaló que “por decir lo que se sabe sobre los charrúas lo ponen a uno como un reaccionario. Parece que ser de izquierda es apelar a la irracionalidad y a la magia, antes que a la ciencia, que –según Porley- es una creación del neoliberalismo. ¡Por favor!”.
El antropólogo dijo que el fenómeno despierta su interés profesional: “Veo el germen del surgimiento de un culto. Se están elaborando los mitos para fundamentarlo y estos, quizá, darán lugar a dogmas. Y si la cosa prospera, habrá rituales: ¡no sé si llegarán al grado de cortarse las falanges! ¡Sería fantástico!”.
Y a Vidart también: “He sentido que están fabricando una religión, una serie de ritos que solo conocen los iniciados, una irrealidad virtual, de la cual es bueno estar lejos hasta tanto no se ofrezcan pruebas científicas y no sentimientos. Antropológicamente, es interesante ver esa franja de personas que cultivan formas de irracionalismo. Entiendo que tiene un efecto compensatorio psicológico muy grande, como todos los mitos. Pero me preocupa el éxito que comienzan a tener”. Femenías también se mostró preocupado. “No es válido desmerecer la labor del científico para justificar la locura de uno. Lo peor es el riesgo que se corre que esto llegue a la enseñanza, que muchos maestros tomen esto como muy válido y terminemos haciendo una fantasía de nuestra prehistoria”.

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Herencia charrúa

La Biblioteca Nacional conserva las hojas amarillentas de un alegato que, en 1930, escribió Hipólito Barros en reclamo de un “monumento grandioso” en honor a los charrúas y “sus homéricas hazañas y su espíritu de rebeldía contra todo lo que pudiera destruir y aun limitar su organización ultrasocialista y su libertad personal”.
Barros sostenía que los uruguayos heredamos del charrúa sus “cualidades físicas y morales, mejoradas algunas notablemente por la moderna civilización”.
Coincidiendo con Barros, el escritor Carlos Maggi dijo en una charla recogida por Antón en Uruguaypirí que “el mundo charrúa era un mundo moralmente superior y eso es uno de los ingredientes en la formación de esta nacionalidad”. Esa “fuerza moral” heredada de los charrúas –agregó- hizo que la Provincia Oriental se independizara y las otras provincias no. (“Los charrúas vivieron también en varias provincias argentinas”, explica Pi).
El aporte charrúa fue mayor todavía para J.A. Hunter, autor de El Poder Charrúa: “A este pueblo le debe el uruguayo de hoy la herencia de un rico patrimonio: el compañerismo, la lealtad, el desinterés personal, la generosidad, el amor a la verdad y la incuestionable libertad”.
Y todavía mayor, si es posible, para Antón.
“Proteger la Naturaleza (…) diversificar la producción, disminuir la dependencia, defender a quienes producen con su sabiduría y sus manos, concentrarse en los niños y los jóvenes, prestar atención al sentir de las mujeres, recordar las viejas sabidurías sin dejar de crear nuevas opciones, generar redes de solidaridad que entrecrucen la sociedad en todas direcciones, tender la mano a pueblos amigos para buscar caminos comunes de prosperidad y respeto, defender la libertad de los demás y la propia a todo precio. Y por sobre todas las cosas comprender el pasado en todas sus dimensiones para asegurarse que no se cometan las mismas injusticias (…) Es el camino que nos trajeron desde el pasado profundo los charrúas, que recorrió de a caballo el gauchaje (…) que fue recogido como legado valioso por muchos miles de inmigrantes (…) y que nutrió la rebeldía de tantos jóvenes que se alzaron contra la injusticia y la opresión en tiempos más recientes”.
Antón dice que la “garra charrúa” es, para Uruguay, el “mejor pasaporte hacia un futuro sólido y verdadero”

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El charrúa existió –sostiene Vidart- pero no es un tronco de nuestra nacionalidad. Es la representación heroica, llena de coraje, honor e independencia de un pueblo que fue dueño de esta tierra, pero que –ni numérica ni culturalmente- pueda decirse decisivo en la forma del espíritu nacional uruguayo. La garra charrúa es un mito, una metáfora que se la repetían a los muchachos antes de salir a la cancha, y eran todos hijos de italianos”.

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Periodista: -¿No le parece que El pueblo jaguar retrata a los charrúas como un pueblo demasiado perfecto?
Antón: -Con tanta propaganda en contra durante tanto tiempo, hay que tirar el péndulo en la otra dirección.
Periodista: -¿Aún a riesgo de pasarse para el otro lado?
Antón: -¿Pero cuándo se pasa uno? A los charrúas le debemos mucho. Después de tanta difamación y asesinato, lo menos que se puede hacer es replantearse todo profundamente.

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Tenemos –concluye el libro de Antón- que tomar el bastón emplumado de Vaimaca, Melchora y Andresito y continuar la marcha hacia delante. Un camino de praderas verdes y siluetas de ñandúes en el cielo, de ganados, tatúes y guazubirás, de pescadores de corvina, de sábalos y tarariras, de chacareros que plantan papas y maíz, de tamberos que producen leche cada día, de computadoras que ayudan a reconstruir las viejas sabidurías, de redes electrónicas al servicio de la justicia y la verdad. Un camino de jóvenes y viejos, de mujeres y hombres. El camino charrúa”.

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Periodista: -¿Qué queda de los charrúas en la cultura uruguaya de hoy?
Pi Hugarte: -Salvo las boleadoras, que cada día se usan menos, nada.

Publicado por Leonardo Haberkorn en la revista Tres, 20 de marzo de 1998

22.3.09

Los últimos charrúas: siete diferencias

Los relatos sobre los charrúas suelen no ajustarse exactamente a los hechos comprobados. Por ejemplo, el siguiente texto de Eduardo Galeano de las Memorias del Fuego.

“En las puntas del Queguay, la caballería del general Rivera ha culminado, con buena puntería, la obra civilizadora. Ya no queda ni un indio vivo en el Uruguay (1). El gobierno dona los cuatro últimos charrúas a la Academia de Ciencias Naturales de París (2). Los despacha en la bodega de un barco, en calidad de equipaje, entre los demás bultos y valijas (3). El público francés paga entrada para ver a los salvajes, raras muestras de una raza extinguida. Los científicos anotan gestos, costumbres y medidas antropométricas; de la forma de los cráneos, deducen la escasa inteligencia y el carácter violento.
Antes de un par de meses, los indios se dejan morir (4). Los académicos disputan los cadáveres. Solamente sobrevive el guerrero Tacuabé, que huye con su hija recién nacida, llega quién sabe cómo hasta la ciudad de Lyon y se desvanece (5).
Tacuabé era el que hacía música (6). La hacía en el museo, cuando se iba el público. Frotaba el arco con una varita mojada en saliva y arrancaba dulces vibraciones a la cuerda de crines. Los franceses que lo espiaron desde atrás de las cortinas cuentan que creaba sonidos muy suaves, apagados, casi inaudibles, como si estuviera conversando en secreto (7)”.

(1) Durante varios años sobrevivieron grupos pequeños de charrúas libres, que incluyeron a los caciques Rondó, Brown y Sepé. Más de 20 años después de aquellas matanzas Sepé vivía junto a una decena de charrúas en una toldería en Tacuarembó.
(2) No eran los últimos. Además de los que se mantenían libres, otros estaban presos o habían sido entregados para ser “civilizados” a familias de toda la república.
(3) No hay ningún documento que relate cómo fue el viaje.
(4) Senaqué murió dos meses después de llegar a Francia. Vaimaca Perú vivió allí más de cinco meses. Guyunusa sobrevivió un año, un mes y nueve días. Tenía una hija de diez meses y no se dejó morir, murió de tuberculosis.
(5) Se sabe que Tacuabé llegó a Lyon junto con Guyunusa y su hija porque allí los llevó el “empresario” que los exhibía. El francés tenía pensado ir a Estrasburgo, pero tuvo que cambiar de destino porque en esa ciudad había un fuerte movimiento en pro de la libertad de los charrúas. Fueron a Lyon y allí murió Guyunusa. Luego Tacuabé escapó con la niña.
(6) También tiró un gato al fuego para divertirse.
(7) Más allá de la intención de quien lo ejecuta, el llamado arco de Tacuabé, por ser un instrumento sin caja de resonancia, únicamente permite obtener sonidos casi inaudibles.

Publicado en la revista Tres, 20 de marzo de 1998.
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