12.4.08

Montevideo: Casi el paraíso

En Montevideo no hay secuestros, no hay bombas, no hay balas perdidas. Nadie usa autos blindados.
En Montevideo no hay embotellamientos, no hay soldados en la calle. No hay guerrilla, no hay paramilitares, no hay escuadrones de la muerte. La ciudad no es permanentemente sobrevolada por helicópteros: no se necesitan.
En Montevideo los empresarios, los ricos, los famosos, los ministros y hasta a veces el presidente de la República andan sin escolta. A medianoche uno todavía puede detenerse en un semáforo en rojo sin miedo a ser asaltado. Mario Benedetti almuerza todos los días en el mismo bar del centro: no existe el más mínimo peligro de que alguien lo ataque o lo secuestre. Almuerza tranquilo junto a algunos veteranos amigos y una botella de buen vino al lado de un ventanal que da a la calle. La gente pasa, mira, reconoce a Benedetti y sigue. Muchos lo admiran y tienen todos sus libros, pero nadie interrumpe su almuerzo para saludarlo o para pedirle un autógrafo: el montevideano es respetuoso, tímido, vergonzoso y muy discreto.
Montevideo, paraíso, revista Gatopardo
Hay más cosas que Montevideo no tiene. Nunca hubo un terremoto, ni siquiera un modesto temblor de tierra. No hay huracanes, aludes, deslizamientos de tierra, inundaciones de importancia. La ciudad no conoce cataclismos naturales. En sus 280 años de vida, solo un par de veces cayó un poco de nieve.
Estos datos pueden explicar por qué Montevideo fue elegida como la ciudad de mejor calidad de vida de toda América Latina por la consultora suiza Mercer Human Resources. Seguramente su triunfo se debe más a todo lo que no tiene que a las cosas que sí tiene.
En el ranking suizo, Montevideo superó a Buenos Aires (en Montevideo no hay taxis truchos), a Santiago (en Montevideo no hay alarmas de smog), a Lima (en Montevideo no hay brotes de cólera), a Bogotá (en Montevideo nunca dispararon misiles contra el presidente), incluso a Rio de Janeiro (Montevideo no es tan bella, pero no tiene barrios en poder del Comando Vermelho).
“Que Montevideo sea elegida la ciudad de mayor calidad de vida del continente a uno le da mucho orgullo, pero también es un síntoma preocupante de cómo está América Latina”, me dijo el ex alcalde Mariano Arana.
Tiene razón. Arana fue intendente de Montevideo (así se llama el cargo aquí) durante diez años. Hoy es ministro de Vivienda, Ordenamiento Territorial y Medio Ambiente. La entrevista que dio para esta nota es un buen ejemplo de cómo son las cosas aquí.
La secretaria del ministro me citó en su oficina a última hora de la tarde. El Ministerio, un edificio de cuatro plantas en la ciudad vieja, ya había cerrado. Un único policía montaba guardia en la recepción, sentado en una silla. Le hice señas. Se levantó y abrió la puerta, que estaba sin llave. Le dije que tenía una entrevista con el ministro. No me pidió ninguna identificación.
-La oficina es en el cuarto piso –me respondió.
Subí. La modesta sala de recepción estaba desierta. La secretaria ya se había ido, no había ningún guardia. Detrás de una mampara, el ministro hablaba por teléfono.
Luego me diría: “en un contexto mundial, Montevideo mantiene, comparativamente, cierta seguridad ciudadana”.
Supongo que por eso ganó la encuesta.

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Claro que las cosas no son tan sencillas. Porque Montevideo no es sólo lo que no tiene, también es lo que sí tiene y lo que tuvo.
Para empezar por lo que tiene, primero está el mar.
Cuando los montevideanos decimos mar nos referimos al Río de la Plata, que en realidad no es mar pero tampoco es río. La verdad es que el Plata es un estuario, un lugar de encuentro de aguas dulces (de los ríos Uruguay y Paraná) y aguas saladas (del océano Atlántico). Llamarlo mar no es nuevo. Los indios ya lo llamaban “Río ancho como mar”, porque desde una orilla no se puede ver la otra. Y su descubridor, el español Juan Díaz de Solís, lo bautizó Mar Dulce antes de ser devorado por aquellos poéticos indios.
El Río de la Plata es el emblema de esta ciudad y nuestro bien más preciado. Buena parte de Montevideo está unida por una sinuosa rambla que corre más de 30 kilómetros a sus orillas, uniendo una decena de playas, muelles, puntas rocosas, un puerto, un faro y pequeños puestos de pescadores. Es el paseo preferido de los montevideanos, que allí vamos a hacer ejercicio, a pescar, a tomar mate, a enamorar, a jugar al fútbol y a caminar mirando el mar cuando estamos tristes. Desde la rambla se pueden ver el amanecer y el atardecer muchos de los días del año.
Claro que la costa de Montevideo no tiene la belleza del Caribe frente a Santo Domingo. La mayor parte de los días, el Plata luce de un rotundo color marrón. El escritor argentino Jorge Luis Borges, un enamorado de Montevideo, dijo que el río tiene color león. Sólo cuando el océano avanza sobre el estuario, el Plata se pone verde.
El paisaje de la costa montevideana no es exuberante como, por ejemplo, el de Rio de Janeiro. Más bien es de una belleza modesta y discreta, como los montevideanos.

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El segundo gran bien de esta ciudad es su cielo, que es un verdadero cielo.
Montevideo no es una de esas ciudades de eterna primavera. Aquí sufrimos las cuatro estaciones: en otoño se caen las hojas de los árboles, en invierno hace frío y mucho, los jardines florecen en primavera, las playas se llenan en verano.
Montevideo no es una ciudad para ahorrar en vestimenta. En este lugar del mundo tenemos que tener ropa para todos los climas: buzos de lana, gorros, bufanda y sobre todo en invierno; short, camiseta y hawaianas brasileñas en verano. La temperatura varía mucho según la estación: en las noches del peor momento del invierno puede bajar a cero y más todavía; en el verano el termómetro alcanza y sobrepasa los 30.
Montevideo es la capital más austral del mundo y los vientos del sur, que vienen de las regiones antárticas, se hacen sentir con fuerza. Pero es gracias a ellos que la ciudad tiene su segundo tesoro natural: el cielo.
El resultado de tanto viento y de tener una ciudad totalmente abierta hacia el mar es que el cielo de Montevideo es un verdadero cielo. Las fuertes ráfagas barren el humo de los escapes de los autos y de las escasas industrias que han sobrevivido a las importaciones chinas. El cielo de Montevideo no es una nube de smog, no es una inamovible cortina gris, no es el humo que flota sobre tantas grandes ciudades. Aquí, cuando brilla el sol, el cielo es de un celeste resplandeciente, rutilante, refulgente. Y cuando hay tormenta, es negro, tan oscuro como el azabache. Arana dice que la “limpidez del cielo” montevideano es excepcional. Muchos que han viajado dicen que es uno de los más lindos del mundo.
La ciudad, además, es muy luminosa porque la mayor parte de los barrios están todavía formados por casas y no por de edificios. Cientos de miles de montevideanos preferimos irnos a vivir a lejanas urbanizaciones, a 20, 30 o 40 kilómetros del centro, para poder tener una casa con jardín y cerca del mar. Dicen que es una herencia cultural de los inmigrantes europeos que poblaron este país. Hay barrios céntricos que han quedado semi desiertos, y zonas costeras carentes de servicios que están superpobladas.
Esto provoca un fenómeno curioso. Hace muchos años que Montevideo mantiene a su población constante, pero el tamaño de la ciudad no para de crecer. Somos casi medio Uruguay, cerca de un millón y medio de personas. Sin embargo, esta capital todavía conserva cierto aire pueblerino imposible ya de encontrar en otras grandes ciudades.

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En las calles de los barrios, en la costa, el tiempo corre lento. Aquí todavía hay gente que se sienta a charlar frente al mar o en la mesa de un bar, sin urgencias. A toda hora, todos los días, hay quienes caminan plácidamente por la rambla. En los muelles muchos matan el día pescando. Muchas veces me pregunto de dónde sale tanta gente que no trabaja. “Montevideo tiene un aire de pereza”, escribió hace casi un siglo el político y escritor Emilio Frugoni, y el enunciado sigue siendo cierto.
En su modesto escritorio de ministro, el ex alcalde Arana también me lo dijo: “felizmente todavía tenemos una ciudad con una escala humana y un relacionamiento humano muy importante”.
Montevideo es calma, tranquila, melancólica y con aire de tango. A algunos les gusta. Reneé Buoncristiano, una operadora turística dedicada a recibir a los pasajeros de lujosos cruceros que llegan al puerto, dijo en una entrevista que los turistas “a menudo nos confiesan que Montevideo es muy atractiva porque no aturde, no abruma por el gigantismo sino que es una ciudad intimista”.
A los nativos más jóvenes, en cambio, esa calma les sabe a tedio. La premiada película uruguaya 25 Watts trata sobre eso: cuatro jóvenes se aburren soberanamente en una ciudad en la que no pasa nada. Aquí no llegan los grandes espectáculos: los muchos montevideanos que quisieron ver a los Rolling Stones o a U2 debieron viajar a Buenos Aires o Rio de Janeiro. El mismísimo presidente Tabaré Vázquez declaró de interés nacional la visita de los Stones, pero ni siquiera así vinieron. En el mapa de los grandes espectáculos, Montevideo no existe.
Hace unos años, cuando diez pesos uruguayos alcanzaban para comprar un dólar (ahora se necesitan 25), aquí actuaron Rod Stewart, Paul Simon, B.B. King y Roxette. Hoy los jóvenes llenan los estadios cuando tocan las bandas uruguayas: Los Buitres, La Trampa, Sordromo, No Te Va Gustar, La Vela Puerca.
Rodrigo Gómez es el cantante de Sordromo. Vivió en Suecia, donde vive su madre. Vivió en Hollywood, donde estudió música. Tiene la ciudadanía sueca, pero eligió quedarse en Montevideo. No es una decisión sencilla. La ciudad le gusta, pero le pesa lo difícil que es mantenerse económicamente a flote. “Un limpiador de hospitales de Suecia se va todos los años de vacaciones a España. Y una estrella de rock de Uruguay no se va a ningún lado”, me dice, con ironía.
Salir de noche en Montevideo no es sencillo. El transporte público es escaso, los taxis son caros y las distancias largas. Metro no hay. Y, salvo en verano, las noches son frías.
Lo que más hay en la vida nocturna de la ciudad son obras de teatro: suele haber hasta 30 en cartel. Cines hay menos. Discotecas menos. Boliches donde a Gómez le gustaría tocar con su banda, menos.
El lugar preferido de los muchachos de Sordromo se llama La Ronda. Es un bar con mucha onda y gente cool, a pocos metros del río y frente a Fun Fun, la más clásica tanguería de Montevideo, con 109 años de historia y un mostrador de estaño en el que se supo acodar Carlitos Gardel.

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Hay otros factores que hacen a la calidad de vida, que quizás son más importantes que el mar, el cielo y el tiempo, pero que lucen menos. Arana destaca que en Montevideo el 90% de la población está conectada al saneamiento: eso explica por qué aquí no ha habido brotes de cólera, ni de dengue, y el alto nivel sanitario que tiene la ciudad. Aquí el agua de la canilla se puede beber sin miedo: es agua potable.
El sistema político es estable: en toda la historia del país, los golpes de Estado han sido excepcionales. La democracia no se ha visto interrumpida una y otra vez como en Argentina o Bolivia. El historiador inglés Eric Hobsbawn retrató a Uruguay como “el único país sudamericano que podía describirse como una democracia auténtica y duradera”.
Hasta el Che Guevara lo dijo cuando visitó Montevideo en 1961 como ministro de Industria de Cuba. Habló en la Universidad rodeado de miles de jóvenes que querían oírlo exaltar la revolución. Pero les dijo: “Puedo asegurarles que en nuestra América, en las condiciones actuales, no se da un país donde, como en el Uruguay, se permitan las manifestaciones de las ideas (...) Ustedes tiene algo que cuidar, que es precisamente la posibilidad de expresar sus ideas; la posibilidad de avanzar por cauces democráticos”. Y todavía les advirtió: “cuando se empieza el primer disparo, nunca se sabe cuándo será el último”.
Casi medio siglo después, hay libertad de prensa. El sistema judicial es confiable. Los presidentes uruguayos no modifican las reglas de juego de la Justicia, como Menem o Kirchner. Uno puede acercarse a un policía con relativa confianza.
Pero para muchos lo más importante es que Montevideo (y Uruguay en general) tiene el mejor índice de distribución del ingreso de América Latina. Eso no quiere decir que el reparto sea justo, pero en un continente que tiene el triste récord de ser el más desigual del mundo, Uruguay sigue siendo un modelo.
“Esa es la principal razón de que aquí exista una mejor calidad de vida”, me dijo el especialista en temas inmobiliarios Julio Cesar Villamide. “Esa distribución más justa se nota en todo: en lo cultural, en la mayor seguridad, en la interrelación que aquí todavía hay entre las distintas clases sociales, algo que en otros lugares de América Latina ya no existe. Todo eso lo aprecian mucho los que vienen de países que lo tuvieron y ya lo perdieron”.
Esa calma, esa ausencia de estrés, esa relativa seguridad, esa ciudad sin soldados ni helicópteros, atrae mucho a los extranjeros adultos con dinero. El ministro Arana me contó de un arquitecto colombiano que decidió mudarse aquí con toda su familia. También a dos ex embajadores, uno de Alemania y otro de Holanda, que una vez finalizada su carrera se radicaron en Montevideo para gozar de la calma y la tranquilidad que habían conocido aquí como diplomáticos.
Villamide, que edita una revista especializada en asuntos inmobiliarios, me informó que dos familias argentinas se radican en la capital uruguaya cada semana. También conoce a un empresario paulista que se vino a vivir acá luego del susto que se llevó al perder durante media hora a su hijo de 3 años en un shopping.
En las últimas semanas, tras los más de 170 muertos que dejó la espectacular ofensiva contra las instituciones que realizó en San Pablo el grupo criminal Primer Comando de la Capital, Villamide recibió varias llamadas desde esa ciudad. Eran ejecutivos interesados en mudarse a Montevideo. Le preguntaban por las condiciones para radicarse, los trámites legales, los precios de los colegios. “Es gente que siente que ya no puede vivir en ciudades con niveles de seguridad absolutamente insuficientes. La costa sur de Uruguay –Montevideo, Colonia y Punta del Este- se está transformando en el barrio alto de toda la región. Es un proceso que se ha iniciado y que seguramente se acentuará”.
Claro que a todos no les resulta fácil adaptarse. “Montevideo tiene carencias enormes en cuanto a la oferta cultural, gastronómica... para el que viene de una gran ciudad el impacto es enorme”, me dijo Villamide. “Pero alguno ya me ha dicho: ‘cuando sufro mucho me voy a Buenos Aires”. La capital argentina queda a apenas media hora en avión.

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Viendo así las cosas ustedes creerán que es cierto el mito de que Montevideo es la capital de la Suiza de América. Pero no lo es.
El término “Suiza de América” se usó en las primeras décadas del siglo XX para designar el temprano estado de bienestar que Uruguay alcanzó en aquella época de la mano de las políticas impulsadas por el presidente José Batlle y Ordoñez: un país próspero, rico, socialmente integrado, educado, con leyes sociales de avanzada, una estabilidad política que parecía eterna, campeón del mundo en fútbol y con una abrumadora mayoría de clase media.
Aquel Uruguay mítico –si es que alguna vez fue cierto- hoy ya no existe.
La clase media ya no es más la abrumadora mayoría: la última crisis económica multiplicó la pobreza a límites nunca antes vistos. Los pobres que en Uruguay eran 478.600 en 2000, pasaron a ser 849.500 en 2003 y llegaron a casi un millón en 2004. Y el país apenas tiene tres millones de habitantes.
Montevideo no es todavía una ciudad dividida en guetos, pero la segregación social es cada vez mayor. Quedan pocos barrios en los que se mezclen las clases sociales. La escuela pública, a la que antes iban todos los niños, ahora es sólo para los pobres.
Hoy la mayor parte de los trabajos que se ofrecen en la ciudad son empleos precarios: vigilantes, limpiadores, obreros no calificados. Los sueldos, una vez descontados los impuestos, no superan los 80 dólares mensuales.
La capital del Uruguay creció con decenas de miles de inmigrantes que llegaron de todos los rincones del mundo porque aquí existía la promesa de un futuro. En los últimos años la ecuación se revirtió: miles de montevideanos han emigrado porque aquí el futuro ya no les prometía nada. La melancolía de la ciudad se multiplicó: no hay nadie que no tenga un hijo, un hermano, un amigo viviendo lejos.
La mendicidad se ha multiplicado. No es raro ver gente revolviendo la basura para conseguir un pedazo de comida: no es algo que asombre en América Latina, pero en Montevideo todavía nos choca. “Uno se pregunta cómo es que puede haber calidad de vida en una ciudad en la que hay niños mendigando en tantas esquinas”, me dijo Carlos Llovet, un amigo contador que se fue a vivir a Estados Unidos.
Los síntomas de desintegración social son palpables en cada pequeña cosa: los semáforos no se respetan, las motos circulan a contramano, ir al estadio Centenario se convirtió en una aventura peligrosa.
Incluso la tan mentada seguridad es relativa. En el hotel casino Radisson, el más lujoso de la ciudad, me dieron un folleto que dice que “Montevideo está catalogada después de Tokio como la ciudad más segura del mundo”. Pero los montevideanos ya no lo sienten así. Los robos a mano armada aumentaron 233% entre 1990 y 2002. Y desde entonces la estadística roja ha seguido creciendo. La gente ya no deja la puerta abierta.
Un vecino de Arana cercó su casa con alambradas de púas. Cada vez que el ministro las ve, le parece ver una imagen de Auschwitz. Ya hay más de 200 propiedades en la ciudad rodeadas por cercas electrificadas. El viceministro del Interior se refirió a ellas en una reciente conferencia: pensé que eso nunca iba a existir acá, dijo.
Ciertamente, Montevideo no es Suiza. En el ranking de la consultora Mercer, Montevideo fue la ciudad latinoamericana mejor clasificada. Pero no estuvo entre las primeras del mundo: apenas si ocupó el lugar 78. La número uno fue Zurich.
En cuanto a su calidad de vida, Montevideo hoy tiene que elegir con qué se compara: si se mide con el resto de las grandes ciudades de América Latina, es posible que gane. Si se compara con su propio pasado, es seguro que pierde.
En la frío invierno de Montevideo, Rodrigo Gómez duda. “¿Habré hecho bien en quedarme acá?”, se pregunta cuando compara Montevideo con su ciudad sueca. Le pesa la inseguridad económica, cierta chatura, la falta de aspiraciones de los jóvenes. Por momentos siente que no se puede quedar acá toda la vida.
En el eterno calor de Miami, Carlos Llovet extraña. No volvería a radicarse en Montevideo: no quiere repetir el horror de pasar meses y meses desempleado. Hoy tiene un trabajo que lo lleva con frecuencia a Ciudad de México, a Lima, a San Pablo. Todavía le duele Montevideo, pero cuando compara, lo reconoce: “sí, es posible”, me escribió. “Quizás Montevideo todavía sea la ciudad de mejor calidad de vida de América Latina”.
La casa de la alambrada ondulante de púas que impresiona al ministro Arana queda en un barrio de clase media, nada sofisticado. Allí no vive ningún paramilitara derechista. Vive una joven y simpática médica con su esposo y sus tres hijos. Laura Boccardo me cuenta que eligió esa alambrada de púas porque las cercas eléctricas son un peligro para la salud de sus hijos. Además, también ha colocado fuertes focos de luz, censores infrarrojos, una fotocélula automática y un botón de pánico que se conecta con la policía y una empresa de seguridad las 24 horas.
Le explico el motivo de la nota. Pienso que me va a decir que los que hicieron la encuesta están locos. Pero me dice lo contrario. Laura tiene un hermano que vive en San Pablo y que trabaja en un banco. Cada vez que quiere divertirse de noche hace salir de su casa una caravana de cuatro camionetas iguales a la suya, para tratar de evitar que lo secuestren.

Este artículo de Leonardo Haberkorn se publico originalmente en la edición 70 de la revista Gatopardo (julio de 2006). Luego fue reproducido por la revista italiana Internazionale (setiembre de 2006) y en un libro digital monográfico sobre Montevideo editado por la revista española Zona de Obras.

5.4.08

Razones para escapar

Todos los días se conoce una nueva noticia respecto a los uruguayos que emigran. Cada día se agrega un dato nuevo. En las últimas semanas, El País informó que debido a la baja natalidad y a la emigración, Uruguay se ha convertido en el país más envejecido de América Latina. El Espectador entrevistó a una economista estadounidense que estudia las remesas que envían los uruguayos radicados en Estados Unidos. El ex ministro Alejandro Atchugarry hizo notar que el bajo desempleo se debe en parte a la constante emigración. El canciller Reinaldo Gargano dijo que la emigración es una “sangría tremenda”. El Observador informó a toda primera plana que hay una gran emigración dentro de la colectividad judía. Varias emisoras de radio y televisión entrevistaron al responsable de la oficina que otorga los pasaportes: el ritmo de entrega es frenético, se ven obligados a trabajar los sábados, casi como en la crisis de 2002. Este miércoles se conoció un informe del Instituto Nacional de Estadísticas: desde 1963 emigraron más de 600.000 uruguayos y el fenómeno está lejos de detenerse, más bien todo lo contrario: los uruguayos se siguen yendo de a miles.
Lo curioso es que estas noticias comparten la agenda informativa con una catarata de anuncios sobre la buena marcha de la economía. Tal como ocurría durante la segunda presidencia de Julio M. Sanguinetti no hay día en que no se divulgue un nuevo y alentador indicador económico. Los uruguayos se van, pero Uruguay avanza.
La edición de El País del viernes 22 es un buen ejemplo de esta dicotomía tan difícil de conciliar. En la página 11 el título principal dice: “Cancillería procura estrechar lazos con migración calificada”. El artículo indica que “el gobierno está preocupado porque la perspectiva de emigración va en aumento” y que “las informaciones disponibles indican que es probable que la situación en el futuro cercano empeore”. Sin embargo, uno da vuelta la hoja y en página 12 aparece una gran foto de un sonriente ministro de Economía Danilo Astori, acompañado por sus sonrientes colaboradores Fernando Lorenzo y Mario Bergara. ¿A qué se debe tanta alegría? A la colocación de una nueva partida de deuda externa. Quizás el modo en que “Uruguay avanza” tenga que ver con la decisión de miles de uruguayos de irse lejos.
Ese mismo día, en un teatro Solís colmado durante una ceremonia de graduación, el rector de la universidad ORT, Jorge Grünberg, se preguntó por qué si la economía marcha tan bien, si el gobierno tiene índices de popularidad tan altos, por qué tantos jóvenes uruguayos siguen emigrando o soñando con emigrar.
Algunas pistas para responder a ese dilema pueden encontrarse en Importante pero urgente. Políticas de población en Uruguay, un libro recientemente editado por Juan José Calvo y Pablo Mieres.
La obra incluye un completo informe sobre migración realizado por las demógrafas Wanda Cabella y Adela Pellegrino y un equipo de colaboradores. De él, la prensa recogió un único dato, muy preocupante: los uruguayos que emigran son los más calificados. Pero muchos otros aspectos, igualmente reveladores, no fueron consignados.
Por ejemplo: aunque todos conocemos casos de uruguayos que retornan, el estudio revela que desde 1963 siempre son más los que se van que los que regresan o llegan. Dicen las demógrafas: “En ningún tramo intercensal la emigración dejó de constituir un fenómeno dominante, ni siquiera en el período cercano a la reinstalación del sistema democrático, que implicó el regreso al país de los exiliados políticos”.
Contra lo que se suele decir, las especialistas sostienen que las cifras derivadas de las entradas y salidas del Aeropuerto Internacional de Carrasco son de una “confiabilidad aceptable” para estudiar el flujo migratorio. Y las cifras del aeropuerto demuestran que, pese a las sonrisas del equipo económico, la emigración sigue siendo muy alta. En 2004, el saldo negativo de entradas y salidas fue de 7.292, en 2005 subió a 9.593. En 2006, según informó la prensa, llegó a 17.000.
Las cifras del estudio son contundentes. De acuerdo con el perfil de los emigrados en 2002, el 54,3% de los que se van son menores de 29 años. Y el 27,1% tiene entre 30 y 44. Quiere decir que el 81,4% de los uruguayos que emigran tiene menos de 44 años. Sonrían para la foto.
Hay mucho más en el informe de Cabella y Pellegrino. El nivel educativo de los que se van es muy superior al de los que se quedan. Entre los emigrantes el 34,2% tiene educación terciaria. Entre los que permanecen en Uruguay sólo el 20,3% la tiene. Es decir: se van los más preparados. Entre los que se quedan el 31,2% apenas terminó la escuela, entre los que se van sólo el 6,7% está en esa condición.
En 1982 el 49,8% de los que se iban emigraban a Argentina y el 7,2% a Brasil, dos países desde los cuales es más fácil volver y mantener los lazos con Uruguay. En 2002, según Cabella y Pellegrino, la emigración a Argentina cayó al 8,5% del total y la que tiene como destino Brasil bajó al 1,5%. En cambio los que se van a España eran sólo el 5,1% en 1982 y pasaron a ser el 32,6%. Los que se van a Estados Unidos se triplicaron: del 11 al 33,3%. Cuanto más lejos, mejor.
En 2000 había 24.500 uruguayos censados en España. En 2004 llegaron a 70.000.
Confirmando que se van los más preparados, las demógrafas citan un estudio oficial de Estados Unidos según el cual el 30% de los uruguayos censados en ese país están en los estratos más altos de la escala laboral: profesionales, directores, gerentes.
Al respecto hay un dato sorprendente que no ha sido recogido por la prensa. En promedio, los emigrantes uruguayos de mayor nivel educativo no son los radicados en España y Estados Unidos, sino los que se fueron a Brasil y México.
¿Por qué ocurre algo tan sorprendente? Cabella y Pellegrino anotan dos razones: por un lado, Brasil y México son dos países que invierten en investigación científica y tecnológica, lo que estimula la llegada de gente preparada. Por otro lado, como “la desigualdad en la distribución del ingreso es importante en ambos países, los retornos de la educación son significativamente más altos que en Uruguay y, por lo tanto, se convierten en destinos atractivos para los trabajadores calificados”.
El dato es fundamental para entender por qué los más preparados se siguen –y se seguirán- yendo a pesar de los grandes éxitos del gobierno y las sonrisas del equipo económico. Con una reforma tributaria cuyo gran objetivo es igualar hacia abajo, que dinamitará la capacidad de ahorro de los que habiéndose preparado hoy son “ricos” (¡ganan más de 15.000 pesos!), ¿qué razones puede encontrar un joven que estudió para quedarse en Uruguay?
Los sonrientes señores del equipo económico deberían leer el trabajo de Cabella y Pellegrino. Entre los emigrantes que tienen entre 18 y 29 años, un brutal 47,5% se va porque no tiene trabajo. Pero hay otros dos indicadores igualmente chocantes: el 21,3% de los jóvenes emigra por los bajos ingresos que recibe y el 19,5% lo hace por la baja calidad de vida que tienen: mucho estudio, muchas horas de trabajo, poca capacidad de consumo y ahorro nulo. Es decir que el 40,8% de los jóvenes se va porque gana poco y vive mal. ¿La reforma tributaria soluciona este problema o lo agrava?
La respuesta viene con el siguiente dato: a medida que el nivel educativo avanza, crece el porcentaje de los que deciden irse del Uruguay debido a los bajos ingresos que se reciben: 26,8% de los universitarios emigra porque aquí ganan muy poco, aunque el ministro Astori los considere ricos. Sumados a los que huyen de la baja calidad de vida, el porcentaje llega al 43,9%.
Hay más datos interesantes en el completo estudio de Cabella y Pellegrino.
Los más pobres emigran menos. ¿Ellos confían en que las cosas irán mejor para ellos? No. Simplemente no tienen el dinero necesario para irse. “Dado que los destinos atractivos son distantes, las personas pertenecientes a hogares pobres desean abandonar el país pero no cuentan con los recursos necesarios (para) concretar su proyecto migratorio”, dice el informe.
En total, en el 30% de los hogares uruguayos hay alguien que quiere emigrar. La cifra sube a 34% entre los más pobres. El dato es tan monstruoso que ya cuesta siquiera esbozar una sonrisa para la foto. Pero peor es enterarse que el 83,6% de ingenieros en computación quiere irse apenas después de recibirse y también el 75% de los biólogos. Es así como Uruguay avanza.
¿Entonces nadie quiere quedarse?
Sí, el estudio de Cabella y Pellegrino constata que el deseo de irse del Uruguay es menor “entre los empleados públicos y los patrones”. Claro, es de suponer que entre los que tienen cuentas en Suiza el deseo de emigrar debe ser más bajo. También entre los 600 gerentes de Antel. O entre los protegidos por Adeom. Si uno es gerente de Ancap y ante el error más garrafal el castigo es ser relevado de toda responsabilidad y seguir ganando 5.000 dólares por mes, es raro que uno quiera emigrar.
Tenemos el país que hemos construido. El gobierno con sus reformas sólo está profundizando el modelo. Emparejemos hacia abajo. Haremos un Uruguay muy justo. Lástima que nadie quiera quedarse para verlo.

Publicado por Leonardo Haberkorn en el diario Plan B, 29 de junio de 2007.

16.3.08

Rico y desnudo en el bananal

Qué suerte. Soy rico. No tengo preocupaciones: al trabajo vengo caminando, desnudo, descalzo, el pelo me llega hasta la cintura.
Ese soy yo según los inapelables veredictos del ministro Danilo Astori y su brillante elenco de colaboradores.
Como soy rico, van a subir los impuestos que pago. El ministro Astori dice que el impuesto se llama impuesto a la renta. En el diccionario, renta es utilidad, beneficio, ganancia. Es lo que a uno le queda luego de gastar lo que necesita invertir para que su trabajo exista.
El impuesto a la renta del ministro Astori se cobrará sobre los ingresos líquidos. Es decir, se supone entonces que el trabajo que uno realiza no requiere de ningún gasto. Que al diario vengo caminando. Que no necesito ropa, ando desnudo. Que no preciso zapatos, trabajo descalzo.
En cuanto al periodismo, el ministro Astori ha logrado una verdadera revolución: a partir de sus dictámenes los periodistas no usaremos ningún tipo de locomoción ni de vestimenta. No iremos a la peluquería. No estudiaremos nada. No compraremos libros ni revistas. No tendremos computadora en casa, grabador tampoco. No usaremos papel ni biromes. Andaremos desnudos, corriendo literalmente tras la noticia. Para recordar los datos que tenemos, usaremos la memoria. Y para contárselo a alguien, emplearemos el tradicional método del boca a boca en el barrio. Ojalá mis vecinos no me confundan con un vulgar desnudista.
Por supuesto, debo agradecer que tengo trabajo, porque de lo contrario me iría peor. Los desempleados no le interesan al actual gobierno. Es raro en un gobierno supuestamente de izquierda. Pero ya lo ha dictaminado el ministro Astori: su impuesto "a la renta" se cobrará a cada trabajador o jubilado según sus ingresos. La gente del Ministerio de Economía y Finanzas no puede detenerse a considerar nimiedades. Si uno gana 20.000 pesos y vive solo pagará lo mismo que si gana 20.000 pesos, está casado con una persona sin trabajo y mantiene a tres hijos jóvenes que no consiguen empleo. Y si los que viven con ese sueldo de 20.000 pesos son diez, también pagará lo mismo.
Supongo que esa es la justicia distributiva de la que el Frente Amplio viene hablando desde hace 30 años.
Muchos han criticado la reforma tributaria, incluso dentro del gobierno. Tras las primeras críticas, se aceptó que cada trabajador pueda descontar 1.000 pesos por los gastos de salud de cada hijo menor de 18 (¡aunque sólo una cuota mutual ya cuesta más que eso!). Después de eso, la mayor parte de los cambios no fueron aceptados. A cada argumento, Astori y su elenco responden: puede que tengan razón, pero no se puede. Que se permitan deducir otros gastos: no es posible. Que se consideren las familias y no los individuos: ahora no se puede. Que no se grave más al trabajo que al capital: imposible. En el Uruguay fundido de hoy, Astori decide qué es posible y qué no, igual que antes lo hicieron Alfie, Bensión y De Posadas.
Hace unas semanas, en una conferencia, el dueño de la imprenta Vanni, se acercó a Astori y le dio una carpeta. Le pidió que estudiara su caso. El ministro se molestó y, cuando se fue, ni siquiera se llevó la carpeta: la dejó ostensiblemente sobre la mesa, para que todos lo vieran. Más allá de la opinión que se tenga de Vanni, creo que ni siquiera De Posadas habría llegado a tanto.
¿Qué prueba más contundente de soberbia puede haber que modificar por propia voluntad el nombre a las cosas? No estamos ante un impuesto "a la renta", como se ha logrado que el periodismo repita. Es tan solo un impuesto a los ingresos, una variación del impuesto a los sueldos, ése que tanto criticó el Frente Amplio.
Cuando el presidente Gonzalo Sánchez de Lozada quiso instaurar un impuesto a los sueldos en Bolivia en 2003, los bolivianos salieron a la calle e incendiaron La Paz. La represión dejó 81 muertos. El presidente tuvo que renunciar y escapar. Acá el ministro Astori conserva un índice de aprobación del 60%.
Los uruguayos somos así. Pacíficos, razonables, muy comprensivos.
¿En los diez años de gobierno colorado el Banco Hipotecario gastó 30 millones de dólares en publicidad oficial? No importa.
¿Los profesores faltan todos los días al liceo de nuestros hijos? ¿Los estudiantes terminan el liceo sin ni siquiera saber escribir en castellano? No pasa nada.
¿Los gobiernos incumplen sus promesas electorales? ¿Otra vez suben las tarifas públicas? ¿El secretario de la Presidencia defiende a los acusados de estafar al Estado? No hay problema.
Por suerte todavía quedan algunos uruguayos rebeldes. Uruguayos que se sublevan ante la injusticia. En la página 11 de esta edición viene un buen ejemplo: la rebelión de los ciudadanos de Colonia. En los últimos días han existido encendidas manifestaciones de protesta en Colonia, en Carmelo, en Juan Lacaze y en Nueva Palmira. Le han hecho piquetes al intendente Walter Zimmer. Le han hecho escraches frente a su casa. Le han rayado las paredes de su domicilio. Han insultado a su mujer y a sus hijos. Todo porque los rebeldes de Colonia... se oponen al uso del casco cuando van en moto.
Los argumentos que esgrimen los colonienses son muy poderosos. Que el casco da calor. Que es incómodo. Que hay que sacárselo y ponérselo varias veces al día. Que sale caro. Que el decreto del intendente no fue discutido por el conjunto de la ciudadanía.
Es tal el furor anti casco que el director departamental de Salud tuvo que escribir un artículo en el periódico El Eco recordando un dato que se estaba pasando por alto en el debate: "Estamos protegiendo la cabeza. Dentro están las meninges y el cerebro. Si se dañan aparece la muerte o se instala la parálisis sin vueltas".
Yo creo que hay muchas meninges y cerebros que ya están irremediablemente dañados en el territorio de la República. Por eso se ha instalado la parálisis sin vueltas desde hace años.
Unos días atrás, Eduardo Zaidensztat advirtió que corríamos el riesgo de volvernos una república bananera. Muchos pusieron el grito en el cielo, pero, pensándolo bien, república somos y bananas tenemos de sobra. 0

Publicado por Leonardo Haberkorn el 3 de junio de 2006 en el suplemento Qué Pasa del diario El País, que por entonces dirigía.

1.3.08

El Conrad es hot, es vip y es slot

El ascensor se abre y huele a perfume. Dentro hay una mujer con un tapado de piel que llega hasta el piso. La mujer sale y Goldstein la sigue con la mirada. Ella camina por el gigantesco hall del hotel cinco estrellas luciendo su abrigo como si fuera una noche de fiesta, aunque apenas son las ocho de la mañana. Cuando llega la recepción, se saca el tapado con toda naturalidad y deja ver dos cosas: tiene las manos y la garganta cubiertas de diamantes, y está vestida con un jogging.
David Goldstein, que es hijo de diamanteros belgas, calcula que la mujer lleva al menos un cuarto de millón de dólares en joyas. Ella, mientras tanto, deja su abrigo en la recepción y sale del hotel luciendo todas sus alhajas: así, como una reina, comienza a trotar por la vereda, entre la gente, frente al mar azul de Punta del Este.
Goldstein, que ha vivido en medio mundo, sonríe: en ninguna otra ciudad una mujer saldría a hacer ejercicio por la calle cubierta de diamantes. Y no es una, son muchas. “He visto este tipo de mujeres muy ricas, muy sofisticadas, en Cancún, en Turquía. Pero allí son la excepción y acá son la norma”, dice el jefe de ventas del hotel Conrad de Punta del Este.
Hace más de cuarenta años que Goldstein trabaja en hotelería. Se desempeñó en México, Panamá, Estados Unidos, Grecia, Turquía e Israel. Pero las cosas que ve en el Conrad nunca las había visto antes. El Conrad, un cinco estrellas que presume de ser el mayor hotel sudamericano, es el punto de reunión de los ricos más ricos de Argentina, Brasil, Chile, Paraguay y Uruguay. Y tanto dinero junto siempre sorprende.

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El Conrad es un gigante. En su construcción trabajaron 3.200 personas. El edificio tiene 22 pisos, 68.000 metros cuadrados y 294 habitaciones para huéspedes: las más económicas son 55 piezas de tipo “superior”: pasar una noche allí cuesta 340 dólares en enero y 180 en invierno. El hotel tiene cinco suites “presidenciales”, cuyo precio es de 1.400 dólares por noche en enero y de 1.000 en invierno. Pero el mayor nivel de lujo, comodidad y precio lo ofrece la única e irrepetible suite Conrad.
La suite Conrad es un apartamento de 600 metros cuadrados que ocupa los dos pisos superiores del edificio, unidos por una escalera de mármol, con living, biblioteca, comedor para ocho, cocina, dos baños, cama con dosel, mesa de ajedrez y una terraza semicircular que cubre un ángulo de 180 grados y permite ver más de veinte kilómetros de costas y playas. Pasar una noche allí cuesta 7.500 dólares, da lo mismo si es verano o invierno. Un trabajador uruguayo que gane el salario mínimo debería trabajar seis años y medio de corrido y no gastar un peso para poder pagarse una sola noche en la suite Conrad. Son muy pocos los que se pueden dar el lujo de pagar semejante cifra, pero el empresario argentino Mauricio Macri, jefe de gobierno de Buenos Aires y presidente de Boca Juniors, alquiló una vez la suite Conrad para usarla una tarde y ver allí un partido de fútbol con amigos.
En el Conrad hay seis restaurantes que sirven medio millón de cubiertos al año, seis bares, dos clubes infantiles, piscina exterior e interior, canchas de tenis, spa, un teatro con 440 butacas y un centro de convenciones de 4.749,2 metros cuadrados. Sólo uno de sus diez salones –el Exhibition Room Montecarlo- tiene suficiente espacio como para ofrecer un banquete para 1.400 comensales. En salón es tan enorme que se usa lo mismo para grandes fiestas como para exhibiciones de ganado vacuno de raza.
El hotel, cuyo eslogan publicitario, es “Universo Conrad”, consume 70.000 dólares de electricidad por mes y 20.000 de agua corriente. Tiene 13 ascensores, 50 gigantescos acondicionadores de aire, más de 1.000 lanzadores de agua anti incendios y 10.000 focos de luz. Todo está controlado por una única computadora. Es un “edificio inteligente”.
En el Universo Conrad cada año se consumen entre cinco y seis mil kilos de langostinos y entre seis y siete mil kilos del más fino lomo Aberdeen Angus. Para que a sus 160.000 huéspedes anuales no les falte nada, el Conrad tiene más de 3.500 proveedores.
En un país chico como Uruguay las proporciones desmesuradas del hotel resaltan el doble. Goldstein cuenta que en 2005 el hotel invirtió en publicidad un 25% más que todo el Ministerio de Turismo del Uruguay.
El hotel tiene mil empleados fijos que llegan a 1.500 en verano. Los sueldos están por sobre la media: por eso el Conrad se da el lujo de tener entre sus 70 guardias de seguridad a cinco técnicos en prevención de accidentes, dos médicos, un psicólogo, un ayudante de arquitecto, un licenciado en ciencias de la comunicación y un maestro en artes marciales. También hay un experto en explosivos del Ejército que tuvo que intervenir recientemente cuando una limpiadora, asustada, dio la voz de alarma: en una habitación había una valija encadenada al lavatorio: parecía una bomba.
Resultó ser tan solo una laptop muy querida por su dueño.

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Punta del Este muere nueve meses y medio al año. Se llena en enero, conserva mucho movimiento en febrero y poco en marzo. Luego todo queda vacío hasta el año siguiente.
En una gélida medianoche de junio, con el termómetro marcando cero grado, la carretera que une al balneario más selecto de América del Sur con el resto del mundo está desierta, solo cruzada por bancos de niebla. Las avenidas parecen abandonadas, las torres de apartamentos exhiben cientos de ventanas oscuras, los semáforos en rojo no detienen a nadie.
En la rambla que bordea el mar no hay nada abierto en kilómetros. Las únicas excepciones son una gasolinera y una farmacia de turno, ambas sin clientes. El Conrad parece un espejismo en medio de la desolación: sus jardines iluminados, sus fuentes encendidas, su fachada resplandeciente en la oscuridad. El hotel no cierra nunca, su ejército de empleados está siempre listo.
¿Cómo se mantiene el Conrad en un balneario vacío nueve meses al año? ¿Cómo hace para pagar un millón de dólares en salarios al mes cuando Punta del Este es un páramo? La respuesta tiene seis letras que brillan en neón rosado en la noche helada, a un costado del edificio gigante: C-A-S-I-N-O.
El secreto del Universo Conrad es tener en sus entrañas al mayor casino privado de toda América del Sur. Son 3.400 metros cuadrados ocupados por 63 mesas de juego y 450 máquinas tragamonedas. Está abierto las 24 horas los 365 días del año. Ahora mismo, en esta madrugada helada de jueves, unas 50 personas están apostando. Dentro del casino hace tanto calor como si fuera verano. Chicas de minifalda roja van y vienen, sirviendo whisky. Las luces de colores de los slots inundan el ambiente. Hay mucho ruido: una máquina reproduce el sonido de una carrera de caballos, otra la de una locomotora a vapor, otra una melodía de los Blues Brothers. Una gigantesca camioneta que forma parte de los premios que se pueden ganar en las maquinitas espera a su dueño sobre una plataforma, en medio del salón. El casino es tan grande, sus dimensiones son tan enormes, que la camioneta parece de juguete.

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“No hay otro hotel así en todo el continente”, me dice David Goldstein cuando le pregunto cuál es la esencia del Conrad. “En Buenos Aires hay hoteles mucho más bonitos y más grandes, pero ninguno tiene casino. En Viña del Mar el casino no tiene hotel. En las cataratas del Iguazú hay un casino enorme en un hotel muy chico. Nosotros somos el hotel más grande con el casino más grande. Ese es nuestro mayor atractivo: somos el único gran hotel de Sudamérica y México con un enorme casino privado al estilo Las Vegas”.
Lo del estilo Las Vegas es todo un tema. La tradicional aristocracia de Punta del Este se resistió mucho al aterrizaje del Conrad en 1997 justamente por eso: su tamaño descomunal, sus luces de colores, el tintinear de las monedas, el desfile de nuevos ricos, todo eso nada tenía que ver con la personalidad sofisticada y exclusiva que siempre fue la marca registrada del balneario. En la vecina ciudad de Maldonado, capital departamental, el poderoso partido de izquierda Frente Amplio también puso el grito en el cielo. En Uruguay no existía ningún casino privado y la llegada del Conrad, decían, traería consigo todos los vicios: corrupción, prostitución, violencia.
Hoy, diez años después, el Conrad ha ganado la batalla. Ya nadie cuestiona su presencia. Más aún: en julio de 2007, cuando Punta del Este cumplió 100 años, el festejo oficial se realizó en sus salones, la embajada de Las Vegas en el Cono Sur.
El estilo Las Vegas implica varias cosas: todo el juego del casino se realiza en dólares: la jugada mínima en la ruleta es de dos dólares para las apuestas plenas y de 20 dólares para las chances dobles. Además, existen premios, promociones, jackpots especiales. En la sala, los jugadores pueden gritar, saltar, exteriorizar sus emociones. “En los casinos tradicionales se oye el silencio, acá no”, me explica Miguel Mora, un dominicano que hace tres meses llegó desde Las Vegas para dirigir el casino del Conrad. Su despacho no tiene fotos, ni cuadros, ni ningún otro objeto personal. En la pantalla de la computadora están los números de la operativa diaria, pero Mora se cuida de ocultarlos cuando comienza la entrevista.
El estilo Las Vegas, me cuenta Mora, tiene otra particularidad: en las mesas de ruleta un único croupier, hombre o mujer, se encarga de todas las facetas del juego: hace girar la ruleta, lanza la bola, recoge las fichas perdedoras y le paga a las ganadoras. Eso permite hacer 35 tiradas por hora, un 25% más que en los casinos tradicionales.
En el mundo del casino no hay nada librado al azar.


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En el negocio del Conrad, que según la prensa mueve 90 millones de dólares al año, primero está el casino, después el gigantesco centro de convenciones y recién en tercer lugar los turistas convencionales. “Somos un casino que tiene un hotelito”, se ríe Goldstein. La encargada de marketing, Silvina Luna, asegura que 80% de los huéspedes llegan por el casino y no por la playa.
En los diez años de existencia del Conrad, 120.000 apostadores pasaron por su casino y obtuvieron su Conrad Player Card, una tarjeta que al apostador le permite obtener premios, y a la empresa conocer todo sobre los hábitos de juego de sus clientes.
Gracias a la Conrad Player Card, se sabe que el casino tiene 40.000 clientes “fidelizados”, es decir que vuelven. Que 12.000 de ellos vienen solo por el casino: pueden llegar lo mismo un día espléndido de verano o el día más espantoso del invierno. Y que unos 2.000 son los jugadores fieles y de la franja más alta, los que tienen la costumbre de aterrizar en el Universo Conrad y apostar 10.000, 20.000 o más dólares en un solo fin de semana. Son los clientes con licencia para acceder a la súper exclusiva y reservada sala VIP del casino. Algunos son capaces de apostar medio millón de dólares en unas horas: son la sangre que alimenta al Conrad. La mayoría son hombres que pasan los 60 años. Un 40% proviene de Argentina y otro 40% de Brasil. “Son personas de mucho dinero que antes volaban 20 horas para ir a jugar a Las Vegas y ahora en dos horas están en el Conrad”, me explica Carlos Mangold, gerente de Desarrollo de Juego.
El restante 20% de los grandes clientes del casino del Conrad se reparte entre paraguayos, chilenos, peruanos, mexicanos y un porcentaje escaso de europeos. Uruguayos no hay: Uruguay, continúa Mangold, es un país chico y no tiene gente que apueste 20.000 dólares en un casino en un solo fin de semana.
En una noche de verano, en plena temporada, por el casino circulan entre seis y siete millones de dólares. En un fin de semana en invierno, dos millones. El 75% de ese dinero se juega en la Sala VIP.

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“Acá todo está distorsionado por el dinero”, se lamenta Jorge Barbot gerente de Ingeniería y responsable principal del mantenimiento del Universo Conrad.
Barbot es ingeniero y lidera un equipo fijo de 33 personas que tiene que asegurarse que todo funcione bien: desde los ascensores hasta el último de los inodoros. Una vez había que hacer una reparación importante que implicaba golpear una pared lindante con la Sala VIP del casino. Como en el Universo Conrad la ley número uno es no molestar a los jugadores, y menos que menos a los jugadores VIP, la operación se programó con mucha anticipación para un miércoles de invierno a primera hora de la mañana, cuando el casino suele estar vacío.
No habían pasado cinco minutos de trabajo, cuando le dijeron a Barbot que suspendiera todo. Barbot protestó: la reparación estaba prevista con antelación y era muy necesaria, urgente casi. Detenga todo ya, le dijeron. Era una orden.
“Tuvimos que parar. Después me enteré que un gran jugador había llegado por sorpresa esa mañana y estaba jugando fuerte. Dejó 500.000 dólares en unas horas”. Barbot pone cara de resignación. “Acá hay que convivir con eso”.
El Conrad es un mundo donde el dinero puede cambiarlo todo. Una vez vino un jugador VIP y pidió por la croupier con la que a él le gusta jugar, llamémosla Paula.
- Paula no está, salió de licencia –le dijeron.
- Quiero que venga -dijo el jugador.
- Es imposible, empezó la licencia hace dos días. Va a volver recién dentro de tres semanas.
- No, yo quiero que venga ahora. Acá hay 10.000 dólares si viene.
“A los 15 minutos Paula estaba en el hotel, con su uniforme, lista para atender al cliente”, cuenta Barbot.
No hay ni que decir que quienes trabajan en el Conrad hacen lo necesario y más todavía para que estos clientes estén felices.
“Estos jugadores son tipos que cuando les va bien salen del casino y van repartiendo billetes de cien dólares a todos los empleados con los que van cruzando hasta llegar a la habitación. Acá, como vienen muchas veces, incluso varias veces al año, todo el mundo los conoce y está pendiente de ellos. Eso en Las Vegas no existe, porque allá nadie te conoce”.
Tantos billetes todo lo pueden. Uno de los entrevistados me cuenta que empleadas importantes del hotel han sido sorprendidas “pasando la noche” en las habitaciones de clientes VIPs faltos de compañía y con dinero de sobra. Ha ocurrido más de una vez, y pena impuesta por la empresa ha sido siempre más bien leve.
“La sanción fue suspenderlas por unos días, pero no despedirlas. ¿Por qué? Porque no podemos contrariar a esos jugadores importantes, el casino no puede perder a esos clientes. Y ellos cuando vuelvan van a querer encontrarse otra vez con esas funcionarias. Y ellas tienen que estar acá”.

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Como en todo hotel, en el Conrad abundan las historias de alcoba. La más trágica ocurrió en noviembre de 2000. Según publicó el diario La República, una brasileña de 37 años, esposa de un empresario de Porto Alegre y jugador VIP del casino, engañaba a su marido mientras él apostaba y la hija de ambos jugaba en la piscina vigilada por la niñera. Pero alguien le avisó a su marido. Éste comenzó a buscarla a los gritos por los pasillos del hotel, hasta que la encontró. Desesperada, la mujer intentó huir por la ventana, llegar a la habitación de al lado, de balcón a balcón. Estaba en el piso 17. Resbaló y se mató.
Menos dramática es otra historia que circula por las redacciones de Montevideo: la de la relacionista pública del Conrad que hizo realidad el sueño de su vida: pasar la noche con Ricardo Arjona, que estaba en el hotel.
Según se dice, a ella sí la despidieron, quizás porque Arjona no es uno de los apostadores VIP, aunque su presencia en el hotel guarda relación con ellos.
Los artistas como Arjona llegan al Conrad como parte de un esfuerzo sostenido por agasajar a los jugadores VIP y atraer gente al casino. El hotel organiza espectáculos de alto nivel y los grandes apostadores son los invitados, en primera fila y con todo pago. Muchas veces, como cuando Liza Minelli estuvo en el mes de junio, ni siquiera se ponen entradas en venta.
En el Conrad han actuado decenas de artistas de renombre, desde Paco de Lucía a Shakira, pasando, entre muchos otros, por Los Fabulosos Cadillacs, el Manzanero, Celia Cruz, Tom Jones, Luis Miguel, Ana Belén, Paul Anka, Gal Costa, Ricky Martin, Ney Matogrosso, el Cirque du Soleil y el irresistible Arjona.
Por supuesto, el permanente desfile de famosos alimenta el anecdotario del hotel. Shakira no cantaba si no había 400 toallas blancas en el escenario. Y la brasileña Simone no lo hacía si no había ramas de un cierto tipo de eucalipto. “A último momento, con la gente en el teatro, tuvimos que mandar a un chico en un Mercedes Benz a un monte donde crecen ese tipo de árboles”, me cuenta María Fernández, del departamento de Relaciones Públicas, en cuya foja de servicios consta que ella solita encendió 700 velas amarillas en la suite Conrad la noche en que la conductora argentina Susana Giménez festejó allí su primer año de novia con Jorge “Corcho” Rodríguez.
Hay muchas más historias. María Bethania hacía cambiar una y otra vez los autos en los que se trasladaba, siempre tenían que ser de un color distinto: sentía terror a ser raptada y no había manera de hacerle entender que en Uruguay no hay secuestros.
Y eso no fue nada al lado del pánico y la paranoia que exhibió Luis Miguel: llegó con un ejército particular, hizo forrar todas las ventanas con película negra, ningún empleado del hotel podía mirarlo a los ojos.
A veces el encuentro cercano entre las Celebridades del Mundo del Espectáculo y los Jugadores VIP del Universo Conrad no resulta bien. Ya han habido problemas. Paco de Lucía y Joaquín Cortés se molestaron mucho, casi arman un escándalo. Vi con mis propios ojos y con estupor cuando le pasó a Ney Matogrosso. El show comienza y a los cinco minutos algunas de las personas que están en primera fila que se levantan y se van sin disimulo. Son los Jugadores VIP que se van a seguir apostando. Vinieron porque les regalaron las entradas, pero el arte no está en sus prioridades. No les interesa cómo toca la guitarra de Lucía, ni cómo baila Cortés, ni cómo canta Matogrosso. “Lo único que quieren es jugar, lo demás no les interesa”, me dice Barbot, el gerente de mantenimiento. “Es impresionante: no les interesa otra cosa que no sea el juego”.

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Francisco juega a la ruleta de la Sala VIP vestido un simple jogging azul. La apuesta mínima aquí es de 25 dólares para los números plenos y de 100 dólares para las chances. Aquí se juega fuerte. Hay cartelitos discretos que indican que la apuesta máxima en la ruleta es de 10.000 dólares, de 3.000 en el blackjack, de 10.000 en el baccarat. A los que apuestan aquí, les divierte probar esos límites y tienen dinero suficiente para darse el gusto.
Francisco, por ejemplo, llena la mesa de fichas en cada jugada. Cada vez que la ruleta gira, este chileno de unos 50 años, apuesta como mínimo mil dólares. Una y otra vez. Mil dólares. Mil dólares. Cuando acierta, mil dólares, grita y festeja como si estuviera en el estadio, levanta los brazos, se abraza con unos amigos que lo miran jugar. De vez en cuando le dice algo a la chica de minifalda roja y largas piernas, mil dólares, que le acerca un Johnny Walker etiqueta azul, que en la sala VIP se sirve gratis a todos los jugadores. O un plato del buffet, mil dólares, también cortesía de la casa. Todos los empleados, mil dólares, están pendientes de Francisco. El croupier le habla como a un amigo, lo alienta, mil dólares, lo llama “Cisco Kid”. Cisco Kid pone otros mil dólares. Ya lleva casi dos horas jugando.
Los empleados de la Sala VIP lo han visto todo: algunos apuestan la noche entera y siguen en la mañana: se hacen traer los enseres para
afeitarse allí mismo y no perder un minuto de juego. Otros tienen como cábala usar la misma ropa y no se la sacan durante días. O usan la ropa al revés porque les da suerte. Mangold recuerda a un apostador que salía y entraba corriendo de la sala en cada jugada de la ruleta.
A estos apostadores VIP, el Conrad les regala los pasajes de primera clase para llegar a Punta del Este, la suite para él, las habitaciones para sus acompañantes, las entradas a los shows y todos los gastos de comida y bebida de su estadía.
Mangold me explica que si un cliente apuesta 100.000 dólares en un fin de semana, puede tener acceso a 15.000 dólares de beneficios. Por eso muchos de ellos duermen “gratis” en la suite Conrad y almuerzan y cenan con el mejor vino, el chileno Altair Altair, por ejemplo, a 200 dólares cada botella, cortesía de la casa.
El sistema se basa en lo que registran en el casino 90 supervisores de juego, que llevan la cuenta de cuánto apuesta cada jugador. Son funcionarios adiestrados especialmente para ese trabajo: cada uno puede llevar la cuenta de lo que apuestan 12 jugadores al mismo tiempo.
En algunos casos, el casino ha llegado a pagar el alquiler de un jet privado para que el apostador VIP, su familia, personal de servicio y amigos puedan llegar con la mayor comodidad a Punta del Este.

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Una vez al año, los clientes VIP también tienen la Fiesta Hot.
La última se realizó en junio: una cena con sushi-live (sushi servido sobre el cuerpo de una chica en topless y con la piel de gallina por el frío) y amenizada con el desfile de modelos de Argentina, Brasil y Chile, algunas en topless y todas pintadas como animales salvajes. La fiesta costó 200.000 dólares y tuvo 750 invitados: 600 de ellos jugadores VIP del casino.
Parte del encanto de la Fiesta es que al final de la cena, las modelos Hot (todavía semidesnudas y con el cuerpo pintado) y los apostadores VIP (todavía vestidos y sin maquillaje) se reúnen en un cuartito donde pueden sacarse fotos juntos, e iniciar una bella amistad.
Así de mágico es el Universo Conrad.
La Fiesta Hot es una de tantas. Cada fin de año se realiza una gigantesca fiesta temática que cuesta medio millón de dólares. Y todos los fines de semana hay un espectáculo para agasajar a los apostadores. La división del hotel encargada del entretenimiento atesora los curriculums de 1.876 personas que ofrecen algún tipo de gracia: cantantes, actores, modelos, bailarines, cómicos, strippers, magos, artistas de circo, conferencistas sobre los asuntos más variados y un largo etcétera.
Por supuesto, para que el cliente VIP pueda jugar tranquilo su esposa y sus hijos no pueden estar molestándolo.
Para los niños, el Conrad tiene el Club Kids y el Rincón Infantil: el apostador puede depositar a sus hijos a las diez de la mañana en uno y recogerlos a las dos de la madrugada en el otro. Muchas veces los niños pasan el día entero sin ver a sus padres. “Trabajamos sobre todo con los hijos de los jugadores frecuentes”, me cuenta uno de los empleados del Rincón Infantil. “Son niños carenciados, aunque sean de un nivel muy alto. Sienten mucho el abandono, pasan muchas horas acá, extrañan. A veces llamamos a los padres, pero no es fácil ubicarlos”.
Para la esposa del jugador VIP está el spa. “Ellos juegan y ellas se hacen tres o cuatro masajes por día, se agendan todos los tratamientos”, explica Andrés Colace, el supervisor. Mientras el marido apuesta, su señora pueden hacerse envolver en cacao (“chocoterapia”), en uva morada (“deluxe grape”) o en un tipo de alga que tienen “oro marino” dentro. Luego puede seguir con un gommage, una sesión de fangoterapia y un masaje con piedras calientes. Los costos de cada tratamiento van desde los 50 a los 100 dólares por sesión, pero los clientes VIP y sus esposas suelen tener el gommage, los masajes y todos los envolvimientos incluidos.

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Para alegría del Conrad, hay mujeres VIP que antes que ser envueltas en fango prefieren apostar tan fuerte como sus maridos, de preferencia en las máquinas tragamonedas. Por ellas se fundó el Club Fortuna. Fue inaugurado en 2004 cuando se comprobó que algunas personas, el 60% de ellas mujeres, jugaban en los slots tanto o más dinero que los grandes apostadores de ruleta y blackjack. El Club Fortuna es la Sala VIP de las maquinitas. “Hay jugadoras que por fin de semana juegan 100.000 dólares, pero el promedio de las jugadoras más fuertes es de 20.000 o 30.000 por fin de semana”, cuenta Soledad Krasñansky, la argentina que dirige el Club.
Los empleados del Club Fortuna aseguran que han visto a algunas personas jugar hasta 48 horas de corrido sin salir de la sala. Algunos les hablan a las máquinas y hasta las acarician. Quizás sea efecto del Johnny Walker etiqueta azul que aquí también corre gratis, aunque en el Club Fortuna también se toma mucha coca cola light. David Goldstein, el gerente de ventas, describe a las clientas: “Son mujeres de clase muy pero muy alta, que tienen mucho pero mucho dinero, que están acostumbradas a lo mejor de lo mejor de lo mejor: si se acaba el buffet te hacen un escándalo. Pero una mujer de esas te vale muchos miles de dólares al mes”.
Por eso hay que tenerlas contentas. A ellas también Conrad les paga el pasaje, las noches de alojamiento, cenas, almuerzos, regalos de cumpleaños y suites para los acompañantes. “Les hemos dado hasta cinco habitaciones”, explica Krasñansky.
Parte de la atención que el jugador de las tragamonedas espera es que las máquinas se renueven con frecuencia. Por eso cada año, el Conrad compra nuevos slots: el hecho de que la mayoría de los clientes vuelvan una y otra vez obliga al hotel a un permanente esfuerzo de renovación en cada área: desde la ambientación de las fiestas al menú de los restaurantes. Es todo un desafío: el síndrome del huésped retornable.
Goldstein explica que el 70% de los huéspedes del Conrad suele venir hasta cuatro o cinco veces al año, siempre para jugar en el casino: “Es gente muy rica, muy malacostumbrada, que termina sintiendo que el hotel es su segunda casa, y con el tiempo se vuelve muy exigente y se pone muuuuy pesada”.

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Junto con el casino, el “huésped retornable” o Cliente Repetitivo VIP es el otro sello distintivo del Conrad: pocos hoteles del mundo tienen huéspedes que regresan todos los años, incluso varias veces al año, siempre motivados por el casino. El Conrad tiene unos 2.000 repetitivos VIP y otros 2.000 repetitivos no tan VIPs.
Tener contento al Cliente Repetitivo VIP es casi una obsesión. En el restaurante Las Brisas, uno de los seis del hotel y el único que no cierra nunca, la carta tiene 50 platos diferentes, para que el Cliente Repetitivo VIP no se aburra nunca. Lo que el CR-VIP pide, el Conrad lo consigue.
“Tenemos un cliente que toma vinos blancos secos franceses, que no se consiguen aquí y se los importamos especialmente”, me cuenta Gonzalo Güelman, un catalán de 38 años criado en Argentina que es el encargado de los servicios de alimentación del hotel, con 300 empleados a su cargo. “Hay una cliente que sólo come un queso de untar argentino que no se vende en Uruguay y también se lo traemos para ella”.
Güelman sabe de memoria cómo tratar al Cliente Repetitivo VIP. “Los conocemos desde hace diez años. Hay un vínculo totalmente inusual. Ya sabés lo que cada quiere cada uno”.
Unos días atrás, un Cliente Repetitivo VIP se sentó a su mesa y pidió pato, bien cocido. El mozo le hizo saber que el pato tiene que comerse jugoso, que el pato cocido es más duro que una piedra caliente, pero el CR-VIP insistió. “Quiero pato y lo quiero cocido”. Cuando supo de la situación, Güelman ordenó que se cocinara el pato, bien cocido, y otro plato que el Cliente Repetitivo VIP siempre suele pedir. “Yo sabía que nos iba a tirar el pato por la cabeza y que teníamos que tener otro plato listo detrás, porque si tenía que esperar otros 20 minutos nos mataba. Y fue exactamente así”, me cuenta con orgullo.
Porque esa es otra de las cosas que aprendió Güelman: el Cliente Repetitivo VIP -y todos los jugadores del casino- lo que quieren es comer rápido y volver a lo suyo.
Cuando el Conrad fue inaugurado en 1997, su principal restaurante, el Saint Tropez, servía comida francesa, como debe ser en todo hotel cinco estrellas. Pero los clientes no estaban a gusto. “El Saint Tropez era muy sofisticado y muy lento. Los tiempos de nuestro restaurante no iban con los de nuestros clientes, que son los jugadores del casino. Darnos cuenta nos demoró dos años”.
Hoy el más caro de los restaurantes del Conrad ya no sirve cocina francesa, sino italiana: un plato de pasta, rápido, y de vuelta a la ruleta.
Universo Conrad.

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Una pareja argentina, ella vestida informal, él con jogging y cadenas y pulsera de oro entra para almorzar en el restaurante Las Brisas. Antes de sentarse a la mesa, van hasta la parrilla y se saludan con un beso con el asador.
Los argentinos son Clientes Repetitivos VIP. El asador de Las Brisas hace ocho años que trabaja allí: a esta altura son viejos conocidos. El Cliente Repetitivo VIP suele dar grandes propinas cuando le toca ganar. Por eso lo besan el portero, las mucamas, los mozos. ¿Quién lo besaría gratis en Las Vegas? ¿Quién lo conocería por su nombre?
Goldstein, el jefe de ventas, recibe a veces las quejas de algunos turistas circunstanciales que se sienten discriminados en comparación con el trato que reciben los CR-VIP.
“Imagínate que estás en el restaurante Brisas y entra una jugadora de dos metros de alto, con un abrigo de mink hasta el suelo, que se agacha para besarse con todos los meseros sin excepción. Obviamente, como la miel que atrae a las abejas, de inmediato todo el mundo está alrededor de ella”, me explica Goldstein, con su acento mexicano. “En cambio, en la mesa de al lado puede haber una pareja joven, que nunca antes vino al Conrad, que llegó con un paquete turístico, que están vestidos como cualquier otro y nunca nadie los vio por aquí. A ellos les puede tomar media hora que les acerquen un menú”.
Puedo imaginarlo perfectamente. Si el dinero es rey en el planeta Tierra, en el universo Conrad es monarca absoluto.
Mangold me dice que el casino tiene una ecuación que se mantiene en el largo plazo: gana entre el 12 y el 15% del total apostado.
Ni el Cisco Kid puede vencer a los grandes números. Francisco, el chileno que tapizó la sala VIP con apuestas de mil dólares, sale del casino sin repartir billetes. En su cara se nota que perdió quién sabe cuánto. Su jogging azul avanza lento. Los amigos que lo abrazaban ahora lo acompañan en silencio hasta el ascensor.
La puerta se abre. Adentro hay olor a perfume y una pareja brasileña. Él aparenta tener casi 80, aunque está vestido de jean. Ella, gracias a sucesivos estiramientos (sin descartar choco y fangoterapia, gommage y piedras calientes) parece tener veinte años menos. Lleva un tapado de piel, joyas, reloj y anillos de oro. Van al casino. Ocuparán el lugar que dejó libre Cisco Kid.
El Universo Conrad sigue girando.

Este reportaje fue publicado por Leonardo Haberkorn en el diario Plan B de Uruguay (19 de octubre de 2007) y en la revista mensual argentina Joy (noviembre de 2007).

17.2.08

Corre Ghiggia corre

Alcides Edgardo Barreiro, Alcides Edgardo Bentancor, Alcides Edgardo Caraballo, Alcides Edgardo Chans, Alcides Edgardo Di Ciocco... En Uruguay la guía telefónica está llena de personas llamadas Alcides Edgardo en honor a Alcides Edgardo Ghiggia, el campeón del mundo, cuya hazaña no hay uruguayo -ni brasileño- que no conozca.
Quizás por eso la noticia golpeó tan fuerte. “Ghiggia remató medallas de su glorioso pasado deportivo”, tituló el diario La República el 5 de junio.
“Ghiggia –decía la crónica- debió desprenderse de varios recuerdos que atesoraba de su glorioso pasado deportivo y remató varias medallas para lograr ingresos que le permitieran solucionar problemas impostergables...”.
La medalla más valiosa fue rematada en 1.600 dólares y la compró un integrante de la empresa Tenfield, propiedad del polémico Paco Casal, magnate del fútbol, representante de la inmensa mayoría de los jugadores uruguayos de hoy y de los derechos de televisión de todas las actividades de la Asociación Uruguaya de Fútbol. Era la medalla que Ghiggia había ganado por la hazaña de Maracaná.

Rio de Janeiro, 1950
Ocurrió el 16 de julio. Ese día Brasil y Uruguay jugaban la final de la Copa del Mundo en el estadio de Maracaná, especialmente construido para la ocasión y con 200.000 personas en sus tribunas. Brasil había organizado el Mundial para ser por primera vez campeón del mundo. Y estaba a punto de conseguirlo.
La selección brasileña había ganado sus dos partidos anteriores por goleadas históricas: 6 a 1 a España y 7 a 1 a Suecia. Era la prueba de que aquel equipo era invencible. Uruguay, el otro finalista, apenas había derrotado 3 a 2 a los suecos y con los españoles tan sólo había empatado 2 a 2. La consagración de Brasil como campeón mundial era un hecho y el partido contra los uruguayos un mero trámite.
Pero las cosas no salieron como el mundo entero esperaba y el principal responsable fue Ghiggia.
Los brasileños lo conocían poco. Sabían todo sobre Obdulio Varela, el veterano capitán uruguayo, de temple legendario. Pero Ghiggia era joven, nuevo en la selección, recién hacía un año que era titular en Peñarol. Cuando llegó a Brasil para jugar la Copa del Mundo todavía era un don nadie en el mundo de fútbol. Pero ya en el primer partido de Uruguay hizo un gol. Y en el segundo hizo otro. Y en el tercero otro. Todavía hoy aparece en las estadísticas de la FIFA como uno de los dos únicos futbolistas que llegaron a jugar una final de la Copa del Mundo e hicieron goles en todos los partidos que disputaron en ese mundial.
El cuarto partido de Ghiggia en aquella Copa del Mundo fue la final contra Brasil.

Las Piedras, 2002
Las Piedras queda a 40 kilómetros de Montevideo. Es una pequeña ciudad rodeada de granjas y viñedos, de oficinistas y obreros que se levantan temprano para ir a trabajar a la capital. Una ciudad de gente humilde. Allí vive Ghiggia desde hace tres o cuatro años, cuando dejó Montevideo.
Todos lo conocen. Dicen que para encontrarlo hay que preguntar en el último puesto de la feria, al lado de las vías del tren.
La feria de Las Piedras es el refugio de los desempleados. Algunos montan allí su puestito para ganarse la vida vendiendo baratijas. Otros van allí a gastarse sus pocos pesos.
A lo largo de dos cuadras, se venden los productos más baratos: ropa made in China, zapatillas de marcas falsas, sospechosos whiskys fabricados en Brasil, refrescos de contrabando. El último puesto, que vende ropa de bebé barata, es atendido por una mujer joven. Es la esposa del viejo campeón.

Rio de Janeiro, 1950
Ghiggia era el puntero derecho. En el vestuario, antes de pisar el césped de Maracaná, el técnico y sus compañeros se pusieron de acuerdo en pasarle la mayor cantidad de pelotas, con envíos largos, porque su velocidad era la carta de triunfo de Uruguay. “Cuando se previeron los movimientos colectivos, hubo acuerdo en que el partido estaba por la derecha, ahí recaería el juego. (Ghiggia) se hallaba en su esplendor físico y técnico y era sabido por todos que no temía a Dios ni al diablo”, relata Franklin Morales en su libro Maracaná, los laberintos del carácter, la investigación más completa sobre lo que ocurrió aquel día.
El primer tiempo terminó cero a cero y, apenas un minuto después de iniciada la segunda parte, llegó el gol de Brasil. Todos esperaban que llegara otro gol brasileño y otro y otro y otro, pero entonces apareció Ghiggia.
En el minuto 65, Obdulio le pasó la pelota. El puntero dejó atrás a Bigode, su marcador, y enfiló hacia el área brasileña. Al llegar, mandó con precisión la pelota al medio, para Alberto Schiaffino, que pateó y empató el partido.
La igualdad todavía hacía campeón del mundo a Brasil. Pero 13 minutos después, Ghiggia volvió a escapar con la pelota en una electrizante corrida que duró apenas seis segundos pero que, más de medio siglo después, no hay amante del fútbol que no la conozca.
Desde entonces, todos los 16 de julio las radios uruguayas vuelven a emitir el relato de aquella jugada, la más mítica de la historia de la Copa del Mundo:
“Defiende Tejera. Vuelve para Danilo. Danilo perdió con Julio Pérez, que entregó inmediatamente en dirección de Míguez. Míguez devolvió a Julio Pérez que está luchando con Jair, todavía dentro del campo uruguayo. Dio para Ghiggia. Ghiggia devuelve a Julio Pérez que da en profundidad al puntero derecho. ¡Corre Ghiggia! ¡Corre Ghiggia! ¡Se aproxima al arco de Brasil y tira! ¡Gol! ¡Gol de Uruguay! ¡Ghiggia! Segundo gol de Uruguay. Dos a uno, gana Uruguay...”

Gol del siglo, Maracaná, Ghiggia, Barbosa
Ghiggia acaba de convertir el gol del siglo.

Montevideo, 2002
El anuncio de que Ghiggia había rematado su medalla de Maracaná desató una tormenta en Montevideo.
En pocos días, el diario El País, el más influyente y de mayor circulación en Uruguay, editorializó dos veces al respecto. Dijo que la noticia de la subasta “estremeció a todos los uruguayos y les llegó a las fibras más íntimas” y llamó a todos a contribuir para solucionar “la difícil situación económica por la que atraviesa Ghiggia”.
No todos estuvieron de acuerdo y la polémica se extendió. En el semanario Búsqueda un lector dijo que Ghiggia no merecía ayuda: “la venta es un insulto, es una cuestión de ética, esas cosas no se venden”.
Pese a todo, la noticia fue manejada con pudor por la prensa. A diferencia de lo que habría pasado en la vecina Argentina, ningún medio ahondó en cuáles eran las miserias económicas que motivaban el gesto desesperado, ni se publicaron detalles de la vida privada de Ghiggia, de la que el público poco conoce. La mayoría, en cambio, cargó las tintas contra el Estado y el pueblo en general por no saber retribuir a su gran campeón.
“Nunca el pueblo y el país le dio el apoyo material que debería haber tenido por ser una verdadera leyenda”, escribió un empresario que anunció que estaba dispuesto a comprar la medalla para devolvérsela a Ghiggia.
Fueron tantos los reclamos de una mayor ayuda oficial a Ghiggia, que el viceministro de Educación y Cultura detalló en la televisión todo lo que Uruguay le ha dado a los campeones de Maracaná.
Mientras, la noticia daba la vuelta al mundo. El mismo 5 de junio Folha de Sao Paulo informó del remate en su página de internet. Y el Corriere Della Sera tituló en su edición del 9 de junio: “Ghiggia è in miseria. Ha venduto tutto per poter sopravvivere”.
“Hoy, en su país, no ha encontrado quien lo ayude y se ha visto obligado a ‘empeñar la gloria’ para comer. ¿Dónde murió la solidaridad?”, escribió el periodista italiano.

Roma, 1953
Ghiggia fue rico. Nació en 1926 en una familia de clase media, en la época dorada del Uruguay, y vivió una infancia sin privaciones.
De adolescente jugó al básquetbol, pero luego se hizo futbolista y en 1948 llegó a Peñarol: al año siguiente ya se consagró campeón uruguayo con la camiseta amarilla y negra, la más popular del país junto con la de Nacional, el otro grande del fútbol uruguayo. Su excepcional habilidad y velocidad lo llevaron muy rápido a la selección nacional. Luego del triunfo de Maracaná, volvió a Peñarol y en 1951 ganó otra vez el Campeonato Uruguayo. Ya entonces cobraba muy buen dinero.
“En Peñarol yo ganaba 800 pesos por mes. Y eso era plata, eh, mire que yo salía con otro muchacho y nos íbamos de garufa con diez pesos, y éramos unos reyes. Creo que el peso estaba a la par del dólar”, relató Ghiggia en una de las pocas y raras entrevistas que ha concedido en Uruguay en los últimos años.
En 1953 dejó Peñarol para ir a jugar a la Roma de Italia. En aquella época, muy pocos futbolistas sudamericanos eran contratados en Europa. Pero Ghiggia -después de Maracaná- era una figura de prestigio mundial.
Su contratación marcó un antes y un después en la historia del club italiano. En la página de internet de la Roma, el periodista Franco Dominici cuenta cómo fue la llegada de Ghiggia a Italia. Un telegrama confirmó la transferencia desde Peñarol en momentos en que el presidente del club, Renato Sacerdoti, dirigía una asamblea de fanáticos. Cuando alguien le alcanzó el telegrama, interrumpió la conversación y pidió silencio. Cuando todos callaron, hizo el anuncio solemne: “hace pocas horas se ha concretado la contratación de un famoso campeón del mundo: ¡Alcide Ghiggia!”. La asamblea estalló en un atronador aplauso.
El 13 de julio de 1953 la hinchada de Roma lo estaba esperando en el aeropuerto. Existía tal expectativa, que al otro día 55.000 tifossi fueron a verlo debutar en un partido amistoso contra el club inglés Charlton. Todavía no había firmado contrato, pero no pudo negarse a jugar.
Permaneció nueve años en Italia: ocho temporadas con la Roma –con el que ganó una copa europea- y una en el Milan –con el que fue campeón italiano. Por sus actuaciones, y aprovechando su origen, fue convocado a defender a la selección nacional. Económicamente, allí ganó mejor que en Peñarol. “Allá ganaba más”, relató en la misma entrevista. “En dos años hice doce millones de liras. No sé cuanto era, pero sé que me favorecía”.

Las Piedras, 2002
“Lo dramático de este hombre es que no tiene donde vivir, ¡con todo lo que ganó en su vida!”, dice su esposa, mientras nos lleva a la casa donde viven.
Hace dos años que están casados y seis que viven juntos. Hoy ella tiene 30 años y Ghiggia, aunque aparente menos, ya cumplió 75. Se conocieron en una academia de choferes de Las Piedras, donde hasta hace no mucho el héroe de Maracaná daba clases de conducir.
Cuando se le pregunta a Ghiggia cómo un hombre de su edad conquista a una mujer de 30, sólo sonríe.
Es una pequeña vivienda, alquilada. Adentro, cinco chicas jóvenes –estudiantes de cine- rodean a Ghiggia y le explican que quieren hacer una película sobre su vida. El campeón asiente.
Los muebles son baratos, pero todo está limpio y ordenado. Hay teléfono, heladera y un estéreo demasiado grande para lo reducido del lugar. Sobre la chimenea no hay fotos familiares: no hay imágenes de los dos hijos de Ghiggia ni de sus cuatro nietos. En cambio, hay un gigantesco retrato de él mismo, de la época en que era campeón del mundo, y una decena de plaquetas y pequeños trofeos que en todos los casos repiten dos palabras: Ghiggia y Maracaná.
Ghiggia no viste prendas de marcas italianas como los futbolistas uruguayos de hoy, pero no está mal vestido. Su ropa no será cara, pero es nueva, está limpia y bien planchada, y los colores combinan.
Físicamente, Ghiggia se mantiene impecable. Dice que todas las tardes sale a trotar por las tranquilas calles de Las Piedras. Hasta no hace tanto, todavía jugaba al fútbol de salón. Y se tiñe el pelo para que se lo vea tan negro como aquellos años, cuando jugaba en Roma.

Roma, 1953
“Fueron años de muy buena vida, en una ciudad preciosa, que me gustaba mucho, tanto la parte antigua como la nueva y la vi crecer. También fueron años de vida más notoria, menos privada, menos íntima, con el asedio de los paparazzi, ¿sabés?, siempre arriba tuyo, v siguiéndote día y noche, pero sobre todo de noche, claro. Salías a medianoche y la tropa de paparazzi iba atrás tuyo. Y una vida también llena de tentaciones, brava, muy brava, bravísima”.
Así resumió Ghiggia sus casi diez años en Italia en una breve biografía que, en el 50 aniversario de Maracaná, editó el diario El País en forma de librillo. Allí contó que en Roma tuvo tres Alfa Romeo: primero una coupé Superligera, después una convertible, después una Julieta. Que iba al boxeo. Que en el Palacio de los Deportes vio a Cassius Clay coronarse campeón olímpico. Que iba mucho a Cinecitá. Que conoció a Ana Magnani, a Gina Lollobrígida...
No le gusta contar mucho más que eso. Si uno le pregunta por su vida romana, Ghiggia da respuestas breves y cambia de tema. En cambio, la historia del club Roma escrita por Franco Dominici le dedica muchas líneas a Ghiggia.
“Jugaba bien, era brillante, gustaba a la gente, pero no podía incidir de un modo decisivo. Tenía la majestuosidad natural de un campeón del mundo; se enamoró locamente de Roma, creyó que podría conquistarla con su dribbling; vivía días sin renuncias; días de larguísimas tardes, de horizontes lejanos, de infinitos espacios a conquistar.
Le gustaba ser el centro de la atención.
Alcides Edgardo Ghiggia
Ghiggia en la prensa italiana en 1954
(tomado del sitio www.asromaultras.org)
Inauguró un bar en la calle del Tritone y la plaza Barberini, comenzó una serie de inversiones equivocadas (...) Dejó la Roma después de ocho temporadas, 201 partidos y diez goles, pocos en verdad. ¿Alcide había decepcionado? Absolutamente no: que no era un cañonero se sabía, que era un refinado inspirador de juego lo confirmó también en la Roma. Pero había habido momentos difíciles, debido sobre todo a sinsabores de carácter familiar y a gruesas complicaciones en la actividad que había emprendido. Alcides, en suma, no era un sabio administrador de sí mismo, y no sabía tampoco escoger los consejeros, los amigos, los colaboradores. En Roma fue amado, devino muy popular pero no ciertamente rico. Al contrario”.

Montevideo, 1963
Ghiggia volvió a Uruguay en 1963. Para ese entonces todos los campeones de Maracaná ya se habían retirado, todos menos él.
Sus excepcionales condiciones técnicas y físicas le permitieron seguir jugando hasta bien pasados los 40 años.
Franklin Morales dice que nunca volvió a ver un jugador de físico tan privilegiado. “Tenía las piernas muy altas, el tórax chico, era como un tentempié, era casi imposible de tirar, nunca caía. Su zancada era larguísima, era un galgo. Tenía, además, un coraje a toda prueba. Cuanto más le pegaban, más se agrandaba. Nunca volvió a haber un puntero como él”.
Ghiggia actuó en la primera división del fútbol uruguayo –en los clubes Danubio y Sud América- hasta el fin de 1968. Cuando se retiró faltaban apenas siete días para que cumpliera 42 años.
Al dejar el fútbol, Ghiggia tenía dos casas: una en El Pinar –un balneario- y otra en Montevideo. Pero no suficiente dinero como para no tener que trabajar. Los días de gloria habían terminado.
Como explicó el viceministro de Educación y Cultura cuando se supo del remate de la medalla, el Estado hizo con Ghiggia lo que ya había hecho con sus compañeros: le otorgó un empleo público, en los casinos municipales, donde el campeón trabajó hasta 1990, cuando se jubiló. También le concedió lo que en Uruguay se llama “pensión graciable”: una especie de subvención mensual que el Parlamento da a ciudadanos que la merecen especialmente. Hoy, entre la pensión y la jubilación, Ghiggia cobra unos 15.000 pesos por mes que, tras la devaluación que sufrió Uruguay en agosto, equivalen a 535 dólares. Es bastante más de lo que gana la mayoría de los uruguayos.
Ghiggia nunca ha dejado de tener esos dos ingresos, pero aun así ha tenido que vender sus cosas. Primero la casa en El Pinar. Después la casa en Montevideo. Después la medalla de Maracaná.

Las Piedras, 2002
“Este hombre es un infierno con el dinero”, dice su esposa. La joven explica que ahora ella lo obliga a administrarse mejor. “Con los 6.000 dólares que cobró por el libro, le hice comprarse un auto, porque sino la plata se le va...”.
Autos y mujeres son dos pasiones que lo han acompañado siempre.
“Los autos siempre me gustaron”, dijo en su biografía. Y quienes lo han conocido dicen que el campeón siempre tuvo una gran debilidad por las mujeres.
Era jugador de Peñarol cuando se compró su primer coche, un Ford Prefect, que después cambió por un Ford B 8 y después por un Pontiac, que era el que tenía cuando conoció a su primera esposa en la rambla de Montevideo.
Con ella se casó en 1952 y juntos fueron a Italia. Un periodista del diario Il Mattino recordó la impresión que causó la belleza de la esposa de Ghiggia al descender del avión (“una stupefacente moglie creola”).
Luego vino la etapa de los Alfa Romeo y algunos problemas.
Ghiggia fue acusado de haber seducido en un auto a una menor de edad y, aunque terminó absuelto, tuvo que rendir cuentas ante la justicia italiana. Ghiggia ha dicho que se trató de una burda maniobra para sacarle plata.
Al volver a Montevideo se divorció. Sus dos hijos –que no se quedaron a vivir en Italia como creen muchos uruguayos- nacieron de ese primer y trunco matrimonio. Pero no quieren hablar de su padre. Su hija Lilián, dueña de una clínica de belleza, rechazó tajantemente la idea de una entrevista. Dijo que ella y su hermano Arcadio y su madre nunca hablaron con la prensa y jamás lo harán y, muy molesta, cortó el teléfono.
Ghiggia se volvió a casar y enviudó en 1992. En el 96, en un coche-escuela, comenzó a darle clases de conducción a una jovencita. Los dos dicen que se gustaron y decidieron vivir juntos. Después se casaron. Y ella le aconsejó volver a comprarse un auto. Usado, claro.

Rio de Janeiro, 1950
En los últimos minutos del Mundial del 50, Ghiggia enloqueció a los brasileños, ante el silencio de un Maracaná que ya presentía la tragedia.
“Bauer atrasa para Juvenal. ¡Pelota para Ghiggia! Recibe en la punta derecha. Camina lentamente. No tiene ninguna prisa. Está ahora aquietando el juego. Viene Bigode. Danza Ghiggia sobre el cuero. Para acá, para allá. Continúa la pelota en los pies del puntero del Uruguay. Eludió a Bigode y entregó a Julio Pérez, que devuelve a Ghiggia...”
Cuenta Morales en su libro que el técnico uruguayo, desesperado, tuvo que pedirle que por favor no atacara más, que ayudara a sus compañeros en la defensa. Dicen que el entrenador dijo:
-Este loco quiere hacer el tercero.
Cuando terminó el partido, Obdulio fue a buscarlo y lo levantó en andas. El periodista Antonio Pippo, autor de una biografía del capitán uruguayo, cuenta que, pese a su proverbial parquedad, Obdulio le dijo dos veces:
-Si no era por Ghiggia ese partido no lo ganábamos nunca.
También Schiaffino, el más exquisito de aquellos campeones, afirmó lo mismo en una entrevista que hace un año le hizo el diario El Observador.
-¿Cuál fue la diferencia entre ustedes y los brasileños?
-Ghiggia. Jugó brillante. Su juego fue imponente. ¡Ah, fue una cosa increíble! Se comió a todos los que lo marcaban... Ghiggia era chiquito pero duro, y cómo corría...
Sin duda, los brasileños han sido más justos en reconocer su enorme mérito que los uruguayos, que siempre creyeron que aquel triunfo tuvo más que ver con la “garra charrúa” que con jugar bien al fútbol (y así nos ha ido).
Los brasileños, en cambio, con dolor aprendieron la lección correcta.
Ghiggia cuenta que la última vez que visitó Brasil, en el 2001, su pasaporte fue controlado por una joven, de unos 25 años. La muchacha vio su nombre y se quedó muda durante diez eternos segundos. Después le preguntó:
-¿Usted es Ghiggia?
-Sí.
-¿El de la final de 1950?
-Fue hace mucho tiempo...
-Sí, pero a nosotros todavía nos duele en el corazón.

Las Piedras, 2002
Hoy Brasil es el campeón del mundo. Pentacampeón. La esposa de Ghiggia lleva a las estudiantes de cine a conocer los lugares donde filmarán la película. Ghiggia se sienta en uno de los sillones y advierte que él las entrevistas las cobra.
- A los periodistas de Montevideo no les doy entrevistas porque no quieren pagar. Dicen que no tienen plata, pero a las figuras del extranjero sí les pagan. Además, acá han venido de Argentina, de Brasil, de Perú, de Norteamérica y a todos les cobré.
Es cierto. Un cineasta que hace un par de años llegó para filmarlo como parte de un documental sobre los más grandes futbolistas de toda la historia, le pagó 6.000 dólares. Pero yo le explico que este artículo es para una revista colombiana muy prestigiosa, que es una oportunidad para mí, y Ghiggia me dice que esta vez hablará gratis:
- No quiero que te pierdas una oportunidad de publicar un artículo en el extranjero. Pero decile a esa gente que Ghiggia siempre cobra.
- ¿Tiene problemas de dinero?
-No, yo no me quejo. Cobro la jubilación del casino y una pensión graciable que nos dio el Estado. Como está hoy el país, uno no puede pretender que le den más.
-¿Siente que los uruguayos ya no valoran lo que usted y sus compañeros hicieron?
-Uruguay se olvidó de Maracaná, sólo se acuerdan los 16 de julio. Pero no me importa. Yo sé lo que hice y lo que dejé de hacer. Con mi país cumplí.
Ghiggia se ríe. Explica que nació antes de tiempo, que si hubiera jugado en Italia en estos años sería millonario. Pero dice que no le molesta, que no extraña la fama ni el dinero, que sólo quiere vivir tranquilo. Lo que sí le molesta es que se metan en su vida personal. Que digan que está en la miseria. Que escriban que tuvo un bar en Italia. Que informen que remató la medalla de Maracaná. “Eso es mentira. El periodista que escribió eso no me llamó. Si me llamaba le muestro que tengo todas las medallas acá”.
(La verdad es que la medalla sí se remató y también la tiene Ghiggia. “Es una historia triste, muy delicada, sobre la que preferimos no hablar”, dijo un funcionario de remates Gomensoro, la firma que realizó la subasta. Pero confirmó dos cosas: que el remate se hizo y que quien compró la medalla se la volvió a dar a Ghiggia. Después de todo, el campeón de Maracaná es él).
Ghiggia prefiere hablar de fútbol, de su carrera, del famoso Peñarol del 49, del gol en la final del 50, de cómo casi no festejó en Maracaná porque se fue rápido a duchar, inconsciente de lo que acababa de protagonizar, de cómo se adaptó al fútbol europeo...
-Jugué hasta los 42 años...¡y pensar que dicen que hacía mala vida! ¡Cómo alguien va a jugar hasta esa edad si hace mala vida!
-Pero sí le gustaban mucho las mujeres.
-¡Y a quién no le gustan las mujeres! Yo no era mujeriego, pero uno era joven, se vestía bien...
Las jóvenes aspirantes a directoras de cine están de vuelta. Ghiggia las recibe con una sonrisa y un chiste. Dice que acaba de cobrarle 1.000 dólares al periodista y que ahora es el turno de ellas.
La entrevista termina. Ghiggia nos acompaña a la vereda. La última pregunta es para saber por qué no fue al entierro de Julio Pérez, otro de los campeones, fallecido apenas unos días atrás. “Estuve en el velorio, pero los entierros no me gustan”, dice. No puede saber que una semana después se irá otro de los “leones de Maracaná”, Eusebio Tejera.
Mientras se despide, pasa una chica del barrio y Ghiggia le hace una broma. Luego vuelve a su casa. Para entrar tiene que subir una pequeña escalera. Lo hace con ágiles saltos, casi corriendo, como queriendo demostrar que sigue siendo aquel puntero imposible de alcanzar.
Entra. En el pequeño living está el gran retrato de cuando era campeón del mundo.

Historias uruguayas - Ghiggia

Artículo de Leonardo Haberkorn, publicado en la revista colombiana Gatopardo, en 2002.
Es una de las 14 crónicas y reportajes que componen el libro  Historias uruguayas (Sudamericana, 2014).
También forma parte de Para gritar, para cantar, para llorar, una antología sobre los mundiales de fútbol editada en 2010 en Chile por la Universidad Adolfo Ibáñez y la editorial Uqbar.
Fue traducida al inglés para la antología The football cronicas, publicada en Londres en 2014.
Prohibida su reproducción sin autorización del autor
el.informante.blog@gmail.com

31.1.08

Artigas mággico

En 2001 escribí un artículo sobre por qué Artigas nunca volvió de Paraguay. Como no soy un especialista (los periodistas sabemos un poco de todo y no somos expertos en nada), consulté a cinco historiadores.
La conclusión fue sorprendente: no es cierto lo que enseñan las maestras, que Artigas no regresó porque el dictador paraguayo Gaspar de Francia se lo impidió. No: más de una vez Artigas pudo volver y no quiso. Las razones, me explicaron los expertos, hay que buscarlas por otro lado: el caudillo había asumido su derrota definitiva, su proyecto político estaba muerto, el Uruguay independiente no tenía nada que ver con su idea federal. Es posible que Artigas terminara por querer más al país que lo había acogido en la derrota (Paraguay), que al estado que nunca había querido y que terminaría por hacerlo prócer (Uruguay).
Aunque estaban fuera del contenido de aquel artículo, aproveché para preguntarle a los cinco historiadores sobre otras polémicas artiguistas. Los interrogué, por ejemplo, respecto a si es cierto que Artigas tuvo un hijo charrúa, el Caciquillo tan mentado por el escritor Carlos Maggi.
Cuatro de los especialistas me respondieron lo mismo: los dichos de Maggi sobre Artigas y los charrúas eran una fábula sin asidero, una novela atractiva pero carente de rigor académico. Más de uno usó la palabra “disparate”. El otro académico me dijo que de eso prefería no hablar, porque Maggi era su amigo.
Les pregunté a los historiadores por qué no rebatían las aseveraciones mággicas si las consideraban falsas. Las respuestas fueron varias: unos no veían en Maggi a un colega con el cual medirse de igual a igual, otros no querían polemizar en público, otros callaban por amistad. Por una razón u otra, todos habían optado por el silencio ante lo que consideraban un error garrafal, lo que dice mucho sobre la academia uruguaya.
Desde entonces, las tesis de Maggi se han hecho cada vez más populares. Según ellas, Artigas vivió muchos años en las tolderías charrúas, fue amigo de los indios, tuvo un hijo charrúa y de la tribu aprendió sus ideas sabias y libertarias.
Sólo un historiador se ha animado a salirle al cruce a Maggi. En 2004 Oscar Padrón Favre publicó Los charrúas minuanes en su etapa final. El libro reúne tres obras más pequeñas, una de ellas llamada: Artigas y los charrúas: Refutación a ‘Artigas y su hijo el caciquillo’.
A diferencia de sus colegas, Padrón no tuvo miedo ni pudor en enfrentar a Maggi. Padrón dice que el escritor cae en una “idealización romántica” de Artigas y de los charrúas, y que para ello se basa “en una selección totalmente interesada y restringida de la documentación disponible, la cual, además, es interpretada antojadizamente”. Padrón cita decenas de papeles históricos que refutan a Maggi. El efecto es demoledor.
Sin embargo, el libro fue recibido con un silencio total por los intelectuales y la prensa. Hasta donde sé, Maggi nunca respondió a Padrón. No será por falta de espacios para hacerlo.
Personalmente carezco de los conocimientos como para terciar en la polémica. No soy yo quien podrá decir quién tiene razón.
Leo en estos días que Maggi ha vuelto a insistir con sus teorías. Esas teorías en las que nadie cree y que nadie rebate, símbolo perfecto de un país que duerme y no quiere despertarse.

Publicado por Leonardo Haberkorn en el diario Plan B, 20 de abril de 2007.

8.1.08

La inocencia argentina

Los argentinos reeligieron a Menem a pesar de que todos conocían la naturaleza corrupta de su gobierno. Ahora han vuelto a cometer el mismo pecado.

Yo miraba Televisión Registrada en 2000 y 2001. En aquel entonces el programa era conducido por Fabián Gianola y Claudio Morgado, y no era reproducido por la televisión abierta uruguaya.
TVR había comenzado siendo una simple recopilación de momentos hilarantes o grotescos de la TV, abundantes en Argentina. Pero de a poco había ido creciendo. Gracias a una meticulosa producción y a un archivo implacable, cada semana Televisión Registrada desnudaba el doble discurso y la irresponsabilidad con la que Argentina es construida y destruida al mismo, y no sólo por sus políticos.
Por supuesto: en aquellos programas Carlos Menem tenía un lugar de honor.
Siempre volvían a aparecer sus imágenes: Menem bailando con una odalisca, Menem con una vedette, Menem con su Ferrari, Menem jugando al fútbol mientras el desempleo llegaba al 20%, Menem cometiendo un acto fallido memorable y diciendo que él se ponía al frente de la corrupción.
Por supuesto, al principio yo disfrutaba mucho de aquellas palizas virtuales que TVR le daba a aquel sinvergüenza que había sido tan ensalzado por medio mundo, incluyendo la revista Time, la infalible The Economist, el sacrosanto Fondo Monetario Internacional y muchos políticos, economistas y periodistas uruguayos que hoy miran para otro lado, igual que Marina Arismendi con la Unión Soviética.
Entre tanto robo impune, aquellas emisiones de TVR parecían un sucedáneo de la justicia.
Con el tiempo, sin embargo, Televisión Registrada comenzó a dejarme un cierto sabor amargo. Al principio me costó entender de donde nacía ese creciente fastidio con el programa, pero al fin lo vi con claridad. Lo que me molestaba era que Gianola y Morgado presentaban a Menem como un castigo del cielo, como una plaga que algún dios malvado hubiera hecho caer sobre los argentinos. El mensaje que daba TVR era que nadie era responsable, que los argentinos eran inocentes, que no tenían nada que ver con esa década infame que había destruido el país hasta sus cimientos. Había uno sólo culplable: Memen. Pobres argentinos. Nadie había votado al sátrapa.
Obviamente, aquello no era más que demagogia barata. Lo habían votado y dos veces.
Menem llegó a ser presidente de Argentina cuando ganó la elección de 1989 con el 47,49% de los votos. Durante su primer gobierno los argentinos disfrutaron de la plata dulce que generó la venta de todo el aparato estatal y un tipo de cambio ficticio.
Aquellas privatizaciones fueron realizadas en medio de bochornosos escándalos de corrupción, ampliamente denunciados en la prensa. Menem aumentó en forma descarada el número de integrantes de la Suprema Corte para dominar el Poder Judicial a su antojo. Argentina fue escenario de dos atentados terroristas de inusitada gravedad, sin que nunca aparecieran los culpables.
Nada de eso le importó a la mayoría relativa de los argentinos, salvo la plata dulce. En 1995, Carlos Menem fue reelecto por 7,8 millones de argentinos, el 49,97% del total de votantes, un porcentaje mayor al que había obtenido en su primera elección. Lo votaron a pesar de la AMIA. Lo votaron a pesar de terminar con la independencia del Poder Judicial. Lo votaron a pesar de la corrupción galopante. ¿De qué inocencia me hablan?
Lo peor es que del desastre que sobrevino después, los argentinos no han sacado ninguna enseñanza. Porque ahora, con la “reelección” del matrimonio Kirchner, han vuelto a repetir exactamente la misma historia.
El gobierno de Néstor Kirchner, ese líder “progresista” tan festejado aquí cuando asumió allá, demostró un parecido notable con las peores facetas del gobierno de Menem.
Durante el gobierno de Néstor Kirchner una misteriosa bolsa con 65.000 dólares apareció en el baño del despacho de la ministra de Economía Felisa Micheli. La ministra nunca pudo explicar convincentemente qué hacía ese dinero allí.
Durante el gobierno de Néstor Kirchner, la empresa sueca Skanska reconoció que había pagado sobornos por seis millones de dólares para conseguir contratos de obras públicas en Argentina.
Durante el gobierno de Néstor Kirchner, la secretaria de Medio Ambiente, Romina Picolotti, fue acusada de malversación de fondos públicos por haber contratado a 350 empleados, entre ellos amigos y familiares.
Durante el gobierno de Néstor Kirchner apareció el venezolano Antonini queriendo entrar en forma clandestina a Argentina una valija con 800.000 dólares en un vuelo contratado por el propio Estado. En Estados Unidos se dice que era dinero de Venezuela para financiar en forma ilegal la campaña electoral de Cristina Kirchner.
El gobierno de Néstor Kirchner, además, está acusado ante la Justicia por manipular los índices inflacionarios para engañar a la ciudadanía. Y señalado por usar todo el aparato estatal para favorecer la candidatura de su señora esposa.
Son escándalos muy grandes de los cuales la prensa y especialmente la televisión argentina hablan muy poco.
El gobierno de Néstor Kirchner supo cómo sepultar la crítica periodística. Mientras las tarifas publicitarias aumentaron un 60%, el gasto en propaganda oficial creció un 355% respecto a lo que había gastado el anterior presidente Duhalde. Además, esa lluvia de millones se reparte de un modo maquiavélico: a los más oficialistas se los premia con millones en avisos y a los pocos que no se someten se los castiga no dándoles nada.
Hace ya unos meses volví a ver Televisión Registrada después de muchos años. Esa semana estaba en su apogeo el escándalo Skanska y había aparecido la misteriosa bolsa de dólares en el escritorio de la Miceli. Sin embargo, TVR apenas si se refirió a estos temas y en cambio se dedicó a mostrar muchas imágenes… ¡de la corrupción en épocas de Menem!
Tan obvia fue la intención de desviar la atención pública, de minimizar la corrupción kirchnerista, de distraer al público con las viejas imágenes del corrupto anterior, que el invitado especial que tenía el programa, el periodista deportivo Juan Pablo Varsky, se quejó del chocante oficialismo de TVR: era fácil seguir hablando de Menem, les dijo a sus anfitriones, pero era hora de hablar de Skanska, Felisa Miceli y Romina Picolotti.
Por supuesto, no le hicieron caso.
No debe existir imagen más bochornosa para una República que la de un marido pasándole la banda presidencial a su esposa, o viceversa.
Pero ni siquiera el pudor impidió que los argentinos volvieran a hacer lo mismo que cuando Menem. A pesar de las evidentes muestras de corrupción que existieron en el gobierno del señor Kirchner, fueron masivamente a votar a su señora.
Igual que con Menem, cuando todo el castillo de arena se caiga, todos jurarán inocencia.
Lo veremos en Televisión Registrada.

Publicado por Leonardo Haberkorn en el diario Plan B, viernes 22 de diciembre de 2007.

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