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30.6.13

Dos de fútbol y uno que no

Hace un año y medio, quizás cerca de dos, el director de la editorial Fin de Siglo me propuso escribir una historia de Peñarol para niños. El libro debía salir más o menos en simultáneo con otro volumen infantil que contaría la historia de Nacional, pero yo me demoré un poco más en terminarlo.
El resultado llegará este miércoles 3 a las librerías con el título de Carbonero querido y con ilustraciones de Federico Murro. En la página web de la editorial puede leerse un adelanto.

Carbonero Querido, la historia de Peñarol para niños
Tapa de Carbonero querido
Delantera del 49 en Carbonero Querido, historia de Peñarol para niños
La Máquina del 49

Quiso la casualidad que el lanzamiento de este libro infantil coincidiera con una nueva reedición, después de diez años de estar agotado, del libro Pablo Bengoechea, la clase del Profesor, que también llegará a las librerías esta semana.

Biografía de Pablo Bengoechea, sus años en Wanderers, Peñarol y la selección
Tapa y contratapa de La clase del Profesor


















Pero no me estoy dedicando solo al fútbol. Mientras tanto, y con la alegría que me dan estas nuevas publicaciones, estoy escribiendo un libro para adultos cuya temática nada tiene que ver con el deporte. El trabajo ya está muy avanzado. Lo que puedo adelantar por ahora es que será otro libro de no-ficción, sobre hechos reales, aunque en este caso no vinculados a la historia política reciente del Uruguay (como Historias tupamaras o Milicos y tupas), sino a un caso policial. Algo en la línea de Crónicas de sangre, sudor y lágrimasperiodismo narrativo y de investigación, pero esta vez será una sola historia en lugar de varias. Si todo sale bien, el libro estará pronto para fin de año.

el.informante.blog@gmail.com

2.3.13

Gloria y tormento


El mejor libro que leí sobre los negros uruguayos es Gloria y tormento, la novela de José Leandro Andrade, de Jorge Chagas.
No se trata solo de un buen libro sobre los negros, es un gran libro, simplemente, a secas.
Yambo Kenia lo usó para montar uno de sus espectáculos, lo que lo llevó a ganar un primer premio en el concurso de Carnaval. Ni siquiera le pidieron permiso a Chagas, no se tomaron siquiera la molestia de avisarle. Como si un texto así fuera algo que pudiera encontrarse tirado en la calle, a la vuelta de una esquina. Qué país el Uruguay.
Gloria y Tormento de todos modos tuvo su reconocimiento: en 2003 ganó el primer premio de Narrativa Inédita del Ministerio de Educación y Cultura, entre otros premios. Chagas, a su vez, tiene un merecido prestigio como periodista, escritor e investigador.
Hace poco volví a releer el estremecedor capítulo 13 de esta novela. Trata de un momento traumático para los negros uruguayos. José Leandro Andrade, la Maravilla Negra, acaba de volver al Uruguay con la medalla de oro de Colombes colgada en su pecho. Se ha consagrado como el mejor futbolista del mundo, Europa entera se ha rendido a su embrujo, y los negros uruguayos sienten que su triunfo es el suyo. Le preparan una recepción magnífica, una caravana de tambores, una cena de lujo con 400 invitados, un mantel especialmente bordado a mano para la ocasión. Pero Andrade falta a la cita. Está en Montevideo pero desprecia a sus hermanos.
Portada del libro Gloria y Tormento: la novela de José Leandro AndradeChagas es negro. Tuve el placer de trabajar con él en el semanario Aquí donde todos reíamos con sus desopilantes anécdotas y siempre lo llamábamos con cariño el Negro Chagas. En Gloria y tormento, que es novela pero está basada en un profunda investigación que llevó cinco años, Chagas habla de principio a fin sobre su gente. He vuelto a leer parte del libro en estos días. El autor emplea una y otra vez las palabras “negro” y “negra”, no encontré una sola vez la palabra “afrodescendiente”.
¿Podía ser de otra manera?
Hoy un 40% de los negros uruguayos vive en la pobreza. El viceministro de Educación y Cultura debería saber que si de verdad quiere ayudar a esta gente no tiene que montar una guerra contra el diccionario, sino trabajar para que los negros uruguayos puedan enviar a sus hijos a una escuela, a un liceo y a una universidad que funcionen. Los negros pobres no necesitan nada de la Real Academia. Necesitan sí un sistema educativo que logre enseñarles a escribir en español tan bien como Chagas. Necesitan ser capaces de leer un libro como Gloria y tormento y comprenderlo. Precisan aprender a investigar, a solucionar problemas. Necesitan hablar en inglés. Educación. Basta de limosna y marketing.

el.informante.blog@gmail.com

28.9.11

Mi carpeta de frases sobre Peñarol

Hace años, con el fin de un día reunirlas algún día en un libro, comencé a atesorar citas literarias y frases de grandes hombres o de celebridades que hablaran de Peñarol. Tengo decenas, quizás cientos, de piezas de colección reunidas en una carpeta llena de recortes, fotocopias y papeles de los más diversos.
Tengo a Andrés Calamaro diciendo: “Siempre tuve la camiseta de Peñarol”. A Joaquín Sabina explicando que es hincha de tres colores: el Atlético Madrid en España, Boca en Argentina y Peñarol en Uruguay. A Flores Mora protestando por el “disparate” que es permitir que un clásico termine empatado.
Tengo también, por supuesto, los versos que Pedro Leandro Ipuche le escribió a Peñarol cuando cumplió 50 años y que comienzan así:
“En un claro villorio de cuento
Donde el rey es el ferrocarril
Sorprendieron la luz de una tarde
Once obreros de humor infantil”
Y también el poema que Omar Odriozola, el autor de “Uruguayos campeones”, le escribió al mágico Piendibene. Sus últimos versos son notables. Odriozola viene hablando del Maestro, pero su pasión aurinegra aflora en el remate:
“Tú tienes de uruguayo hidalguía y honor
Lo demás que hay en ti, lo tienes de Ateniense
Yo, cuando en el sosiego de mi existencia quieta,
Dejo volar mis blancas palomas de poeta
Recuerdo aquella tarde, cuando al ponerse el sol,
Salimos del Parque Central, entusiasmados,
Comentando el partido, y escuchando aquel grito,
Que traía la brisa de allá, del infinito,
Y que siempre recuerdo: ¡Peñarol…!  ¡Peñarol…!”
En mi carpeta, las citas se mezclan y podemos saltar sin escalas del gol de Piendi al Divino Zamora al de Diego Aguirre en Santiago, en la final de la Libertadores de 1987. La revista Guambia le preguntó muchos uruguayos célebres cómo habían vivido aquel increíble desenlace de la Copa Libertadores. Luis Alberto Lacalle, por entonces legislador y todavía no presidente, nacionalófilo de alma, confesó que no pudo reprimir el grito de “¡Viva Peñarol!” cuando observó azorado el agónico gol frente a un televisor en Punta del Este. El genial actor Alberto Candeau, gran peñarolense, relató que vio los noventa minutos reglamentarios por televisión, pero luego no pudo ver el alargue porque debía concurrir a un ensayo. Candeau marchó a sus obligaciones cargado de pesimismo porque temía una derrota, y ese oscuro presentimiento fue creciendo a medida que pasaban los minutos y no oía gritos ni festejos de ningún tipo. Al final, como sabemos, llegó la locura del triunfo. Y el gran actor narró que salió a festejar en la calle y en público, como miles de peñarolenses anónimos. “Para mí tiene el mismo nivel de lo ocurrido en Maracaná”, declaró.
FIFA, Peñarol, CurccPero de aquella nota de Guambia, mis respuestas preferidas las dieron tres hinchas de otros cuadros, dos de Nacional y uno de Liverpool.
Hugo Batalla respondió: “Yo digo, qué pena no ser hincha de Peñarol, mire que es un cuadro que sabe darle satisfacciones a la gente que lo sigue”.
Jorge Batlle vaticinó: “Yo soy hincha de Nacional, pero con todo esto creo que las futuras generaciones van a ser peñarolenses”.
Y el diputado cívico Julio Daverede relató, muy sincero: “Soy bolsilludo de alma, así que no concibo salir a festejar un triunfo de Peñarol, hasta tuve la esperanza de que no se consumara el triunfo. El partido lo vi en la plaza principal de Paysandú, estaba por empezar el Congreso de la Juventud de la Unión Cívica y los muchachos conectaron los televisores ahí mismo. Después tuve que presenciar todo el desfile de los hinchas sanduceros. Nunca me imaginé que Peñarol podía tener tantos adeptos en esa ciudad”.
A la jornada siguiente de aquel memorable partido, el diario El Día tituló a toda primera plana: “¡Solo Peñarol!”.
También conservo un ejemplar de la revista Tres, de 1997, publicado días después de que Peñarol obtuviera su segundo quinquenio. La publicación le preguntó entonces a algunos reconocidos parciales de Nacional qué pensaban de la consagración aurinegra, obtenida como se recordará, luego de ganar dos clásicos consecutivos que se iban perdiendo por dos goles.
Roberto Musso, el principal compositor y cantante del Cuarteto de Nos, respondió: “El día del primer clásico iba rumbo al Chuy escuchando el walkman. Cuando estábamos 2 a 0 yo baboseaba. Después del primer tiempo se me fue la señal. Me bajé en Castillos y todo el mundo estaba gritando el gol de Peñarol. Cuando me dijeron que era el 4 a 3 pregunté: ‘¿Qué, hacen goles que valen tres?’. Me parece que hay algo de psicología. Si lo del 4 a 3 pasara una vez, tá, pero que en 15 días pase dos veces te da para pensar que hay algo más. No sé si es la mística de Peñarol o qué…”
Sin embargo, pese a la satisfacción que me provocan leer estos dichos que aluden a gloriosos episodios, dos de los mayores tesoros de mi carpeta refieren a esos días tristes en los que Peñarol pierde. Son dos piezas de antología por cuanto resumen a la perfección los sentimientos que despiertan los colores amarillo y negro.
Uno es un relato de Paco Espínola (1901-1973):
“Una tarde estaba solo en mi casa. Mi familia había ido para San José; yo tomaba mate y por radio trasmitían un partido de fútbol. Puse atención. Jugaban Peñarol y Nacional. Di vuelta el mate, traje agua nueva y me quedé escuchando. Resulta que Nacional ganó por goleada. No me acordé más del asunto y me vestí para cenar en casa de mi hermana. Cuando estaba en la calle, empecé a sentir una tristeza bárbara. No sabía qué me pasaba.
Mi familia estaba bien, yo lo mismo. Pero seguía tan triste que decidí no ir a lo de mi hermana, para no amargarle la noche.
Me fui hasta el Parque Rodó, cada vez más triste. Pedí una tirita de asado y en el momento que me la trajeron, me di cuenta de que estaba triste porque yo era hincha de Peñarol, vaya a saber desde cuándo”.
El otro es un fragmento de la novela Los regresos del escritor Anderssen Banchero (1925-1987):
“Unas cuadras antes de llegar a la casa del Profesor, se metió en un boliche para cobrar coraje con una caña. En el aparato de radio bramaba Carlos Solé, igual que hacía un montón de años, como si estuviera relatando un partido eterno que se jugara en un eterno domingo soleado. El bolichero y el único parroquiano –un viejo que miraba las tablas del piso y parecía musitar una plegaria- tenían caras de dolientes. Cuando el bolichero lo estaba sirviendo, una pelota pegó en el palo y el tipo regó con caña el mostrador alrededor de la copa y no le prestó atención cuando Juan Pedro le preguntó por la casa del Profesor.
Carbonero historia Peñarol HaberkornDecidió proseguir la búsqueda por su cuenta, con la única referencia de un balcón asomado de un primer piso sobre un arbolito único en la cuadra.
Era el segundo tiempo en el estadio, perdía Peñarol (se enteró por la radio en el café) y en la soleada ciudad desierta se respiraba un aire de desconcierto, culpabilidad y catástrofe”.
Dejo para el final a una de mis preferidas. Será porque durante muchos años no falté nunca a la Olímpica y tuve siempre como rito el concentrar mi vista en el túnel, cuando no existía la contaminante manga publicitaria por la que salen hoy los futbolistas, para ser el primero en ver aparecer a Peñarol en el campo de juego. Siempre pensé que ese afán mío por no perderme ese instante mágico era tan solo una manía personal. Pero un día, cuando me topé en una revista a Jaime Roos hablando de lo mismo, me di cuenta que no era yo, sino un fenómeno global e inexplicable.
Le preguntaron en una entrevista a Roos, reconocido hincha fanático de Defensor, si alguna vez había subido a un escenario a cantar con la camiseta de Peñarol.
 Respondió:
“No, vos sabés que cuesta eso. Ya me han dicho de todo, porque dije que el himno de Peñarol es el mejor, y dije que la camiseta de Peñarol cuando entra a la cancha tiene un no sé qué. Habría que consultarlo con un pintor a ver cómo se dan los colores amarillo y negro en la retina, o cómo pegan en el cerebro, ¿no? Pero a mí siempre me impresionó cuando salía Peñarol a la cancha, siempre me impresionó…”
Tiene razón Jaime. Impresiona. Pega. Conmueve.
En la retina. En el cerebro. En el alma.


15.9.11

Deporte, periodismo y periodismo deportivo

El martes 13 me tocó dar la bienvenida, en nombre de la Universidad ORT, al Primer encuentro rioplatense de historia del fútbol del 900, organizado por la empresa Tenfield y realizado en el auditorio, repleto, de nuestra Escuela de Comunicación y Diseño. A mi lado estaba sentado el ministro de Deporte y Turismo Héctor Lescano, que habló luego.
Lo que dije fue lo siguiente:  

Sr. Ministro de Turismo y Deporte, Héctor Lescano:

Hermanos argentinos que nos visitan, profesores, estudiantes y público en general.

No es casualidad que este Primer Encuentro Rioplatense de historia del fútbol del 900 se desarrolle en el auditorio de la Facultad de Comunicación y Diseño de la universidad Ort.
A diferencia de lo que suele ocurrir en la academia, nuestra universidad siempre ha mirado al deporte como una actividad de importancia central para la sociedad en la que vivimos.
En 2003 ORT inauguró la que hasta el momento es la única carrera universitaria de periodismo deportivo en Uruguay,  y una de las muy pocas en América latina.
Lo hicimos en el convencimiento de que el deporte necesita de periodistas profesionales capaces de captar su riqueza y su complejidad, y poder transmitírsela a la gente.
Hoy cuando desde los más diversos ámbitos, incluido el gobierno y el propio presidente de la República, se plantea que el Uruguay –y el mundo- atraviesan una crisis de valores, y se proponen soluciones a veces desconcertantes, el deporte está allí, disponible, esperando que alguien recuerde el enorme potencial que tiene como formador de seres humanos.
Practicando deporte se aprende el valor del desarrollo personal y social, se cultiva el afán de superación, se aprende cuánto de esfuerzo y de dedicación son necesarios para mejorarse a uno mismo. En el deporte uno se integra socialmente, aprende a respetar al otro, al compañero y al adversario. (A diferencia de lo que suele ocurrir en las campañas electorales, en los campos de juego de todos los deportes, uno aprende que el rival es un adversario, no un enemigo).
En el deporte se aprende a tolerar las frustraciones, la derrota. Se aprende a aceptar las reglas y los fallos de la Justicia (si será importante esto, que los jóvenes que no practican deporte la idea más cercana que tienen de la Justicia es la de los jurados de Bailando por un Sueño). En el deporte se aprende el valor de la autodisciplina, del trabajo en equipo, la solidaridad, la cooperación, la lealtad. En el deporte hay un correlato entre talento, esfuerzo y recompensa. Ya lo dijo el genial escritor francés Albert Camus, que había jugado de golero en sus años jóvenes:
“Después de muchos años en que el mundo me ha permitido variadas experiencias, lo que más sé, a la larga, acerca de moral y de las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol”.
Lo contradictorio hoy es que, a pesar de ocupar un espacio considerable en los medios de comunicación, el deporte es presentado casi siempre amputado de todas estas virtudes.
El deporte hoy es la inmediatez por conocer un resultado, las imágenes que se repiten hasta el hartazgo y los dinerales, las cifras en euros o dólares con seis ceros a la derecha, que reciben los más afortunados deportistas profesionales.
Hay una visión reducida, miope, estrecha, limitada y muy empobrecedora del fenómeno deportivo.
¿Por qué ocurre esto? Es difícil encontrar una única respuesta. Creo que no podemos olvidarnos que durante décadas la academia despreció el deporte y que muchos lo consideraron el opio de los pueblos. Eso hace que falten miradas desde el ámbito universitario sobre una actividad, que pese a todos sus detractores, es central en nuestras vidas.
La omisión de la academia en investigar y explicar el fenómeno deportivo deja la pelota en la cancha de nosotros, los periodistas.
Los periodistas somos los responsables de contarle a la gente lo que pasa, pero en el deporte lo somos por partida doble, ya que otros actores que también participan en el relato social han renunciado a su tarea.
Es por eso que es tan necesario formar nuevos y mejores periodistas deportivos: porque la sociedad necesita que alguien retrate el deporte en toda su maravillosa complejidad, en todas sus facetas, con todo lo que tiene de sublime más allá de cuántos euros le paguen al último pase de la liga italiana.
 Conocer la historia del deporte es parte de ese proceso de rescate, y eso es lo que hace tan importante este encuentro en el que todos nosotros estamos participando. La historia del deporte es una historia de valores, cuando el tiempo decanta lo accesorio de lo importante, nadie va a venir a contarnos cuántos pesos ganaba el mariscal Nasazzi, ni qué auto o qué heladera tenía.
Pero no lograremos pintar el complejo retrato del deporte que está haciendo falta si no tenemos un mejor periodismo deportivo.
Ser periodista deportivo no es distinto a ser un periodista político. Se necesitan las mismas cosas. Una enorme curiosidad, ganas de saber y de querer conocer más. Más sobre todo y no solo sobre fútbol, porque hay que entender que la realidad y la vida no están dividas en compartimentos estancos. Un periodista tiene que manejar bien su idioma y tener una sólida cultura general, algo que todavía no se consigue en Google. Un buen periodista tiene que oír más y hablar menos. Tiene que entender que informar es más importante que opinar. Tiene que ser honesto. Tiene que abandonar sus prejuicios. Tiene que ser siempre desconfiado, escéptico, crítico; audaz a veces, paciente otras.
Hay que entender que el periodismo es independiente o no es. El periodismo al servicio de una institución, de un partido o de un gobierno es propaganda, no periodismo. El periodismo al servicio de una empresa es publicidad. Cuando se vende, un periodista deja de ser periodista.
El periodismo debe servir al público y solo al público.
Los dueños de los medios deberían asumir esta verdad incuestionable, si es que deciden trabajar en periodismo. Sus medios de comunicación nunca serán respetados, jamás gozarán de credibilidad, si el público detecta que los términos naturales de la ecuación periodística se han invertido, en beneficio de intereses políticos, empresariales o corporativos.
Hay que entender que del mismo modo en que no podemos aspirar a construir una democracia sólida sin el aporte de un periodismo plural e independiente, tampoco lograremos tener un deporte sólido si no se comprende el rol fundamental que un periodismo tiene en esa construcción colectiva.
El deporte uruguayo ha escrito páginas gloriosas que ustedes van a explicar mejor que yo y que hoy constituyen algunos de los mejores modelos que tiene para rescatar una sociedad que se está quedando sin espejos.
Para que podamos seguir escribiendo páginas que estén a la altura de aquellas, para que la gente las conozca y para que capte cuánto hay de ejemplar detrás de cada una de ellas, se necesita del trabajo de los investigadores y de los periodistas.
Ese es nuestro desafío.

16.11.10

Cuarenta años en el desierto celeste

Uruguay versus Ghana en Sudáfrica 2010. La atajada de Luis Súarez

Mi primer recuerdo de la selección es la semifinal contra Brasil en México ’70. Cuando Uruguay abrió el tanteador en aquel partido, los vecinos irrumpieron en mi casa a los gritos. Los recuerdo riendo, eufóricos, abrazándose con mis padres. Yo tenía seis años y al parecer Uruguay iba rumbo a ser campeón del mundo. Al final, perdimos 3 a 1.
También tengo en la memoria el partido por el tercer puesto contra Alemania, las diez veces que Uruguay estuvo a punto de hacer un gol y la derrota final por 1 a 0. Esa vez los vecinos no vinieron y no hubo fiesta para celebrar que salimos cuartos. Incluso los jugadores de la selección renegaron de lo conseguido: “Éramos así, si no salíamos campeones no significaba nada”, explicó muchos años después Ildo Maneiro (1). Aquel honroso cuarto lugar fue asumido con una vergonzosa derrota.
Para Alemania 74 la mentalidad del todo o nada seguía vigente. Y yo, que tenía diez años, me ilusioné con el todo. Si la selección tan criticada de México 70 había logrado salir cuarta, no sería tan difícil ser campeón. Ahora, además, teníamos a Fernando Morena.
A esa edad yo desconocía los pormenores. El DT que había clasificado a Uruguay al Mundial, Hugo Bagnulo, había sido cambiado por otro, Roberto Porta, muy promovido por un grupo de periodistas. La selección también había sido modificada en forma radical bajo presión de los mismos cronistas deportivos.
Yo desconocía todos esos tejes y manejes, y me senté ilusionado frente al televisor blanco y negro. El baile que nos dio Holanda fue un golpe terrible. Si no hubiera sido por Mazurkiewicz aquel 2 a 0 hubiera sido una goleada catastrófica.
El segundo partido, contra Bulgaria, lo vi en lo de Igal, un compañero de la escuela, de Peñarol como yo. Alucinábamos esperando un gol de Morena. Lo hizo, pero el juez lo anuló. Empatamos 1 a 1. El tercer partido lo vi otra vez en casa. Suecia nos encajó un terrible 3 a 0 y chau mundial.
La decepción fue grande. Años después leería las siguientes declaraciones de Juan Masnik, integrante de aquella selección: “Faltando un mes para el mundial ese plantel fue destrozado. Al nuevo equipo lo hicieron los periodistas. Entró una confusión total por un lado y por otro un clima de confianza desmedida. Se realizó un operativo repatriación de jugadores sin ton ni son (…) Yo quedé injertado en una defensa fabricada de apuro (…) ¿Cómo podíamos rendir, cómo podíamos entendernos? ¡Si casi ni practicamos juntos! (…) A Morena, jugando arriba, le pasó algo parecido” (2).
El consuelo era saber que tendríamos revancha en la siguiente Copa del Mundo, que se jugaría en Argentina, donde seríamos casi locales. Fue entonces -tenía 14 años-, cuando me tocó descubrir que existía algo peor que quedar eliminado en la primera fase de un mundial. Porque ni siquiera logramos clasificar a pesar de que nos tocó disputar un cupo con Bolivia y Venezuela, que en aquellos años era mucho más débil que hoy. La clave estuvo en el partido en Caracas, que escuché desconsolado en una radio a transistores: nosotros apenas empatamos; en cambio Bolivia ganó. Ante el fracaso, el periodista más escuchado, Víctor Hugo Morales, desató una desmesurada campaña contra mi admirado Morena, responsabilizándolo de todo el fracaso, como si hubiera jugado él solo.
En aquel momento yo era solo un niño y no entendía que aquel ensañamiento de Morales, su crítica furibunda y tan tajante, era funcional a una dictadura que tenía prohibido hablar de todo, menos de eso. Hoy sí. Aquel era el circo que necesitaba el régimen. Meses después Víctor Hugo viajó a Buenos Aires a relatar el mundial ‘78 y se deshizo en elogios a los militares que organizaron esa copa manchada de sangre (3).
De la eliminatoria para España ’82 recuerdo el partido contra Perú en el Centenario. Faltando una hora para que empezara, mi madre me preguntó si quería ir.
Llegamos corriendo y con el partido a punto de comenzar. Las entradas estaban agotadas y las compramos a precio de oro a un revendedor. El estadio estaba repleto y solo conseguimos sentarnos en lo más alto de la Amsterdam. Desde allí vimos muy bien el baile que nos dio aquel equipo de Velásquez, Chumpitaz, Uribe y Oblitas. Tendrían que habernos ganado 2 a 0, pero faltando poco Victorino acomodó una pelota con la mano e hizo el gol uruguayo, que el árbitro tuvo la deferencia de validar. No se puede decir que fuera el gol de la honra. Esta vez no estaba Morena para echarle la culpa. Afuera de otro mundial.
Volvimos a la Copa del Mundo en México ’86 con la conducción de Omar Bienvenido Borrás, el primer director técnico que odié con toda el alma.
Estuve en el Centenario cuando clasificamos, en el partido decisivo contra Chile, cuando Venancio Ramos tomó un limón que alguien había tirado al campo de juego y lo estrelló contra la pelota cuando el chileno Aravena –que le pegaba con un cañón- remataba un tiro libre peligrosísimo en el final del partido. Si era gol, Chile iba a la Copa del Mundo. El limonazo movió la pelota y Aravena falló el remate. Así llegamos a México.
No teníamos mal cuadro –en la selección estaban Francescoli, el Polilla Da Silva, Alzamendi, Ruben Paz, Darío Pereira, Venancio y Zalazar- y otra vez nació la expectativa. El problema era Borrás. En la defensa, contra la opinión del Uruguay entero, se negaba a incluir a Darío Pereira, un crack con mayúsculas que triunfaba a tal punto en Brasil que allí querían nacionalizarlo. En su lugar, Borrás insistía en colocar a Eduardo Acevedo. Su otra infamia era dejar en el banco de suplentes a Ruben Paz, talentoso y goleador como pocos.
A pesar de que la selección ya llevaba más de una década de fracasos, yo seguía hinchando con pasión y no le perdonaba a Borrás su tozudez y negligencia.
El debut contra Alemania lo vi en lo de Felipe. Pusimos el televisor sin voz y a Kesman en la radio. Iban apenas cuatro minutos cuando un defensa alemán se equivocó y pasó mal la pelota. Alzamendi la tomó, pateó y la metió alta, junto al travesaño. Un golazo.
Poco después, Francescoli –que ya era una luminaria súper promocionada- enfiló solo contra el arco alemán, sin obstáculos a la vista, con el gol prácticamente hecho. Felipe y yo nos paramos a festejar. Justo entonces la imagen del televisor quedó congelada: Francescoli con la pelota dominada rumbo al gol. Por suerte estaba prendida la radio. Cuando el vozarrón de Kesman gritó goooool, nos abrazamos. Fueron unos segundos de felicidad. Pero luego volvió la imagen al televisor y el partido seguía 1 a 0, el gol no había sido. Había errado Enzo y había errado Kesman, los dos en forma inexplicable. En el resto del partido, no cruzamos casi la mitad de la cancha, defendiéndonos siempre. Ruben Paz no salió del banco de suplentes. Alemania nos empató faltando cinco minutos para el final.
En el segundo partido descubrí algo importante: había algo peor que no participar de la Copa del Mundo. Peor era estar allí y pasar vergüenza ante todo el planeta. Quedó claro cuando Dinamarca nos encajó un 6 a 1 histórico. En este partido Kesman se dio el gusto de relatar un gol verdadero de Francescoli, gracias a un penal inventado por el juez.
Para el tercer partido contra Escocia, yo no podía creer que Borrás mantuviera a Acevedo e insistiera en no poner a Ruben Paz. De camino al centro, en ómnibus, recuerdo pasar frente a la casa del técnico en Punta Gorda y mirarla con desconsuelo, como buscando en ella una pista que me permitiera entender por qué ese hombre se ensañaba tanto. Tiempo después, en el libro La crónica celeste de Luis Prats, leí que en aquellos días aciagos alguien entró en el hogar del técnico y destruyó su biblioteca. Juro que no fui yo.
El enfrentamiento con los escoceses marcó un nuevo hito celeste: José Batista fue echado a los 38 segundos por el árbitro francés Quiniou, debido a una patada que pegó en el mediocampo. Esa expulsión dio pié para que los periodistas deportivos abonaran su peregrina tesis de que en la FIFA hay un complot contra nosotros, argumento que hasta hoy perdura. Defendiéndonos los 89 minutos y 22 segundos restantes logramos empatar cero a cero y pasar a la segunda fase del mundial como uno de los “mejores terceros”. Sin duda no lo merecíamos, pero allí estábamos, en octavos de final contra la Argentina de Maradona.
Borrás, temeroso ante los rivales y ciego ante todas las evidencias, mantuvo a Acevedo en el equipo y a Ruben Paz en el banco. Yo pasaba en el ómnibus frente a su casa y tenía que contenerme para no bajar y prenderla fuego. (Repito: ¡yo no destruí la biblioteca!).
Fue, sin duda, un verdadero clásico. Recién en el minuto 41 Argentina pudo hacer el primer y único gol gracias a un notable “pase” que Acevedo le hizo al argentino Pasculli en el borde del área. No exagero, pueden verlo en Youtube. Faltando diez minutos para el final, cuando ya era mejor que no lo hiciera, Borrás claudicó: sacó a Acevedo y por primera vez en la Copa hizo entrar a Ruben Paz.
Ver esos últimos diez minutos fue lo peor de todo. Paz apilaba a los argentinos como postes, empequeñeciendo la figura de Maradona. El empate estuvo al caer y no llegó solo por falta de tiempo. Quedamos afuera de otro Mundial, con la terrible sensación de que todo pudo haber sido diferente.
Años después el célebre periodista argentino Juvenal escribió: “en los últimos diez minutos, cuando el técnico Omar Borrás se resolvió a poner a un gran jugador que mantenía hasta entonces escondido, Ruben Paz, casi se nos viene la noche” (4).
A Italia ’90 clasificamos gracias a un Ruben Sosa brillante en las eliminatorias. Teníamos un cuadrazo aún mejor que el de México ’86: Sosita, ahora sí Ruben Paz, otra vez Francescoli, Alzamendi, el Pato Aguilera, Sergio Martínez, Fonseca, todos integrantes del jet set futbolístico mundial. Pablo Bengoechea era suplente. En una gira de preparación empatamos 3 a 3 contra Alemania en Stuttgard, en un partido en el cual Ruben Pereira se mandó una doble pisada girando sobre la pelota que dejó al mundo con la boca abierta, y le ganamos 2 a 1 a Inglaterra en Wembley. Todos confiábamos mucho en nuestro nuevo DT, Oscar Tabárez. Ahora sí jugaban los mejores.
Yo ya era periodista. Trabajaba en la agencia Reuters, como corresponsal suplente en Montevideo. Se me había encomendado ver los partidos en la oficina y luego enviar al mundo un despacho con las repercusiones. Los festejos populares, por ejemplo.
Vi los cuatro juegos de Uruguay en ese Mundial, solo, en un apartamento de la calle Florida, rodeado de teletipos. En el debut actuamos en forma notable y avasallamos a los españoles, pero no pudimos hacer un gol. Tuvimos la gran oportunidad en un penal, pero Ruben Sosa lo tiró muy alto, afuera. No envié ningún cable porque no hubo festejos.
Con la esperanza intacta me senté a ver el segundo partido, contra Bélgica. Pero no jugamos ni la décima parte del encuentro anterior. Hace poco reviví en Youtube una escena de ese partido. Vamos perdiendo 2 a 0, pero los belgas juegan con diez porque ha sido expulsado Gerets. Ataca Uruguay. Medio a los tropezones la pelota llega al borde del área belga y le queda servida a Aguilera, quien en forma inexplicable patea un tirito muy débil e inofensivo. El golero belga ataja con facilidad y, con la mano, la da la pelota a un compañero, en el costado del campo de juego, cerca aún de su portería. El belga corre con el balón y elude al primer uruguayo que sale a marcarlo; luego, a la carrera, esquiva a otro y cruza la mitad de la cancha; un tercer uruguayo va a enfrentarlo, pero el belga lo deja parado como un poste; finalmente cruza la pelota al medio, donde un grandote llamado Ceulemans recibe el balón libre de todo obstáculo, corre unos metros sin oposición, patea y anota el tercero. Perdimos 3 a 1 gracias al gol de la honra que luego hizo Bengoechea. No envié ningún cable, porque no hubo festejos.
Comencé a dudar de esa selección a la que había apoyado tanto. Se publicaron en los diarios fotos que mostraban al contratista Paco Casal sentado en el banco de suplentes de Uruguay. ¿Con qué derecho? ¿Eso era una selección uruguaya o un tinglado montado para vender jugadores? ¿Tenía eso algo que ver con la poca convicción del equipo?
El tercer partido contra Corea del Sur fue terrible y solo se definió en el último segundo, con un gol de Fonseca en offside. Increíblemente, hubo festejos por 18 de Julio porque con ese triunfo Uruguay pasó a octavos de final, y yo tuve que escribir el tan postergado cable de repercusiones. Sentí que era deshonroso celebrar tan poca cosa.
Por desgracia, los octavos de final me dieron la razón: Italia nos venció por 2 a 0 sin que nosotros atacáramos una sola vez en todo el partido, sin que cruzáramos siquiera la mitad de la cancha, una de las exhibiciones más tristes y miedosas de cualquier selección en toda la historia de los mundiales.
Eso sí: cuando terminó el partido, el presidente de Juventus fue al vestuario uruguayo para charlar con Paco (5).
Tiempo después, el corresponsal titular de Reuters participó de una entrevista colectiva con Tabárez y pudo preguntarle qué había pasado con aquella selección de cracks que había empezado prometiendo un gran mundial y lo había terminado dando pena. El técnico respondió que el penal errado contra España había demolido psicológicamente a sus jugadores. Muchos periodistas deportivos, en cambio, tenían otra opinión: la selección de Tabárez había fracasado porque no pegaba patadas, se habían olvidado de la garra charrúa. Había que volver a las raíces, y si te echaban a los 38 segundos mala suerte.
¿Y la presencia de Casal en el banco de suplentes? Se lo pregunté mil veces a Bengoechea cuando escribí su biografía. Eso no tuvo ninguna importancia, me respondió siempre. Pero a partir de allí todo fue barranca abajo.
A Estados Unidos ‘94 no clasificamos, en una eliminatoria signada por el divorcio entre el técnico Cubilla y los “repatriados”, los futbolistas más renombrados, los que jugaban en el extranjero y eran representados por un Casal cada vez más poderoso.
En la Eliminatoria para Francia ’98 tuvimos tres técnicos (Héctor Núñez, Ahuntchain y Roque Máspoli). La selección terminó séptima entre nueve y otra vez quedamos afuera. Atesoro en mi archivo dos joyas de este período. La primera es una foto de Francescoli, el técnico Ahuntchain y otros dos seleccionados posando en una publicidad de un cementerio privado. La otra es la primera plana de un diario donde el Pichón Núñez, sufrido DT oriental, dice cuánto está dispuesto a dar por la Celeste: “Si me tengo que agrandar el esfínter para que la Selección gane, lo hago” (6).
Lamentablemente, no fue suficiente.
Pichón Núñez dispuesto a todo por la selección uruguaya















Disputamos la clasificación de la Copa del Mundo 2002 con una selección tercerizada. Gran parte del sueldo del técnico argentino Daniel Passarella lo pagaba la empresa Tenfield. Los jugadores discutían los premios con Paco y no con el presidente de la AUF. Los viáticos los repartía un funcionario de Tenfield que terminó en prisión. Dos de los pocos periodistas deportivos que no trabajaban a sueldo de la empresa fueron obligados a bajarse del charter de la selección. La decadencia era generalizada. Paolo Montero, el capitán, dijo en una entrevista: “En el fútbol robar no es pecado”. Eso explica que se consiguiera llegar al repechaje gracias un empate arreglado con la selección argentina, que fue despedida con aplausos en el aeropuerto (7). En cambio, cuando la selección de Australia llegó para jugar ese partido definitorio fue recibida en Carrasco por una patota que los escupió y les pegó. Yo sentí una infinita vergüenza, pero Darío Silva, integrante de esa selección, felicitó a los mafiosos. “Estuvieron bárbaro”, dijo (8). Cuando la Celeste tercerizada le ganó 1 a 0 a los australianos y por fin clasificó, alguien puso en el tablero electrónico del Centenario: “Gracias Paco”. Del mundial no puedo decir nada. Los partidos eran de madrugada y preferí seguir durmiendo.
En la eliminatoria 2006 fue todo más o menos como la del 2002, solo que esta vez los australianos ya nos conocían y nos dejaron afuera de la Copa. Asumí la noticia como un zombi del fútbol, anestesiado ante tanto espanto acumulado. No se trata de perder, porque todos los hinchas del mundo toleramos bien la derrota. Era mucho más que eso: muchos años de macanas, mentiras, promesas incumplidas, derrumbes psicológicos, operaciones de prensa, campeones de pacotilla, mucho miedo a perder y una corrupción cada día más evidente y escandalosa. Ese cóctel me había dejado insensible. Quería ser hincha como antes, pero ya no podía.
Enfermo de escepticismo agudo –y preguntándome si no sería crónico- comencé a ver a nuestra selección en Sudáfrica 2010. Cuando terminó el partido contra Francia pensé: otra vez, más de lo mismo.
Pero los tres goles contra Sudáfrica y el triunfo contra México aflojaron algo de parálisis emocional celeste. Se había triunfado en dos partidos seguidos, jugado sin miedo, con buenos goles, sin pegar patadas y sin protestarle al juez. Era evidente, además, que los dos cracks de esta selección –Forlán y Suárez- estaban jugando a la altura de sus antecedentes y más todavía. ¡Cuántos años hubo que esperar para eso!
El 2 a 1 contra los coreanos fue especial. Esta vez la victoria también fue dramática y sufrida hasta el último segundo, pero no trucha como la de 1990. El segundo gol de Suárez, además, fue un verdadero golazo. Había que pellizcarse, pero estábamos dando espectáculo. Puse la banderita en el auto.
El partido contra Ghana fue el guión que Hollywood necesitaba para hacer una película épica sobre fútbol. Sufrí cuando los ghaneses dominaban el partido, aplaudí el golazo de Forlán, sentí bronca cuando el juez inventó el último tiro libre, admiración por el esfuerzo desesperado de Suárez por evitar el segundo gol africano y desazón porque íbamos a perder de esa manera, con un penal injusto en el último segundo.
Estaba mirando el partido con mi esposa y mi hija. Mi mujer no quiso ver y se fue, llorando. Mi hija tampoco se quedó. Mientras Asamoah Gyan se preparaba para rematar, ella se encerró en su cuarto.
Quedé solo frente al televisor. La historia había desaparecido. Ya no estaban allí los fantasmas de Borrás, Francescoli, Cubilla, Recoba, Paolo Montero, por suerte no quedaba nada de ellos. Tampoco Paco, por ventura alejado de esta selección (ahora sí: gracias Paco). Solo estaban el ghanés, el golero uruguayo y el mundo entero pendiente del desenlace. Me di cuenta que, en 40 años, nunca había visto una selección uruguaya tan conmovedora, tan consciente de sus limitaciones, pero a la vez tan sacrificada, honesta y valiente. Ninguna otra en ese lapso había honrado así a ese deporte maravilloso que es el fútbol. No merecían perder. Miré fijo la pantalla y cuando la pelota se reventó contra el travesaño, salté, corrí, grité: ¡¡Lo erró!!! ¡¡¡Lo erró!!!
Estaba curado. El hincha había vuelto. Por fin. Forlán, Suárez, Egidio, el Ruso Pérez y los demás, con Tabárez, me habían sacado de encima una carga de 40 años.
Gracias. Muchas gracias.
Lo que vino después, aún con derrotas, jugando grandes partidos contra los mejores equipos del mundo y haciendo golazos, que grité y volvería a gritar, solo hizo más notable la tarea cumplida.
Es mentira lo que han repetido mil veces -y aún repiten- muchos periodistas deportivos: que solo los ganadores dejan su huella en la historia. Ignorantes, no saben de Van Gogh, ni de Wilson ni de Kennedy Toole. No conocen la historia de Artigas. Ni siquiera a la Naranja Mecánica de Cruyff.
La vida nunca es blanco o negro, todo o nada.
Y esa lección, la más importante, también la enseñaron estos muchachos.


(1) El Mundialazo del 70, reportaje de la periodista Magdalena Herrera, en El País, 28 de mayo de 2006.
(2) Juan Masnik, el Chueco de Oro. El Diario, 30 de agosto de 1978, citado en el libro Reyes, príncipes y escuderos, tomo 2, de Franklin Morales (Ediciones de la Plaza, 2006).
(3) Ver: http://leonardohaberkorn.blogspot.com/2010/11/argentina-78-por-victor-hugo-morales.html
(4) Juvenal, Fútbol en el alma (1997), citado por Franklin Morales en Reyes, príncipes y escuderos.
(5) Lo contó el propio Casal en el programa Verano caliente, en radio Carve, entrevistado por Mario Bardanca en enero de 1992. Citado en el libro Yo, Paco, del propio Bardanca (Editorial Sudamericana, 2007).
(6) La República, 20 de marzo de 1995.
(7) Yo, Paco, de Mario Bardanca (Editorial Sudamericana, 2007). Sobre este libro, ver: http://leonardohaberkorn.blogspot.com/2007/10/el-sexo-segn-paco-casal-en-una.html
(8) El Observador, 26 de noviembre de 2001.


Historias uruguayas, Leonardo Haberkorn
Reportaje de Leonardo Haberkorn incluido en el libro Historias uruguayas.
Fue publicado en la edición de agosto de 2010 de la revista Bla.

Argentina '78 por Víctor Hugo Morales

I
“Este mundial no me lo saca nadie. Después, si quieren, que me quiten lo bailado. Que no será poco, confundido entre los tangos y las luces de una Buenos Aires más coqueta, más cordial y más del mundo (…) Qué bien que luce Buenos Aires desde arriba… ¿vió?”
Víctor Hugo Morales, Mundocolor, 30 de mayo de 1978.

II
“El Mundial de Argentina fue una experiencia formidable. Se organizó prescindiendo de los dirigentes de los clubes, con la exclusiva conducción de gente que solo pensaba en el deporte del país y no en las minúsculas rencillas que también caracterizaron siempre el panorama futbolístico del vecino país. Desde la soberbia fiesta de inauguración, hasta el último minuto que duró el torneo, estuve asombrado por el despliegue inteligente, unificado, fervoroso, de los argentinos en torno al evento. Para mí quedaba demostrado una vez más que no existían los imposibles en el fútbol cuando se tiene una conducción capaz y desinteresada”.
Víctor Hugo Morales. El Intruso, noviembre de 1979

III
“Nuestros vecinos hicieron nada menos que un mundial y en el futuro servirá como modelo de organización el esquema, la infraestructura y hasta el espíritu de los argentinos. Como broche de oro a tan destacado proceso, bien respaldados desde arriba, sus jugadores y Menotti pudieron trabajar como quisieron para ganar finalmente el campeonato. Nombres desconocidos hasta ahora como los de (el general Antonio) Merlo y (el vicealmirante Carlos Alberto) Lacoste, sustituyeron a los eternos mandamases de siempre”.
Víctor Hugo Morales, Mundocolor, 4 de julio de 1978.

Yo tenía 14 años y sabía que había una dictadura.

Más citas sobre este tema, incluyendo una donde VHM dice que la dictadura de Videla no mató a nadie para organizar el Mundial, en el libro Relato Oculto.

6.7.10

El mundo lo vio así

La prensa internacional comentó así la semifinal de la Copa del Mundo entre las selecciones de Uruguay y Holanda.

“En un emocionante partido de grandes goles, la Naranja Mecánica vence 3-2 a Uruguay”.
Expreso, México.

“Con la misma dignidad que mostró a lo largo de todo el Mundial, Uruguay despidió su ilusión de sumar su tercer título”.
Clarín, Argentina.

“Sin negar la tradición de lucha y valentía, los uruguayos intentaron el gol del empate hasta el pitazo final del árbitro, en un final emocionante”.
Zero Hora, Brasil.

“Si el fútbol fuera coraje y valentía, quizás se estaría hablando de la clasificación de Uruguay a la final”.
El Tiempo, Colombia.

“Uruguay cayó con toda la dignidad posible, en su mejor partido, plantando cara hasta el final, jugándole de tú a tú a la potencia holandesa, exprimiendo todos sus recursos, viéndose perjudicada por un gol de Sneijder en fuera de juego de Van Persie que no vio el árbitro. Con la cabeza muy alta”.
El País, España.

“Holanda llegó a la final, pero nada empaña el esfuerzo uruguayo”.
Cancha llena, Argentina.

"Uruguay fue digno adentro y afuera de la cancha. Se fue con toda la bronca por haberse quedado sin final, pero hicieron la procesión con la tranquilidad de haber dado todo y no haber llorado nada".
Diario Olé, Argentina.

"Uruguay murió con una enorme dignidad, logrando que el rival pidiera la hora pese a que ya no estaba Forlán".
Blog Planeta Axel, Marca.com, España.

"Uruguay se fue con la frente en alto".
La Nación, Argentina

"Uruguay cayó de pie. Y con orgullo".
Revista Veja, Brasil.

"Mirando el partidazo hecho por Uruguay frente a Holanda, me sentí con más ganas de ser uruguayo. Me identifiqué con su entrega, con su hombría sin llanto, con su garra, con su planteo estratégico, con su humildad, con su orden, con su falta de soberbia, con su sencillez para entender que el fútbol es un trabajo en equipo, con un director técnico trabajador, serio, talentoso. Los argentinos tenemos mucho para aprender de nuestros vecinos".
Portal Urgente 24.com, Argentina

"La derrota de Uruguay por 3-2 fue heroica, pues el equipo charrúa dio pelea durante todo el partido y solamente perdió por un lapso de desconcentración de tres minutos".
El Comercio, Ecuador.

"Un equipo que aún vencido, sale del Mundial dignificado".
Blog Terra dos espantos, Portugal.

"La actuación uruguaya en este torneo ha sido memorable. Fueron un equipo sólido, confiado y valiente, que aun con bajas en la alineación y en circunstancias desfavorables supo mantener el orden, luchar con armas limpias y no deponer nunca su legítima ambición".
Blog La lectora provisoria, Argentina.

“Duele haberlos visto caer, pero no duele tanto cuando se cae con dignidad y peleando hasta el final”.
El Comercio, Perú.

4.7.10

El golero de Ghana somos nosotros

En la Copa del Mundo de 2006 Argentina y Alemania se enfrentaron en cuartos de final.
El partido terminó empatado 1 a 1 y se definió por penales. Los alemanes habían sospechado que algo así podía ocurrir, así que en los días previos al partido el entrenador de arqueros Andreas Köpke (o Koepke) –colaborador del técnico Jürgen Klinsmann- se dedicó a estudiar qué futbolistas argentinos pateaban penales y cómo lo hacían.
El resultado se anotó con lápiz en un papelito que el golero alemán Jens Lehmann tenía en su portería cuando comenzó la definición por penales y hoy se atesora en un museo. Antes de cada remate argentino, Lehmann miraba el papelito. Atajó así dos penales, uno a Roberto Ayala y otro a Esteban Cambiasso. El arquero argentino, en cambio, no tenía ningún dato similar. Alemania ganó 5 a 3 y dejó a la selección argentina fuera de la Copa del Mundo.
Lo que hizo el viernes el Loco Abreu no fue una locura ni una genialidad. Fue una apuesta.
Cuando caminó hacia la pelota para patear el penal decisivo en el partido entre las selecciones de Uruguay y Ghana, Abreu debió pensar solo en una cosa: Kingson, el golero ghanés, ese moreno enorme de 32 años que juega en Inglaterra, ¿sabe o no sabe?
Porque millones de personas que seguíamos el partido en todo el mundo –uruguayos, argentinos, mexicanos, brasileños y muchos otros- ya sabíamos que Abreu suele tirar los penales con un tiro dócil, al medio del arco, que sube y baja suavemente como un globo. Millones sabíamos que Abreu hace lo que los periodistas deportivos llaman “picar” o “pinchar” la pelota. Pero Kingson, ¿sabía?
Si lo sabía le bastaba quedarse parado en mitad del arco para atajar el penal. A Abreu ya le pasó.
Uruguay Ghana penal Abreu
Pero Kingson no sabía y se arrojó con vehemencia a un costado. Abreu ganó su apuesta: pinchó su globo y la pelota subió y bajó con suavidad, y entró mansita por el medio del arco.
Kingson no es un mal golero, pero le faltó un papelito como el de Lehmann.
Para eso sirve la información. Para que la gente pueda tomar decisiones acertadas en el momento justo. Para eso existe el periodismo, para darle información útil a la gente. Por eso hay empresarios que contratan buenos periodistas: para que investiguen y consigan información que luego será emitida o publicada. La gente –y con la gente, la publicidad- va detrás de esa información porque la necesita. Es un negocio y una necesidad de la democracia.
Esto es algo que se conoce a lo largo y ancho del mundo, aunque en algunos lugares todavía no se enteran. La federación de fútbol de Ghana parece ser uno. Los medios de comunicación uruguayos son otro.
Por cada gota de información útil que un uruguayo recibe hay toneladas de noticias de choques, asaltos, comunicados del gobierno, propaganda de los sindicatos, declaraciones de diputados, goles del fútbol turco, fotos del busto de modelos paraguayas, opiniones de un ejército de todólogos y miles de comentarios se supone que graciosos. Ni Dios permita que exista hoy un programa de radio o tv que no tenga al menos un 50% de comentarios graciosos.
Claro que esas cosas también componen el menú de los medios en otros lugares del mundo. El problema es que en los uruguayos el porcentaje de grasa ya se aproxima al cien por ciento. La ausencia de información verdadera es casi total. Hace unos días, en una radio que presume de “periodística” ocupó buena parte de su informativo central con la impactante noticia de un boleto de combinación para ómnibus y trenes. Entrevistaron largamente al ministro de Transporte y luego al presidente de Cutcsa. ¿Cómo funcionaría el boleto de combinación? No se sabe, porque no existe. La conferencia de prensa que hizo que el ministro y el poderoso empresario aparecieran en ese y otros noticieros fue solo para anunciar que se tiene la voluntad de crearlo algún día. Así se maneja desde el poder a nuestros medios. Ante la ausencia de investigación propia, el oficialismo lo ocupa todo. Ni Granma lo haría peor.
Hoy, al igual que el golero de Ghana, los uruguayos nos manejamos a ciegas. ¿Cómo es posible que el sobrino del secretario de la Presidencia, paracaidista privilegiado, logre ahorrar 400.000 dólares en Antel en dos semanas de trabajo? ¿Cómo puede ser que a los ocho nuevos alcaldes de Montevideo, rechazados por la gente y derrotados por el voto en blanco, se les otorguen 107.000 pesos de sueldo y comisión, más tres funcionarios con salario pago a sus órdenes? ¿Qué calidad tiene el agua de OSE? ¿Por qué los pesticidas prohibidos en Europa acá están permitidos? ¿Quién financió la campaña electoral? ¿Quién y por qué puso la bomba en el Buceo? Al final, ¿qué pasó con el caso Feldman?
Sin información todo es secreto. Los archivos de la dictadura, los beneficios de los empleados públicos, los horarios de los ómnibus, las estadísticas que muestran qué mutualista es mejor que otra, los indicadores que servirían a los padres para decidir a qué colegio enviar a sus hijos.
Estamos a ciegas, como el golero africano.
En la Copa del Mundo el Loco Abreu engañó a Kingson.
Fuera de la cancha, Kingson somos nosotros.

Artículo de Leonardo Haberkorn
el.informante.blog@gmail.com

1.7.10

Una nota deportiva excluyente

Son dos idiomas distintos. Por un lado, existe el castellano. Por otro, el castellano para periodistas deportivos (CPD).
En castellano, por ejemplo, un gol se hace, o se anota (en el marcador), o se marca (en el marcador también). En el CPD un gol se “convierte”. ¿En qué se convierte? Eso es un misterio y ya sería demasiado pedir que los periodistas deportivos solucionen sus propios enigmas.
Supongo que el uso de “convertir” como sinónimo de “hacer” o “anotar” puede haber nacido cuando algún periodista deportivo políglota (es decir, que maneja tanto el castellano como el CPD) dijo un día que un penal o un tiro libre se “convirtieron” en gol. Pero luego otros colegas no políglotas (solo hablan y leen en CPD) pasaron a usar el “convertir” para todo gol y circunstancia. Y ahora los goles se “convierten”, aunque no sabemos en qué.
La Real Academia no acepta ningún uso de “convertir” como sinónimo de hacer o anotar. Pero eso no detiene a los cronistas deportivos. Ellos le dicen a sus esposas: “hoy no me esperes a cenar porque tengo que convertir una entrevista”. O en la redacción aconsejan a los jóvenes que se inician en el periodismo deportivo: “no olvides llevar un bolígrafo para convertir las declaraciones de tu entrevistado”.
(La RAE, en cambio, sí admite el uso del verbo “saltar” como sinónimo de “salir a la cancha”, tal como es usado y abusado en las páginas de deportes. Yo tengo mis dudas porque he ido cientos de veces al estadio y nunca vi a un equipo entrar brincando al campo de juego).
Hay otras diferencias entre el castellano y el castellano para periodistas deportivos. En castellano, se dice de un crack que destaca por sobre sus compañeros es un jugador preponderante o sobresaliente. El CPD se dice que es una “figura excluyente”.
El caso es curioso porque el diccionario dice que excluyente quiere decir: “que excluye, deja fuera o rechaza”. Y no veo que los jugadores sobresalientes excluyan o rechacen a nadie. Más bien es al contrario, los jugadores sobresalientes son “incluyentes”, porque a su lado, con ellos como directores de orquesta, todos se lucen. En la NBA, por ejemplo, todos son basquetbolistas geniales jugando al lado de un Rondo o un Kobe Bryant.
Pero el CPD tiene sus propias reglas y hay que aceptarlas. Un crack es una “figura excluyente” y listo. Nada de sobresaliente. Por eso los periodistas deportivos festejan cuando sus niños sacan un “excluyente” en la escuela. Es un día muy especial para ellos, digno de “convertirlo” en el almanaque.
Otro caso es el del futbolista imposible de controlar para sus rivales. En castellano se dice que es imparable o incontrolable. En CPD es “intratable” y también “insoportable”.
Si a usted está en su hogar y siente que desde la vereda le gritan: “¡Excluyente! ¡Intratable! ¡Insoportable!”, usted debe fijarse bien quién se lo dice. Si se trata, por ejemplo, de un plomero o un taximetrista, sin duda usted está siendo insultado y de muy fea manera. Pero si se esos gritos son proferidos por un periodista deportivo, no cabe duda que usted está siendo alabado y elogiado a más no poder. Siéntase orgulloso. Salte a la calle con alegría. Y si quien le dice estas palabras es una cronista deportiva mujer, ése es su día de suerte: le están convirtiendo un piropo. ¡Felicitaciones! ¡Lo espera una velada excluyente!

Artículo de Leonardo Haberkorn
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13.4.10

Víctor Hugo: la historia olvidada

Víctor Hugo Morales acaba de publicar un libro muy entretenido y bien escrito: Víctor Hugo por Víctor Hugo Morales.
Hay muchos puntos interesantes en la obra. Víctor Hugo va mezclando la historia de su propia vida con reflexiones sobre los más diversos tópicos, desde el fútbol a la política, pasando por la música, la historia, internet y los teléfonos celulares (aparatos que no tiene ni quiere tener). Sin embargo, como el reconocido periodista uruguayo ha decidido polemizar en los últimos días en Argentina respecto a la ética periodística, y ha aludido a la actitud que deben tener los periodistas ante un gobierno dictatorial, interesan en especial las páginas que narran sus años de periodista en Uruguay durante la dictadura militar que comenzó en 1973.
En una reciente entrevista en la revista Noticias, Víctor Hugo comparó el comportamiento que deberían tener los periodistas de Clarín con la situación de los comunicadores cuando falta la democracia: “Siempre el periodista tiene formas de decoro. En los tiempos de la dictadura ninguno decía todo lo que pensaba, porque no quería ir preso, porque no estabas dispuesto a dar tu vida, razones lógicas. Lo que no podés es convertirte en un alcahuete, en un promotor de la dictadura”.
En su nuevo libro, Víctor Hugo se presenta a sí mismo como un periodista que transitó por la dictadura militar uruguaya con pesar, sin perder el decoro que hoy exige y colocando algunos aguijones cuando podía, leves y escasos pero recordables:
“Uno repasa esos años y te das cuenta de que solo se luchaba por la superviviencia. Un combate permanente de hasta cuánto podías ceder sin menoscabar tu dignidad personal, cuánto podías callar sin sentirte un gusano, cuánto podías mantenerte al margen…”
“Fueron años de miedo, supervivencia, ingenio y negociación, intentando ver la salida al túnel. Las pequeñas cosas que uno hacía para pelear desde adentro eran apenas travesuras. Hacías una cosita y esperabas a ver qué pasaba. Si no pasaba nada, avanzaban un poco más”.
Luego enumera sus “travesuras”: en el Mundialito de 1980, por ejemplo, usó un jingle distinto al oficial. También padeció “lo que pueden llamarse amonestaciones por cosas que había dicho, por pequeñas jugaditas que hacía en el micrófono que la dictadura más o menos captaba pero no eran demasiado graves”. Una vez un jugador de Defensor de apellido Filipini le hizo dos goles a Nacional y tras el partido Víctor Hugo lo entrevistó. Cuando se despedían, el futbolista dedicó sus goles a su hermano que estaba preso en el penal de Libertad y a los demás detenidos. VHM respondió: “Muy bien recibido, vayan sus saludos”. Lo citaron de una unidad militar, lo tuvieron cuatro horas esperando hasta que por fin lo recibió un coronel que tenía la grabación de aquella entrevista. Víctor Hugo cuenta en su nuevo libro que él le explicó al militar que Filipini lo había sorprendido y que su saludo solo había sido un formulismo. El coronel lo rezongó: le dijo que tenía tarjeta amarilla y lo dejó ir para su casa. Filipini, en cambio, no volvió a jugar en el Centenario.

La política del fútbol

Víctor Hugo irrumpió con fuerza en los medios uruguayos entre 1974 y 1975, cuando murió Carlos Solé. Su ascenso desplazó a un segundo plano a Héber Pinto, el otro gran relator de entonces.
Uruguay vivía bajo una dictadura militar desde 1973. La libertad de prensa había sido sustituida por un duro régimen de censura. No se podía escribir nada que hiciera sombra al gobierno. Por supuesto: estaba prohibido hacer cualquier mención al golpe de Estado, la falta de libertades, los presos políticos, la tortura en cárceles y cuarteles, la proscripción de partidos y dirigentes. Pero también estaban vedados cientos de otros tópicos: cualquier noticia internacional que pudiera asociarse a lo que aquí ocurría, todo aquello sospechoso de izquierdismo, manifestaciones artísticas “foráneas”, toda mención a una larga lista de personalidades proscriptas...
Con ese panorama, los medios de comunicación se tornaron fríos y aburridos. En los noticieros de televisión se leían los comunicados oficiales del gobierno o de las Fuerzas Armadas. La opinión prácticamente desapareció del mapa. ¿Quién iba a opinar si no se permitía hablar de nada? No se podía criticar al gobierno, claro, pero tampoco a las intendencias, los entes, los servicios públicos, la educación, los hospitales, la programación de Canal 5…
Ése era el panorama cuando Víctor Hugo revolucionó el periodismo deportivo. Aunque Héber Pinto (“el relator que televisa con la palabra”) era excelente y muchas de sus imágenes todavía son recordadas por los que pasamos los 40 (“voló como un Caravelle”), Víctor Hugo lo desplazó rápido. Tenía una voz clara y potente, velocidad, inteligencia, imaginación. Sus trasmisiones y su programa nocturno Hora 25 eran dinámicos en extremo gracias a un equipo de producción muy numeroso, una novedad en la radio deportiva uruguaya. “Tenían toda la trasmisión del fútbol del fin de semana guionada y libretada, como nunca antes se había hecho. Se buscaba una sincronización y una prolijidad que no eran características de las emisiones deportivas”, recuerda el periodista Joel Rosenberg en el libro Un grito de gol, la historia de relato de fútbol en la radio uruguaya.
Pero, más importante aún, Víctor Hugo encontró una mina de oro: en un país donde informar era leer comunicados militares, descubrió que no había nada que impidiera informar y opinar sobre los avatares internos de la Asociación Uruguaya de Fútbol, sobre lo que hacían, decían y votaban los dirigentes de sus clubes. A ellos se los podía criticar, incluso con la mayor dureza: nadie lo había prohibido.
Esa apuesta le deparó un éxito demoledor. Uno miraba Telenoche 4 yendo de bostezo en bostezo, escuchando como se leían los comunicados oficiales (“adelante Asadur desde Casa de Gobierno”), hasta que aparecía Víctor Hugo: con su rico lenguaje y su voz potente denunciaba el horroroso manejo de la AUF, acusaba a dirigentes por ineptos y corruptos, exigía responsabilidades. Aquello no era política, claro. Pero, en aquel país anestesiado, se parecía. La gente lo escuchaba porque era el único ámbito en todo Uruguay donde había información, opiniones tajantes, graves acusaciones y un aire de libertad.
“En poco tiempo Víctor Hugo Morales cambió el estilo del periodismo deportivo, confiriéndole un tono editorialista, asertivo, más gritón que razonable, que ganaría no pocos adeptos desde entonces”, dice Luciano Álvarez en su Historia de Peñarol. Y continúa: “Creyéndose más periodista que relator, intuitivamente descubrió que, en aquellos años de dictadura y silencios, la opinión era una mercadería escasa y necesaria. Si se manejaba bien y se aplicaba solo al fútbol, además era inocua para el régimen, y hasta lo ayudaba”.

Los malos de la película

Desde 1973, Peñarol dominaba el fútbol ganando un Campeonato Uruguayo detrás de otro, gracias a su goleador Fernando Morena. A nivel internacional, en cambio, Uruguay había comenzado un serio declive tras el fracaso en la Copa del Mundo de Alemania 74.
El periodismo editorializante de Víctor Hugo Morales necesitaba culpables. Y los encontró en Morena y el presidente de Peñarol, Washington Cataldi.
Víctor Hugo trabajaba en un grupo económico poderoso, tanto como el Clarín de hoy. Relataba en radio Oriental, aparecía en Telenoche 4, el noticiero más visto del país, y a medianoche conducía Hora 25 otra vez en Oriental. Canal 4 y radio Oriental eran de la familia dueña de radio Montecarlo, la más escuchada. A su vez comenzó a escribir en Mundocolor, un vespertino de los mismos propietarios que el diario El País y Canal 12. Tenía un pie en cada uno de los dos mayores conglomerados de medios del Uruguay.
Los ataques de aquel periodista omnipresente eran tremendos. Sus críticas eran de una virulencia extrema, lo que retroalimentaba su popularidad. Al golero de Peñarol, Walter Corbo, otra de sus víctimas favoritas, le decía cosas terribles. Según el propio Víctor Hugo consigna en El Intruso, un libro autobiográfico que escribió en 1979 (¡tenía 31 años!) le dedicaba frases como:
- No, Corbo, eso es para goleros inteligentes.
Los ataques a Morena eran más duros todavía y se prolongaron durante cuatro años de sistemático acoso. Azuzaba a los defensas de los otros clubes para que lo marcaran a “cara de perro”, es decir que lo golpearan. Lo señaló como único culpable de que Uruguay no clasificara al Mundial de Argentina 78. “Lo mató la responsabilidad. Se asustó”, escribió en Mundocolor el 3 de marzo de 1977 cuando la selección perdió en Bolivia y quedó fuera de la Copa del Mundo. Agregó de Morena: “No existió. No luchó. No goleó. No vivió. Se… puso lívido”.
Así escribía aquel VHM.
(Luego se arrepintió. En su libro El Intruso dice respecto a sus críticas a Morena y Corbo: “No había tenido toda la razón. Para muchos, ninguna. Había exagerado, por lo menos”. Y en su nuevo libro anota: "Me parece aborrecible en general el rol de la prensa cuando hostiga. No me gusta asediar ni siquiera a alguien que no me cae bien").
Cataldi, mientras tanto, era su mayor enemigo entre los dirigentes. Aunque los enjuiciaba a todos, Cataldi –el inventor de la Copa Libertadores de América- representaba según Víctor Hugo toda la corrupción del fútbol uruguayo. Yo, que era un adolescente, seguía cada noche el culebrón de Víctor Hugo con esquizofrenia. No toleraba sus injustos ataques a Morena, que era mi ídolo. En cambio, llegué a creer que Cataldi era una especie de monstruo que debía ser eliminado a toda costa para bien del Uruguay.
Esa era la trampa de la propuesta de Víctor Hugo, tan funcional a los intereses de la dictadura. Mientras en el Uruguay pasaban cosas terribles, él construyó un mundo paralelo, donde habitaban unos tipos siniestros y mafiosos, que no tenían nada que ver con el régimen. Eso era exactamente lo que la dictadura necesitaba. Mientras Uruguay se sumergía en una agobiante realidad, la popularidad de Víctor Hugo aumentaba y todos los que crecimos escuchándolo creíamos que el Mal se llamaba Cataldi.
Según lo que cuenta en su nuevo libro, Víctor Hugo siempre tuvo muy presente lo que implicaba la dictadura. No lo creo. Cataldi era uno de los diputados del Parlamento que los militares disolvieron cuando consumaron el golpe en 1973. Lincoln Maiztegui -en el tomo 4 de Orientales, una historia política del Uruguay- recuerda que Cataldi estuvo entre las personalidades que en setiembre del 73 firmaron una carta pública reclamándole a la dictadura el libre funcionamiento de los partidos. Era, desde el golpe de Estado, un ciudadano proscripto, con sus derechos recortados. Claramente, Víctor Hugo nunca lo tuvo en cuenta.

Coincidiendo con Rapela

Lo más significativo ocurrió en 1978 y quedó registrado por el propio VHM en El Intruso.
Cansados de sus “ataques sistemáticos”, en julio de 1978 los dirigentes de la AUF decidieron quitarle a Víctor Hugo la autorización para relatar durante un mes y medio.
En el libro Un grito de gol de Rosenberg, publicado en 1999, el periodista-relator declara que “el régimen militar había apoyado la medida. En este país nadie se hubiera animado a hacer nada si no le hubiesen hecho un guiño positivo los militares”.
Pero tal afirmación es desmentida por él mismo en El Intruso.
Dado que VHM era el periodista más popular del país, la decisión de suspender su derecho a relatar provocó un escándalo. En forma insólita, en un país donde había miles de presos y destituidos por razones políticas y nadie decía nada, de golpe volvió a hablarse de libertad de trabajo. En el diario El País -según consigna el propio VHM en su primer libro-, Julio César Espínola, un integrante del Consejo de Estado (el órgano títere de la dictadura colocado en lugar del Parlamento) dijo al otro día que la medida era “un atropello”. Y el ex presidente de facto Alberto Demichelli afirmó que la Constitución amparaba a VHM.
El mismo día El País publicó una entrevista a Víctor Hugo.
-¿Y su libertad de trabajo? –le preguntó el periodista.
-Voy a luchar por ella, de acuerdo con las leyes de mi país… -respondió.
En otro pasaje, Víctor Hugo afirmó, conmovido:
-En este momento se me ha ocurrido pensar en mi país. Lo único que le faltaba a los dirigentes del fútbol era comprometer su imagen, por una simple revancha.
En aquellos años, políticos como Wilson Ferreira recorrían el mundo denunciando la falta de libertades, los presos políticos, la tortura, los desparecidos. Y a Víctor Hugo Morales le preocupaba la imagen del país porque él no podía entrar al estadio.
El mismo pensamiento tenía el temido general Julio César Rapela, jefe del Esmaco, el Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas.
Tal como se relata en El Instruso, el militar recibió a Víctor Hugo y le aseguró que la decisión de la AUF no tenía nada que ver con el gobierno o el poder militar. Por el contrario, el gobierno estaba preocupado por sus consecuencias. “Mire (…) este asunto para nosotros es importante sólo en la medida en que afecte la imagen del país”, le dijo Rapela. “Porque no es posible que se afecte la imagen del país por una cuestión de intereses”.
VHM concurrió a aquella entrevista junto con Carlos Giacosa, el conductor de Telenoche 4. “Ustedes pueden tener la seguridad de que si las leyes los amparan, serán amparados”, les dijo el general.
Finalmente, el 19 de julio de 1978 el presidente de facto Aparicio Méndez revocó la decisión de la AUF y lo autorizó a volver a relatar.
Ante esta decisión Víctor Hugo –según escribió el 20 de julio en Mundocolor- sintió vergüenza. Pero no por haber tenido que ser amparado por un gobierno que violaba todos los derechos que él mismo invocaba.
“Sentí una cierta vergüenza por haber distraído (a) nuestros gobernantes en un tema infinitamente menor al que les ocupa día a día”, escribió.
Agregó: “El gobierno nacional no me ha condecorado, ni respaldado. Debió actuar muy por encima de eso (…) Sería veleidoso suponer que conocen mis crónicas. Por eso las felicitaciones están de más, son casi absurdas. Yo no fui respaldado en mi prédica. Apenas (pero eso sí, grandemente) fui defendido en los mismos derechos que usted goza…”
¡Los mismos derechos que usted goza!
Como dijo el propio Víctor Hugo a la revista Noticias hace un par de semanas: no se trata de ser un héroe frente a una dictadura, pero nadie te obliga a ser alcahuete.

"Un tal Tarigo"

Quizás por todo lo anterior, las referencias a aquel período profesional de VHM sean tan escasas en su nuevo libro. Sus reflexiones sobre el periodismo en la dictadura también son pocas y pobres. Cuando nombra a Enrique Tarigo, un abogado y periodista que –él sí- fue un verdadero héroe en la lucha por la democracia, lo hace en forma casi despectiva: “había un tal Tarigo”, escribe. Y de su actuación personal de aquellos años faltan demasiadas páginas de El Intruso que hoy es mejor no recordar.
No solo a los tupamaros y a los militares les falta sinceridad para hablar de aquellos años. Víctor Hugo podría hacer un ejercicio de memoria e introspección antes de seguir repartiendo y quitando carnéts de dignidad de prensa.

Relato Oculto. Las desmemorias de Víctor Hugo Morales. La dictadura.Artículo de Leonardo Haberkorn. Fue publicado también por el semanario Voces en su edición del 24 de abril de 2010.
Más y más completa información sobre este tema, en el libro "Relato Oculto".

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8.8.09

El Gladiador

Julio Ribas, Gladiador, Peñarol
Todas las mañanas bien temprano, aún en invierno, cuando llueve y hay helada, Julio Ribas sale al jardín de su casa en traje de baño, se para en el borde de la piscina y grita bien fuerte: «¡¡¡ESTOY EN GUEEERRAAA!!!». Luego se zambulle en las gélidas aguas.
Silvana, su esposa, le pide que no lance esos alaridos, porque teme que los vecinos se quejen. Pero Ribas no le hace caso. Para él, todas las personas del mundo están en guerra, sólo que algunos tienen la valentía de asumirlo y otros no. Él lo asume.
Ribas es el director técnico de Peñarol. Para muchos es el entrenador más polémico del país. A pesar de sus éxitos o precisamente por ellos. Se hace llamar El Gladiador. Hoy, cuando el fútbol se ha transformado poco menos que en una ciencia de laboratorio, él sostiene que es una guerra. Donde un técnico como el argentino Marcelo Bielsa ve un tablero de ajedrez lleno de estrategias por tramar, Ribas ve un campo de batalla. Él piensa que para ganar lo más importante es que sus “gladiadores” estén convencidos de que son invencibles. Y que sean capaces de dar lo máximo en cada jugada.
«Lo más parecido al deporte profesional está en el Coliseo romano», me dijo Ribas en Los Aromos. «Los que entran a un estadio no son ni azafatas ni modelos, son guerreros. ¡Guerreros! El fútbol es vida o muerte, deportivamente. Es uno u otro. No existe un gris».
Viéndolo así, su carrera es una suma de muertes y resurrecciones, triunfos y derrotas. Quizás todo dependa de lo motivados que estén los jugadores con su discurso.
Mi primer encuentro con Ribas fue en abril. Entonces Peñarol iba en las primeras posiciones y el objetivo de reconquistar el Campeonato Uruguayo -tras cinco años de fracasos con otros entrenadores- parecía cercano.
Ribas reunió a los futbolistas en la mitad de la cancha. No había público. Sólo se escuchó su arenga:
–¿Qué precio están dispuestos a pagar para ser campeones? ¡Yo pagaría lo que fuera! Siempre hay un precio por lo que querés y nosotros lo pagamos en cada entrenamiento. ¡Cada uno tiene que ser como si fuera el último!
Comienza la práctica. Hay que correr más, grita Ribas:
–¡Vamos que son jóvenes, les tienen que salir las tripas de la boca!
Un jugador falla en una jugada y agacha la cabeza, apesadumbrado. Es el tipo de cosas que Ribas no acepta en un «gladiador». Su voz truena:
–¡No agaches la cabeza! ¡La vida no es para lamentarse! ¡Es para buscar otra oportunidad!
Ahora ordena un ejercicio: los suplentes deben retener la pelota; los titulares, quitársela. Con el cuello de la remera levantado como malevo de tango, Ribas ordena comenzar. El arquero suplente le pasa el balón a uno de sus jugadores. Ribas empieza a gritar como si aquello fuera la final de la Copa del Mundo:
–¡Presione! ¡Presione! ¡Presione!, ¡Presiónalo! ¡Presiónalo!, ¡Presiónalo!, ¡Presiónalo!, ¡Presiónalo ya!, ¡Presiónalo ya!, ¡PRESIÓNALO YA!, ¡PRESIÓNALO A MUERTE!
Antes de irse a bañar, los futbolistas practican tiros al arco. Ribas se para detrás de la portería. A cada uno que va a patear, lo desafía:
–¡Acá estoy yo, el monstruo! ¡Soy el ogro y no pueden soportar esta presión!
Ribas confía más en sus mensajes que los esquemas de juego o en las complicadas jugadas de laboratorio. «Si al jugador le llegás al alma, vas a ganar con la táctica y la estrategia que sea, el sistema sale solo», le dijo a un joven admirador que fue a Los Aromos a pedirle consejo sobre cómo entrenar a un club infantil. Si el escritor y periodista mexicano Juan Villoro escribió que los equipos que dirige el holandés Cruyff son como un cuadro expresionista abstracto en el que cada futbolista incorpora un color, de los equipos de Ribas podría decirse que son como un ejército medieval en el cual cada jugador ayuda con toda su fuerza a impulsar el ariete que golpea una y otra vez contra la fortaleza enemiga. Ribas lo llama «fútbol vertical». La pelota siempre es impulsada hacia adelante, contra el arco rival. Nada de elaboradas jugadas ni de sucesivos pases laterales de pelota. Siempre al frente, nunca para el costado.
Por entonces, Peñarol había ganado los últimos dos partidos que había jugado. Y luego ganó otro. Pero de todas maneras su juego había sido horrible según la mayor parte de la prensa. Sin embargo, Ribas no acepta ese tipo de críticas. A él le parece ridículo pretender que el fútbol tiene una dimensión estética.
–La estética es muy subjetiva, agradar a todos es imposible. Lo que cuenta, en la vida y el deporte, es la eficacia: hacer goles y que no te los hagan.
En su blog hay una frase que lo resume todo: “Ganar no es lo más importante. Es lo único”.
Uno de sus libros de cabecera es El arte de la guerra, del chino Sun Tzu, un clásico con 2.500 años de antigüedad. Tiene un ejemplar en su mesa de luz, junto con una biografía de Jesús, el Manual del Guerrero de la Luz, de Paulo Coelho, y otra media docena de libros a los que vuelve una y otra vez. «Sun Tzu dice algunas verdades universales», me explicó al término de un entrenamiento. «Una de ellas es que la invencibilidad está en uno mismo y la vulnerabilidad en el adversario. Los guerreros en la antigüedad primero se tornaban invencibles, para después ir por la victoria. Vos primero tenés que forjarte un hombre con una autoestima increíble. Y ella te va a dar la capacidad de jugar al fútbol de la mejor manera. Ése es el camino».
–¿Qué piensa cada mañana cuando se mira al espejo? –le pregunté.
–Que soy el mejor. No podría luchar por mi familia, por mis hijos, por mi equipo que es tricampeón del mundo y pentacampeón de América, si no lo sintiera.
En su blog Ribas se presenta como «el Gran DT», «¡Multicampeón!» y «¡Hombre récord!». Su ambición es llegar un día a ser campeón del mundo. «Hasta que no lo consiga no va a parar», me dijo su esposa.

Primer bloque del reportaje sobre Julio Ribas escrito por Leonardo Haberkorn. Fue publicado en la edición de agosto de 2009 de la revista Bla. Integra el libro Crónicas de sangre, sudor y lágrimas.
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17.2.08

Corre Ghiggia corre

Alcides Edgardo Barreiro, Alcides Edgardo Bentancor, Alcides Edgardo Caraballo, Alcides Edgardo Chans, Alcides Edgardo Di Ciocco... En Uruguay la guía telefónica está llena de personas llamadas Alcides Edgardo en honor a Alcides Edgardo Ghiggia, el campeón del mundo, cuya hazaña no hay uruguayo -ni brasileño- que no conozca.
Quizás por eso la noticia golpeó tan fuerte. “Ghiggia remató medallas de su glorioso pasado deportivo”, tituló el diario La República el 5 de junio.
“Ghiggia –decía la crónica- debió desprenderse de varios recuerdos que atesoraba de su glorioso pasado deportivo y remató varias medallas para lograr ingresos que le permitieran solucionar problemas impostergables...”.
La medalla más valiosa fue rematada en 1.600 dólares y la compró un integrante de la empresa Tenfield, propiedad del polémico Paco Casal, magnate del fútbol, representante de la inmensa mayoría de los jugadores uruguayos de hoy y de los derechos de televisión de todas las actividades de la Asociación Uruguaya de Fútbol. Era la medalla que Ghiggia había ganado por la hazaña de Maracaná.

Rio de Janeiro, 1950
Ocurrió el 16 de julio. Ese día Brasil y Uruguay jugaban la final de la Copa del Mundo en el estadio de Maracaná, especialmente construido para la ocasión y con 200.000 personas en sus tribunas. Brasil había organizado el Mundial para ser por primera vez campeón del mundo. Y estaba a punto de conseguirlo.
La selección brasileña había ganado sus dos partidos anteriores por goleadas históricas: 6 a 1 a España y 7 a 1 a Suecia. Era la prueba de que aquel equipo era invencible. Uruguay, el otro finalista, apenas había derrotado 3 a 2 a los suecos y con los españoles tan sólo había empatado 2 a 2. La consagración de Brasil como campeón mundial era un hecho y el partido contra los uruguayos un mero trámite.
Pero las cosas no salieron como el mundo entero esperaba y el principal responsable fue Ghiggia.
Los brasileños lo conocían poco. Sabían todo sobre Obdulio Varela, el veterano capitán uruguayo, de temple legendario. Pero Ghiggia era joven, nuevo en la selección, recién hacía un año que era titular en Peñarol. Cuando llegó a Brasil para jugar la Copa del Mundo todavía era un don nadie en el mundo de fútbol. Pero ya en el primer partido de Uruguay hizo un gol. Y en el segundo hizo otro. Y en el tercero otro. Todavía hoy aparece en las estadísticas de la FIFA como uno de los dos únicos futbolistas que llegaron a jugar una final de la Copa del Mundo e hicieron goles en todos los partidos que disputaron en ese mundial.
El cuarto partido de Ghiggia en aquella Copa del Mundo fue la final contra Brasil.

Las Piedras, 2002
Las Piedras queda a 40 kilómetros de Montevideo. Es una pequeña ciudad rodeada de granjas y viñedos, de oficinistas y obreros que se levantan temprano para ir a trabajar a la capital. Una ciudad de gente humilde. Allí vive Ghiggia desde hace tres o cuatro años, cuando dejó Montevideo.
Todos lo conocen. Dicen que para encontrarlo hay que preguntar en el último puesto de la feria, al lado de las vías del tren.
La feria de Las Piedras es el refugio de los desempleados. Algunos montan allí su puestito para ganarse la vida vendiendo baratijas. Otros van allí a gastarse sus pocos pesos.
A lo largo de dos cuadras, se venden los productos más baratos: ropa made in China, zapatillas de marcas falsas, sospechosos whiskys fabricados en Brasil, refrescos de contrabando. El último puesto, que vende ropa de bebé barata, es atendido por una mujer joven. Es la esposa del viejo campeón.

Rio de Janeiro, 1950
Ghiggia era el puntero derecho. En el vestuario, antes de pisar el césped de Maracaná, el técnico y sus compañeros se pusieron de acuerdo en pasarle la mayor cantidad de pelotas, con envíos largos, porque su velocidad era la carta de triunfo de Uruguay. “Cuando se previeron los movimientos colectivos, hubo acuerdo en que el partido estaba por la derecha, ahí recaería el juego. (Ghiggia) se hallaba en su esplendor físico y técnico y era sabido por todos que no temía a Dios ni al diablo”, relata Franklin Morales en su libro Maracaná, los laberintos del carácter, la investigación más completa sobre lo que ocurrió aquel día.
El primer tiempo terminó cero a cero y, apenas un minuto después de iniciada la segunda parte, llegó el gol de Brasil. Todos esperaban que llegara otro gol brasileño y otro y otro y otro, pero entonces apareció Ghiggia.
En el minuto 65, Obdulio le pasó la pelota. El puntero dejó atrás a Bigode, su marcador, y enfiló hacia el área brasileña. Al llegar, mandó con precisión la pelota al medio, para Alberto Schiaffino, que pateó y empató el partido.
La igualdad todavía hacía campeón del mundo a Brasil. Pero 13 minutos después, Ghiggia volvió a escapar con la pelota en una electrizante corrida que duró apenas seis segundos pero que, más de medio siglo después, no hay amante del fútbol que no la conozca.
Desde entonces, todos los 16 de julio las radios uruguayas vuelven a emitir el relato de aquella jugada, la más mítica de la historia de la Copa del Mundo:
“Defiende Tejera. Vuelve para Danilo. Danilo perdió con Julio Pérez, que entregó inmediatamente en dirección de Míguez. Míguez devolvió a Julio Pérez que está luchando con Jair, todavía dentro del campo uruguayo. Dio para Ghiggia. Ghiggia devuelve a Julio Pérez que da en profundidad al puntero derecho. ¡Corre Ghiggia! ¡Corre Ghiggia! ¡Se aproxima al arco de Brasil y tira! ¡Gol! ¡Gol de Uruguay! ¡Ghiggia! Segundo gol de Uruguay. Dos a uno, gana Uruguay...”

Gol del siglo, Maracaná, Ghiggia, Barbosa
Ghiggia acaba de convertir el gol del siglo.

Montevideo, 2002
El anuncio de que Ghiggia había rematado su medalla de Maracaná desató una tormenta en Montevideo.
En pocos días, el diario El País, el más influyente y de mayor circulación en Uruguay, editorializó dos veces al respecto. Dijo que la noticia de la subasta “estremeció a todos los uruguayos y les llegó a las fibras más íntimas” y llamó a todos a contribuir para solucionar “la difícil situación económica por la que atraviesa Ghiggia”.
No todos estuvieron de acuerdo y la polémica se extendió. En el semanario Búsqueda un lector dijo que Ghiggia no merecía ayuda: “la venta es un insulto, es una cuestión de ética, esas cosas no se venden”.
Pese a todo, la noticia fue manejada con pudor por la prensa. A diferencia de lo que habría pasado en la vecina Argentina, ningún medio ahondó en cuáles eran las miserias económicas que motivaban el gesto desesperado, ni se publicaron detalles de la vida privada de Ghiggia, de la que el público poco conoce. La mayoría, en cambio, cargó las tintas contra el Estado y el pueblo en general por no saber retribuir a su gran campeón.
“Nunca el pueblo y el país le dio el apoyo material que debería haber tenido por ser una verdadera leyenda”, escribió un empresario que anunció que estaba dispuesto a comprar la medalla para devolvérsela a Ghiggia.
Fueron tantos los reclamos de una mayor ayuda oficial a Ghiggia, que el viceministro de Educación y Cultura detalló en la televisión todo lo que Uruguay le ha dado a los campeones de Maracaná.
Mientras, la noticia daba la vuelta al mundo. El mismo 5 de junio Folha de Sao Paulo informó del remate en su página de internet. Y el Corriere Della Sera tituló en su edición del 9 de junio: “Ghiggia è in miseria. Ha venduto tutto per poter sopravvivere”.
“Hoy, en su país, no ha encontrado quien lo ayude y se ha visto obligado a ‘empeñar la gloria’ para comer. ¿Dónde murió la solidaridad?”, escribió el periodista italiano.

Roma, 1953
Ghiggia fue rico. Nació en 1926 en una familia de clase media, en la época dorada del Uruguay, y vivió una infancia sin privaciones.
De adolescente jugó al básquetbol, pero luego se hizo futbolista y en 1948 llegó a Peñarol: al año siguiente ya se consagró campeón uruguayo con la camiseta amarilla y negra, la más popular del país junto con la de Nacional, el otro grande del fútbol uruguayo. Su excepcional habilidad y velocidad lo llevaron muy rápido a la selección nacional. Luego del triunfo de Maracaná, volvió a Peñarol y en 1951 ganó otra vez el Campeonato Uruguayo. Ya entonces cobraba muy buen dinero.
“En Peñarol yo ganaba 800 pesos por mes. Y eso era plata, eh, mire que yo salía con otro muchacho y nos íbamos de garufa con diez pesos, y éramos unos reyes. Creo que el peso estaba a la par del dólar”, relató Ghiggia en una de las pocas y raras entrevistas que ha concedido en Uruguay en los últimos años.
En 1953 dejó Peñarol para ir a jugar a la Roma de Italia. En aquella época, muy pocos futbolistas sudamericanos eran contratados en Europa. Pero Ghiggia -después de Maracaná- era una figura de prestigio mundial.
Su contratación marcó un antes y un después en la historia del club italiano. En la página de internet de la Roma, el periodista Franco Dominici cuenta cómo fue la llegada de Ghiggia a Italia. Un telegrama confirmó la transferencia desde Peñarol en momentos en que el presidente del club, Renato Sacerdoti, dirigía una asamblea de fanáticos. Cuando alguien le alcanzó el telegrama, interrumpió la conversación y pidió silencio. Cuando todos callaron, hizo el anuncio solemne: “hace pocas horas se ha concretado la contratación de un famoso campeón del mundo: ¡Alcide Ghiggia!”. La asamblea estalló en un atronador aplauso.
El 13 de julio de 1953 la hinchada de Roma lo estaba esperando en el aeropuerto. Existía tal expectativa, que al otro día 55.000 tifossi fueron a verlo debutar en un partido amistoso contra el club inglés Charlton. Todavía no había firmado contrato, pero no pudo negarse a jugar.
Permaneció nueve años en Italia: ocho temporadas con la Roma –con el que ganó una copa europea- y una en el Milan –con el que fue campeón italiano. Por sus actuaciones, y aprovechando su origen, fue convocado a defender a la selección nacional. Económicamente, allí ganó mejor que en Peñarol. “Allá ganaba más”, relató en la misma entrevista. “En dos años hice doce millones de liras. No sé cuanto era, pero sé que me favorecía”.

Las Piedras, 2002
“Lo dramático de este hombre es que no tiene donde vivir, ¡con todo lo que ganó en su vida!”, dice su esposa, mientras nos lleva a la casa donde viven.
Hace dos años que están casados y seis que viven juntos. Hoy ella tiene 30 años y Ghiggia, aunque aparente menos, ya cumplió 75. Se conocieron en una academia de choferes de Las Piedras, donde hasta hace no mucho el héroe de Maracaná daba clases de conducir.
Cuando se le pregunta a Ghiggia cómo un hombre de su edad conquista a una mujer de 30, sólo sonríe.
Es una pequeña vivienda, alquilada. Adentro, cinco chicas jóvenes –estudiantes de cine- rodean a Ghiggia y le explican que quieren hacer una película sobre su vida. El campeón asiente.
Los muebles son baratos, pero todo está limpio y ordenado. Hay teléfono, heladera y un estéreo demasiado grande para lo reducido del lugar. Sobre la chimenea no hay fotos familiares: no hay imágenes de los dos hijos de Ghiggia ni de sus cuatro nietos. En cambio, hay un gigantesco retrato de él mismo, de la época en que era campeón del mundo, y una decena de plaquetas y pequeños trofeos que en todos los casos repiten dos palabras: Ghiggia y Maracaná.
Ghiggia no viste prendas de marcas italianas como los futbolistas uruguayos de hoy, pero no está mal vestido. Su ropa no será cara, pero es nueva, está limpia y bien planchada, y los colores combinan.
Físicamente, Ghiggia se mantiene impecable. Dice que todas las tardes sale a trotar por las tranquilas calles de Las Piedras. Hasta no hace tanto, todavía jugaba al fútbol de salón. Y se tiñe el pelo para que se lo vea tan negro como aquellos años, cuando jugaba en Roma.

Roma, 1953
“Fueron años de muy buena vida, en una ciudad preciosa, que me gustaba mucho, tanto la parte antigua como la nueva y la vi crecer. También fueron años de vida más notoria, menos privada, menos íntima, con el asedio de los paparazzi, ¿sabés?, siempre arriba tuyo, v siguiéndote día y noche, pero sobre todo de noche, claro. Salías a medianoche y la tropa de paparazzi iba atrás tuyo. Y una vida también llena de tentaciones, brava, muy brava, bravísima”.
Así resumió Ghiggia sus casi diez años en Italia en una breve biografía que, en el 50 aniversario de Maracaná, editó el diario El País en forma de librillo. Allí contó que en Roma tuvo tres Alfa Romeo: primero una coupé Superligera, después una convertible, después una Julieta. Que iba al boxeo. Que en el Palacio de los Deportes vio a Cassius Clay coronarse campeón olímpico. Que iba mucho a Cinecitá. Que conoció a Ana Magnani, a Gina Lollobrígida...
No le gusta contar mucho más que eso. Si uno le pregunta por su vida romana, Ghiggia da respuestas breves y cambia de tema. En cambio, la historia del club Roma escrita por Franco Dominici le dedica muchas líneas a Ghiggia.
“Jugaba bien, era brillante, gustaba a la gente, pero no podía incidir de un modo decisivo. Tenía la majestuosidad natural de un campeón del mundo; se enamoró locamente de Roma, creyó que podría conquistarla con su dribbling; vivía días sin renuncias; días de larguísimas tardes, de horizontes lejanos, de infinitos espacios a conquistar.
Le gustaba ser el centro de la atención.
Alcides Edgardo Ghiggia
Ghiggia en la prensa italiana en 1954
(tomado del sitio www.asromaultras.org)
Inauguró un bar en la calle del Tritone y la plaza Barberini, comenzó una serie de inversiones equivocadas (...) Dejó la Roma después de ocho temporadas, 201 partidos y diez goles, pocos en verdad. ¿Alcide había decepcionado? Absolutamente no: que no era un cañonero se sabía, que era un refinado inspirador de juego lo confirmó también en la Roma. Pero había habido momentos difíciles, debido sobre todo a sinsabores de carácter familiar y a gruesas complicaciones en la actividad que había emprendido. Alcides, en suma, no era un sabio administrador de sí mismo, y no sabía tampoco escoger los consejeros, los amigos, los colaboradores. En Roma fue amado, devino muy popular pero no ciertamente rico. Al contrario”.

Montevideo, 1963
Ghiggia volvió a Uruguay en 1963. Para ese entonces todos los campeones de Maracaná ya se habían retirado, todos menos él.
Sus excepcionales condiciones técnicas y físicas le permitieron seguir jugando hasta bien pasados los 40 años.
Franklin Morales dice que nunca volvió a ver un jugador de físico tan privilegiado. “Tenía las piernas muy altas, el tórax chico, era como un tentempié, era casi imposible de tirar, nunca caía. Su zancada era larguísima, era un galgo. Tenía, además, un coraje a toda prueba. Cuanto más le pegaban, más se agrandaba. Nunca volvió a haber un puntero como él”.
Ghiggia actuó en la primera división del fútbol uruguayo –en los clubes Danubio y Sud América- hasta el fin de 1968. Cuando se retiró faltaban apenas siete días para que cumpliera 42 años.
Al dejar el fútbol, Ghiggia tenía dos casas: una en El Pinar –un balneario- y otra en Montevideo. Pero no suficiente dinero como para no tener que trabajar. Los días de gloria habían terminado.
Como explicó el viceministro de Educación y Cultura cuando se supo del remate de la medalla, el Estado hizo con Ghiggia lo que ya había hecho con sus compañeros: le otorgó un empleo público, en los casinos municipales, donde el campeón trabajó hasta 1990, cuando se jubiló. También le concedió lo que en Uruguay se llama “pensión graciable”: una especie de subvención mensual que el Parlamento da a ciudadanos que la merecen especialmente. Hoy, entre la pensión y la jubilación, Ghiggia cobra unos 15.000 pesos por mes que, tras la devaluación que sufrió Uruguay en agosto, equivalen a 535 dólares. Es bastante más de lo que gana la mayoría de los uruguayos.
Ghiggia nunca ha dejado de tener esos dos ingresos, pero aun así ha tenido que vender sus cosas. Primero la casa en El Pinar. Después la casa en Montevideo. Después la medalla de Maracaná.

Las Piedras, 2002
“Este hombre es un infierno con el dinero”, dice su esposa. La joven explica que ahora ella lo obliga a administrarse mejor. “Con los 6.000 dólares que cobró por el libro, le hice comprarse un auto, porque sino la plata se le va...”.
Autos y mujeres son dos pasiones que lo han acompañado siempre.
“Los autos siempre me gustaron”, dijo en su biografía. Y quienes lo han conocido dicen que el campeón siempre tuvo una gran debilidad por las mujeres.
Era jugador de Peñarol cuando se compró su primer coche, un Ford Prefect, que después cambió por un Ford B 8 y después por un Pontiac, que era el que tenía cuando conoció a su primera esposa en la rambla de Montevideo.
Con ella se casó en 1952 y juntos fueron a Italia. Un periodista del diario Il Mattino recordó la impresión que causó la belleza de la esposa de Ghiggia al descender del avión (“una stupefacente moglie creola”).
Luego vino la etapa de los Alfa Romeo y algunos problemas.
Ghiggia fue acusado de haber seducido en un auto a una menor de edad y, aunque terminó absuelto, tuvo que rendir cuentas ante la justicia italiana. Ghiggia ha dicho que se trató de una burda maniobra para sacarle plata.
Al volver a Montevideo se divorció. Sus dos hijos –que no se quedaron a vivir en Italia como creen muchos uruguayos- nacieron de ese primer y trunco matrimonio. Pero no quieren hablar de su padre. Su hija Lilián, dueña de una clínica de belleza, rechazó tajantemente la idea de una entrevista. Dijo que ella y su hermano Arcadio y su madre nunca hablaron con la prensa y jamás lo harán y, muy molesta, cortó el teléfono.
Ghiggia se volvió a casar y enviudó en 1992. En el 96, en un coche-escuela, comenzó a darle clases de conducción a una jovencita. Los dos dicen que se gustaron y decidieron vivir juntos. Después se casaron. Y ella le aconsejó volver a comprarse un auto. Usado, claro.

Rio de Janeiro, 1950
En los últimos minutos del Mundial del 50, Ghiggia enloqueció a los brasileños, ante el silencio de un Maracaná que ya presentía la tragedia.
“Bauer atrasa para Juvenal. ¡Pelota para Ghiggia! Recibe en la punta derecha. Camina lentamente. No tiene ninguna prisa. Está ahora aquietando el juego. Viene Bigode. Danza Ghiggia sobre el cuero. Para acá, para allá. Continúa la pelota en los pies del puntero del Uruguay. Eludió a Bigode y entregó a Julio Pérez, que devuelve a Ghiggia...”
Cuenta Morales en su libro que el técnico uruguayo, desesperado, tuvo que pedirle que por favor no atacara más, que ayudara a sus compañeros en la defensa. Dicen que el entrenador dijo:
-Este loco quiere hacer el tercero.
Cuando terminó el partido, Obdulio fue a buscarlo y lo levantó en andas. El periodista Antonio Pippo, autor de una biografía del capitán uruguayo, cuenta que, pese a su proverbial parquedad, Obdulio le dijo dos veces:
-Si no era por Ghiggia ese partido no lo ganábamos nunca.
También Schiaffino, el más exquisito de aquellos campeones, afirmó lo mismo en una entrevista que hace un año le hizo el diario El Observador.
-¿Cuál fue la diferencia entre ustedes y los brasileños?
-Ghiggia. Jugó brillante. Su juego fue imponente. ¡Ah, fue una cosa increíble! Se comió a todos los que lo marcaban... Ghiggia era chiquito pero duro, y cómo corría...
Sin duda, los brasileños han sido más justos en reconocer su enorme mérito que los uruguayos, que siempre creyeron que aquel triunfo tuvo más que ver con la “garra charrúa” que con jugar bien al fútbol (y así nos ha ido).
Los brasileños, en cambio, con dolor aprendieron la lección correcta.
Ghiggia cuenta que la última vez que visitó Brasil, en el 2001, su pasaporte fue controlado por una joven, de unos 25 años. La muchacha vio su nombre y se quedó muda durante diez eternos segundos. Después le preguntó:
-¿Usted es Ghiggia?
-Sí.
-¿El de la final de 1950?
-Fue hace mucho tiempo...
-Sí, pero a nosotros todavía nos duele en el corazón.

Las Piedras, 2002
Hoy Brasil es el campeón del mundo. Pentacampeón. La esposa de Ghiggia lleva a las estudiantes de cine a conocer los lugares donde filmarán la película. Ghiggia se sienta en uno de los sillones y advierte que él las entrevistas las cobra.
- A los periodistas de Montevideo no les doy entrevistas porque no quieren pagar. Dicen que no tienen plata, pero a las figuras del extranjero sí les pagan. Además, acá han venido de Argentina, de Brasil, de Perú, de Norteamérica y a todos les cobré.
Es cierto. Un cineasta que hace un par de años llegó para filmarlo como parte de un documental sobre los más grandes futbolistas de toda la historia, le pagó 6.000 dólares. Pero yo le explico que este artículo es para una revista colombiana muy prestigiosa, que es una oportunidad para mí, y Ghiggia me dice que esta vez hablará gratis:
- No quiero que te pierdas una oportunidad de publicar un artículo en el extranjero. Pero decile a esa gente que Ghiggia siempre cobra.
- ¿Tiene problemas de dinero?
-No, yo no me quejo. Cobro la jubilación del casino y una pensión graciable que nos dio el Estado. Como está hoy el país, uno no puede pretender que le den más.
-¿Siente que los uruguayos ya no valoran lo que usted y sus compañeros hicieron?
-Uruguay se olvidó de Maracaná, sólo se acuerdan los 16 de julio. Pero no me importa. Yo sé lo que hice y lo que dejé de hacer. Con mi país cumplí.
Ghiggia se ríe. Explica que nació antes de tiempo, que si hubiera jugado en Italia en estos años sería millonario. Pero dice que no le molesta, que no extraña la fama ni el dinero, que sólo quiere vivir tranquilo. Lo que sí le molesta es que se metan en su vida personal. Que digan que está en la miseria. Que escriban que tuvo un bar en Italia. Que informen que remató la medalla de Maracaná. “Eso es mentira. El periodista que escribió eso no me llamó. Si me llamaba le muestro que tengo todas las medallas acá”.
(La verdad es que la medalla sí se remató y también la tiene Ghiggia. “Es una historia triste, muy delicada, sobre la que preferimos no hablar”, dijo un funcionario de remates Gomensoro, la firma que realizó la subasta. Pero confirmó dos cosas: que el remate se hizo y que quien compró la medalla se la volvió a dar a Ghiggia. Después de todo, el campeón de Maracaná es él).
Ghiggia prefiere hablar de fútbol, de su carrera, del famoso Peñarol del 49, del gol en la final del 50, de cómo casi no festejó en Maracaná porque se fue rápido a duchar, inconsciente de lo que acababa de protagonizar, de cómo se adaptó al fútbol europeo...
-Jugué hasta los 42 años...¡y pensar que dicen que hacía mala vida! ¡Cómo alguien va a jugar hasta esa edad si hace mala vida!
-Pero sí le gustaban mucho las mujeres.
-¡Y a quién no le gustan las mujeres! Yo no era mujeriego, pero uno era joven, se vestía bien...
Las jóvenes aspirantes a directoras de cine están de vuelta. Ghiggia las recibe con una sonrisa y un chiste. Dice que acaba de cobrarle 1.000 dólares al periodista y que ahora es el turno de ellas.
La entrevista termina. Ghiggia nos acompaña a la vereda. La última pregunta es para saber por qué no fue al entierro de Julio Pérez, otro de los campeones, fallecido apenas unos días atrás. “Estuve en el velorio, pero los entierros no me gustan”, dice. No puede saber que una semana después se irá otro de los “leones de Maracaná”, Eusebio Tejera.
Mientras se despide, pasa una chica del barrio y Ghiggia le hace una broma. Luego vuelve a su casa. Para entrar tiene que subir una pequeña escalera. Lo hace con ágiles saltos, casi corriendo, como queriendo demostrar que sigue siendo aquel puntero imposible de alcanzar.
Entra. En el pequeño living está el gran retrato de cuando era campeón del mundo.

Historias uruguayas - Ghiggia

Artículo de Leonardo Haberkorn, publicado en la revista colombiana Gatopardo, en 2002.
Es una de las 14 crónicas y reportajes que componen el libro  Historias uruguayas (Sudamericana, 2014).
También forma parte de Para gritar, para cantar, para llorar, una antología sobre los mundiales de fútbol editada en 2010 en Chile por la Universidad Adolfo Ibáñez y la editorial Uqbar.
Fue traducida al inglés para la antología The football cronicas, publicada en Londres en 2014.
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