Se ha puesto de moda hablar de la “teoría de los dos demonios”. No hay día en que no sea nombrada en los medios, casi siempre para denostarla sin mayores explicaciones. Si se dice de alguien que apoya la teoría de los dos demonios, entonces estamos frente a un cretino, un alcahuete de la dictadura: un facho, en pocas palabras.
Según la definición en uso, la teoría de los dos demonios es aquella que explica la violencia política de los años 60 y 70 por la acción de dos “demonios”, la guerrilla izquierdista y las fuerzas militares que las enfrentaron y las vencieron. En la tan denostada teoría, ambas fuerzas “demoníacas” son equiparadas: ambas provocaron un grave daño a una sociedad más bien indefensa, una empezó la violencia, la otra la continuó. Los años de horror que la sociedad vivió entonces –y los largos años de dictadura subsiguientes- serían responsabilidad del accionar de estos dos “demonios”.
Hoy es “políticamente correcto” descalificar esta teoría, cuyo trasfondo es un poco más complejo de lo que pretenden los actores políticos y los periodistas que la critican a diario.
Es cierto, una de las lecturas de la famosa teoría es injusta. Al equiparar la acción de los dos “demonios”, se pone en pie de igualdad a los guerrilleros y a los represores militares. Y una cosa no fue igual a la otra. El terrorismo de Estado llevado adelante por la dictadura cívico-militar merece una triple condena por su acción más general, más extendida en el tiempo y en el espacio y, sobre todo, por haber cometido los crímenes más abyectos valiéndose de todo el aparato estatal y público, todos los servicios que debieron usarse para bien de la sociedad y no para andar violando presas, desapareciendo gente y secuestrando bebés.
La otra lectura de los dos demonios no es tan sencilla como se pretende en estos días. La teoría culpa del desastre político que nuestros países vivieron desde los 60 hasta mediados de los 80 a dos fuerzas “demoníacas”: la guerrilla izquierdista y las fuerzas armadas. El resto de la sociedad habría sido una víctima pasiva del accionar de los dos demonios violentistas.
No fue así, dicen quienes descalifican a diario a esta teoría. Explican que los dos “demonios” no nacieron de la nada, no aparecieron por decisión divina, hubo muchos otros responsables del desastre político que comenzó a fines de los 60. Toda la sociedad fue responsable, concluyen. Todos tenemos parte de culpa, ése es el mensaje de fondo.
Algo es cierto: en la carrera hacia el abismo que Uruguay emprendió en aquellos años hubo otros responsables. Hubo una clase política envuelta en el clientelismo y la corrupción, hubo una sociedad que toleró con pasividad el deterioro de las instituciones, una prensa insoportablemente maniquea.
Es cierto.
Pero eso no quiere decir que toda la sociedad tenga las mismas culpas. En aquel desastre hubo responsabilidades distintas. Eso es lo que se olvida hoy. Eso es lo que omiten los directamente implicados. Eso es lo que no dicen los periodistas políticamente correctos que hoy abundan y sobreabundan.
No es lo mismo defraudar impuestos que torturar, no es lo mismo ser un periodista pusilánime que hacer desaparecer gente, no es lo mismo quedarse en la casa mirando televisión que salir a matar inocentes.
¿Somos todos responsables? Los uruguayos menores de 33 años no habían nacido cuando Bordaberry (sí, papá Bordaberry) clausuró el Parlamento. Los que tienen 21 años ni siquiera vivieron un solo día de la dictadura.
Yo no había nacido cuando los tupamaros asaltaron el Club de Tiro en Colonia Suiza, tenía siete años cuando ejecutaron a Pascasio Báez, nueve años cuando el golpe de Estado, 12 cuando asesinaron a Michelini y Gutiérrez Ruiz, 20 cuando torturaron hasta la muerte a Vladimir Roslik a pesar de que la pesadilla ya terminaba.
Para los que hoy tenemos entre 38 y 50 años la dictadura fue un espantoso regalo que recibimos sin haberlo pedido ni ganado, un tedioso paréntesis en el que todo estuvo prohibido, la política y el pelo largo, los libros de Traversoni y los de Benedetti, los discos de Los Olimareños y los de los Sex Pistols. Víví desde los 9 hasta los 21 años en un régimen en el que podías ir preso hasta por estar sentado en el cordón de la vereda, solo o con amigos. Ahora gracias a una nueva ley yo tendré que pagar para reparar los daños que hicieron otros. Qué curioso: siempre había pensando que ellos tendrían que pagarme el daño que me hicieron a mí.
Los dos “demonios” no son los únicos culpables, eso es cierto. Y a esta altura, sería bueno que todos los implicados asumieran su cuota parte en el asunto.
Sería bueno que los partidos dejaran de lado de una vez por todas a los políticos que permitieron que la democracia uruguaya cayera en aquella bajada. Hubiera sido tan bueno que la gente no los votara una y otra vez, hasta hoy.
Sería bueno oír la autocrítica de los intelectuales que le hicieron creer a la juventud de los años 60 que no podía haber algo peor que aquel Uruguay modelo 1960 y que no había otra salida que agarrar una ametralladora. Ahora sabemos que hubo un modelo de Uruguay mucho peor que aquel.
Sería bueno escuchar la autocrítica de los medios de comunicación que aplaudieron a la dictadura y la respaldaron durante tantos años. Los que no paran de poner como ejemplo a Chile deberían saber que el Canal 13 de la televisión chilena y la periodista estrella del diario El Mercurio en los años 80 han hecho su público mea culpa por su actuación obsecuente durante la tiranía de Pinochet.
Pero a la hora de rendir cuentas, si es que sirve para algo, debería existir la honestidad intelectual de asumir que acá no hubo dos demonios, pero sí hubo actores principales, responsabilidades mayores, derechos de autor sobre horrores que todavía hoy duelen. Los que se creyeron tan iluminados como para usar la violencia para salvar a una sociedad que nunca se los pidió, matando inocentes en el camino como daños colaterales. Los que montaron una gigantesca operación de terrorismo de Estado y encarcelaron, torturaron y mataron a cientos de inocentes y de paso sumieron a la sociedad en más de una década de oscurantismo.
No les gusta que los llamen “demonios”. ¿Cuál sería entonces la palabra correcta?
Publicado por Leonardo Haberkorn en el diario Plan B, 13 de abril de 2007
25.5.08
11.5.08
Hablan las familias de los fallecidos en los Andes
Hasta la publicación de este reportaje en 2006, nadie se había interesado en contar cómo habían vivido la tragedia/milagro de los Andes las familias de los que no volvieron de la montaña. Se publicó en la revista Gatopardo, así:
Los otros sobrevivientes de los Andes
La historia es conocida. Los libros, el cine y los medios la cuentan, una y otra vez, como un ejemplo de coraje, inteligencia, espíritu de equipo y amor a la vida: el triunfo del hombre ante la adversidad. Pero hay una parte de la historia que nunca fue contada y que, a diferencia de la otra, no tiene un final feliz.
Todo comenzó el 13 de octubre de 1972 cuando un avión de la Fuerza Aérea Uruguaya, fletado por un club de rugby que iba a jugar un partido amistoso en Chile, se estrelló en la cordillera de los Andes.
Llevaba cuarenta y cinco personas, pero no todas murieron. Perdidos a miles de metros de altura y a treinta grados bajo cero, un grupo de sobrevivientes -que al principio eran treinta y dos- resistió.
Cuando se terminó la poca comida que tenían,para no morir debieron comer la carne de los que ya habían muerto. El 12 de diciembre dos de ellos -Fernando Parrado y Roberto Canessa- emprendieron la imposible tarea de cruzar los Andes a pie, sin saber nada de montañismo y sin equipo para escalar. Contra toda lógica, lo lograron. Al fin, entre el 22 y el 23 de diciembre, dieciséis jóvenes (todos entre 18 y 26 años, excepto uno de 36) volvieron de aquellos setenta y dos días de infierno helado.
Hoy, universidades y empresas multinacionales les pagan miles de dólares para que cuenten cómo se sobrepusieron a tamaña adversidad y tomaron una de las decisiones más traumáticas que puedan imaginarse. Fernando Parrado, que actualmente es dueño de una gran cadena de ferreterías y tiene un programa televisivo de automovilismo, acaba de publicar Milagro en los Andes (Editorial Planeta, 2006), donde da su visión de aquellos días en la montaña. El libro, que firma como Nando Parrado, fue presentado al mundo en Nueva York y ya vendió 400 mil copias.
No es la primera obra sobre la epopeya de la cordillera y sus sobrevivientes. Antes ya se habían escrito diez libros, filmado dos películas, decenas de documentales y publicado miles de artículos de prensa.
Pero la historia de los veintinueve que habían muerto en la montaña seguía siendo desconocida. Mientras el mundo entero festejaba la aparición de los heroicos sobrevivientes, para las familias de los que no volvieron no hubo milagro. Lloraban la muerte de sus hijos. No sólo debieron asumir que ya no volverían a verlos: tuvieron que aceptar que sus cuerpos habían sido alimento. Detrás de su silencio hay muchas cosas: resignación, rabia, dolor. Algunos quieren a los sobrevivientes: los ven como la continuación de sus propios hijos.Otros los rechazan: no pueden entender cómo se atreven a hacer dinero con la tragedia.
Las familias de los que murieron en los Andes también tienen sus historias, pero su voz llevaba, hasta hoy, treinta y cuatro años de silencio.
***
En el avión, un Fairchild, viajaban cinco tripulantes y cuarenta pasajeros. Dieciséis eran jugadores de rugby de Old Christians, un club nacido en un colegio católico, selecto y conservador, orientado por religiosos irlandeses. Fernando Parrado y Roberto Canessa eran dos de ellos. También había parientes, amigos y otros pasajeros.
Gustavo Nicolich viajaba porque a sus 17 años era uno de los mejores jugadores de Old Christians. Era también uno de los más populares. La noche antes de partir, su casa fue una fiesta. “Sus amigos eran muy unidos y se reunían en casa. Y esa noche vinieron a ver qué ponía cada uno en el equipaje. Para ellos ir a Chile era como cruzar el océano”, recuerda Alejandro, su hermano, entonces de 15 años.
Enrique Platero, en cambio, no era un crack, pero era grandote y siempre daba el máximo esfuerzo, lo que en el rugby no es poco. Tenía 22 años. “Era muy fuerte, criado en el campo, ni una carie tenía”, recuerda Hélida Platero, su madre.
Marcelo Pérez del Castillo era el capitán del equipo y, como tal, había organizado el partido en Chile y contratado al avión.
Carlos Roque tenía 24 años, una esposa joven y un bebé de un año. Le gustaban los aviones y por eso había entrado a la Fuerza Aérea como mecánico. Solía volar con los Fairchild, pero no le correspondía hacer aquel vuelo a Chile. Su hijo, Alejandro, hoy un ingeniero en sistemas de 34 años, cuenta: “No le tocaba a él, sino a un compañero que le cambió el turno porque ese día cumplía años su hijo”.
A Rafael Echavarren le daban todos los gustos. Tenía 22 años y, como sus padres estaban en el campo, mientras estudiaba vivía en casa de sus abuelos en Montevideo junto con dos tías solteras. Rafael no era un Old Christians, pero un amigo lo había invitado a sumarse al viaje.
También Numa Turcatti, de 25 años, voló por invitación. Él no jugaba al rugby, sino al futbol. “Era un puntero izquierdo muy ágil y rápido”, recuerda su hermano Daniel, un abogado de 57 años.
Cuando se terminó la poca comida que tenían,para no morir debieron comer la carne de los que ya habían muerto. El 12 de diciembre dos de ellos -Fernando Parrado y Roberto Canessa- emprendieron la imposible tarea de cruzar los Andes a pie, sin saber nada de montañismo y sin equipo para escalar. Contra toda lógica, lo lograron. Al fin, entre el 22 y el 23 de diciembre, dieciséis jóvenes (todos entre 18 y 26 años, excepto uno de 36) volvieron de aquellos setenta y dos días de infierno helado.
Hoy, universidades y empresas multinacionales les pagan miles de dólares para que cuenten cómo se sobrepusieron a tamaña adversidad y tomaron una de las decisiones más traumáticas que puedan imaginarse. Fernando Parrado, que actualmente es dueño de una gran cadena de ferreterías y tiene un programa televisivo de automovilismo, acaba de publicar Milagro en los Andes (Editorial Planeta, 2006), donde da su visión de aquellos días en la montaña. El libro, que firma como Nando Parrado, fue presentado al mundo en Nueva York y ya vendió 400 mil copias.
No es la primera obra sobre la epopeya de la cordillera y sus sobrevivientes. Antes ya se habían escrito diez libros, filmado dos películas, decenas de documentales y publicado miles de artículos de prensa.
Pero la historia de los veintinueve que habían muerto en la montaña seguía siendo desconocida. Mientras el mundo entero festejaba la aparición de los heroicos sobrevivientes, para las familias de los que no volvieron no hubo milagro. Lloraban la muerte de sus hijos. No sólo debieron asumir que ya no volverían a verlos: tuvieron que aceptar que sus cuerpos habían sido alimento. Detrás de su silencio hay muchas cosas: resignación, rabia, dolor. Algunos quieren a los sobrevivientes: los ven como la continuación de sus propios hijos.Otros los rechazan: no pueden entender cómo se atreven a hacer dinero con la tragedia.
Las familias de los que murieron en los Andes también tienen sus historias, pero su voz llevaba, hasta hoy, treinta y cuatro años de silencio.
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En el avión, un Fairchild, viajaban cinco tripulantes y cuarenta pasajeros. Dieciséis eran jugadores de rugby de Old Christians, un club nacido en un colegio católico, selecto y conservador, orientado por religiosos irlandeses. Fernando Parrado y Roberto Canessa eran dos de ellos. También había parientes, amigos y otros pasajeros.
Gustavo Nicolich viajaba porque a sus 17 años era uno de los mejores jugadores de Old Christians. Era también uno de los más populares. La noche antes de partir, su casa fue una fiesta. “Sus amigos eran muy unidos y se reunían en casa. Y esa noche vinieron a ver qué ponía cada uno en el equipaje. Para ellos ir a Chile era como cruzar el océano”, recuerda Alejandro, su hermano, entonces de 15 años.
Enrique Platero, en cambio, no era un crack, pero era grandote y siempre daba el máximo esfuerzo, lo que en el rugby no es poco. Tenía 22 años. “Era muy fuerte, criado en el campo, ni una carie tenía”, recuerda Hélida Platero, su madre.
Marcelo Pérez del Castillo era el capitán del equipo y, como tal, había organizado el partido en Chile y contratado al avión.
Carlos Roque tenía 24 años, una esposa joven y un bebé de un año. Le gustaban los aviones y por eso había entrado a la Fuerza Aérea como mecánico. Solía volar con los Fairchild, pero no le correspondía hacer aquel vuelo a Chile. Su hijo, Alejandro, hoy un ingeniero en sistemas de 34 años, cuenta: “No le tocaba a él, sino a un compañero que le cambió el turno porque ese día cumplía años su hijo”.
A Rafael Echavarren le daban todos los gustos. Tenía 22 años y, como sus padres estaban en el campo, mientras estudiaba vivía en casa de sus abuelos en Montevideo junto con dos tías solteras. Rafael no era un Old Christians, pero un amigo lo había invitado a sumarse al viaje.
También Numa Turcatti, de 25 años, voló por invitación. Él no jugaba al rugby, sino al futbol. “Era un puntero izquierdo muy ágil y rápido”, recuerda su hermano Daniel, un abogado de 57 años.
El piloto era Julio César Ferradás, un experimentado coronel de 39 años. De su familia cercana, hoy sólo vive Elena, la viuda de un hermano también piloto que murió en 1974 cuando su avión cayó tras despegar de la ciudad uruguaya de Artigas y mató a cuarenta personas. “Trato de no enterarme”, dice Elena cuando se le pregunta si conoce el nuevo libro de Parrado. Tajante, afirma que su familia nunca habló del accidente y no lo hará ahora. “Él había cruzado 29 veces la cordillera. Siempre decía que los buenos pilotos se mueren de viejos. Estaba convencido de que así moriría él. Es todo lo que voy a decir en su honor”, declara y pone fin a la charla telefónica. Cinco minutos después llama y dice que quiere agregar una frase: “El tema sigue y sigue porque da dinero”.
***
Alejandro Nicolich, hermano de Gustavo, estaba en casa de su novia cuando escuchó la noticia: “Era 13 de octubre. Mi madre, Raquel, cumplía años. Ahí oí en la radio que un avión militar uruguayo se había perdido en los Andes”. Con la esperanza de que el avión fuera otro, llamó a su padre:
—Papá, ¿los chicos se fueron en un avión militar o de línea?
—Militar, ¿por qué?
“Le conté lo que acababa de escuchar. Me dijo: ‘Andá a casa, no le digas nada a tu madre que yo voy para allá’.” Pero cuando Alejandro llegó, el cumpleaños de su madre ya era un velorio. “Ya se lo habían dicho: estaba histérica, llorando, rezando, arrodillada en su cuarto.”
La noticia fue sembrando el dolor por todo Montevideo. Sara, la mamá de Rafael Echavarren, aquel joven mimado por abuelos y tías, miraba televisión y de pronto sintió que se le encogía el cuerpo. El televisor decía: “Se desconoce el destino del Fairchild...”.
Unas horas después, la novia chilena de Guido Magri, uno de los Old Christians que formaba parte del grupo, llamó a Montevideo y, para calmar a los Magri, dijo que el avión había aparecido. La noticia era falsa —Guido había muerto— pero corrió rápido.
“Aquello era una locura —recuerda Raquel, la madre de Gustavo Nicolich—. El teléfono no paraba de sonar y mucha gente venía a casa. Me decían: ‘Raquel, terminá bien tu cumpleaños, los chicos se salvaron’. Después supimos que no era cierto.”
Luego de escuchar la noticia en la televisión, la noche de Sara Echavarren se hizo muy larga. Su esposo Ricardo estaba de viaje con su hija mayor, Sarucha. Sus dos hijas menores, Pilar y Beatriz, estaban en clase de baile. Cuando volvieron, Sara les contó y cenaron sin hablar. Después las mandó a la cama. “Mañana hay que ir al colegio, como todos los días. ¿O se van a quedar todo el día oyendo a la radio repetir siempre lo mismo?”
A esa altura de la noche, el teniente Juan Maruri, un piloto de la misma promoción que el coronel Ferradás, estaba seguro de no volver a ver a su amigo. Sabía que se tardan años en hallar aviones perdidos en mares, selvas o montañas. “El gordo Ferradás era buen piloto, pero nunca creí que alguien hubiera sobrevivido.”
***
El avión había salido el 12 de octubre de Montevideo con rumbo a Santiago, pero debido al mal tiempo en la cordillera, debió aterrizar en Mendoza. Todos durmieron allí y, al otro día, los jóvenes pasajeros presionaron a los pilotos para reanudar el viaje. Uno de ellos, Roberto Canessa, les preguntó si eran cobardes. Julio César Ferradás respondió: “¿Quieren que sus padres lean
mañana en los diarios que cuarenta y cinco uruguayos se perdieron en los Andes?”.
Los pilotos estaban ante un dilema. La ley argentina impedía que un avión militar extranjero permaneciera más de 24 horas en su suelo: el avión debía seguir viaje a Santiago o volver a Montevideo. El tiempo había mejorado, pero aún no era ideal. Mientras ellos decidían, los muchachos no ocultaban su enojo. “Ninguno de nosotros comprendió a difícil decisión a la que se enfrentaban los pilotos”, admite Fernando Parrado en su libro. Por fin Ferradás y su copiloto anunciaron: partirían hacia Chile.
Aunque el Fairchild era nuevo, no podía volar sobre los picos de la cordillera: debía cruzarla por uno de sus “pasos”, corredores de menor altitud entre las montañas. Pero algo ocurrió —un error humano, de instrumental, o ambos— y el avión perdió el rumbo. Rodeados de densas nubes y sacudidos por fuertes turbulencias, los pilotos descubrieron, de pronto, que estaban volando entre las cumbres más altas.
El teniente Maruri, que además de piloto es historiador de la Fuerza Aérea Uruguaya, reconstruye el accidente: “Cuando vieron que se iban a estrellar contra una montaña, forzaron los motores e intentaron subir. El avión iba a su máxima potencia, paralelo a la ladera, tratando de remontarla. Los pasajeros veían la nieve a uno o dos metros de las ventanillas. Me imagino lo que habrá sido ese momento, la tensión, los gritos desesperados de los pilotos... Por un pelo, por unos metros, no lo lograron. El avión tocó la montaña, se partió la cola y el resto del fuselaje comenzó a deslizarse por la otra ladera hacia abajo. Si hubieran chocado de frente, hubieran muerto todos”.
Ni bien el avión se detuvo, Marcelo Pérez del Castillo, el capitán de Old Christians, asumió la tarea de organizar al grupo. Había trece muertos, entre ellos el piloto Julio César Ferradás. La madre de Fernando, Eugenia Parrado, había muerto, y su hermana, Susana, agonizaba.
Canessa y Gustavo Zerbino,un jugador de Old Christians de 19 años, comenzaron a atender a los heridos: ambos estaban en los primeros años de la Facultad de Medicina.
Enrique Platero tenía un tubo de acero clavado en el estómago. Fingiendo tranquilidad, Zerbino se lo arrancó y, con el tubo, salió parte del intestino. Enrique vivió así las siguientes dos semanas.
A Rafael Echavarren, el consentido, se le veían los huesos de la pierna porque los músculos se le habían desgarrado hasta quedar colgando. Zerbino se los ató con una camisa.
Fernando Parrado estaba inconsciente, pero se recuperaría.
Roberto Canessa, Gustavo Nicolich y Numa Turcatti no tenían heridas. Carlos Roque estaba en estado de shock, pero sano.
***
El día siguiente a la desaparición del avión, por la mañana, Hélida Platero, la mamá de Enrique, el joven herido en el estómago, fue a la casa de un radioaficionado de Carrasco, el barrio de clase alta donde vivía la mayoría de los que iban en el avión, en busca de noticias.
Otros decidieron volar a Santiago de Chile. Parrado cuenta en su libro que uno de ellos fue su padre y que, viendo la cordillera desde el avión, asumió que su esposa, su hija y su hijo habían muerto.
En Montevideo, Sara Echavarren pensaba lo contrario. "Alguien se salvará y vendrá a contar esta historia”, le decía a Ricardo, su marido. Sara se impuso no perder la alegría y el ánimo. Su hija mayor, Sarucha, recuerda: “Esos días no los vivimos en un clima de tragedia: si había que
salir, salíamos; si había que bailar, bailábamos”. Chicos y chicas llegaban de visita para acompañar a las hermanas Echavarren y Sara les compraba tortas y Coca-Cola.
En lo de los Nicolich, en cambio, el clima era de velorio. Alejandro recuerda que durante días se puso el plato para su hermano ausente en el comedor.
***
Mientras, en la cordillera hacía un frío de muerte y los sobrevivientes casi no tenían qué comer: la ración diaria era un trocito de chocolate, algo de mermelada y el vino que entraba en una tapa de desodorante. Tenían noticias del mundo por una radio portátil, que todavía funcionaba. El capitán del equipo, que había organizado al grupo, mantenía la moral repitiendo que serían
rescatados, pero la situación era dramática. Los dos primeros días murieron cinco personas más y, de los tripulantes, sólo quedaba vivo el mecánico Carlos Roque.
El tercer día vieron aviones y creyeron que el rescate era inminente, pero nada sucedió. El octavo día murió Susana, la hermana de Parrado, y se quedaron sin comida. Y el décimo día, los veintiséis que quedaban decidieron comer la carne de los muertos.
Parrado había pensado en eso por primera vez viendo la herida de un compañero. Según narra en su libro: “El centro de la herida estaba húmedo y en carne viva y había una capa de sangre seca en los bordes. No podía dejar de mirar esa capa seca y, mientras olía el débil hedor a sangre en el aire, noté que aumentaba mi apetito”. Parrado cuenta que, cuando salió de su trance y levantó la vista, otros sobrevivientes famélicos estaban viendo y pensando lo mismo.
Lo decidieron en una asamblea. El primero que se animó a hablar fue Roberto Canessa: “Nos estamos muriendo de hambre. Nuestros cuerpos se están consumiendo. A menos que ingiramos pronto proteínas, moriremos, y la única proteína que hay aquí está en los cadáveres de nuestros amigos”.
Más de uno se horrorizó y discutieron toda la tarde. Al fin, quedó claro que no había otra opción si querían vivir. Nadie se opuso, aunque cuatro, entre ellos Numa Turcatti, anunciaron que no serían capaces de hacerlo.
El undécimo día y tras aquella decisión, un grupo escuchó en la radio que, como era imposible que hubiera sobrevivientes, la búsqueda se había dado por terminada. Era su sentencia de muerte.
Los que permanecían dentro del fuselaje no habían escuchado y nadie se atrevía a contarles. Al fin, Gustavo Nicolich anunció la mala noticia: habían suspendido la búsqueda y, por tanto, nadie los rescataría. Pero, les dijo, había una buena: saldrían de allí por sus propios medios.
Saber que no habría rescate hizo que los que se resistían a comer los cadáveres, aceptaran que no tenían otro camino.
***
Alejandro Nicolich, hermano de Gustavo, estaba en casa de su novia cuando escuchó la noticia: “Era 13 de octubre. Mi madre, Raquel, cumplía años. Ahí oí en la radio que un avión militar uruguayo se había perdido en los Andes”. Con la esperanza de que el avión fuera otro, llamó a su padre:
—Papá, ¿los chicos se fueron en un avión militar o de línea?
—Militar, ¿por qué?
“Le conté lo que acababa de escuchar. Me dijo: ‘Andá a casa, no le digas nada a tu madre que yo voy para allá’.” Pero cuando Alejandro llegó, el cumpleaños de su madre ya era un velorio. “Ya se lo habían dicho: estaba histérica, llorando, rezando, arrodillada en su cuarto.”
La noticia fue sembrando el dolor por todo Montevideo. Sara, la mamá de Rafael Echavarren, aquel joven mimado por abuelos y tías, miraba televisión y de pronto sintió que se le encogía el cuerpo. El televisor decía: “Se desconoce el destino del Fairchild...”.
Unas horas después, la novia chilena de Guido Magri, uno de los Old Christians que formaba parte del grupo, llamó a Montevideo y, para calmar a los Magri, dijo que el avión había aparecido. La noticia era falsa —Guido había muerto— pero corrió rápido.
“Aquello era una locura —recuerda Raquel, la madre de Gustavo Nicolich—. El teléfono no paraba de sonar y mucha gente venía a casa. Me decían: ‘Raquel, terminá bien tu cumpleaños, los chicos se salvaron’. Después supimos que no era cierto.”
Luego de escuchar la noticia en la televisión, la noche de Sara Echavarren se hizo muy larga. Su esposo Ricardo estaba de viaje con su hija mayor, Sarucha. Sus dos hijas menores, Pilar y Beatriz, estaban en clase de baile. Cuando volvieron, Sara les contó y cenaron sin hablar. Después las mandó a la cama. “Mañana hay que ir al colegio, como todos los días. ¿O se van a quedar todo el día oyendo a la radio repetir siempre lo mismo?”
A esa altura de la noche, el teniente Juan Maruri, un piloto de la misma promoción que el coronel Ferradás, estaba seguro de no volver a ver a su amigo. Sabía que se tardan años en hallar aviones perdidos en mares, selvas o montañas. “El gordo Ferradás era buen piloto, pero nunca creí que alguien hubiera sobrevivido.”
***
El avión había salido el 12 de octubre de Montevideo con rumbo a Santiago, pero debido al mal tiempo en la cordillera, debió aterrizar en Mendoza. Todos durmieron allí y, al otro día, los jóvenes pasajeros presionaron a los pilotos para reanudar el viaje. Uno de ellos, Roberto Canessa, les preguntó si eran cobardes. Julio César Ferradás respondió: “¿Quieren que sus padres lean
mañana en los diarios que cuarenta y cinco uruguayos se perdieron en los Andes?”.
Los pilotos estaban ante un dilema. La ley argentina impedía que un avión militar extranjero permaneciera más de 24 horas en su suelo: el avión debía seguir viaje a Santiago o volver a Montevideo. El tiempo había mejorado, pero aún no era ideal. Mientras ellos decidían, los muchachos no ocultaban su enojo. “Ninguno de nosotros comprendió a difícil decisión a la que se enfrentaban los pilotos”, admite Fernando Parrado en su libro. Por fin Ferradás y su copiloto anunciaron: partirían hacia Chile.
Aunque el Fairchild era nuevo, no podía volar sobre los picos de la cordillera: debía cruzarla por uno de sus “pasos”, corredores de menor altitud entre las montañas. Pero algo ocurrió —un error humano, de instrumental, o ambos— y el avión perdió el rumbo. Rodeados de densas nubes y sacudidos por fuertes turbulencias, los pilotos descubrieron, de pronto, que estaban volando entre las cumbres más altas.
El teniente Maruri, que además de piloto es historiador de la Fuerza Aérea Uruguaya, reconstruye el accidente: “Cuando vieron que se iban a estrellar contra una montaña, forzaron los motores e intentaron subir. El avión iba a su máxima potencia, paralelo a la ladera, tratando de remontarla. Los pasajeros veían la nieve a uno o dos metros de las ventanillas. Me imagino lo que habrá sido ese momento, la tensión, los gritos desesperados de los pilotos... Por un pelo, por unos metros, no lo lograron. El avión tocó la montaña, se partió la cola y el resto del fuselaje comenzó a deslizarse por la otra ladera hacia abajo. Si hubieran chocado de frente, hubieran muerto todos”.
Ni bien el avión se detuvo, Marcelo Pérez del Castillo, el capitán de Old Christians, asumió la tarea de organizar al grupo. Había trece muertos, entre ellos el piloto Julio César Ferradás. La madre de Fernando, Eugenia Parrado, había muerto, y su hermana, Susana, agonizaba.
Canessa y Gustavo Zerbino,un jugador de Old Christians de 19 años, comenzaron a atender a los heridos: ambos estaban en los primeros años de la Facultad de Medicina.
Enrique Platero tenía un tubo de acero clavado en el estómago. Fingiendo tranquilidad, Zerbino se lo arrancó y, con el tubo, salió parte del intestino. Enrique vivió así las siguientes dos semanas.
A Rafael Echavarren, el consentido, se le veían los huesos de la pierna porque los músculos se le habían desgarrado hasta quedar colgando. Zerbino se los ató con una camisa.
Fernando Parrado estaba inconsciente, pero se recuperaría.
Roberto Canessa, Gustavo Nicolich y Numa Turcatti no tenían heridas. Carlos Roque estaba en estado de shock, pero sano.
***
El día siguiente a la desaparición del avión, por la mañana, Hélida Platero, la mamá de Enrique, el joven herido en el estómago, fue a la casa de un radioaficionado de Carrasco, el barrio de clase alta donde vivía la mayoría de los que iban en el avión, en busca de noticias.
Otros decidieron volar a Santiago de Chile. Parrado cuenta en su libro que uno de ellos fue su padre y que, viendo la cordillera desde el avión, asumió que su esposa, su hija y su hijo habían muerto.
En Montevideo, Sara Echavarren pensaba lo contrario. "Alguien se salvará y vendrá a contar esta historia”, le decía a Ricardo, su marido. Sara se impuso no perder la alegría y el ánimo. Su hija mayor, Sarucha, recuerda: “Esos días no los vivimos en un clima de tragedia: si había que
salir, salíamos; si había que bailar, bailábamos”. Chicos y chicas llegaban de visita para acompañar a las hermanas Echavarren y Sara les compraba tortas y Coca-Cola.
En lo de los Nicolich, en cambio, el clima era de velorio. Alejandro recuerda que durante días se puso el plato para su hermano ausente en el comedor.
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Mientras, en la cordillera hacía un frío de muerte y los sobrevivientes casi no tenían qué comer: la ración diaria era un trocito de chocolate, algo de mermelada y el vino que entraba en una tapa de desodorante. Tenían noticias del mundo por una radio portátil, que todavía funcionaba. El capitán del equipo, que había organizado al grupo, mantenía la moral repitiendo que serían
rescatados, pero la situación era dramática. Los dos primeros días murieron cinco personas más y, de los tripulantes, sólo quedaba vivo el mecánico Carlos Roque.
El tercer día vieron aviones y creyeron que el rescate era inminente, pero nada sucedió. El octavo día murió Susana, la hermana de Parrado, y se quedaron sin comida. Y el décimo día, los veintiséis que quedaban decidieron comer la carne de los muertos.
Parrado había pensado en eso por primera vez viendo la herida de un compañero. Según narra en su libro: “El centro de la herida estaba húmedo y en carne viva y había una capa de sangre seca en los bordes. No podía dejar de mirar esa capa seca y, mientras olía el débil hedor a sangre en el aire, noté que aumentaba mi apetito”. Parrado cuenta que, cuando salió de su trance y levantó la vista, otros sobrevivientes famélicos estaban viendo y pensando lo mismo.
Lo decidieron en una asamblea. El primero que se animó a hablar fue Roberto Canessa: “Nos estamos muriendo de hambre. Nuestros cuerpos se están consumiendo. A menos que ingiramos pronto proteínas, moriremos, y la única proteína que hay aquí está en los cadáveres de nuestros amigos”.
Más de uno se horrorizó y discutieron toda la tarde. Al fin, quedó claro que no había otra opción si querían vivir. Nadie se opuso, aunque cuatro, entre ellos Numa Turcatti, anunciaron que no serían capaces de hacerlo.
El undécimo día y tras aquella decisión, un grupo escuchó en la radio que, como era imposible que hubiera sobrevivientes, la búsqueda se había dado por terminada. Era su sentencia de muerte.
Los que permanecían dentro del fuselaje no habían escuchado y nadie se atrevía a contarles. Al fin, Gustavo Nicolich anunció la mala noticia: habían suspendido la búsqueda y, por tanto, nadie los rescataría. Pero, les dijo, había una buena: saldrían de allí por sus propios medios.
Saber que no habría rescate hizo que los que se resistían a comer los cadáveres, aceptaran que no tenían otro camino.
Hacía diecisiete días que estaban en la montaña cuando, la noche del 29 de octubre, un alud sepultó al avión y mató a Gustavo Nicolich, Enrique Platero, Carlos Roque, Marcelo Pérez del Castillo y otros cuatro sobrevivientes.
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Suspendida la búsqueda oficial, los padres continuaron con la suya. Tras mucho insistir, lograron
que la Fuerza Aérea Uruguaya les diera un viejo avión para seguir buscando. Pero aquel C-47 no funcionaba bien. “Ya sobre el Río de la Plata se le paró un motor. Tres veces en un viaje a Chile tuvimos que aterrizar por lo mismo —recuerda el padre de Nicolich—. A la Fuerza Aérea hay que reconocerle el esfuerzo, pero fue peligroso. Igual se los agradezco, porque pudimos haberlos encontrado: más de una vez pasamos sobre ellos.”
Ricardo Echavarren, papá de Rafael, también voló en aquel avión sobre el Fairchild accidentado, pero no pudo verlo. Fue durante uno de esos vuelos que se descubrió una cruz en la montaña, y corrió la noticia de que estaban vivos.
“Hasta los de La Cachila, el club archienemigo de Old Christians, vinieron a casa a saludar”, recuerda Alejandro Nicolich. Pero la cruz la habían hecho unos científicos que estudiaban los deshielos. “Al otro día todo era de vuelta un velorio.”
La sucesión de noticias falsas hizo que Hélida Platero dejara de leerlas. Sin embargo, nunca dejó de creer que su hijo vivía: “Enrique se salvó”, repetía. Lo mismo sentía Ricardo Echavarren: “Volando sobre Chile, siempre creí que mi hijo estaba vivo”, y Sarucha, la hermana mayor de
Rafael Echavarren, llora al recordar la fe que tenían. Muchos les decían: “Un accidente aéreo, en los Andes, después de tantos días, semanas, meses, ¿cómo pueden creer que están vivos?”. Pero eso creían.
Al padre de Gustavo Nicolich le sucedió todo lo contrario: volando sobre la cordillera perdió la esperanza. Era imposible que hubiera sobrevivientes en ese desierto helado. De regreso, intentó que su familia asumiera la muerte de su hijo. “Papá nos decía: ‘Tenemos que ir para adelante,
olvídense, Gustavo ya se fue, no va a volver’ —recuerda Alejandro—. Pero yo no paraba de llorar. Le decía ‘No, papá, están vivos’.”
(Continúa)
Ricardo Echavarren, papá de Rafael, también voló en aquel avión sobre el Fairchild accidentado, pero no pudo verlo. Fue durante uno de esos vuelos que se descubrió una cruz en la montaña, y corrió la noticia de que estaban vivos.
“Hasta los de La Cachila, el club archienemigo de Old Christians, vinieron a casa a saludar”, recuerda Alejandro Nicolich. Pero la cruz la habían hecho unos científicos que estudiaban los deshielos. “Al otro día todo era de vuelta un velorio.”
La sucesión de noticias falsas hizo que Hélida Platero dejara de leerlas. Sin embargo, nunca dejó de creer que su hijo vivía: “Enrique se salvó”, repetía. Lo mismo sentía Ricardo Echavarren: “Volando sobre Chile, siempre creí que mi hijo estaba vivo”, y Sarucha, la hermana mayor de
Rafael Echavarren, llora al recordar la fe que tenían. Muchos les decían: “Un accidente aéreo, en los Andes, después de tantos días, semanas, meses, ¿cómo pueden creer que están vivos?”. Pero eso creían.
Al padre de Gustavo Nicolich le sucedió todo lo contrario: volando sobre la cordillera perdió la esperanza. Era imposible que hubiera sobrevivientes en ese desierto helado. De regreso, intentó que su familia asumiera la muerte de su hijo. “Papá nos decía: ‘Tenemos que ir para adelante,
olvídense, Gustavo ya se fue, no va a volver’ —recuerda Alejandro—. Pero yo no paraba de llorar. Le decía ‘No, papá, están vivos’.”
(Continúa)
Fragmento de un reportaje publicado por Leonardo Haberkorn en la revista colombiana Gatopardo (setiembre de 2006). Luego fue reproducido por el diario uruguayo Plan B (28 de diciembre de 2007). El artículo completo se puede leer en el libro Un mundo sin gloria (Fin de Siglo, 2023). Se puede comprar en librerías de Uruguay o escribiendo a libroshaberkorn@gmail.com
3.5.08
Todos de acuerdo
Al menos desde la recuperación de la democracia en 1985, los tres grandes partidos uruguayos nunca se pusieron de acuerdo en nada. Ríos y ríos de tinta se gastaron en analizar a un país siempre trancado y dividido en tercios o en mitades. Cuando una mitad conseguía algo, la otra le organizaba un referéndum en contra.
Muchos llamaron, hasta con desesperación, a encontrar el mínimo común denominador que permitiera unir dos visiones de país tan opuestas. Era necesario para poder sacar el Uruguay adelante.
Ahora, por fin, el mínimo común denominador ha aparecido: se llama Botnia y Ence.
Como nunca antes en ningún otro asunto, los tres grandes partidos uruguayos están monolíticamente de acuerdo en defender, a capa y espada, la instalación de las gigantescas plantas de celulosa en el río Uruguay. No existe ningún otro asunto en el cual la opinión del presidente Vázquez, la de Lacalle y la de Sanguinetti sean tan idénticas. Y también la de Fernández Huidobro y Jorge Batlle. Y la de todos los demás, del primero hasta el último.
Los líderes que nunca lograron ponerse de acuerdo en cómo frenar la delincuencia, en cómo detener la debacle del sistema educativo, en cómo solucionar el caos de la salud pública, en impulsar una política energética que no ahogue al país, en cómo reformar el asfixiante aparato estatal uruguayo, ahora están de acuerdo en algo. Cien por ciento de acuerdo. Una ola de optimismo recorre la República: ahora todos los problemas serán solucionados.
El gobernador de Entre Ríos, Jorge Busti, sugirió que "a lo mejor hay algún incentivo" para que el gobierno uruguayo promueva con tanto fervor la instalación de las plantas.
El gobierno, el Partido Nacional, el Partido Colorado y también el Independiente pusieron el grito en el cielo. El gobierno llamó al embajador uruguayo en Buenos Aires. Por primera vez una decisión de Vázquez fue aplaudida por toda la oposición. "Hace muy bien el Uruguay en protestar", dijo Sanguinetti. "En estas cosas tenemos que estar todos espalda contra espalda", afirmó el líder del Partido Independiente, Pablo Mieres. El Partido Nacional, a través del diputado Gustavo Borsari, organizó... ¡una interpelación a favor del gobierno!, para que quedara bien en claro el monolítico respaldo del Parlamento al nuevo Mínimo Común Denominador de la Orientalidad.
Busti luego dio marcha atrás. Dijo que usó la palabra "incentivos" refiriéndose a los beneficios económicos obvios que una inversión tan grande puede generar. No quiso arrojar ninguna sospecha de corrupción, ni ninguna sombra de duda sobre las razones que hay detrás del apoyo uruguayo a las polémicas plantas.
Pero que Busti no tenga dudas, o que exista una unanimidad que funciona como aplanadora, no quiere decir que las cosas estén claras.
En la edición pasada de Qué Pasa, el propio Pablo Mieres reclamó la urgencia de sancionar una ley que aclare cómo se financia la política uruguaya: una ley en serio, no un chiste como la anterior.
Mieres dijo que eso era necesario "para evitar situaciones sospechosas".
—¿Qué garantías tiene la ciudadanía de que las decisiones de los partidos y del gobierno no estén influidas por el dinero de las contribuciones recibidas en la campaña? —se le preguntó.
—Ninguna. Esa es la realidad. Queda en creer o no creer. No tenemos lo que una democracia debe tener: un conjunto de procedimientos institucionales que den la certeza de que no están ocurriendo injerencias indebidas en la toma de decisiones públicas —respondió.
Creer o no creer. ¿Cuál será la razón por la cual el dueño de Buquebus, Juan Carlos López Mena, pasó de ser un empresario demonizado por el Frente Amplio a ser un prohombre al que el gobierno del propio Frente Amplio le asigna concesiones del Estado? ¿Por qué el funcionario que logró que los casinos municipales dieran pérdidas fue premiado y puesto a dirigir los casinos del Estado? ¿Será que los partidos políticos uruguayos no tienen "una caja dos" como los brasileños, o será que Uruguay no tiene una revista como Veja, fuerte económicamente, con un tiraje de millones, no dependiente de los avisos ni de los préstamos estatales, y con un plantel suficiente de periodistas capaz de descubrirla?
La política argentina no es el desideratum de la transparencia. La presente edición de Qué Pasa le dedica una página a su reciente campaña electoral: la nueva política prometida por Kirchner se parece demasiado a la vieja: el Estado puesto al servicio de los candidatos oficiales, promesas electorales demagógicas y millonarias, acusaciones falsas contra la oposición y ausencia de un debate medianamente serio.
Algunos creen que la política uruguaya es muy distinta a la argentina y la brasileña. Hace poco, sin embargo, muchos hablaban de las grandes similitudes del Mercosur "progresista".
Si el gobierno y los políticos uruguayos no quieren que un Busti cualquiera siembre dudas sobre sus decisiones, no tienen que rasgarse las vestiduras, ni inflamarse de patriotismo, ni gastar la plata del Estado en hacer ir y venir a los embajadores.
Tienen que crear una Junta Anticorrupción que de verdad funcione. Tienen que hacer del Tribunal de Cuentas algo más que un organismo testimonial. Tienen que permitir que todo ciudadano tenga acceso a los documentos públicos. Tienen que respetar la Constitución. Y, de una vez por todas, tienen que sancionar una ley que aclare de dónde sale el dinero que mueve la política uruguaya.
Pueden hacerlo. El Frente Amplio se pasó 20 años hablando de estos temas, y hoy tiene mayoría absoluta en el Parlamento para lograrlo. Incluso puede contar con el apoyo de la oposición. Ahora que todos han demostrado que pueden ponerse de acuerdo en algo.
Publicado por Leonardo Haberkorn en el suplemento Qué Pasa del diario El País, 5 de noviembre de 2005.
Muchos llamaron, hasta con desesperación, a encontrar el mínimo común denominador que permitiera unir dos visiones de país tan opuestas. Era necesario para poder sacar el Uruguay adelante.
Ahora, por fin, el mínimo común denominador ha aparecido: se llama Botnia y Ence.
Como nunca antes en ningún otro asunto, los tres grandes partidos uruguayos están monolíticamente de acuerdo en defender, a capa y espada, la instalación de las gigantescas plantas de celulosa en el río Uruguay. No existe ningún otro asunto en el cual la opinión del presidente Vázquez, la de Lacalle y la de Sanguinetti sean tan idénticas. Y también la de Fernández Huidobro y Jorge Batlle. Y la de todos los demás, del primero hasta el último.
Los líderes que nunca lograron ponerse de acuerdo en cómo frenar la delincuencia, en cómo detener la debacle del sistema educativo, en cómo solucionar el caos de la salud pública, en impulsar una política energética que no ahogue al país, en cómo reformar el asfixiante aparato estatal uruguayo, ahora están de acuerdo en algo. Cien por ciento de acuerdo. Una ola de optimismo recorre la República: ahora todos los problemas serán solucionados.
El gobernador de Entre Ríos, Jorge Busti, sugirió que "a lo mejor hay algún incentivo" para que el gobierno uruguayo promueva con tanto fervor la instalación de las plantas.
El gobierno, el Partido Nacional, el Partido Colorado y también el Independiente pusieron el grito en el cielo. El gobierno llamó al embajador uruguayo en Buenos Aires. Por primera vez una decisión de Vázquez fue aplaudida por toda la oposición. "Hace muy bien el Uruguay en protestar", dijo Sanguinetti. "En estas cosas tenemos que estar todos espalda contra espalda", afirmó el líder del Partido Independiente, Pablo Mieres. El Partido Nacional, a través del diputado Gustavo Borsari, organizó... ¡una interpelación a favor del gobierno!, para que quedara bien en claro el monolítico respaldo del Parlamento al nuevo Mínimo Común Denominador de la Orientalidad.
Busti luego dio marcha atrás. Dijo que usó la palabra "incentivos" refiriéndose a los beneficios económicos obvios que una inversión tan grande puede generar. No quiso arrojar ninguna sospecha de corrupción, ni ninguna sombra de duda sobre las razones que hay detrás del apoyo uruguayo a las polémicas plantas.
Pero que Busti no tenga dudas, o que exista una unanimidad que funciona como aplanadora, no quiere decir que las cosas estén claras.
En la edición pasada de Qué Pasa, el propio Pablo Mieres reclamó la urgencia de sancionar una ley que aclare cómo se financia la política uruguaya: una ley en serio, no un chiste como la anterior.
Mieres dijo que eso era necesario "para evitar situaciones sospechosas".
—¿Qué garantías tiene la ciudadanía de que las decisiones de los partidos y del gobierno no estén influidas por el dinero de las contribuciones recibidas en la campaña? —se le preguntó.
—Ninguna. Esa es la realidad. Queda en creer o no creer. No tenemos lo que una democracia debe tener: un conjunto de procedimientos institucionales que den la certeza de que no están ocurriendo injerencias indebidas en la toma de decisiones públicas —respondió.
Creer o no creer. ¿Cuál será la razón por la cual el dueño de Buquebus, Juan Carlos López Mena, pasó de ser un empresario demonizado por el Frente Amplio a ser un prohombre al que el gobierno del propio Frente Amplio le asigna concesiones del Estado? ¿Por qué el funcionario que logró que los casinos municipales dieran pérdidas fue premiado y puesto a dirigir los casinos del Estado? ¿Será que los partidos políticos uruguayos no tienen "una caja dos" como los brasileños, o será que Uruguay no tiene una revista como Veja, fuerte económicamente, con un tiraje de millones, no dependiente de los avisos ni de los préstamos estatales, y con un plantel suficiente de periodistas capaz de descubrirla?
La política argentina no es el desideratum de la transparencia. La presente edición de Qué Pasa le dedica una página a su reciente campaña electoral: la nueva política prometida por Kirchner se parece demasiado a la vieja: el Estado puesto al servicio de los candidatos oficiales, promesas electorales demagógicas y millonarias, acusaciones falsas contra la oposición y ausencia de un debate medianamente serio.
Algunos creen que la política uruguaya es muy distinta a la argentina y la brasileña. Hace poco, sin embargo, muchos hablaban de las grandes similitudes del Mercosur "progresista".
Si el gobierno y los políticos uruguayos no quieren que un Busti cualquiera siembre dudas sobre sus decisiones, no tienen que rasgarse las vestiduras, ni inflamarse de patriotismo, ni gastar la plata del Estado en hacer ir y venir a los embajadores.
Tienen que crear una Junta Anticorrupción que de verdad funcione. Tienen que hacer del Tribunal de Cuentas algo más que un organismo testimonial. Tienen que permitir que todo ciudadano tenga acceso a los documentos públicos. Tienen que respetar la Constitución. Y, de una vez por todas, tienen que sancionar una ley que aclare de dónde sale el dinero que mueve la política uruguaya.
Pueden hacerlo. El Frente Amplio se pasó 20 años hablando de estos temas, y hoy tiene mayoría absoluta en el Parlamento para lograrlo. Incluso puede contar con el apoyo de la oposición. Ahora que todos han demostrado que pueden ponerse de acuerdo en algo.
Publicado por Leonardo Haberkorn en el suplemento Qué Pasa del diario El País, 5 de noviembre de 2005.