Escribía bien. Tenía una mirada lúcida, aguda y cáustica. Una pluma precisa y filosa potenciaba el efecto, que podía ser demoledor. El contrapeso era su siempre presente sentido del humor.
Fue uno de los periodistas del suplemento Qué Pasa, en los años en que supo ser una publicación autónoma.
Tenía una gran cultura general, sabía mucho de literatura y de cine, pero también estaba bien informado de política, fútbol y todo aquello que le interesara a la gente. Creo que no es necesario que diga que queda muy poca gente así en las redacciones.
Podía desempeñarse en múltiples frentes, pero sus virtudes de narrador lo hacían ideal para escribir crónicas. Teníamos una sección llamada "Yo estuve ahí", donde alguien contaba en primera persona su experiencia en algún lugar o circunstancia. Me encantaba enviar a Sosa a lugares donde chantas de todo tipo --manosantas, predicadores, pseudo artistas o científicos-- pretendían engañar a la gente. Su crónica siempre ponía las cosas en su lugar: si no podíamos derrotar a los malos, al menos podíamos reírnos de ellos.
A él también le gustaba ir al interior, retratar lugares alejados y desconocidos para los montevideanos, aparentes pueblos apacibles que en realidad no lo eran tanto. Recuerdo un excelente informe suyo sobre la noche en José Enrique Rodó, Soriano, desnudando situaciones de abuso y explotación de menores que ocurrían a ojos vistas, pero nadie se atrevía a contar.
Gabriel escribió también en muchas otras publicaciones: Posdata, el Cultural, más recientemente en Búsqueda y La Diaria.
Los libros, como el periodismo, fueron parte central de su vida. Tenía una gran biblioteca, fundó su propia editorial y escribió media docena de ellos.
Falleció ayer, a causa de un infarto, a los 58 años de edad. Se van a extrañar su mirada, su escritura y sus crónicas.
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