Soy de Peñarol. Soy de Peñarol cuando gana y también soy cuando pierde; eso no cambia las cosas. Peñarol puede jugar bien o jugar mal, puede tener once cracks en la cancha o ninguno, lo puede dirigir Menotti, Gregorio, Dino Sani, Morena o Julio Ribas: nada de eso cambia mi decisión. Mi entusiasmo puede ser mayor o menor, puede que vaya al estadio o que pase años sin pisar la Olímpica. Pero siempre sigo siendo hincha de Peñarol.
La mayor parte de los uruguayos hoy vive así la política: como si fuera fútbol. Son del Frente o son de los partidos tradicionales. No importa quién sea el candidato, lo que diga, lo que haga. No importa si es un genio o un burro. No importa si su vida es un ejemplo o es una verdadera montaña de mentiras. Puede ser Astori o Mujica, como si fueran lo mismo. Puede ser Lacalle, Larrañaga, Bordaberry o Jorge Batlle. Es igual. Nada ni nadie logran mover a esa enorme mayoría oriental de su posición inamovible, de su voto a priori, una adhesión tan incondicional como la que puede sentirse por un cuadro de fútbol. Una religión, como Peñarol.
Las pruebas están a la vista. En medio de la campaña electoral más pobre y más sucia que se recuerde desde el regreso a la democracia en 1985, con dos candidatos principales que ofrecen un pasado que nunca terminan de asumir y un presente digno de una película de Cantinflas, el 90% de los uruguayos ya está totalmente decidido. A full. El griterío hueco, la guarangada, las repetidas pifias y equivocaciones apenas hacen dudar a un mísero 10% de los ciudadanos. El abrumador 90% ni siquiera se detiene un segundo a pensar si detrás de tanta burrada no habrá algo más que una sucesión de anécdotas patéticas.
Los ejemplos sobran. Si un candidato, desde su cuna aristocrática, dice que todos los pobres son unos “atorrantes”, medio Uruguay con el voto ya decidido de antemano hace como que no oyó nada, como si semejante declaración de principios no tuviera significado. Si el otro candidato da dieciséis (¡16!) entrevistas con dos grabadores delante de sus narices y después dice que lo engañaron y que en verdad no dijo las “estupideces” que dijo y, cayendo más bajo todavía, lincha a quien lo entrevistó, un trabajador como los que él dice defender, medio país con el voto ya decidido finge que no pasó nada. Como si la mentira flagrante fuera un ramito de flores recién recogidas de la chacra.
Se podrían llenar diez páginas con otros ejemplos tan solo de los últimos días. Los politólogos se preguntan cómo dos políticos de semejante experiencia pueden hacer tantas burradas y decir tantos disparates; cómo es posible que enfrenten una campaña electoral con semejante grado de improvisación, de falta de seriedad, de total frivolidad.
Yo tengo mi teoría. Lo hacen así… porque en Uruguay con eso les alcanza y les sobra. Nadie les exige más. ¿Para qué trabajar duro si satanizando al adversario, pintándolo como el mismo demonio redivivo, rápidamente consiguen que medio país se aliste detrás de ellos, no importa cuán hueco sea el mensaje, cuán grueso el error, cuán obvio el engaño? Mujica es como Hitler. Con Lacalle volvemos a la Edad Media. Y la gente sale corriendo a poner la balconera y la banderita en el auto.
Con la vieja receta de demonizar al adversario (que en Uruguay, para desgracia nacional, es el “enemigo”) y mucha publicidad en la tele ya es suficiente para los orientales, tan ilustrados y tan valientes que asusta. No necesitan más. Por eso no hay debates, por eso no hay propuestas que vayan más allá de un eslogan, ni balances serios, ni políticas de Estado. Por eso nadie nos explica cómo haremos para no seguir convirtiéndonos cada día un poco más en un país africano, con suburbios africanos, educación africana y sueldos africanos. Más del 90% de los uruguayos no quiere saberlo. Ni siquiera se hacen la pregunta.
Y dicho sea de paso: ¿qué sentido tiene gastar tanto dinero en publicidad televisiva si el 90% de los que miran ya está decidido? Esa millonaria transferencia de dinero de toda la sociedad hacia los canales privados de televisión podría evitarse. Se podría reunir al mísero 10% de votantes que se permite la duda en cuatro o cinco sesiones en el estadio Centenario y mostrarles los avisos en una pantalla gigante. El dinero ahorrado se podría repartir. La mitad se lo daría sí a los canales privados, pero a cambio de que en la tanda enseñen a los escolares y liceales a escribir bien en castellano; está visto que ya no podemos esperar eso de nuestra enseñanza.
La otra mitad del dinero yo la repartiría entre el 10 % de indecisos, para que se tomen unos días de descanso, en algún hotel con spa y piscina, para que piensen en relax, escuchando música, tomando un Martini, cuál es la menos mala de las opciones. Entre los cinco candidatos –porque no son dos, son cinco- y el voto anulado o en blanco- una alternativa tiene que haber.
Dicen que los indecisos son los más desinformados. Puede ser. Pero al menos ellos saben una cosa: la política y la elección de un presidente no son un partido de fútbol. Se merecen un premio.