12.4.08

Montevideo: Casi el paraíso

En Montevideo no hay secuestros, no hay bombas, no hay balas perdidas. Nadie usa autos blindados.
En Montevideo no hay embotellamientos, no hay soldados en la calle. No hay guerrilla, no hay paramilitares, no hay escuadrones de la muerte. La ciudad no es permanentemente sobrevolada por helicópteros: no se necesitan.
En Montevideo los empresarios, los ricos, los famosos, los ministros y hasta a veces el presidente de la República andan sin escolta. A medianoche uno todavía puede detenerse en un semáforo en rojo sin miedo a ser asaltado. Mario Benedetti almuerza todos los días en el mismo bar del centro: no existe el más mínimo peligro de que alguien lo ataque o lo secuestre. Almuerza tranquilo junto a algunos veteranos amigos y una botella de buen vino al lado de un ventanal que da a la calle. La gente pasa, mira, reconoce a Benedetti y sigue. Muchos lo admiran y tienen todos sus libros, pero nadie interrumpe su almuerzo para saludarlo o para pedirle un autógrafo: el montevideano es respetuoso, tímido, vergonzoso y muy discreto.
Montevideo, paraíso, revista Gatopardo
Hay más cosas que Montevideo no tiene. Nunca hubo un terremoto, ni siquiera un modesto temblor de tierra. No hay huracanes, aludes, deslizamientos de tierra, inundaciones de importancia. La ciudad no conoce cataclismos naturales. En sus 280 años de vida, solo un par de veces cayó un poco de nieve.
Estos datos pueden explicar por qué Montevideo fue elegida como la ciudad de mejor calidad de vida de toda América Latina por la consultora suiza Mercer Human Resources. Seguramente su triunfo se debe más a todo lo que no tiene que a las cosas que sí tiene.
En el ranking suizo, Montevideo superó a Buenos Aires (en Montevideo no hay taxis truchos), a Santiago (en Montevideo no hay alarmas de smog), a Lima (en Montevideo no hay brotes de cólera), a Bogotá (en Montevideo nunca dispararon misiles contra el presidente), incluso a Rio de Janeiro (Montevideo no es tan bella, pero no tiene barrios en poder del Comando Vermelho).
“Que Montevideo sea elegida la ciudad de mayor calidad de vida del continente a uno le da mucho orgullo, pero también es un síntoma preocupante de cómo está América Latina”, me dijo el ex alcalde Mariano Arana.
Tiene razón. Arana fue intendente de Montevideo (así se llama el cargo aquí) durante diez años. Hoy es ministro de Vivienda, Ordenamiento Territorial y Medio Ambiente. La entrevista que dio para esta nota es un buen ejemplo de cómo son las cosas aquí.
La secretaria del ministro me citó en su oficina a última hora de la tarde. El Ministerio, un edificio de cuatro plantas en la ciudad vieja, ya había cerrado. Un único policía montaba guardia en la recepción, sentado en una silla. Le hice señas. Se levantó y abrió la puerta, que estaba sin llave. Le dije que tenía una entrevista con el ministro. No me pidió ninguna identificación.
-La oficina es en el cuarto piso –me respondió.
Subí. La modesta sala de recepción estaba desierta. La secretaria ya se había ido, no había ningún guardia. Detrás de una mampara, el ministro hablaba por teléfono.
Luego me diría: “en un contexto mundial, Montevideo mantiene, comparativamente, cierta seguridad ciudadana”.
Supongo que por eso ganó la encuesta.

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Claro que las cosas no son tan sencillas. Porque Montevideo no es sólo lo que no tiene, también es lo que sí tiene y lo que tuvo.
Para empezar por lo que tiene, primero está el mar.
Cuando los montevideanos decimos mar nos referimos al Río de la Plata, que en realidad no es mar pero tampoco es río. La verdad es que el Plata es un estuario, un lugar de encuentro de aguas dulces (de los ríos Uruguay y Paraná) y aguas saladas (del océano Atlántico). Llamarlo mar no es nuevo. Los indios ya lo llamaban “Río ancho como mar”, porque desde una orilla no se puede ver la otra. Y su descubridor, el español Juan Díaz de Solís, lo bautizó Mar Dulce antes de ser devorado por aquellos poéticos indios.
El Río de la Plata es el emblema de esta ciudad y nuestro bien más preciado. Buena parte de Montevideo está unida por una sinuosa rambla que corre más de 30 kilómetros a sus orillas, uniendo una decena de playas, muelles, puntas rocosas, un puerto, un faro y pequeños puestos de pescadores. Es el paseo preferido de los montevideanos, que allí vamos a hacer ejercicio, a pescar, a tomar mate, a enamorar, a jugar al fútbol y a caminar mirando el mar cuando estamos tristes. Desde la rambla se pueden ver el amanecer y el atardecer muchos de los días del año.
Claro que la costa de Montevideo no tiene la belleza del Caribe frente a Santo Domingo. La mayor parte de los días, el Plata luce de un rotundo color marrón. El escritor argentino Jorge Luis Borges, un enamorado de Montevideo, dijo que el río tiene color león. Sólo cuando el océano avanza sobre el estuario, el Plata se pone verde.
El paisaje de la costa montevideana no es exuberante como, por ejemplo, el de Rio de Janeiro. Más bien es de una belleza modesta y discreta, como los montevideanos.

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El segundo gran bien de esta ciudad es su cielo, que es un verdadero cielo.
Montevideo no es una de esas ciudades de eterna primavera. Aquí sufrimos las cuatro estaciones: en otoño se caen las hojas de los árboles, en invierno hace frío y mucho, los jardines florecen en primavera, las playas se llenan en verano.
Montevideo no es una ciudad para ahorrar en vestimenta. En este lugar del mundo tenemos que tener ropa para todos los climas: buzos de lana, gorros, bufanda y sobre todo en invierno; short, camiseta y hawaianas brasileñas en verano. La temperatura varía mucho según la estación: en las noches del peor momento del invierno puede bajar a cero y más todavía; en el verano el termómetro alcanza y sobrepasa los 30.
Montevideo es la capital más austral del mundo y los vientos del sur, que vienen de las regiones antárticas, se hacen sentir con fuerza. Pero es gracias a ellos que la ciudad tiene su segundo tesoro natural: el cielo.
El resultado de tanto viento y de tener una ciudad totalmente abierta hacia el mar es que el cielo de Montevideo es un verdadero cielo. Las fuertes ráfagas barren el humo de los escapes de los autos y de las escasas industrias que han sobrevivido a las importaciones chinas. El cielo de Montevideo no es una nube de smog, no es una inamovible cortina gris, no es el humo que flota sobre tantas grandes ciudades. Aquí, cuando brilla el sol, el cielo es de un celeste resplandeciente, rutilante, refulgente. Y cuando hay tormenta, es negro, tan oscuro como el azabache. Arana dice que la “limpidez del cielo” montevideano es excepcional. Muchos que han viajado dicen que es uno de los más lindos del mundo.
La ciudad, además, es muy luminosa porque la mayor parte de los barrios están todavía formados por casas y no por de edificios. Cientos de miles de montevideanos preferimos irnos a vivir a lejanas urbanizaciones, a 20, 30 o 40 kilómetros del centro, para poder tener una casa con jardín y cerca del mar. Dicen que es una herencia cultural de los inmigrantes europeos que poblaron este país. Hay barrios céntricos que han quedado semi desiertos, y zonas costeras carentes de servicios que están superpobladas.
Esto provoca un fenómeno curioso. Hace muchos años que Montevideo mantiene a su población constante, pero el tamaño de la ciudad no para de crecer. Somos casi medio Uruguay, cerca de un millón y medio de personas. Sin embargo, esta capital todavía conserva cierto aire pueblerino imposible ya de encontrar en otras grandes ciudades.

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En las calles de los barrios, en la costa, el tiempo corre lento. Aquí todavía hay gente que se sienta a charlar frente al mar o en la mesa de un bar, sin urgencias. A toda hora, todos los días, hay quienes caminan plácidamente por la rambla. En los muelles muchos matan el día pescando. Muchas veces me pregunto de dónde sale tanta gente que no trabaja. “Montevideo tiene un aire de pereza”, escribió hace casi un siglo el político y escritor Emilio Frugoni, y el enunciado sigue siendo cierto.
En su modesto escritorio de ministro, el ex alcalde Arana también me lo dijo: “felizmente todavía tenemos una ciudad con una escala humana y un relacionamiento humano muy importante”.
Montevideo es calma, tranquila, melancólica y con aire de tango. A algunos les gusta. Reneé Buoncristiano, una operadora turística dedicada a recibir a los pasajeros de lujosos cruceros que llegan al puerto, dijo en una entrevista que los turistas “a menudo nos confiesan que Montevideo es muy atractiva porque no aturde, no abruma por el gigantismo sino que es una ciudad intimista”.
A los nativos más jóvenes, en cambio, esa calma les sabe a tedio. La premiada película uruguaya 25 Watts trata sobre eso: cuatro jóvenes se aburren soberanamente en una ciudad en la que no pasa nada. Aquí no llegan los grandes espectáculos: los muchos montevideanos que quisieron ver a los Rolling Stones o a U2 debieron viajar a Buenos Aires o Rio de Janeiro. El mismísimo presidente Tabaré Vázquez declaró de interés nacional la visita de los Stones, pero ni siquiera así vinieron. En el mapa de los grandes espectáculos, Montevideo no existe.
Hace unos años, cuando diez pesos uruguayos alcanzaban para comprar un dólar (ahora se necesitan 25), aquí actuaron Rod Stewart, Paul Simon, B.B. King y Roxette. Hoy los jóvenes llenan los estadios cuando tocan las bandas uruguayas: Los Buitres, La Trampa, Sordromo, No Te Va Gustar, La Vela Puerca.
Rodrigo Gómez es el cantante de Sordromo. Vivió en Suecia, donde vive su madre. Vivió en Hollywood, donde estudió música. Tiene la ciudadanía sueca, pero eligió quedarse en Montevideo. No es una decisión sencilla. La ciudad le gusta, pero le pesa lo difícil que es mantenerse económicamente a flote. “Un limpiador de hospitales de Suecia se va todos los años de vacaciones a España. Y una estrella de rock de Uruguay no se va a ningún lado”, me dice, con ironía.
Salir de noche en Montevideo no es sencillo. El transporte público es escaso, los taxis son caros y las distancias largas. Metro no hay. Y, salvo en verano, las noches son frías.
Lo que más hay en la vida nocturna de la ciudad son obras de teatro: suele haber hasta 30 en cartel. Cines hay menos. Discotecas menos. Boliches donde a Gómez le gustaría tocar con su banda, menos.
El lugar preferido de los muchachos de Sordromo se llama La Ronda. Es un bar con mucha onda y gente cool, a pocos metros del río y frente a Fun Fun, la más clásica tanguería de Montevideo, con 109 años de historia y un mostrador de estaño en el que se supo acodar Carlitos Gardel.

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Hay otros factores que hacen a la calidad de vida, que quizás son más importantes que el mar, el cielo y el tiempo, pero que lucen menos. Arana destaca que en Montevideo el 90% de la población está conectada al saneamiento: eso explica por qué aquí no ha habido brotes de cólera, ni de dengue, y el alto nivel sanitario que tiene la ciudad. Aquí el agua de la canilla se puede beber sin miedo: es agua potable.
El sistema político es estable: en toda la historia del país, los golpes de Estado han sido excepcionales. La democracia no se ha visto interrumpida una y otra vez como en Argentina o Bolivia. El historiador inglés Eric Hobsbawn retrató a Uruguay como “el único país sudamericano que podía describirse como una democracia auténtica y duradera”.
Hasta el Che Guevara lo dijo cuando visitó Montevideo en 1961 como ministro de Industria de Cuba. Habló en la Universidad rodeado de miles de jóvenes que querían oírlo exaltar la revolución. Pero les dijo: “Puedo asegurarles que en nuestra América, en las condiciones actuales, no se da un país donde, como en el Uruguay, se permitan las manifestaciones de las ideas (...) Ustedes tiene algo que cuidar, que es precisamente la posibilidad de expresar sus ideas; la posibilidad de avanzar por cauces democráticos”. Y todavía les advirtió: “cuando se empieza el primer disparo, nunca se sabe cuándo será el último”.
Casi medio siglo después, hay libertad de prensa. El sistema judicial es confiable. Los presidentes uruguayos no modifican las reglas de juego de la Justicia, como Menem o Kirchner. Uno puede acercarse a un policía con relativa confianza.
Pero para muchos lo más importante es que Montevideo (y Uruguay en general) tiene el mejor índice de distribución del ingreso de América Latina. Eso no quiere decir que el reparto sea justo, pero en un continente que tiene el triste récord de ser el más desigual del mundo, Uruguay sigue siendo un modelo.
“Esa es la principal razón de que aquí exista una mejor calidad de vida”, me dijo el especialista en temas inmobiliarios Julio Cesar Villamide. “Esa distribución más justa se nota en todo: en lo cultural, en la mayor seguridad, en la interrelación que aquí todavía hay entre las distintas clases sociales, algo que en otros lugares de América Latina ya no existe. Todo eso lo aprecian mucho los que vienen de países que lo tuvieron y ya lo perdieron”.
Esa calma, esa ausencia de estrés, esa relativa seguridad, esa ciudad sin soldados ni helicópteros, atrae mucho a los extranjeros adultos con dinero. El ministro Arana me contó de un arquitecto colombiano que decidió mudarse aquí con toda su familia. También a dos ex embajadores, uno de Alemania y otro de Holanda, que una vez finalizada su carrera se radicaron en Montevideo para gozar de la calma y la tranquilidad que habían conocido aquí como diplomáticos.
Villamide, que edita una revista especializada en asuntos inmobiliarios, me informó que dos familias argentinas se radican en la capital uruguaya cada semana. También conoce a un empresario paulista que se vino a vivir acá luego del susto que se llevó al perder durante media hora a su hijo de 3 años en un shopping.
En las últimas semanas, tras los más de 170 muertos que dejó la espectacular ofensiva contra las instituciones que realizó en San Pablo el grupo criminal Primer Comando de la Capital, Villamide recibió varias llamadas desde esa ciudad. Eran ejecutivos interesados en mudarse a Montevideo. Le preguntaban por las condiciones para radicarse, los trámites legales, los precios de los colegios. “Es gente que siente que ya no puede vivir en ciudades con niveles de seguridad absolutamente insuficientes. La costa sur de Uruguay –Montevideo, Colonia y Punta del Este- se está transformando en el barrio alto de toda la región. Es un proceso que se ha iniciado y que seguramente se acentuará”.
Claro que a todos no les resulta fácil adaptarse. “Montevideo tiene carencias enormes en cuanto a la oferta cultural, gastronómica... para el que viene de una gran ciudad el impacto es enorme”, me dijo Villamide. “Pero alguno ya me ha dicho: ‘cuando sufro mucho me voy a Buenos Aires”. La capital argentina queda a apenas media hora en avión.

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Viendo así las cosas ustedes creerán que es cierto el mito de que Montevideo es la capital de la Suiza de América. Pero no lo es.
El término “Suiza de América” se usó en las primeras décadas del siglo XX para designar el temprano estado de bienestar que Uruguay alcanzó en aquella época de la mano de las políticas impulsadas por el presidente José Batlle y Ordoñez: un país próspero, rico, socialmente integrado, educado, con leyes sociales de avanzada, una estabilidad política que parecía eterna, campeón del mundo en fútbol y con una abrumadora mayoría de clase media.
Aquel Uruguay mítico –si es que alguna vez fue cierto- hoy ya no existe.
La clase media ya no es más la abrumadora mayoría: la última crisis económica multiplicó la pobreza a límites nunca antes vistos. Los pobres que en Uruguay eran 478.600 en 2000, pasaron a ser 849.500 en 2003 y llegaron a casi un millón en 2004. Y el país apenas tiene tres millones de habitantes.
Montevideo no es todavía una ciudad dividida en guetos, pero la segregación social es cada vez mayor. Quedan pocos barrios en los que se mezclen las clases sociales. La escuela pública, a la que antes iban todos los niños, ahora es sólo para los pobres.
Hoy la mayor parte de los trabajos que se ofrecen en la ciudad son empleos precarios: vigilantes, limpiadores, obreros no calificados. Los sueldos, una vez descontados los impuestos, no superan los 80 dólares mensuales.
La capital del Uruguay creció con decenas de miles de inmigrantes que llegaron de todos los rincones del mundo porque aquí existía la promesa de un futuro. En los últimos años la ecuación se revirtió: miles de montevideanos han emigrado porque aquí el futuro ya no les prometía nada. La melancolía de la ciudad se multiplicó: no hay nadie que no tenga un hijo, un hermano, un amigo viviendo lejos.
La mendicidad se ha multiplicado. No es raro ver gente revolviendo la basura para conseguir un pedazo de comida: no es algo que asombre en América Latina, pero en Montevideo todavía nos choca. “Uno se pregunta cómo es que puede haber calidad de vida en una ciudad en la que hay niños mendigando en tantas esquinas”, me dijo Carlos Llovet, un amigo contador que se fue a vivir a Estados Unidos.
Los síntomas de desintegración social son palpables en cada pequeña cosa: los semáforos no se respetan, las motos circulan a contramano, ir al estadio Centenario se convirtió en una aventura peligrosa.
Incluso la tan mentada seguridad es relativa. En el hotel casino Radisson, el más lujoso de la ciudad, me dieron un folleto que dice que “Montevideo está catalogada después de Tokio como la ciudad más segura del mundo”. Pero los montevideanos ya no lo sienten así. Los robos a mano armada aumentaron 233% entre 1990 y 2002. Y desde entonces la estadística roja ha seguido creciendo. La gente ya no deja la puerta abierta.
Un vecino de Arana cercó su casa con alambradas de púas. Cada vez que el ministro las ve, le parece ver una imagen de Auschwitz. Ya hay más de 200 propiedades en la ciudad rodeadas por cercas electrificadas. El viceministro del Interior se refirió a ellas en una reciente conferencia: pensé que eso nunca iba a existir acá, dijo.
Ciertamente, Montevideo no es Suiza. En el ranking de la consultora Mercer, Montevideo fue la ciudad latinoamericana mejor clasificada. Pero no estuvo entre las primeras del mundo: apenas si ocupó el lugar 78. La número uno fue Zurich.
En cuanto a su calidad de vida, Montevideo hoy tiene que elegir con qué se compara: si se mide con el resto de las grandes ciudades de América Latina, es posible que gane. Si se compara con su propio pasado, es seguro que pierde.
En la frío invierno de Montevideo, Rodrigo Gómez duda. “¿Habré hecho bien en quedarme acá?”, se pregunta cuando compara Montevideo con su ciudad sueca. Le pesa la inseguridad económica, cierta chatura, la falta de aspiraciones de los jóvenes. Por momentos siente que no se puede quedar acá toda la vida.
En el eterno calor de Miami, Carlos Llovet extraña. No volvería a radicarse en Montevideo: no quiere repetir el horror de pasar meses y meses desempleado. Hoy tiene un trabajo que lo lleva con frecuencia a Ciudad de México, a Lima, a San Pablo. Todavía le duele Montevideo, pero cuando compara, lo reconoce: “sí, es posible”, me escribió. “Quizás Montevideo todavía sea la ciudad de mejor calidad de vida de América Latina”.
La casa de la alambrada ondulante de púas que impresiona al ministro Arana queda en un barrio de clase media, nada sofisticado. Allí no vive ningún paramilitara derechista. Vive una joven y simpática médica con su esposo y sus tres hijos. Laura Boccardo me cuenta que eligió esa alambrada de púas porque las cercas eléctricas son un peligro para la salud de sus hijos. Además, también ha colocado fuertes focos de luz, censores infrarrojos, una fotocélula automática y un botón de pánico que se conecta con la policía y una empresa de seguridad las 24 horas.
Le explico el motivo de la nota. Pienso que me va a decir que los que hicieron la encuesta están locos. Pero me dice lo contrario. Laura tiene un hermano que vive en San Pablo y que trabaja en un banco. Cada vez que quiere divertirse de noche hace salir de su casa una caravana de cuatro camionetas iguales a la suya, para tratar de evitar que lo secuestren.

Este artículo de Leonardo Haberkorn se publico originalmente en la edición 70 de la revista Gatopardo (julio de 2006). Luego fue reproducido por la revista italiana Internazionale (setiembre de 2006) y en un libro digital monográfico sobre Montevideo editado por la revista española Zona de Obras.